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El escritor Martín Cid, autor de las novelas "Ariza" y "Un Siglo de Cenizas" (página 2)

Enviado por Ignacio Zara


Partes: 1, 2

No es Ariza un libro fácil pero tampoco es un libro difícil. Sí un libro muy diferente, un libro extraño visto el panorama de la literatura actual, sí (tan preocupada en encontrar argumentos idénticos que llenen las arcas de editores poco arriesgados). Ariza es un libro que nos transforma poco a poco y que nos interroga constantemente… es un libro que nos obliga a preguntarnos por nosotros mismos y una novela que finalmente se escapa de los parámetros más clásicos de la novelística para preguntarse por su propia esencia.

Compuesta sobre una paradoja sin respuesta, Ariza nos interroga de nuevo hacia un final que es siempre un principio, porque no hay viaje que termine en otro lugar en el que empezó: el arte.

Obras: Un Siglo de Cenizas

Una historia del sur, de los sueños perdidos en la guerra de secesión y una narración conscientemente deslavazada, que el lector tendrá que ir ordenando a través de las casi cuatrocientas páginas a través de las que se extiende esta difícil segunda obra del escritor Martín Cid.

Mientras leía "Ariza" (primera novela del autor) ya me embargaba esa sensación de extrañamiento y alejamiento: ¿por qué me era tan difícil sentir empatía ante unos personajes que no hacían nada malo? Eran extraños, sí… incluso ajenos, tan conscientes de estar dentro de una novela que incluso llegué a pensar en descuidos por parte de sus autores. A medida que el texto evolucionaba esos mismos personajes se reconocían en otros y éstos en otros más, creando algo así como una tela de araña en la que el lector terminaba finalmente por perderse y encontrarse a sí mismo en las propias páginas que, metafóricamente, superaban al propio texto.

Sólo desde fuera, el texto podía ser apreciado. Había pocas concesiones a la propia narrativa (por extraño que esto pareciera) y los autores parecen total y absurdamente abocados al propio encuentro de la sub-trama. ¿Recuerdan esa nivola de Unamuno en la que el personaje acude en busca de su autor y tienen una conversación? En ese mismo sentido, ya en Ariza se anticipaba esta misma intencionalidad, esta misma reflexión que el autor insiste en llamar metaliteraria. Los personajes se escapan del texto y parecen querer referirse a una realidad externa que se escapa a las palabras y a los hechos que allí se narran, como queriendo escapar de aquella realidad fútil y banal, ese espacio que nos atenaza y, a la vez, ya nos vuelve a llamar.

En "Un Siglo de Cenizas" el esquema es menos clásico (en Ariza se utilizaban mitos griegos como el de Prometeo, Dedalo o Perseo) es sustituido por referencias a una literatura mucho más actual (Joyce y Faulkner están terriblemente presentes), pero se mantiene ese esquema fugaz que se escapa y huye, esa búsqueda del personaje por encontrar su autor tan presente en el teatro del absurdo o en las novelas de principios del XX.

La obra se extiende en dicotomía constante y evoluciona partiendo del extremismo más radical; personajes enfrentados que, no obstante, son parte de una misma realidad. La única realidad para estos seres perdidos en un tiempo del que ni siquiera son partícipes es el tabaco que les alimenta y -paradójicamente- les destruye. Nunca escaparán de la plantación y nunca querrán hacerlo, ¿qué hay para ellos ahí fuera? Precisamente a este hecho parece hacer referencia el título de la obra: mientras el siglo se consume, tres hermanos miran despechados las cenizas de un mundo en descomposición e intentan extrañamente escapar de ellas permaneciendo quietos en su pequeño reino de maldad sin fin.

Las dos realidades apenas se tocan en la novela, y los hermanos Fiodorovich (quizá una referencia demasiado obvia) se obstinan una y otra vez en permanecer ajenos a su tiempo, viviendo de recuerdos y destrozándose los unos a los otros. Percibimos los recuerdos del narrador (el último de los Fiodorovich, Stanislaus) que, en una ciudad llamada Abenarabi, rememora a la manera de flashback los tiempos "felices" en la plantación familiar. Ha sido el único en escapar de aquel mundo que, sin embargo, le persigue y le obsesiona como el recuerdo del primer amor. Poco a poco Stanislaus se esfuma y también él reconocerá su futuro, ya descrito en las primeras páginas del libro: el futuro de los Fiodorovich era convertirse en ceniza y tiempo… en humo finalmente. ¿Por qué tanta obstinación en buscar el destino que, de una manera u otra, terminará por cumplirse?

Es la esencia de la tragedia griega que ya se vislumbra en las primeras páginas de la novela. Los ecos de Steinbeck son claros y concisos, los rugidos de Faulkner se destapan callados y evidentes; no parece el autor amante de las referencias calladas. Ni una sola referencia al verdadero sentido de la obra, que nos confunde constantemente y juega con nosotros y se burla, una vez más, de nuestras lecturas y comentarios. Uno de los perros del protagonista se llama Joyce y, sin embargo, la novela nada tiene que ver con la elaborada y cambiante prosa del genial irlandés; nada tiene ese sur norteamericano del que plasmó el premio Nobel William Faulkner en sus despiadados retratos, salvo la crudeza y las digresiones narrativas, tan presentes en esta novela como en el primer título del autor.

El protagonista tampoco tiene nada que ver con otro personaje principal de cualquiera de las novelas actuales. Ni siquiera se molesta en justificarse: se sabe consumido por la enfermedad desde niño y no parece importarle, ya que eso es más para él un beneficio que una condena: mientras los hermanos tienen que afanarse en el trabajo en la plantación, él está dispensado debido a su dolencia. Así, llegamos a lo que parece ser el constante leit-motive del libro: la catarsis por medio de la maldad, la belleza en medio del fango, la verdad en lo que ya no existe.

Y es que hay también algo de Proust en el libro…. un Proust invertido, un Proust arrogante, cruel y manipulador, un Proust diferente pero también, al fin y al cabo, un Proust que disfruta de cada bocanada de humo seco que surge del pasado. Combray, Guermantes o Swann tienen aquí distintos nombres pero se percibe el mismo camino narrativo nunca superado: el pasado permanece y es esa memoria desbocada la que conforma la historia.

El protagonista lo reconoce cuando finalmente encuentra su diario: ¿quién escribe esta historia? Ecos y vapores se confunden con los aromas de los esclavos en un tiempo en constante cambio. ¿De qué nos sirve afanarnos en nuestra memoria? Es una vieja pregunta de la literatura, es ya una vieja cuestión de la humanidad entera. La muerte rodea la plantación de tabaco como la muerte embargó desde el principio las vidas de Stanislaus y Proust. Ambos responden de manera contrapuesta pero su respuesta parece encerrar una verdad idéntica: la tragedia no es la muerte, sino el olvido.

 

 

 

Autor:

Ignacio Zara

Partes: 1, 2
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