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Del morir al vivir

Enviado por Agustin Fabra


  1. I INTRODUCCION
  2. II LA VIDA
  3. III VIVIR LA VIDA
  4. IV EL VACIO DEL MIEDO
  5. VI LA SEPARACION
  6. VII EL TEMOR A MORIR
  7. VIII LA MUERTE
  8. IX LA NUEVA VIDA

"Como dice la Escritura: lo que ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, es

lo que Dios preparó para los que le aman" (1Corint ios 2:9 – Pablo se basó en Isaías 64:3)

I INTRODUCCION

Cuando empezamos a pensar en nuestros momentos finales, por lo general no podemos dejar de sentir angustia y preocupación y nos asaltan muchas preguntas. No podemos evitar preocuparnos acerca de cuál será nu estra suerte o si nuestro destino será la salvación o la perdición.

La muerte es como una puerta que se abre sobre un universo totalmente n uevo y desconocido para nosotros. La razón humana, las religiones históricas e incluso las prácticas ocultistas han tratado y aún siguen tratando de descifrar el misterio del más allá. Pero sus r espuestas son contradictorias, insuficientes e incluso escépticas en la mayoría de los casos; no satisfacen ni a nuestra inteligencia ni a nuest ro corazón. Por ello continúa en nuestro interior la inseguridad y la angustia cuando pensamos en nuestra muerte.

Hay incluso quien la contempla como una enorme pesadilla; una realidad que conviene olvidar porque no entra en nuestro esquema de valores. Y no falta quien deja de pensar en ella porque, según esa persona, ya habrá tiempo más adelante para analizar su significado y sus consecuencias… ya demasiado tarde.

El objetivo básico del presente estudio es el de familiarizarnos con la muerte y contemplarla como el segundo paso hacia lo desconocido. El pri mero fue nuestro nacimiento. Trataremos sobre cómo:

edu.redVincular nue stro temor a vivir con nuestro temor a morir. Reconocer que la muerte está presente en toda la vida. Situarnos frente a nuestra propia interpretaci&oac ute;n de la muerte. Identificar nuestro temor frente a la muerte.

Considerar la muerte como un hecho que, indefectiblemente, d eberemos vivir. Confirmar que la muerte no es otra cosa que el principio de la vida.

Aprender a vivir la esperanza.

"Aprende a morir y aprenderás a vivir. Nad ie aprenderá a vivir si no ha aprendido a morir"

II LA VIDA

"El temor a la muerte no es otra cosa que considerarse sabio s in serlo, ya que es creer saber sobre aquello de lo que no se sabe nada. Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano y, sin embargo, t odo el mundo le teme como si tuviera la absoluta certeza de que es el peor de l os males". (Sócrates 469 – 399 a.C.).

El nacimiento y la muerte son experiencias muy próximas la una d e la otra y ambas son un cambio radical de estado. La muerte no es mas que una ruptura; una separación total en relación con el cuerpo. Nuestra vida corporal es una lucha constante contra las fuerzas de la muerte que la asa ltan a lo largo de nuestra vida.

Ese personaje al que llamamos muerte en realidad no existe: qu ien existe es la persona que muere. Cuando entramos en ese proceso de morir lo que vivimos es un suceso personal, del mismo modo que nuestro nacimien to; es un hecho del que formamos parte porque nos han ubicado ahí. Por ello tenemos dos certezas irrefutables: sabemos que es absolutamente ci erto que habremos de morir, y también que es absolutamente incierto el c uándo y el cómo.

Lo que nos importa a cada uno de nosotros no es el acto en sí de nacer o de morir, sino la realización de nuestra vida en ese últ imo acto. Pero ¿podremos vivirlo serenamente si no hemos vivido conscien temente nuestra vida? Si deseamos que la vida nos domine a nosotros en lugar de dominar nosotros a la vida, debemos empezar por aceptar la muerte como una gra n maestra que continuamente nos susurra al oído: "Carpe diem" (aprovecha el día de hoy), es decir, vive la vida aquí y ahora sin dejar de vivir una vida plenamente cristiana, pues no sabemos qué llegará primero, si la muerte o el próximo día.

El significado es que debemos dejar de preocuparnos por la muerte física; es un paso inevitable. Lo que sí nos debe preocupar es una pos ible muerte espiritual. Por ello debemos vivir conscientemente y en plenitud ca da uno de nuestros días, aceptando y encarando las situaciones que se no s presentan y no pensando en demasía en nuestra muerte. Nuestra propia f orma de vida cristiana nos garantizará que nuestra muerte terrenal nos c onduzca a nuestra nueva vida celestial.

Esa mentalidad nos permitirá una vida plena y fluida pues, al no saber en qué instante ha de llegarnos el momento último, nos pre pararemos constantemente y buscaremos mantener una comunicación plena y since ra con las demás personas y con lo que nos rodea, expresando de forma co ntinua un profundo respeto y amor por todos y por todo.

El temor que sentimos ante nuestra propia muerte procede muchas veces d e un desconocimiento de nosotros mismos y de la realidad en que nos desenvolvem os. Eso nos convierte en nuestros propios prisioneros y al aceptar ese temor en nuestra propia vida, experimentamos una muerte anticipada. Vivimos como si fuéramos compartimientos cerrados, mientras que por otra parte se nos llama a una apertura total al mundo.

III VIVIR LA VIDA

Si la vida de cada persona es una gran maravilla y la reconocemos como un regalo de Dios, y si además los lazos que tejemos con los seres que s e cruzan en nuestra ruta en el curso de la vida son, de hecho, lo que hay de re al y especial, es necesario que estemos presentes en las personas y en cada uno de los instantes que se nos ofrecen. Sin esa presencia pasamos al margen de la vida; somos como ciegos y no podemos aprovechar nuestra propia vida ni el tiem po que Dios nos ha concedido para vivirla. Por lo tanto, vivir la propia vida e s estar presente en ella.

Si aceptamos que la duración de una vida es importante porque la longevidad permitirá que una persona pueda estar presente más tiempo, debemos comprender que, en el fondo, aceptar morir es aceptar vi vir. Es la única manera de que la persona se reconcilie con el destino y una ocasión para elevarse por encima de sí mismo y de aceptar su yo real. No podemos evitar morir a algo o a alguien en cualquier etap a de nuestra vida, si ello significa un crecimiento en nuestra vida, ni podemos evitarlo para pasar de lo conocido a lo desconocido.

Todos nos resistimos ante lo desconocido y fácilmente rehusamos lo que no conocemos. Si hemos cedido ante el miedo a lo desconocido no conocemo s lo que hemos perdido ni hemos experimentado el gozo del vencedor. Pero cuando nos atrevemos a dar el paso para poder ir más allá de nosotros m ismos y enfrentar un reto y vencer, sentimos una profunda satisfacción y ello da sentido a nuestra vida. Debemos encarar la muerte también como un reto en nuestra vida; pero no debemos tener miedo ante ella, menos aún después de haber vivido una vida espiritualmente impecable.

Es imprescindible afrontar el momento último de nuestra existenc ia pensando sólo en Dios, arrepintiéndonos de nuestros pecados, s in desear ni pensar en nada, sin mantener apego a ser o cosa alguna.

Y esto se lograría tan sólo a través de la práctica de un camino espiritual efectivo que a través de él poda mos:

edu.redDarnos cuenta de que la muerte existe, pero que se puede transformar en una experiencia de plenitud.

edu.redMantener una comunicación con nosotros mismos y con los demás, donde nos expresemo s con todo nuestro ser, y fundamentalmente con nuestro corazón, lo más comp asivos y libres de apego que podamos.

edu.redPrepararnos espiritualm ente para la muerte, lo que implica el ser capaces de vivir en el momento prese nte, sin dejar situaciones inconclusas que sólo han de constituir un las tre que incrementará nuestro dolor y sufrimiento y el de quienes nos rod ean.

edu.redEncontrar significado a nuestra existencia, sintiéndonos seres plenos a pesar de nuestras imper fecciones, aceptando nuestros errores y expiando las malas acciones que podamos haber cometido.

IV EL VACIO DEL MIEDO

El miedo es la sensación de vacío que sentimos cuando nos percatamos de aspectos íntimos de nuestra vida que nosotros catalogamos como negativos, tales como nuestro vacío interior, nuestra soledad y nu estra pobreza, tanto material como espiritual, así como nuestra imposibi lidad en remediarlo. Es lo que generalmente se le denomina conformismo. La sens ibilidad de llegar a conocer nuestra situación y la dependencia a la mis ma (o conformismo) nos conducen irremediablemente al miedo. Muchas veces no que remos afrontar la situación que sufrimos, más aún cuando e s algo desconocido, como la muerte. Preferimos vivir en un vacío inútil y quejarnos continuamente sin atrevernos a enfrentar la situación y buscarle así un remedio práctico.

El vacío nace siempre de una comparación. Al compararnos con los demás alimentamos ideas negativas sobre nosotros mismos y e llo hace que nos minimicemos y que desperdiciemos nuestras propias aptit udes. Además esas comparaciones nos alejan de la realidad de las cosas y no nos permiten ver con claridad y con efectividad el mejor camino a seguir.

Vivir sin compararnos quiere decir no depender, no exigir, lo cual sign ifica amar, porque el amor no compara, el amor no teme, el amor libera ; se trata de una libertad que se convierte en desasimiento; es como el agua de un río, que sigue su marcha sin aferrarse a ninguna roca. Vivir en una situación de conocimiento de nuestra propia vida y vivir aceptánd ola en su totalidad, es descubrir una extraordinaria vida de tranquilidad, paz y amor.

Por el miedo que suscita, el hombre hace todo lo posible para alejar u ocultar la sombra de la muerte; no quiere ni oír hablar de ella. Las pal abras muerte y morir son para la persona de hoy palabras tabú y hace lo posible para no pensar en ellas distrayéndose y refugi ándose en el vacío y en el consumismo, en las diversiones y en el trabajo.

Sin embargo, la muerte está ahí. Ante ella cada uno se ha lla frente a una doble inseguridad: la inseguridad tocante a su propia superviv encia y la inseguridad tocante a la retribución que le espera en el más allá. Es su miedo; el vacío que debe vencer.

Para el cristiano morir supone conocer y comprender el misterio y, por tanto, también la plena instalación en la verdad. Por eso nuestra existencia bien puede ser considerada como una peregrinación hacia el c onocimiento. Así la muerte se nos ofrece como una especie de inmersión en la verdad que, por tanto, no es sólo felicidad, sino tambi&eacu te;n encuentro, descubrimiento, constatación. He aquí su dimensi& oacute;n intelectual. En la presencia de Dios se funden la verdad y la bondad, que se hacen una misma cosa, de forma que todo alcanza la sencillez de la reali dad última y las emociones se funden en la serenidad absoluta para trans formarse ya, simplemente, en amor.

V VENCER EL VACIO

Ante todo es preciso mirar a la muerte cara a cara; vivir con. Nos da miedo el vacío, nos da miedo la soledad, nos da miedo lo descono cido, nos dan miedo las personas y las cosas, nos da

miedo descubrirnos tal y cual somos. Ese miedo es un dolor que nace del deseo de protegernos y alimenta nuestro conflicto interior. En definitiva, es la no aceptación de lo que se es.

Si tuviéramos confianza en la vida y estuviéramos seguros de antemano de que, suceda lo que suceda, siempre podremos obtener lo mejor, n o le tendríamos miedo a la vida. Y si nos encontramos con el miedo en el camino de nuestra vida, aceptémoslo; no lo combatamos. Cuanto má s luchemos contra él, más fuerza cobrará. Hay que convence rnos de que todo fracaso es un paso hacia el éxito total y no podrá detener nuestro avance.

La vida nos enseña, a través de nuestras experiencias, qu e lo único que podemos cambiar es a nosotros mismos. Todas las manifesta ciones de cólera, de irritación y de enojo no son más que confirmaciones de la profunda inseguridad que reina en nuestros corazones.

Si no hemos aceptado nuestra vida como un tiempo para el continuo creci miento moral, personal y espiritual, si hemos vivido considerando la edad adult a de la persona productiva como el punto culminante de la vida y si hemos conte mplado la vejez y la muerte como la caída de la curva de la vida, es muy evidente que tendremos una vejez y una muerte sin sentido alguno.

Nuestra vida nunca habrá sido inútil; siempre habrá algún aspecto en ella que sirva de ejemplo a los demás. Recorde mos que Jesús nos dijo que el grano de trigo no muere por el simple hech o de caer en tierra; queda solo, pero si muere es para dar mucho fruto. Un gran o de trigo sembrado no volverá a recobrarse nunca, pero en el punto en q ue cayó producirá espigas de treinta, cincuenta o cien granos. Es ta parábola nos ilustra la relación entre la vida y la muerte.

Por lo tanto, la muerte forma parte de la vida, como el nacimiento, que fue el primer cambio profundo en la persona. La revisión de nuestra vid a produce muchas veces culpabilidad y hasta depresión cuando comprobamos que algo no hemos podido lograr. Pero a muchos les permite desplegar el sentid o de la serenidad y de la comprensión.

La calidad de la relación consigo mismo y con el entorno no se i nventa súbitamente. No puede darse mas que en la continuidad del crecimi ento interior de la persona, que se realiza por medio de los sucesos diarios de la vida.

VI LA SEPARACION

El cara a cara con la muerte comienza cuando nos hacemos conscientes y podemos constatar que ella está presente en cualquier vida, por temprana que ésta sea. La vida lleva ya la muerte como una fruta que madura y po r ello debe acostumbrarse a su presencia.

El cuerpo es para cada uno de nosotros la manera de habitar el mundo, d e estar presente en él y de comunicarse. Aunque el cuerpo juegue un pape l para el cual no hay sustituto, su ausencia no es necesariamente una ruptura t otal con el entorno que le envuelve. Si en el transcurso de nuestra vida hemos estado siempre apegados a la presencia corporal de una persona amada, nuestro m orir, nuestra separación física, será para nosotros un ter rible naufragio. La presencia corporal nos será arrancada y sentiremos l a fuerza de la ausencia.

A la inversa, nuestra separación física irremediabl emente producirá un terrible efecto a la persona que nos ama cuand o nosotros partamos de este mundo, a menos que en el transcurso de nuestra vida nos hayamos habituado y hayamos habituado a la otra persona a que esa separaci ón es inevitable. Como en todos los acontecimientos de la vida, el morir debe ser una aceptación interior.

La muerte no es el final que podríamos esperar si de nosotros de pendiera la elección; siempre será algo que nos tomará por sorpresa. Por tardía que la muerte sea, siempre será prematura p ara cada uno de nosotros, y ahí está su carácter angustios o. Es como un salto al vacío o como un cáncer que se desarrolla e n nosotros, a pesar de no desearlo. Pocas personas mueren en el momento preciso ; en el momento en que ellas mismas desean morir.

Para cualquier humano la aceptación consciente de la muerte debe estar asociada a un objetivo, a una realización, a un fin o propósito. Este es el punto de vista humano. Pero debemos pensar que en cualquier e dad, la muerte puede ser una victoria de la vida, una continuidad de nuestra vi da. Depende sólo de nosotros mismos que la muerte sea el fin de la muert e, porque a veces el pensar en nuestra propia muerte nos lleva a vivir la vida como si ya hubiéramos muerto: a ser muertos en vida.

En la medida en que hayamos aprendido a aceptar cada una de las muertes parciales en nuestra vida diaria, nos será más fácil vivi r nuestro definitivo morir como si fuera otra etapa de crecimiento de nuestra v ida. Será nuestra muerte.

La imagen que nos hacemos de nuestra propia muerte es una imagen que a la mayoría de personas no nos gusta mirar de frente porque no la aceptam os. Tendemos a sufrirla, pero nunca a acogerla o aceptarla.

Morir es un hecho que acontece. La muerte se nos impone; ella dispone d e nosotros. Combatirla tiene sus límites; podemos demorarla en ocasiones , pero jamás cancelarla. Por eso llega un día en que es preciso e ncararla; mirarla de frente.

VII EL TEMOR A MORIR

Por el propio hecho de ver morir a otra persona estamos aceptando nuest ra propia muerte, lo cual nos produce cierto temor difícilmente controla ble al principio; es un miedo que nos atenaza. Inconscientemente, mientras vemo s a la persona muerta pensamos en nuestra propia muerte. Se convierte en una es pecie de vértigo, en una sensación de miedo a lo desconocido. En ocasiones, cuando visitamos la capilla ardiente de alguna persona falle cida, nos entristecemos más pensando en nuestra propia muerte que en la de la persona que estamos velando.

El carácter angustioso de la muerte aparece en todos los grandes cambios de nuestra vida, y la inseguridad que sentimos se debe a su ambigüedad. La única forma de no sentir esa inseguridad, que puede conducirno s hasta la angustia, es si la persona ve que el hecho de morir conlleva una pos itiva realización personal. La persona que es incapaz de hacer esa inter pretación positiva de su muerte sentirá una gran desesperación. Será como si la balsa que le sostenía se hunde con él.

Si hemos basado nuestra existencia en la consecución de metas ma teriales y de éxitos mundanos, con nuestra muerte comprobaremos que todo desaparece y que se nos va con nuestra muerte todo lo que hemos logrado. E ntonces nos encontraremos con una gran crispación porque no quer remos abandonar nuestras riquezas y bienes materiales.

Pero si hemos sabido aprovechar todo lo que se nos ofrecía, con actitud de desprendimiento y considerando que todo se nos ha prestado y que no es conveniente aferrarse a ello, la muerte no tendrá ningún dram atismo. Habremos estado preparando nuestra muerte a lo largo de toda nues tra vida, y no nos tomará por sorpresa.

Los materialistas y los ateos, dicen: "todo termina con la mue rte, solamente el mundo sigue girando". Los partidarios de la reencar nación dicen: "Hay varias vidas sucesivas, hasta que lleguemos a ser El Gran Todo y que no respiremos más la vida porque estaremos en el Nirvana". Los judíos, los musulmanes y los c ristianos creen que después de esta vida hay una vida eterna de felicida d junto a Dios, pero sólo los cristianos son los que tienen esperanzas a nte su muerte.

Morir forma parte de la vida, pero debemos ser conscientes de que cuant o más hayamos amado a la vida, mayor será nuestra resistencia fre nte a la muerte. Las personas que viven familiarizadas con el pensamiento de la muerte, estarán serenas frente a ese fenómeno.

Los que han comprendido y aceptado el sentido del dolor y todo el enriq uecimiento espiritual que el mismo puede aportarles, están preparados pa ra cualquier eventualidad; la vida les ha forjado. Son almas a las que las prue bas han fortalecido y poseen un poder de irradiación extraordinario. Su partida continúa iluminando la ruta de los que vienen detrás de e llos. Esos seres maravillosos han vivido plenamente cada etapa de su vida y viv irán igualmente esta última etapa que les conducirá a una nueva vida.

VIII LA MUERTE

Cuando el hombre tiene fe en el más allá y una fe inquebr antable en Dios, sabrá dejar sin pesar esta tierra donde ha vivido y ace ptará más fácilmente la partida al más allá. Ante la presencia de la muerte, esa persona olvidará las aprensiones in iciales y le llenará una gran serenidad, paz y gozo; el gozo de haber ll egado al final del camino y de recoger el fruto maduro de la vida.

Una persona que ha conocido personalmente al Señor no le tiene m iedo a la muerte. Sabe que no es el final, sino el comienzo de una verdadera vi da a la que Dios le ha llamado. La muerte es la sanación completa, porqu e es la liberación de todos nuestros males. El miedo que muchas personas sienten ante la muerte es un signo claro de que Dios no quiere que muramos, si no que vivamos y que vivamos con El. Dios no nos ha creado para morir, sino par a vivir.

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia Cat ólica afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz , situado más allá de la miseria terrenal.

Dios ha llamado y sigue llamando a la persona a adherirse con Él en la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorrupti ble vida divina: a ser uno con El. Ha sido Cristo resucitado quien ha ganado es ta victoria para la persona, librándola de la muerte con su propia muert e. Para todo aquel que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante sobre el destino futuro de la pers ona y, al mismo tiempo, le ofrece la posibilidad de una unión con nue stro hermanos que han sido ya arrebatados por la muerte, dándo nos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.

Hay muchas personas que en el preciso momento de su muerte dan la impre sión de haber reconocido a alguien a quien nosotros no podemos ver. Eso se nota por la suavidad de sus facciones y por algunos gestos de su cuerpo o de su cara. Nos da la impresión de que alguien ha venido a buscar su alma para acompañarla a la otra vida y, al reconocerlo, derrumba cualquier mu ro de inquietud que pudiera quedar ante su muerte, y se entrega voluntariamente y feliz a quien llegó en su busca.

Esa actitud nos permite imaginar la posibilidad de que en la otra vida nos podamos reencontrar con familiares y almas conocidas en nuestra vida, por l as que sentimos gran afecto y afinidad. Pasteur, tan exigente en materia científica que hasta le daba gracias a Dios por sus descubrimientos, cre&iacut e;a en la existencia del alma, en otra vida después de la muerte y en la eternidad. A propósito de la muerte de uno de sus hijos escribió la más bella declaración de esperanza: la de volverse a encontra r ambos en la eternidad.

Cuando un cristiano educado en la fe comprende su destino final y lo ac epta, la muerte se convierte para él en una llama de esperanza.

IX LA NUEVA VIDA

"Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terr estre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así suspiramos e n este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste". (2Corintios 5:1-2)

La nueva vida, la vida eterna, es una vida de conocimiento y amor con D ios Padre, mediante

Cristo Jesús y en el Espíritu Santo.

La nueva vida comporta la liberación de todos los males, la plen itud de la vida espiritual y la visión beatífica de Dios cara a c ara, de una manera inmediata, plena y clara. La vida eterna permitirá al justo ofrecer un culto permanente de adoración, alabanza y acció n de gracias a Dios, con Cristo y todos los santos.

Tal como decía San Agustín, "allá descans aremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. Será el fin sin fin".

Dios es el principio y el fin. De su mano hemos salido, fruto de su amo r, y a El volvemos. El es la salvación definitiva de la persona.

"Nos has creado para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que vuelva a descansar en ti" (San Agus tín).

Los lazos del amor no se sueltan con la separación inevitable de la muerte. El amor es más fuerte que la muerte. En el momento de nuestr a muerte, cuando pasemos a nuestra nueva vida, veremos a Dios cara a cara y nos encontraremos de nuevo directa y abiertamente con los hermanos que nos han pre cedido en la gloria celestial. Esa es la gozosa esperanza que nos sostiene mien tras peregrinamos por la vida terrenal.

Ven muerte, tan escondida que no te sienta venir, para que el placer de morir

no me vuelva a la vida.

Teresa de Jesús

No lloren si me amaban.

¡Si conocieran el don de Dios y lo que es el cielo!

¡Si pudieran oír el canto de los ángeles y verme en medio de ellos!

Si pudieran ver con sus ojos los horizontes, los campos eternos y los n uevos senderos que

atravieso…

Si por un instante pudieran contemplar, como yo, la belleza ante la cua l todas las otras bellezas palidecen…

Créanme, cuando la muerte venga a romper sus ligaduras, como h a roto las que me tenían a mí encadenado, y cuando el dí a que Dios ha fijado y conoce, su alma venga a este cielo en que los ha preced ido la mía, ese día volverán a ver a aquel que les amaba y que siempre les ama, y encontrarán su corazón con todas sus te rnuras purificadas.

Volverán a verme, pero transfigurado y feliz. No ya esperando la muerte, sino avanzando con ustedes por los senderos nuevos de la luz y de la vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual n adie se saciará jamás.

Enjuguen sus lágrimas y no lloren más si me aman.

San Agustín

 

 

Autor:

Agustin Fabra