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Un viaje más hacia la nada. La vida en Cuba

Enviado por luis b martinez


    Y la mujer iba parada, dando tumbos, como una más entre un grupo de personas que al igual que ella habían sido recogidas en la carretera por este rudo camión militar que ahora las transportaba. Todos iban sudados y destruidos de cansancio después del mucho andar por aquella vía infame desde muy temprano. Ésa era parte de una condena más dentro del padecimiento del vivir diario a que eran sometidos y acostumbrados por la Revolución. No existían los alivios. – Monografias.com

    Y la mujer iba parada, dando tumbos, como una más entre un grupo de personas que al igual que ella habían sido recogidas en la carretera por este rudo camión militar que ahora las transportaba. Todos iban sudados y destruidos de cansancio después del mucho andar por aquella vía infame desde muy temprano. Ésa era parte de una condena más dentro del padecimiento del vivir diario a que eran sometidos y acostumbrados por la Revolución. No existían los alivios. Cuando ella pudo subir a este vehículo de volteo de cama metálica, escalando por los neumáticos, y jalada por los que estaban arriba, ya había caminado durante mucho más de dos horas por aquella lengüeta de asfalto y concreto hirviente donde otro camión la había dejado, varios kilómetros atrás, cuando se tuvo que desviar para alejarse y perderse hacia otro destino. No era sino lo usual. Llevaba colgando de las manos dos bolsas con papas y cebollas. Y tres plátanos que le habían regalado y que pesaban mucho. No había podido conseguir nada más. Ni siquiera un poco de maíz para los pollos y gallinas que a duras penas mantenía en los alrededores de la casa. Aquel otro camión, también abarrotado, la había dejado en un entronque de donde le dijo adiós para seguir su camino, internándose a su vez en los campos y dejando tras sí la acostumbrada nube de polvo que levantó y que tardó bastante en disiparse. Y desde aquella primera encrucijada ella había emprendido un nuevo andar. Un nuevo andar que siempre seguía a otro. Pero que en realidad era el mismo de años, o su continuación, volteándose y mirando siempre hacia atrás al escuchar el ruido del motor de cualquier otro vehículo aproximándose. El transporte público era casi inexistente por esa carretera Con cada motor sonando a sus espaldas renacía la esperanza de una nueva ayuda, pero la mayor parte del tiempo, después de mucho andar, lo veía seguir su carrera cargado de gente o con algún privilegiado gubernamental viajando solo. Y así anduvo, entre el infierno cruel del calor y la caminata, con el agotamiento de las piernas y el ánimo, durante horas, bajo el sol, sudando sin cesar y cansada, como una condenada a mantenerse entre incesantes sacrificios. Hasta que llegó este nuevo auxilio anunciándose con repetidos mensajes de bocinas y gritos que sin éxito simulaban una forzada alegría.

    Al subir a este último, después de entregar las bolsas a los que la ayudaron trabajosamente a encaramarse, el viento le levantó la falda para dejar sus enjutos muslos y la gastada y opaca ropa interior al desnudo. Los que la ayudaron empujándola desde abajo por las nalgas, que por lo consumidas no alcanzaban a redondear las pantaletas, estaban más que pendientes de que esto ocurriría y la observaban mientras sonreían con satisfacción y complicidad. Siempre era igual. Y los comentarios y toqueteos los mismos. También de esto estaba más que aborrecida. Aquí viajaban también algunos ancianos y niños, todos de pie, menos un viejo muy mayor que iba sentado dando tumbos con el fondillo contra la plancha metálica del piso, todos aplastados por el sol. No cabía ni un alma más. Dos niñas, delgaditas y terrosas, de oscuras ojeras, apenadas, escondiéndose a medias tras las faldas de sus madres, la observaban con ojos muy vivos y extrañados. Todos iban despeinados y marchitos, con el pelo reseco y sin una pizca de brillo ni de vida. Casi ninguno de los más viejos que la miraban tenía dientes, pero la contemplaban con ojos pícaros y deseosos y pequeños sobre sus toscas y muertas sonrisas y sobre las risas vacías y burlonas, y mudas, desde más atrás de la piel quemada por el riguroso y eterno sol. Era una mujer delgada, de cabellera muy negra recogida y sujeta por una cinta amarilla tras el cuello. En su cuerpo resaltaban restos de redondeces que seguramente un día no muy lejano la adornaron. Y allí viajaban, apretujados y extenuados, como si así los hubiesen empaquetado para el viaje. Ninguno se reconocía, tal que fuesen de distintos planetas, la mayoría en silencio, examinándose unos a otros, contactando sus sudores al padecer los movimientos y frenazos del camión. Y así se desplazaron. Después de un momento más, ella, pretendiendo aislarse para desencadenar su mente de todo esto y así dejarla correr tras sus espacios imposibles, y en esto hacerse insensible a tanta incomodidad, no quiso seguir viendo a nadie. Por unos kilómetros más viajó en el silencio y la separación de miradas que apenas podían brindarse sin llegar a ver de frente a nadie, con los ojos casi cerrados, como perdida en un vacío de desagrados y como protección contra la velocidad y el viento.

    Y más aislada aún, en su mutismo, yéndose del mundo, con la boca amargada, después se quedó contemplando y sintiendo el ritmo del camión sobre la carretera a su paso frente a las llanuras que se alargaban con sus cañas, sus herbazales y sus palmas regadas por ambos lados de la abusiva vía. El cabello, sudado y grasoso apenas se le alborotaba con el viento del viaje. Y así seguía, con las bolsas que traía puestas en el piso, frente a ella, tan sólo mirando a la distancia, protegiéndose los ojos del viento con una mano que actuando como visera apoyaba sobre las cejas y el nacimiento del cabello. Viajaba sin vida, como apagada, con una mueca triste de desagrado y desolación, acalorada bajo el fuego de aquel sol cercano a las cinco y media de la tarde que a pesar de la hora todavía se conservaba invencible. Y a cada instante se sabía y sentía más lejana en su interior de cuanto la rodeaba. Más lejana que todos los horizontes de aquellos secos paisajes que se derretían allá a lo lejos, en lo que parecía el final de todas las distancias, tras el poder seco del aire y bajo las altas temperaturas que hacían vibrar todo el entorno. Y apenas podía sujetarse ni recostarse buscando un alivio para su cansancio. Lo extremadamente caliente del metal de la carrocería no lo permitía, la quemaba al menor contacto. Los saltos y frenazos le maltrataban las piernas y la cintura en su lucha por alcanzar el equilibrio de una casi imposible vertical bamboleante. Todos ellos, allí atrás, sin tener asidero ni sostén, en medio de aquel desplazamiento caótico, inevitablemente por momentos se sujetaban y apoyaban unos en otros. El humo de los residuos de combustible que salía del tubo de escape, a un lado de la caseta del chofer, le irritaba la piel y le ardía en los ojos. Los tenía que mantener entrecerrados para protegerse del viento y de la suciedad. Y el olor de ese petróleo quemado, que a gran velocidad la abofeteaba sin cesar, la penetraba hasta el estómago y los pulmones y la mareaba hasta la fatiga. La penetraba por la piel.

    Y tenía mucha sed. Y hambre. Sentía un vacío que le dolía en la boca del estómago. No había comido nada en más de día y medio de estar viajando de un lado a otro por las carreteras de la provincia y caminando por las desconocidas calles de la ciudad. Y todo para intentar resolver absurdas gestiones que en la práctica no servían para nada. Ya casi no sabía qué hacer. Después de más de una hora de avanzar sin que el camión se detuviera, dejando atrás a decenas de personas que caminaban por la insólita carretera haciendo señas para que las socorrieran en aquella travesía que el desagrado convertía en interminable, se acercó como pudo a la parte trasera de la cabina del chofer y dio unos golpes en el cristal. A gritos contra el viento y el ruido de la velocidad, haciendo señas, pidió al conductor que la dejara en el sendero que pronto se vería a la derecha. El hombre la entendió. Y el camión se detuvo poco después, con chirridos de oxidados metales en los frenos. Los hombres la ayudaron a bajarse y le alcanzaron las bolsas que cada vez pesaban mucho más. Desde arriba le miraban con codicia el nacimiento de los escuálidos senos, dibujando imposibles invitaciones con los ojos hundidos bajo el peso de la luz y la radiación. Ya plantada en la orilla de la carretera se quedó viendo al camión que se alejaba con su absurda carga.

    Y entonces, recuperando fuerzas anímicamente, y creyéndose con nuevos aires, emprendió su paso por ese otro desesperante camino que era el suyo, que se internaba en aquella campiña y que tampoco parecía conducir a parte alguna. Estaba una vez más en medio de la mayor soledad de un pedazo de campo apenas habitado por ella y su marido, con los niños, en mucho espacio a la redonda. Sí, el desamparo era total. Lo sintió como un golpe mortal en una herida que no cesaba de abrirse amenazando aniquilarla. Estaba a solas en medio de la nada. Tan sólo podía ver el camino de polvo y piedras, y el cielo, y la inhóspita manigua y la yerba reseca a un lado y otro. En una distancia de varios kilómetros, en todas direcciones, no se veía ni una sola casa, sólo calor y campo. Allá a lo lejos, muy lejos, donde ella sabía que estaba, a un lado del sendero de hierba y tierra y gravilla por donde tendría que andar, entre unos chaparrales y dos o tres palmas, apenas se adivinaba un borroso bohío del que subía una débil y pálida columna de humo. Ése era su hogar.

    Había salido de allí en la madrugada de dos días antes, de la misma manera que ahora regresaba, andando y recorriendo pedazos de caminos como pudiese. Caminos andados en agonía, cual largas condenas intercaladas entre los otros intervalos de sufrimientos que eran aquellos transportes abusivos y obligados en viajes que nunca resolvían nada y que también eran matadores. Con una mueca de burla y menosprecio hacia el recuerdo de quienes la obstinaban con esos abusos se había ido para tramitar un papeleo insignificante, pero supuestamente exigido con premura por un Ministerio de la Capital. Eso le decían. Y con la misma mueca de malestar ahora regresaba. Para cualquier asunto había que superar montones de requisitos e irse hasta el jeroglífico absurdo de La Habana. Por segunda vez le sucedía con este último asunto que le exigían, pero era una falta grave no cumplir con la citación que le habían hecho. Eso le decían. Y cada ida y regreso sólo dejaban como resultado una muerte más. Una muerte que caía hacia el pozo del cansancio y la inutilidad, como todo lo que tenía que ver con cualquier trámite oficial y aquellos desplazamientos usando un sistema de transporte absolutamente inoperante y escaso.

    Vivía convencida de que esas citaciones aparentemente sin sentido no eran otra cosa más que control y más control para hacerle la vida imposible y para saber en todo momento dónde estaba y qué hacía. Y para martillar sobre la sumisión humillante que cada persona le debía al Poder Central y al maldito Partido. Y lo lograban. Y siguió caminando. Ahora avanzaba más lentamente, apenas levantando los pies del camino, pero siempre pretendiendo no pensar tanto en aquella tragedia. Ya caminaba por inercia y ofuscación obstinada. Pero al rato ya no quería llegar adonde iba. Ni a ningún lugar. Al rato tan sólo deseaba desaparecer. Estaba bañada en un sudor frío que no le corría por la piel y sentía las piernas y los brazos adormecidos y próximos a la inutilidad. Aquel desvivir de sacrificios parecía no tener final. Sabía que más allá de toda imposibilidad de hacer cierto algún sueño estaba el arribo a la casa destartalada, a los niños mal alimentados y a la carencia casi total de las cosas más elementales. Y además, sin escape, a duras penas, a tener que acostarse sin deseos en un sexo triste con su marido, que se había consumido a su vez trabajando en el campo sin aliviar un ápice aquella aplastante necesidad que por tantos años los mantenía acorralados. Su hombre, que en el pasado también había sido fuerte, y que soñó con las posibles bondades de la Revolución, ya tampoco creía en nada y parecía un anciano destruido que sin llegar a los cincuenta años no era otra cosa más que hastío, arrugas y quemazones en la piel curtida. Era un resumen del cansancio y la debilidad. Y dejó de pensar. Y arrancó de nuevo. Pero, después de andar un corto tramo, se detuvo. Y parada frente a la nueva distancia, con apariencia de ser cada vez más larga y de no dejar de alejarse, y que al final, muy lejos, llegaba hasta la casa, no le pareció que había adelantado lo suficiente. Y los brazos no le daban para más. Ni las piernas tampoco. Se quedó inmóvil, sintiendo únicamente sus latidos. Dejó caer las bolsas y levantó la mirada al cielo sin nubes para dejarse caer a su vez de rodillas. Nunca como en ese momento deseó, al igual que la desasistida mayoría de la gente que padecía de aquellos veranos insoportables, que empezara a caer una lluvia torrencial, helada y sin final. Cerró los ojos y la pidió en silencio, como una de las pocas cosas agradables que le pudiesen ocurrir. Y la rogó, para de ser posible con ella empaparse y limpiarse de las amarguras empozadas que en otra total sequedad la aniquilaban. Ya no creía en Dios ni en nada, pero en una renuncia más pidió que de una vez ese Dios inexistente o no, o quién fuese, terminase de un plumazo con todo aquello. No soportaba más tanta penuria y tantos engaños y humillaciones. Pero ni las lágrimas querían brotar. Estaba seca. Sí, rogó entre gemidos que no alcanzaban al llanto, que cayese el mayor aguacero posible, para que en un baño que bajase en torrentes desde el cielo, en pleno campo, al aire libre, se conjugase ese imposible llanto, si acaso brotara, con el agua fresca de la lluvia. Pero no, no era época de lluvias. Y de llantos casi que no le quedaba nada. Y el sol se mantenía despiadado en su desenfreno. Y en su alma no quedaban esperanzas, ni de lluvias, ni de deseos, ni de salidas, ni de lágrimas ni de nada. Miró a su alrededor y como siempre sólo vio los herbazales. Y apenas levantando la vista hacia el espacio abierto lo único que reconoció fue la radiación violenta que caía a plomo del cielo blanquecino y más alto que cualquier otra distancia. Y sabía que aún le quedaba un largo trecho por recorrer. Y de nuevo renunció. Poniéndose de pie, ya trabajosamente, recogió las bolsas y emprendió una vez más su camino, lentamente, ya encorvada, con los hombros caídos y derrotados por el peso de las bolsas y la debilidad. Y como pudo siguió, destruida por el desaliento y el desamparo y con los cabellos sin vuelo por la ausencia hasta de un mínimo viento y por la presencia pegante del sudor y la grasa y el polvo del camino sobre la frente y sobre toda su piel. Los brazos le dolían hasta alcanzar la vergüenza débil del temblor y la falta de fuerzas por el hambre. Sabía que tendría que detenerse varias veces más a descansar antes de llegar a su destino. Pero seguía andando. Caminaba, con los ojos entrecerrados y la vista baja para protegerse de la radiación. Caminaba, y a cada paso lo hacía más trabajosamente, entre repentinos mareos y fatigas de debilidad. Por momentos, quizá atraída por un maleficio, se detenía y miraba hacia atrás, hacia la carretera que había abandonado y que ahora veía con rabia por el dolor sufrido sobre ella. Y la veía, allá a lo lejos, muy lejos, como una visión turbia y de locura y mucho más lejana de lo antes conocido.

    Y aún pudo dolerse por un instante al imaginar a los que por la misma a esas horas todavía caminaban a un lado y otro de la vía, esperanzados en que arribase cualquier ayuda que los adelantase. Y se dolía también de los que parados a un lado de la carretera, durante horas ofrecían en venta bajo el temible sol sus exiguas cosechas de papas y ajos y cebollas y plátanos a los favorecidos que pasaban como flechas en sus carros, la mayoría sin siquiera mirarlos.

    Pero no tenía que pensar en nada de eso. No quería. Ya no creía que nada de eso tuviese solución. Ni la esperaba. Y casi que ni tan siquiera la soñaba. Se volteó. Seguiría caminando, con su cansancio, con sus desalientos, con el peso de las bolsas. Siempre igual. A veces le daban deseos de sentarse a un lado del camino y quedarse allí, dejada del mundo, abandonada, hasta derretirse y desvanecerse, y entonces morir. Sí, era verdad, sólo deseaba desaparecer. Sí, y morir, y que toda aquella porquería llena de odios y de falsas consignas y abusos que se adueñó de la Isla entera desapareciese junto con ella. Sería una solución. No, una solución no, sería una maravilla. Un rato después, de nuevo sentada en el suelo de piedras y de tierra, y borrada del camino y casi perdida entre las amenazas que traería la noche después que muriese el lento atardecer, se dejó caer un poco más, sobre un costado, como un ovillo desmadejado, sobre las bolsas con viandas que inútiles había transportado, sintiendo la presión de los plátanos contra el costillar, vencida en la renuncia, sin intención de seguir caminando ni de continuar viviendo. Estaba demasiado cansada. Se sintió desfallecer. Y locamente agradecida supo que la vida la dejaba abandonada en aquella soledad a un lado del camino.

    Y supo entonces también, como nunca antes, que esa vida se le había ido en cada paso que dio y en todo latido que a duras penas en lo hondo de su pecho la animó para continuar en ahogos andando y padeciendo desde que nació en aquel vivir de desgracia en desgracia. Y supo que para ella, allí, tirada en el suelo, desasistida y más que débil, ya terminaría todo. Y por un mínimo instante, con una mueca de burla y de vengativa satisfacción de despedida, se alegró de aquella muerte que de una vez la apartaría de tanta maldad y tanta miseria para terminar con todo. Y estando así, tirada en la vía, con la sien en el camino, cerrando los ojos, apenas pudo con el mayor desprecio sonreír, para con esa burla y ese asco hacia ese mundo de tanta infamia y odio que le había tocado vivir, entonces sí de una vez morirse. Y eso sí lo logró. No sufriría más. El viaje al fin había terminado.

    Un viaje más hacia la nada. La vida en Cuba.

     

     

    Autor:

    Luis B. Martinez.