El minúsculo general de embuste y la novicia ladrona (El otoño del patriarca de Gabriel García Marquéz)
Enviado por Rafael Bolivar Grimaldos
- Aceptas por esposa a Leticia Mercedes María Nazareno
- Él apenas parpadeó, de acuerdo
- Nacimiento del engendro sietemesino
- Primer anuncio de los malos tiempos
- La novicia rechoncha y el minúsculo general
- Presidía los actos oficiales en representación de su padre
- Las atribuciones desmedidas de mi única y legítima esposa
- La escolta bulliciosa de sirvientas y ordenanzas
- Fue peor que la langosta peor que el ciclón
- Se soltaba en improperios
- Guacamayas deslenguadas
- La infancia bulliciosa del minúsculo general
- Las ancianas negras
- Cargaba en furgones militares cuanto le complacía
- La penitencia de privaciones
- Leticia Nazareno con las claves de su poder
- Acreedores con una maleta de facturas pendientes
- Fuente
Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 – ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.
Aceptas por esposa a Leticia Mercedes María Nazareno
cantaba en el subsuelo de tu ser con la misma voz de manantial invisible
con que el arzobispo primado vestido de pontifical cantaba gloria a Dios en las alturas para que no lo oyeran ni los centinelas adormilados,
con el mismo terror de buzo perdido con que el arzobispo primado encomendó su alma al Señor
para preguntarle al anciano inescrutable lo que nadie hasta entonces ni después hasta la consumación de los siglos se hubiera atrevido a preguntarle si aceptas por esposa a Leticia Mercedes María Nazareno,
Él apenas parpadeó, de acuerdo
y él apenas parpadeó, de acuerdo, apenas si le sonaron en el pecho las medallas de guerra por la presión oculta del corazón,
pero había tanta autoridad en su voz que la terrible criatura de tus entrañas se revolvió por completo en su equinoccio de aguas densas
y corrigió su oriente y encontró el rumbo de la luz,
y entonces Leticia Nazareno se torció sobre sí misma sollozando padre mío y señor compadécete de ésta tu humilde sierva
que mucho se ha complacido en la desobediencia de tus santas leyes y acepta con resignación este castigo terrible,
pero mordiendo al mismo tiempo el mitón de encajes para que el ruido de los huesos desarticulados de su cintura no fuera a delatar la deshonra oprimida por el refajo de lienzo,
Nacimiento del engendro sietemesino
se puso en cuclillas, se descuartizó en el charco humeante de sus propias aguas y se sacó de entre los enredos de muselina el engendro sietemesino que tenía el mismo tamaño y el mismo aire de desamparo de animal sin hervir de un ternero de vientre,
lo levantó con las dos manos tratando de reconocerlo a la luz turbia de las velas del altar improvisado,
y vio que era un varón, tal como lo había dispuesto mi general, un varón frágil y tímido que había de llevar sin honor el nombre de Emanuel, como estaba previsto,
y lo nombraron general de división con jurisdicción y mando efectivos
desde el momento en que él lo puso sobre la piedra de los sacrificios y le cortó el ombligo con el sable
Primer anuncio de los malos tiempos
y lo reconoció como mi único y legítimo hijo, padre bautícemelo.
Aquella decisión sin precedentes había de ser el preludio de una nueva época,
el primer anuncio de los malos tiempos en que el ejército acordonaba las calles antes del alba
y hacía cerrar las ventanas de los balcones y desocupaba el mercado a culatazos de rifle
para que nadie viera el paso fugitivo del automóvil flamante con láminas de acero blindado y manijas de oro de la escudería presidencial,
La novicia rechoncha y el minúsculo general
y quienes se atrevían a atisbar desde las azoteas prohibidas no veían como en otro tiempo
al militar milenario con el mentón apoyado en la mano pensativa del guante de raso a través de los visillos bordados con los colores de la bandera
sino a la antigua novicia rechoncha con el sombrero de paja con flores de fieltro y la ristra de zorros azules que se colgaba del cuello a pesar del calor,
la veíamos descender frente al mercado público los miércoles al amanecer escoltada por una patrulla de soldados de guerra
Presidía los actos oficiales en representación de su padre
llevando de la mano al minúsculo general de división de no más de tres años
de quien era imposible creer por su gracia y su languidez que no fuera una niña disfrazada de militar
con el uniforme de gala con entorchados de oro que parecía crecerle en el cuerpo,
pues Leticia Nazareno se lo había puesto desde antes de la primera dentición
cuando lo llevaba en la cuna de ruedas a presidir los actos oficiales en representación de su padre,
lo llevaba en brazos cuando pasaba revista a sus ejércitos,
lo levantaba por encima de su cabeza para que recibiera la ovación de las muchedumbres en el estadio de pelota,
lo amamantaba en el automóvil descubierto durante los desfiles de las fiestas patrias
sin pensar en las burlas íntimas que suscitaba el espectáculo público de un general de cinco soles prendido con un éxtasis de ternero huérfano en el pezón de su madre,
asistió a las recepciones diplomáticas desde que estuvo en condiciones de valerse de si mismo,
y entonces llevaba además del uniforme las medallas de guerra que escogía a su gusto en el estuche de condecoraciones que su padre le prestaba para jugar,
y era un niño serio, raro, sabía tenerse en público desde los seis años sosteniendo en la mano la copa de jugo de frutas en vez de champaña
mientras hablaba de asuntos de persona mayor con una propiedad y una gracia naturales que no había heredado de nadie,
aunque más de una vez ocurrió que un nubarrón oscuro atravesó la sala de fiestas,
se detuvo el tiempo, el delfín pálido investido de los más altos poderes había sucumbido en el sopor,
silencio, susurraban, el general chiquito está dormido,
lo sacaron en brazos de sus edecanes a través de los diálogos truncos y los gestos petrificados de la audiencia de sicarios de lujo y señoras púdicas
Las atribuciones desmedidas de mi única y legítima esposa
que apenas se atrevían a murmurar reprimiendo la risa del bochorno detrás de los abanicos de plumas, qué horror, si el general lo supiera,
porque él dejaba prosperar la creencia que él mismo había inventado
de que era ajeno a todo cuanto ocurría en el mundo que no estuviera a la altura de su grandeza
así fueran los desplantes públicos del único hijo que había aceptado como suyo entre los incontables que había engendrado,
o las atribuciones desmedidas de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno
que llegaba al mercado los miércoles al amanecer llevando de la mano a su general de juguete
La escolta bulliciosa de sirvientas y ordenanzas
en medio de la escolta bulliciosa de sirvientas de cuartel y ordenanzas de asalto
transfigurados por ese raro resplandor visible de la conciencia que precede a la salida inminente del sol en el Caribe,
se hundían hasta la cintura en el agua pestilente de la bahía
para entrar a saco en los veleros de parches remendados que fondeaban en el antiguo puerto negrero
estibados con flores de la Martinica y rizones de jengibre de Paramaribo,
arrasaban a su paso con la pesca viva en una rebatiña de guerra,
se la disputaban a los cerdos con culatazos de rifle
en torno de la antigua báscula de esclavos todavía en servicio
donde otro miércoles de otra época de la patria antes de él habían rematado en subasta pública
a una senegalesa cautiva que costó más que su propio peso en oro por su hermosura de pesadilla,
Fue peor que la langosta peor que el ciclón
acabaron con todo mi general, fue peor que la langosta, peor que el ciclón,
pero él permanecía impasible ante el escándalo creciente de que Leticia Nazareno irrumpía como no se hubiera atrevido él mismo
en la galería abigarrada del mercado de pájaros y legumbres
perseguida por el alboroto de los perros callejeros que les ladraban asustados a los ojos de vidrios atónitos de los zorros azules,
se movía con un dominio procaz de su autoridad entre las esbeltas columnas de hierro bordado bajo las ramazones de hierro con:
grandes hojas de vidrios amarillos,
manzanas de vidrios rosados,
cornucopias de riquezas fabulosas de la flora de vidrios azules de la gigantesca bóveda de luces
donde escogía las frutas más apetitosas y las legumbres más tiernas que sin embargo se marchitaban en el instante en que ella las tocaba,
inconsciente de la mala virtud de sus manos
que hacían crecer el musgo en el pan todavía tibio
y había renegrido el oro de su anillo matrimonial,
Se soltaba en improperios
así que se soltaba en improperios contra las vivanderas por haber escondido el mejor bastimento
y sólo habían dejado para la casa del poder esta miseria de mangos de puerco,
rateras, esta ahuyama que suena por dentro como un calabazo de músico,
malparidas, esta mierda de costillar con la sangraza agusanada
que se conoce a leguas que no es de buey sino de burro muerto de peste,
hijas de mala madre, se desgañitaba,
mientras las sirvientas con sus canastos y los ordenanzas con sus artesas de abrevadero
arrasaban con cuanta cosa de comer encontraban a la vista,
sus gritos de corsaria eran más estridentes que el fragor de los perros enloquecidos
por el relente de escondrijos nevados de las colas de los zorros azules
que ella se hacía llevar vivos de la isla del príncipe Eduardo,
Guacamayas deslenguadas
más hirientes que la réplica sangrienta de las guacamayas deslenguadas
cuyas dueñas les enseñaban en secreto lo que ellas mismas no se podían dar el gusto de gritar Leticia ladrona, monja puta,
lo chillaban encaramadas en las ramazones de hierro del follaje de vidrios de colores polvorientos del dombo del mercado
La infancia bulliciosa del minúsculo general
donde se sabían a salvo del soplo de devastación de aquel zambapalo de bucaneros
que se repitió todos los miércoles al amanecer durante la infancia bulliciosa del minúsculo general de embuste
cuya voz se volvía más afectuosa y sus ademanes más dulces cuanto más hombre trataba de parecer
con el sable de rey de la baraja que todavía le arrastraba al caminar,
se mantenía imperturbable en medio de la rapiña, se mantenía sereno, altivo,
con el decoro inflexible que su madre le había inculcado para que mereciera la flor de la estirpe
Las ancianas negras
que ella misma despilfarraba en el mercado con sus ímpetus de perra furiosa y sus improperios de turca
bajo la mirada incólume de las ancianas negras de turbantes de trapos de colores radiantes
que soportaban los insultos y contemplaban el saqueo abanicándose sin parpadear con una quietud abismal de ídolos sentados,
sin respirar, rumiando bolas de tabaco, bolas de coca, medicinas de parsimonia que les permitían sobrevivir a tanta ignominia
mientras pasaba el asalto feroz de la marabunta y Leticia Nazareno se abría paso con su militar de pacotilla
a través de los espinazos erizados de los perros frenéticos
y gritaba desde la puerta que le pasen la cuenta al gobierno, como siempre,
y ellas apenas suspiraban, Dios mío, si el general lo supiera, si hubiera alguien capaz de contárselo,
Cargaba en furgones militares cuanto le complacía
engañadas con la ilusión de que él siguió ignorando hasta la ahora de su muerte lo que todo el mundo sabía para mayor escándalo de su memoria
que mi única y legítima esposa Leticia Nazareno había desguarnecido los bazares de los hindúes
de sus terribles cisnes de vidrio y espejos con marcos de caracoles y ceniceros de coral,
desvalijaba de tafetanes mortuorios las tiendas de los sirios
y se llevaba a puñados los sartales de pescaditos de oro
y las higas de protección de los plateros ambulantes de la calle del comercio
que le gritaban en su cara que eres más zorra que las leticias azules que llevaba colgadas del cuello,
cargaba con todo cuanto encontraba a su paso para satisfacer lo único que le quedaba de su antigua condición de novicia
que era su mal gusto pueril y el vicio de pedir sin necesidad,
sólo que entonces no tenia que mendigar por el amor de Dios en los zaguanes perfumados de jazmines del barrio de los virreyes
sino que cargaba en furgones militares cuanto le complacía a su voluntad
sin más sacrificios de su parte que la orden perentoria de que le pasen la cuenta al gobierno.
Era tanto como decir que le cobraran a Dios, porque nadie sabía desde entonces si él existía a ciencia cierta,
La penitencia de privaciones
se había vuelto invisible, veíamos los muros fortificados en la colina de la Plaza de Armas,
la casa del poder con el balcón de los discursos legendarios y las ventanas de visillos de encajes
y macetas de flores en las cornisas que de noche parecía un buque de vapor navegando en el cielo,
no sólo desde cualquier sitio de la ciudad sino también desde siete leguas en el mar
después de que la pintaron de blanco y la iluminaron con globos de vidrio para celebrar la visita del conocido poeta Rubén Darío,
aunque ninguno de esos signos demostraba a ciencia cierta que él estuviera ahí,
al contrario, pensábamos con buenas razones que aquellos alardes de vida eran artificios militares
para tratar de desmentir la versión generalizada de que él había sucumbido a una crisis de misticismo senil,
que había renunciado a los fastos y vanidades del poder y se había impuesto a sí mismo
la penitencia de vivir el resto de sus años en un tremendo estado de postración
con cilicios de privaciones en el alma y toda clase de hierros de mortificación en el cuerpo,
sin nada más que pan de centeno para comer y agua de pozo para beber,
ni nada más para dormir que las losas del suelo pelado de una celda de clausura del convento de las vizcaínas
hasta expiar el horror de haber poseído contra su voluntad y haber fecundado de varón a una mujer prohibida
que sólo porque Dios es grande no había recibido todavía las órdenes mayores,
y sin embargo nada había cambiado en su vasto reino de pesadumbre
Leticia Nazareno con las claves de su poder
porque Leticia Nazareno tenía las claves de su poder y le bastaba con decir que él mandaba a decir que le pasen la cuenta al gobierno,
una fórmula antigua que al principio parecía muy fácil de sortear pero que se fue haciendo cada vez más temible,
Acreedores con una maleta de facturas pendientes
hasta que un grupo de acreedores decididos se atrevió a presentarse al cabo de muchos años con una maleta de facturas pendientes
en el retén de la casa presidencial y nos encontramos con el asombro de que nadie nos dijo que sí ni que no
sino que nos mandaron con un soldado de servicio a una discreta sala de espera donde nos recibió un oficial de marina
muy amable, muy joven, de voz reposada y ademanes sonrientes
que nos brindó una taza del café tenue y fragante de las cosechas presidenciales,
nos mostró las oficinas blancas y bien iluminadas con redes metálicas en las ventanas y ventiladores de aspas en el cielo raso,
y todo era tan diáfano y humano que uno se preguntaba perplejo dónde estaba el poder de aquel aire oloroso a medicina perfumada,
dónde estaba la mezquindad y la inclemencia del poder en la conciencia de aquellos escribientes de camisas de seda que gobernaban sin prisa y en silencio,
nos mostró el patiecito interior cuyos rosales habían sido podados por Leticia Nazareno
para purificar el sereno de la madrugada del mal recuerdo de los leprosos y los ciegos y los paralíticos
que fueron mandados a morir de olvido en asilos de caridad,
nos mostró el antiguo galpón de las concubinas, las máquinas de coser herrumbrosas,
los catres de cuartel donde las esclavas del serrallo habían dormido hasta en grupos de tres
en celdas de oprobio que iban a ser demolidas para construir en su lugar la capilla privada,
nos mostró desde una ventana interior la galería más intima de la casa civil,
el cobertizo de trinitarias doradas por el sol de las cuatro
en el cancel de alfajores de listones verdes donde él acababa de almorzar con Leticia Nazareno y el niño
que eran las únicas personas con franquicia para sentarse a su mesa,
nos mostró la ceiba legendaria a cuya sombra colgaban la hamaca de lino con los colores de la bandera
donde él hacía la siesta en las tardes de más calor,
nos mostró los establos de ordeño, las queseras, los panales,
Fuente
El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués
Texto adecuado para facilitar su lectura.
Enviado por:
Rafael Bolívar Grimaldos