El príncipe Federico esperaba, impaciente, la llegada de sus amigos en el aeropuerto internacional de la ciudad donde habitaba. Él era aún muy joven y en unos meses iba a ser coronado rey de su país natal. Interiormente, sentía mucha inquietud por la responsabilidad tan grande que le tocaba encarar, más aún cuando había oído comentarios de que sus futuros súbditos sentían cierta desconfianza de su destreza para comprender los problemas de su reinado y desconfiaban de su juventud para juzgar y tomar decisiones en los momentos difíciles que le tocaría enfrentar una vez que fuera coronado rey.
Finalmente, los altavoces anunciaron la llegada del vuelo donde venían sus amigos. Cuando llegaron, el príncipe Federico abrazó a su amigo de la infancia y a la esposa de éste, y en su rostro se veía la satisfacción tan grande que le producía el hecho de ver a aquellas personas después de haber transcurrido tantos años. Los invitó a dar un paseo por la ciudad, antes de llevarlos a su castillo donde les había ofrecido hospedaje. Los amigos aceptaron deseosos de conocer aquella ciudad de la que tanto Federico hablaba, frecuentemente, en sus correspondencias.
El príncipe Federico buscó al conductor de su lujoso coche para ordenarle la ruta que iba a tomar, pero se consiguió con la sorpresa de que aquél no estaba por ninguna parte. Con el ímpetu que sólo caracteriza a un joven de su edad, decidió conducir, él mismo, su automóvil.
Salieron del aeropuerto y tomaron una ruta conocida por Federico, pero cuando llegaron a la intersección donde debían desviarse, un aviso luminoso indicaba que aquélla estaba cerrada, y que debían tomar otra.
Al príncipe Federico no le gustó mucho la idea, ya que de esa forma no podía darles a sus amigos el paseo ofrecido, pero no le quedaba otro remedio que cambiar de ruta.
Cuando ya habían recorrido algunos kilómetros, Federico empezó a notar que él no conocía el camino por donde andaban. Se detuvo, pensativo, y mirando a sus amigos les dijo:
– ¡Creo que estoy perdido!
El príncipe Federico dijo eso porque no hallaba qué decir, pero él sabía que la ruta que había tomado era la correcta, sólo que no comprendía por qué el paisaje que él estaba acostumbrado a ver no aparecía, en ese momento, ante sus ojos.
Recorrió unos metros más; de pronto, las calles que transitaban empezaron a estrecharse y ya no eran unas calles como las tradicionales, sino que eran como surcos donde la gente para poder pasar tenía que hacer fila, y ésta conducía a una montaña gigantesca. Tanto él como sus dos amigos bajaron del carro, porque éste no podía pasar por las calles tan angostas que transitaban. Federico, asombrado, miraba a sus amigos, y añadía:
– ¡No sé qué esta pasando!
Se metieron en la fila que hacían las demás personas que estaban delante de ellos, no conocían a nadie de los que estaban allí. Esperaban, preocupados, descubrir qué estaba sucediendo. Miraron a la gente que estaba frente a ellos y a las que estaban detrás: eran personas normales que vestían de forma normal. Se empinaron y pudieron ver a otras que atendían a la gente que formaba fila. Las personas que atendían las filas vestían camisas celestes y pantalones grises, hombres y mujeres por igual; lo único que los diferenciaba era las características comunes y visibles que podían distinguir a un hombre de una mujer.
El príncipe Federico y sus amigos seguían preocupados, pero más que preocupados, estaban asustados y confundidos. De pronto, uno de los hombres que estaba en frente de aquella gran fila humana se acercó a ellos como pudo – estaba casi pegado a la pared del lado izquierdo que formaba la montaña – y les preguntó si deseaban comer algo. El hombre que se les acercó llevaba una gran bandeja de acero en sus manos; ésta estaba vacía, y la sostenía apretada contra su pecho, porque el espacio era tan angosto que no la podía agarrar de otra forma.
Federico contestó que sí, por contestar algo, y se preguntaba a sí mismo cómo iba a hacer él y sus amigos para comer en aquella fila que de tan angosta, apenas si cabían de pie, y apretados.
El hombre que les hizo la pregunta los sacó de la fila, en la misma forma como entró: casi pegados a la pared izquierda de la montaña, y los llevó a otro espacio que estaba más adelante; éste era reducido, pero al menos allí, podían mirarse de frente unos a otros.
Observaron que había unas ollas de barro, éstas eran grandes en relación con el espacio existente. De ellas, salía un humo que denotaba que lo que había adentro estaba hirviendo. Una mujer tenía un gran cucharón en sus manos que metía en la olla, de la cual extraía un líquido espeso, cuyo color y aspecto semejaba a las lentejas.
Federico y sus amigos agarraron unos platos, un poco más grande que los que ellos estaban acostumbrados a ver, tendieron sus manos para que la mujer que estaba repartiendo la comida les sirviera. Ella sirvió a los tres, y en el momento cuando buscaban hacerse de un lugar en el suelo para sentarse a comer, el hombre que los había sacado de la fila les dijo:
– Deben pagar por los alimentos.
El príncipe Federico y sus amigos mirar asombrados, porque no esperaban que en aquel lugar tan pequeño y tan extraño, les fueran a cobrar por una comida que ellos ni siquiera sabían qué era. Federico sacó de su bolsillo unos billetes, se los tendió al hombre para que los cogiera. Éste con un gesto de desaprobación le dijo:
– Eso es muy poco, no alcanza para pagar tu comida y la de tus amigos.
Federico sacó otro billete más de los que tenía en su bolsillo y se lo tendió al hombre, esperando su aprobación. El hombre lo tomó en sus manos, no sin antes agregar:
– Fuimos ladrones, pagamos cárcel por ello, pero ya no lo somos, lo que te cobramos es lo que debes pagar; lo que hacemos, ahora, es servir a la humanidad.
Federico y sus amigos se sentaron en el suelo a comerse aquel líquido espeso que parecía sopa, sintieron un sabor agradable, más agradable que los de las sopas que habían probado en sus vidas, se sintieron satisfechos y siguieron sentados esperando a ver qué más pasaba con ellos, porque no sabían, verdaderamente, ni dónde estaban ni qué iba a ser de ellos.
Al cabo de un rato, una de las mujeres que dirigía a la gente que formaba fila, y que también vestía de celeste y gris, se les acercó y los invitó a pasar a otro recinto que era parte de la cueva, porque obviamente, ya se habían dado cuenta de que era una cueva.
En ese sitio, había colocado en forma de círculos unos pupitres rudimentarios. El recinto seguía siendo tan primitivo como todo lo que observaron desde que bajaron de su carro: las paredes eran del mismo barro que formaba la montaña, había un olor penetrante a humedad, pero a pesar de todo, se respiraba cierta tranquilidad como la que se siente en un sitio de retiro. La mujer los invitó a sentarse y a tomar un lápiz con una punta gruesa de carbón, y un pergamino que lucía bastante viejo y desgastado. Había muchos lápices, pero sólo un pergamino por persona. La mujer se paró frente al grupo conformado por el príncipe Federico, sus dos amigos y dos personas más que también estaban allí, y explicó en voz alta:
– Deben escribir un texto, escriban sobre lo que quieran, pero escriban.
Todos empezaron a escribir rápidamente. Federico pensó un poco sobre lo que iba a redactar y decidió que lo haría sobre su familia. Agarró el lápiz y cuando anotó la primera letra, se le partió la punta. Tomó otro lápiz y cuando empezó a escribir nuevamente, se le comenzó a romper el pergamino donde redactaba. Éste se hacía trizas, y parecían flecos como los que usan los indígenas en sus vestimentas. Sin embargo, las ideas fluían de forma veloz en la mente del príncipe Federico, y él quería anotarlas rápidamente, antes de olvidarlas, pero no podía hacerlo porque el pergamino se desintegraba como por arte de magia.
Federico se empezó a desesperar y preguntó a la persona que los dirigía, si le podían facilitar aunque fuera un pedazo de papel común para poder plasmar en él las ideas que fluían en su mente sobre su familia, y que necesitaba, en ese momento, escribir, pero la respuesta que recibió fue que no había más papel disponible.
Federico trató de escribir en los flecos que habían formado el pergamino, pero sin importar lo que hiciera, todo lo que redactaba se iba deshaciendo porque los pedazos de pergamino se seguían rompiendo. Federico comenzó a llorar desesperadamente, porque sentía una gran necesidad de hacer aquello que se le había pedido, y no lo lograba. Finalmente, cada una de las personas que también estaban allí con él y sus amigos, le dieron un pedacito de pergamino del que ellos tenían, pero aquéllos no eran suficientes para que Federico plasmara lo que, por primera vez en su vida, quería anotar acerca de su familia.
La persona que dirigía, observando la desesperación de Federico, se fue hasta otro recinto separado por una puerta de piedra, la cual había que empujar con cierta fuerza para poderla abrir, le trajo una libretica pequeña y mirándolo a los ojos le dijo:
– No importa que sea pequeña, trata de resumir aquí lo más importante que recuerdes de lo que deseas escribir.
Federico comenzó a hacerlo, pero no podía; se dio cuenta de que era tanto, pero tanto lo que tenía que decir, que aquella libretica no le alcanzaba para empezar. Siguió llorando, se levantó y solicitó una segunda oportunidad para hacerlo.
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