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El Rey de la eternidad (relatividad) (página 2)

Enviado por Jesús Castro


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Las leyes de los cielos nos dan una idea del conocimiento ilimitado de tal Comandante. ¿Quién más habría podido decretarlas? ¿Quién más pudo haber inspirado escritos tan exactos sobre temas que los científicos entendieron cientos e incluso miles de años después? [Tras meditar en estos asuntos, quizás queden pocas dudas de que] el universo está lleno de razones por las que Jehová [Dios, el Todopoderoso, se ha hecho acreedor de] "la gloria y la honra" [que las criaturas inteligentes suelen conceder a los genios que se admiran,como cuando se les otorga el premio Nobel] (Revelación [Apocalipsis] 4:11).

Puntualizaciones: Es notable que la Biblia declare que la Tierra es un círculo o, como también puede traducirse el vocablo hebreo, una esfera. Aristóteles y otros pensadores griegos de la antigüedad sostuvie-ron que era esférica, pero esta cuestión seguía debatiéndose dos mil años más tarde. La constelación Kimá (de Job 38: 31) podría ser el grupo de estrellas conocido como las Pléyades; y es probable que la constelación Kesil haga referencia a Orión; los cambios que se producen en estas formaciones estelares tardan decenas de miles de años en ser perceptibles. En el siglo XIX, el científico William Thomson, conocido como lord Kelvin, descubrió la segunda ley de la termodinámica, que explica por qué los sistemas naturales tienden a deteriorarse y disgregarse con el transcurso del tiempo; un factor que lo inspiró para llegar a esa conclusión fue estudiar con detenimiento el pasaje de Salmo 102: 25-27».

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Los epiciclos. El "epiciclo" (del griego "epi", sobre, y "kyklos", círculo; que, en conjunto, significa "sobre el círculo") fue la base de un modelo geométrico ideado por los antiguos griegos para explicar las variaciones en la velocidad y la dirección del movimiento aparente de la Luna, el Sol y los planetas. Fue propuesto por primera vez por Apolonio de Perga a finales del siglo II antes de la EC y usado ampliamente en el siglo II antes de la EC por Hiparco de Nicea. Casi tres siglos después, el también astrónomo griego Claudio Ptolomeo se basó en él para elaborar su versión de la teoría geocéntrica conocida ahora como "sistema ptolemaico".

Con la mejora de las observaciones en los siglos siguientes, fue necesario ir añadiendo cada vez más círculos al modelo para adecuarlo a los hechos, llegando a ser impracticable. Con el advenimiento de la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico y la explicación del movimiento planetario en órbitas elípticas, por Hipatia de Alejandría y replanteado por Johannes Kepler, el modelo de los epiciclos quedó obsoleto.

El capítulo 9 de la serie televisiva "El universo mecánico" (coproducción del Instituto Tecnológico de California y la Corporación Americana para la Enseñanza Oficial por Televisión, 1985), titulado "El círculo en movimiento", presentado por el profesor David L. Goodstein (del Caltech), comenta, en parte, lo siguiente:

«Un cuerpo con movimiento circular uniforme posee una velocidad y aceleración constantes. El movimiento circular uniforme puede describir la órbita de la Luna. No sabemos quién inventó la rueda, pero el círculo fue un concepto que surgió en la mente de la mayoría de los hombres al comienzo de la historia. Al principio, parece que tenía un significado místico asociado con el horizonte, el cielo o los dioses. Los mitos, con el tiempo, fueron convirtiéndose en complicadas tradiciones y lenguaje fantástico, y algunos de éstos llegaron a ser conocidos como "filosofías".

Los griegos no eran místicos, sino filósofos (un grado más avanzado de pensamiento, si se quiere, pero no desprendido de su origen mitológico). Veían círculos en el cielo como todos los demás hombres, pero para ellos no representaban mitos creativos sino geometría. Imaginaban el universo lleno de esferas girando sobre sus ejes, al grado que los movimientos que observaban les parecían que de algún modo eran movimientos circulares más o menos complejos. Es por eso que el filósofo Platón dijo: "Todos los movimientos son uniformes y circulares en el firmamento". Y los astrónomos se pasaron los siguientes dos mil años tratando de demostrar que Platón tenía razón.

La astronomía era una profesión con una misión que cumplir en la sociedad, a saber: predecir dónde podría encontrarse cada cuerpo celeste en un momento determinado, de determinada noche. Se trataba de predicciones importantes, ya que se usaban para la agricultura, la navegación y sobretodo para la confección de horóscopos. En cualquier caso, los astrónomos se esforzaban mucho por hacer previsiones fiables, pues cualquiera podía mirar al cielo y comprobar si tenían o no razón. Además, no olvidemos que en la antigüedad la gente se pasaba mucho más tiempo que nosotros hoy mirando al cielo y sintiéndose fascinada por él.

Así, utilizando alguna clase de método, tenían que predecir dónde estaban los astros y tenían que llevar razón; y esto no era nada fácil. En el caso de las estrellas, las predicciones eran relativamente sencillas, ya que éstas, sin excepción, parecían moverse en círculos alrededor de nuestro planeta. Pero había otros cuerpos celestes bastante problemáticos, allá arriba, a los que los griegos llamaron "planetas", que significa "vagabundos"; y para éstos las teorías no funcionaban. Por una parte, no se movían por el firmamento con velocidad constante; y por otra parte, no se movían en la misma dirección: partían, iniciaban la vuelta y retrocedían a veces. Además, dos de ellos, Mercurio y Venus, parecían estar siempre muy cerca del Sol, a diferencia de los otros; y, finalmente, no siempre refulgían con el mismo brillo, es decir, no siempre estaban a la misma distancia de la Tierra.

Sin embargo, Platón había dicho machaconamente que todos esos movimientos eran debidos a desplazamientos circulares uniformes; y esto era lo que los astrónomos debían respetar y perfeccionar en sus métodos. Para tal efecto, idearon un sistema que funcionó notablemente bien por cierto tiempo, basado no en círculos alrededor de la Tierra, sino en círculos alrededor de otros círculos, a los que llamaron "epiciclos"».

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En la tarea de tratar de explicar los fenómenos mecánicos celestes (movimientos de los astros), así como en el desempeño muchas otras labores que exigen una considerable implicación intelectual, el ser humano siempre ha usado como herramientas iniciales los insoslayables conceptos disponibles según el nivel de madurez mental y según la influencia cultural a la que se encontraba sometido. A partir de ahí, ha tenido que ir refinando progresivamente los conceptos, dado que éstos siempre se le quedaban cortos de cara a subir un peldaño más en el progreso del conocimiento científico. Y hoy día, a pesar del formidable avance de la ciencia, la situación es bastante similar, en el sentido de que se están usando los conceptos o modelos mejor habilitados del momento presente, sabiendo de antemano que en breve requerirán su reemplazo o reforma en el interés de poder alcanzar mejores cotas futuras de comprensión del mundo natural.

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La historia de la ciencia nos presenta doctrinas y teorías antiguas que actualmente suenan del todo ridículas e irrisorias, pero que en su día fueron la vanguardia del conocimiento académico. El audiovisual que estamos considerando (el capítulo 9 del "universo mecánico"), explica: «Es probable que todas las culturas antiguas hayan descubierto el círculo. Los nativos americanos (amerindios) adoraban al sol, y caminaban en círculos simbólicos alrededor de una representación del mismo. Los hindúes advirtieron lo que parece ser el movimiento circular del firmamento, tal como hicieron los indios "quechuas" del Perú y los primeros astrónomos japoneses. Las formas y formaciones celestes se convirtieron en modelo para las estructuras terrestres.

Algunas de las primeras construcciones de Mesopotamia tenían planta circular. Hasta la mano de un individuo perteneciente a cualquier cultura primitivesca podía trazar círculos; y, si bien se puede expresar en el más sofisticado lenguaje matemático, el concepto sigue siendo relativamente sencillo. El radiovector R desde el centro O de un plano p a cualquier punto P de una circunferencia tiene siempre la misma longitud. Esta sencillez forma parte de su atractivo, y partiendo de ideas tan sencillas como ésta brotaron magníficas estructuras arquitectónicas. Proliferaron imágenes que luego se hicieron más elaboradas y embellecidas. Y en todo ello, los humanos trataban de imitar a la naturaleza a su manera.

La posición de cualquier punto P de una circunferencia en un plano p se puede expresar mediante sus coordenadas cartesianas (x,y), o por su distancia r, desde el centro O hasta P, y el ángulo ? que r forma con el eje X. Estas descripciones están relacionadas con la trigonometría de la siguiente manera: x = r cos ?; y = r sen ?.

Cualquier persona con talento para las figuras geométricas, ve en el círculo un símbolo poderoso, inherente al universo y a la mayoría de las civilizaciones. En algunas culturas, la forma circular del firmamento y los movimientos celestes circulares son tan manifiestos hoy como lo fueron siempre. Platón, el filósofo griego, proclamó el círculo como ideal y sostuvo que todas las otras formas geométricas eran representaciones inferiores e imperfectas. Decidió que el movimiento circular describe el firmamento, y no meramente el movimiento circular sino más bien el "movimiento circular uniforme". Así, cada cuerpo celeste sería como un punto moviéndose en un círculo a ritmo constante. Visto de otro modo, el vector r formaría un ángulo ? que crece a ritmo constante. Y ese ritmo ? (omega) se conoce como "velocidad angular" del objeto. En cualquier instante, el ángulo ? (theta) es igual a ?t. Y en una vuelta completa, el objeto recorre 2p radianes en un tiempo T. Por lo tanto, la velocidad angular ? es 2p dividido por T:

Platón decía a menudo que Dios tenía la costumbre de hacer geometría, y tal vez ése era el motivo por el que sus ideales de la perfección y del universo en armonía pulsaron una cuerda que encontró eco en los eruditos y místicos durante siglos. Para Platón, el universo físico estaba limitado por una esfera giratoria de estrellas fijas cuyo centro es la Tierra, quieta e inmóvil. Y dentro de la esfera de estrellas fijas, desplazándose en trayectorias regulares y con movimiento uniforme individual, había 7 planetas: Luna, Venus, Mercurio, Sol, Marte, Júpiter y Saturno; en ese orden, y extendiéndose desde dentro hacia afuera.

Los astrónomos griegos veían a los planetas como cuerpos sin rumbo fijo; tanto es así que la misma palabra "planeta" significa "vagar, extraviar o engañar". Los planetas eran engañosos porque rehusaban obedecer el dictamen de perfección de Platón, a saber, el movimiento circular uniforme. Sin embargo, ese ideal platónico fue aceptado con el tiempo por los grandes pensadores europeos. ¿Y por qué no? ¿Acaso no tienen mucho en común, con los planetas, las clases dirigentes y las gentes sencillas? De hecho, ¿no es la conducta humana, como la de los planetas, con frecuencia desigual? Y, bajo ciertas condiciones, ¿no tendemos los humanos, tal como hacen los planetas, a vagar o a ser engañosos? Pero en la época del Renacimiento, por supuesto, no se criticaba a los planetas ni a las personas nobles por el hecho de no ser perfectos. Tal vez debería ser así, después de todo, ya que en la Tierra, como en el cielo, el comportamiento desigual no significa necesariamente imperfección. La perfección, parece ser, está en los ojos del observador, y así es la realidad misma. De este modo, incluso en el mejor de los mundos: ¿es posible, a simple vista, contemplar perfectamente la realidad? No siempre. A veces las percepciones pueden ser sombras de la realidad. Por ejemplo, algo que sube y baja puede estar en realidad moviéndose en círculos.

En el lenguaje de los vectores, la sombra (proyección) de un movimiento es sólo uno de sus componentes. El movimiento circular tiene realmente 2 componentes separados, y el vector original es la suma de ambos; y por este motivo el movimiento circular puede ser expresado por una ecuación vectorial:

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El movimiento de los planetas, visto sobre el fondo de las estrellas, era bastante complicado; porque los planetas parecían contradecir la idea del movimiento circular uniforme. Por ello, los seguidores de Platón crearon modelos teóricos de movimientos planetarios, intentando desesperadamente salvar las apariencias. En otras palabras, intentaron hacer compatible el comportamiento observado con la idea platónica. Y uno de esos intentos fue hecho por Apolonio de Pérgamo mediante un invento teórico llamado "epiciclo", según el cual los planetas se movían en pequeños círculos ligados a un círculo mayor que también giraba. Al círculo mayor le llamó "deferente", y al círculo menor le llamó "epiciclo".

En las manos de un matemático, esta combinación de movimientos circulares propuestos por Apolonio puede generar muchas curvas extrañas. Por ejemplo, visto desde la Tierra, un planeta que siguiera este tipo de trayectorias parecería comportarse de manera estrambótica. En los casos más sencillos, si el deferente y el epiciclo giran con velocidades ? iguales la curva resultante es otro círculo cuyo centro está desplazado de la posición que ocupa la Tierra; y si el epiciclo gira exactamente a doble velocidad (2?) que el deferente, el resultado es una curva regular llamada "elipse"; y la elipse sería más tarde reconocida como la verdadera órbita de un planeta alrededor del Sol.

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Apolonio escribió un famoso tratado sobre curvas, una de las cuales, irónicamente, era la elipse. Pero la antigua astronomía llegó a su punto culminante 400 años más tarde, en la colonia romana de Alejandría, ciudad reina de Egipto. En esa ciudad de fábula vivía Claudio Ptolomeo, hombre talentoso que recopiló el Almagesto, una enciclopedia de 13 extraordinarios volúmenes que condensaba 5 siglos de ciencia griega.

Ptolomeo no sólo se adhirió fervorosamente a la teoría de la perfección de Platón, sino que además añadió a ella algunas de sus propias ideas para solidificarla. Por ejemplo, según este astrónomo, los deferentes de los planetas superiores (Marte, Júpiter y Saturno) no giraban con ritmos uniformes alrededor de sus centros, y había una órbita oval para Mercurio. No obstante, a pesar de los sorprendentes que eran las variaciones introducidas por Ptolomeo, se encontraban perdidas como simples notas esotéricas a pie de página en todo el conjunto del Almagesto. Y, por supuesto, estaban también enormemente influidas por ese decisivo principio de los astrónomos griegos: el sistema cósmico se basa totalmente en el movimiento circular uniforme.

Las variaciones ptolemaicas encajadas en la teoría de la perfección de Platón eran relativamente sutiles, pero tuvieron un efecto profundo en Nicolás Copérnico, quien, queriendo reorganizar el Almagesto, situó al Sol en el centro del sistema solar. Y, utilizando epiciclos con liberalidad, se las arregló para salvar las apariencias. Pero a pesar de los epiciclos, el universo de Copérnico tenía planetas moviénose alrededor del Sol y la Luna girando alrededor de la Tierra, con movimiento circular casi uniforme. Así que, con el fin de mantener las preferencias estéticas tradicionales, creó una visión más nueva y más exacta del sistema solar, a saber: el "sistema copernicano"».

Desde Copérnico hasta hoy.

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Un modelo más simple que el ptolemaico se estaba haciendo muy necesario, y éste fue propuesto en el año 1514 por un cura polaco llamado Nicolás Copérnico (quien al principio, quizás por miedo a ser tildado de hereje por su propia iglesia, hizo circular su modelo de forma anónima). Su idea era que el Sol estaba estacionario en el centro y que la Tierra y los planetas se movían en órbitas circulares a su alrededor. Pasó casi un siglo antes de que su idea fuera tomada verdaderamente en serio. Entonces dos astrónomos, el alemán Johannes Kepler y el italiano Galileo Galilei, empezaron a apoyar públicamente la teoría copernicana, a pesar de que las órbitas que predecía no se ajustaban fielmente a las observadas. El golpe mortal a la teoría aristotélico/ptolemaica llegó en 1609. En ese año, Galileo comenzó a observar el cielo nocturno con un telescopio que acababa de inventar. Cuando miró al planeta Júpiter, Galileo encontró que éste estaba acompañado por varios pequeños satélites o lunas que giraban a su alrededor. Esto implicaba que no todo tenía que girar directamente alrededor de la Tierra, como Aristóteles y Ptolomeo habían supuesto. Al mismo tiempo, Johannes Kepler había modificado la teoría de Copérnico, sugiriendo que los planetas no se movían en círculos, sino en elipses. Las predicciones, ahora, se ajustaban por fin a las observaciones.

Desde el punto de vista de Kepler, las órbitas elípticas constituían meramente una hipótesis, y, de hecho, una hipótesis bastante desagradable, ya que las elipses eran claramente menos perfectas que los círculos. Kepler, al descubrir casi por accidente que las órbitas elípticas se ajustaban bien a las observaciones, no pudo reconciliarlas con su idea de que los planetas estaban concebidos para girar alrededor del Sol atraídos por fuerzas magnéticas. Una explicación coherente sólo fue proporcionada mucho más tarde, en 1687, cuando sir Isaac Newton publicó su "Philosophiae Naturalis Principia Mathematica", probablemente la obra más importante publicada en las ciencias físicas en todos los tiempos. En ella, Newton no sólo presentó una teoría de cómo se mueven los cuerpos en el espacio y en el tiempo, sino que también desarrolló las complicadas matemáticas necesarias para analizar esos movimientos. Además, Newton postuló una ley de la gravitación universal, de acuerdo con la cual cada cuerpo en el universo era atraído por cualquier otro cuerpo con una fuerza que era tanto mayor cuanto más masivos fueran los cuerpos y cuanto más cerca estuvieran el uno del otro. Era esta misma fuerza la que hacía que los objetos cayeran al suelo. Newton pasó luego a mostrar que, de acuerdo con su ley, la gravedad es la causa de que la Luna se mueva en una órbita elíptica alrededor de la Tierra, y de que la Tierra y los planetas sigan caminos elípticos alrededor del Sol.

El modelo copernicano se despojó de las esferas celestes de Ptolomeo y, con ellas, de la idea de que el universo tiene una frontera natural. Ya que las "estrellas fijas" no parecían cambiar sus posiciones, aparte de una rotación a través del cielo causada por el giro de la Tierra sobre su eje, llegó a ser natural suponer que las estrellas fijas eran objetos como nuestro Sol, pero mucho más lejanos.

Newton comprendió que, de acuerdo con su teoría de la gravedad, las estrellas deberían atraerse unas a otras, de forma que no parecía posible que pudieran permanecer esencialmente en reposo. ¿No llegaría un determinado momento en el que todas ellas se aglutinarían? En 1691, en una carta a Richard Bentley, otro destacado pensador de la época, Newton argumentaba que esto verdaderamente sucedería si sólo hubiera un número finito de estrellas distribuidas en una región finita del espacio. Pero razonaba que si, por el contrario, hubiera un número infinito de estrellas, distribuidas más o menos uniformemente sobre un espacio infinito, ello no sucedería, porque no habría ningún punto central donde aglutinarse.

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Este argumento es un ejemplo del tipo de dificultad que uno puede encontrar cuando se discute acerca del infinito. En un universo infinito, cada punto puede ser considerado como el centro, ya que todo punto tiene un número infinito de estrellas a cada lado. La aproximación correcta, que sólo fue descubierta mucho más tarde, es considerar primero una situación finita, en la que las estrellas tenderían a aglutinarse, y preguntarse después cómo cambia la situación cuando uno añade más estrellas uniformemente distribuidas fuera de la región considerada. De acuerdo con la ley de Newton, las estrellas extra no producirían, en general, ningún cambio sobre las estrellas originales, que por lo tanto continuarían aglutinándose con la misma rapidez. Podemos añadir tantas estrellas como queramos, y a pesar de ello las estrellas originales seguirían juntándose indefinidamente. Esto nos asegura que es imposible tener un modelo estático e infinito del universo, en el que la gravedad sea siempre atractiva.

Un dato interesante sobre la corriente general del pensamiento anterior al siglo XX es que nadie hubiera sugerido que el universo se estuviera expandiendo o contrayendo. Era generalmente aceptado que el universo o bien había existido por siempre en un estado inmóvil, o bien había sido creado, más o menos como lo observamos hoy, en un determinado tiempo pasado finito. En parte, esto puede deberse a la tendencia que tenemos las personas a creer en verdades eternas. Bien pudiera suceder que ese sentimiento de conexión con la eternidad radique fundamentalmente en la percatación mental subliminal de que existe una ruptura anómala entre nuestra elevada capacidad pensante, apta para poder asumir cualquier desafío intelectual por tiempo indefinido, y la ridícula fracción de tiempo que vive el individuo. Y tal vez por avistar esa anomalía, los antiguos filósofos griegos, como Sócrates y Platón, elaboraron doctrinas acerca de la inmortalidad del alma humana, las cuales han perdurado en el ámbito teológico hasta el día de hoy.

Incluso aquéllos que comprendieron que la teoría de la gravedad de Newton mostraba que el universo no podía ser estático, no pensaron en sugerir que podría estar expandiéndose. Por el contrario, intentaron modificar la teoría suponiendo que la fuerza gravitacional fuese repulsiva a distancias muy grandes. Ello no afectaba significativamente a sus predicciones sobre el movimiento de los planetas, pero permitía que una distribución infinita de estrellas pudiera permanecer en equilibrio, con las fuerzas atractivas entre estrellas cercanas equilibradas por las fuerzas repulsivas entre estrellas lejanas. Sin embargo, hoy en día creemos que tal equilibrio sería inestable: si las estrellas en alguna región se acercaran sólo ligeramente unas a otras, las fuerzas atractivas entre ellas se harían más fuertes y dominarían sobre las fuerzas repulsivas, de forma que las estrellas, una vez que empezaran a aglutinarse, lo seguirían haciendo por siempre. Por el contrario, si las estrellas empezaran a separarse un poco entre sí, las fuerzas repulsivas dominarían alejando indefinidamente a unas estrellas de otras. bers, quien escribió acerca de dicho modelo en 1823. En realidad, varios contemporáneos de Newton habían considerado ya el problema, y el artículo de Olbers no fue ni siquiera el primero en contener argumentos plausibles en contra del anterior modelo. Fue, sin embargo, el primero en ser ampliamente conocido. La dificultad a la que nos referíamos estriba en que, en un universo estático infinito, prácticamente cada línea de visión acabaría en la superficie de una estrella. Así, sería de esperar que todo el cielo fuera, incluso de noche, tan brillante como el Sol. El contraargumento de Olbers era que la luz de las estrellas lejanas estaría oscurecida por la absorción debida a la materia intermedia. Sin embargo, si eso sucediera, la materia intermedia se calentaría, con el tiempo, hasta que iluminara de forma tan brillante como las estrellas. La única manera de evitar la conclusión de que todo el cielo nocturno debería de ser tan brillante como la superficie del Sol sería suponer que las estrellas no han estado iluminando desde siempre, sino que se encendieron en un determinado instante pasado finito. En este caso, la materia absorbente podría no estar caliente todavía, o la luz de las estrellas distantes podría no habernos alcanzado aún. Y esto nos conduciría a la cuestión de qué podría haber causado el hecho de que las estrellas se hubieran encendido por primera vez.

El principio del universo había sido discutido, desde luego, mucho antes de esto. De acuerdo con distintas cosmologías primitivas y con la tradición judeo-cristiano-musulmana, el universo comenzó en cierto tiempo pasado finito, y no muy distante. Un argumento en favor de un origen tal fue la sensación de que era necesario tener una Causa Primera para explicar la existencia del universo (dentro del universo, uno siempre explica un acontecimiento como causado por algún otro acontecimiento anterior, pero la existencia del universo en sí, sólo podría ser explicada de esta manera si tuviera un origen). Otro argumento lo dio Agustín en su libro "La ciudad de Dios". Señalaba que la civilización está progresando y que podemos recordar quién realizó esta hazaña o desarrolló aquella técnica. Así, el hombre, y por lo tanto quizás también el universo, no podía haber existido desde mucho tiempo atrás. San Agustín, de acuerdo con el libro del Génesis, aceptaba una fecha de unos 5.000 años antes de Cristo para la creación del universo.

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Aristóteles, y la mayor parte del resto de los filósofos griegos, no era partidario, por el contrario, de za humana y el mundo que la rodea habían existido, y existirían, por siempre. Los antiguos ya habían considerado el argumento descrito arriba acerca del progreso, y lo habían resuelto diciendo que había habido inundaciones periódicas u otros desastres que repetidamente situaban a la raza humana en el principio de la civilización.

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Las cuestiones de si el universo tiene un principio en el tiempo y de si está limitado en el espacio fueron posteriormente examinadas de forma extensiva por el filósofo Immanuel Kant en su monumental (y muy oscura) obra "Crítica de la razón pura", publicada en el año 1781. Él llamó a estas cuestiones antinomias (es decir, contradicciones) de la razón pura, porque le parecía que había argumentos igualmente convincentes para creer tanto en la tesis, que el universo tiene un principio, como en la antítesis, que el universo siempre había existido. Su argumento en favor de la tesis era que si el universo no hubiera tenido un principio, habría habido un período de tiempo infinito anterior a cualquier acontecimiento, lo que él consideraba absurdo. El argumento en pro de la antítesis era que si el universo hubiera tenido un principio, habría habido un período de tiempo infinito anterior a él, y de este modo, ¿por qué habría de empezar el universo en un tiempo particular cualquiera? De hecho, sus razonamientos en favor de la tesis y de la antítesis son realmente el mismo argumento. Esto ya había sido señalado en primer lugar por Agustín. Cuando se le preguntó: ¿Qué hacía Dios antes de que creara el universo?, Agustín no respondió: ¿sintió entonces el impulso de preparar la doctrina del infierno para aquéllos que osaran preguntar sobre tales cuestiones? No lo sabemos, pero parece que esquivó con destreza el requerimiento y dijo que el tiempo es una propiedad del universo creado por Dios, y que el tiempo no existía con anterioridad al principio del universo.

Cuando la mayor parte de la gente creía en un universo esencialmente estático e inmóvil, la pregunta de si éste tenía, o no, un principio era realmente una cuestión de carácter metafísico o teológico. Se podían explicar igualmente bien todas las observaciones tanto con la teoría de que el universo siempre había existido, como con la teoría de que había sido puesto en funcionamiento en un determinado tiempo finito, de tal forma que pareciera como si hubiera existido desde siempre. Pero, en 1929, Edwin Hubble hizo la observación crucial de que, donde quiera que uno mire, las galaxias distantes se están alejando de nosotros. O en otras palabras, el universo se está expandiendo. Esto significa que en épocas anteriores los objetos deberían de haber estado más juntos entre sí. De hecho, parece ser que hubo un tiempo, hace unos diez o veinte mil millones de años, en que todos los objetos estaban en el mismo lugar exactamente, y en el que, por lo tanto, la densidad del universo era infinita. Fue dicho descubrimiento el que finalmente llevó la cuestión del principio del universo a los dominios de la ciencia.

Las observaciones de Hubble sugerían que hubo un tiempo, llamado el "big bang" (gran explosión o explosión primordial), en que el universo era infinitésimamente pequeño e infinitamente denso. Para poder analizar la naturaleza del universo, y poder discutir cuestiones tales como si ha habido un principio o si habrá un final, es necesario tener claro lo que es una teoría científica. Consideremos aquí un punto de vista ingenuo, en el que una teoría es simplemente un modelo del universo, o de una parte de él, y un conjunto de reglas que relacionan las magnitudes del modelo con las observaciones que realizamos. Esto sólo existe en nuestras mentes, y no tiene ninguna otra realidad (cualquiera que sea lo que esto pueda significar). Una teoría es una buena teoría siempre que satisfaga dos requisitos: debe describir con precisión un amplio conjunto de observaciones sobre la base de un modelo que contenga sólo unos pocos parámetros arbitrarios, y debe ser capaz de predecir positivamente los resultados de observaciones futuras. Por ejemplo, la teoría de Aristóteles de que todo estaba constituido por cuatro elementos, tierra, aire, fuego y agua, era lo suficientemente simple como para ser cualificada como tal, pero fallaba en que no realizaba ninguna predicción concreta. Por el contrario, la teoría de la gravedad de Newton estaba basada en un modelo incluso más simple, en el que los cuerpos se atraían entre sí con una fuerza proporcional a una cantidad llamada masa e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos, a pesar de lo cual era capaz de predecir el movimiento del Sol, la Luna y los planetas con un alto grado de precisión.

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Cualquier teoría física es siempre provisional, en el sentido de que es sólo una hipótesis: nunca se puede probar. A pesar de que los resultados de los experimentos concuerden muchas veces con la teoría, nunca podremos estar seguros de que la próxima vez el resultado no vaya a contradecirla. Sin embargo, se puede rechazar una teoría en cuanto se encuentre una única observación que contradiga sus predicciones. Como ha subrayado el filósofo de la ciencia Karl Popper, una buena teoría está caracterizada por el hecho de predecir un gran número de resultados que en principio pueden ser refutados o invalidados por la observación. Cada vez que se comprueba que un nuevo experimento está de acuerdo con las predicciones, la teoría sobrevive y nuestra confianza en ella aumenta. Pero si por el contrario se realiza alguna vez una nueva observación que contradiga la teoría, tendremos que abandonarla o modificarla. 0 al menos esto es lo que se supone que debe suceder, aunque uno siempre puede cuestionar la competencia de la persona que realizó la observación.

En la práctica, lo que sucede es que se construye una nueva teoría que en realidad es una extensión de la teoría original. Por ejemplo, observaciones tremendamente precisas del planeta Mercurio revelan una pequeña diferencia entre su movimiento y las predicciones de la teoría de la gravedad de Newton. La teoría de la relatividad general de Einstein predecía un movimiento de Mercurio ligeramente distinto del de la teoría de Newton. El hecho de que las predicciones de Einstein se ajustaran a las observaciones, mientras que las de Newton no lo hacían, fue una de las confirmaciones cruciales de la nueva teoría. Sin embargo, seguimos usando la teoría de Newton para todos los propósitos prácticos ya que las diferencias entre sus predicciones y las de la relatividad general son muy pequeñas en las situaciones que normalmente nos incumben. Y la teoría de Newton también posee la gran ventaja de ser mucho más simple y manejable que la de Einstein.

El objetivo final de la ciencia es el proporcionar una única teoría que describa correctamente todo el universo. Sin embargo, el método que la mayoría de los científicos siguen en realidad es el de separar el problema en dos partes. Primero, están las leyes que nos dicen cómo cambia el universo con el tiempo (si conocemos cómo es el universo en un instante dado, estas leves físicas nos dirán cómo será el universo en cualquier otro posterior). Segundo, está la cuestión del estado inicial del universo. Algunas personas creen que la ciencia se debería ocupar únicamente de la primera parte: consideran el tema de la situación inicial del universo como objeto de la metafísica o la religión. Ellos argumentarían que Dios, al ser omnipotente, podría haber iniciado el universo de la manera que más le hubiera gustado. Puede ser que sí, pero en ese caso Él también podía haberlo hecho evolucionar de un modo totalmente arbitrario. En cambio, parece ser que eligió hacerlo evolucionar de una manera muy regular siguiendo ciertas leyes. Resulta, así pues, igualmente razonable suponer que también hay leyes que gobiernan el estado inicial.

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Es muy difícil construir una única teoría capaz de describir todo el universo. En vez de ello, nos vemos forzados, de momento, a dividir el problema en varias partes, inventando un cierto número de teorías parciales. Cada una de estas teorías parciales describe y predice una cierta clase restringida de observaciones, despreciando los efectos de otras cantidades, o representando éstas por simples conjuntos de números. Puede ocurrir que esta aproximación sea completamente errónea. Si todo en el universo depende de absolutamente todo el resto de él de una manera fundamental, podría resultar imposible acercarse a una solución completa investigando partes aisladas del problema. Sin embargo, éste es ciertamente el modo en que hemos progresado en el pasado. El ejemplo clásico es de nuevo la teoría de la gravedad de Newton, la cual nos dice que la fuerza gravitacional entre dos cuerpos depende únicamente de un número asociado a cada cuerpo, su masa, siendo por lo demás independiente del tipo de sustancia que forma el cuerpo. Así, no se necesita tener una teoría de la estructura y constitución del Sol y los planetas para poder determinar sus órbitas.

Los científicos actuales describen el universo a través de dos teorías parciales fundamentales: la teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica. Ellas constituyen el gran logro intelectual de la primera mitad del siglo XX. La teoría de la relatividad general describe la fuerza de la gravedad y la estructura a gran escala del universo, es decir, la estructura a escalas que van desde sólo unos pocos kilómetros hasta un billón de billones (un 1 con veinticuatro ceros detrás) de kilómetros, el tamaño del universo observable. La mecánica cuántica, por el contrario, se ocupa de los fenómenos a escalas extremadamente pequeñas, tales como una billonésima de centímetro. Desafortunadamente, sin embargo, se sabe que estas dos teorías son inconsistentes entre sí: ambas no pueden ser correctas a la vez. Uno de los mayores esfuerzos de la física actual es la búsqueda de una nueva teoría que incorpore a las dos anteriores: una teoría cuántica de la gravedad. Aún no se dispone de tal teoría, y para ello todavía puede quedar un largo camino por recorrer, pero sí se conocen muchas de las propiedades que debe poseer. Ya se sabe relativamente bastante acerca de las predicciones que debe hacer una teoría cuántica de la gravedad.

Si se admite entonces que el universo no es arbitrario, sino que está gobernado por ciertas leyes bien definidas, habrá que combinar al final las teorías parciales en una teoría unificada completa que describirá todos los fenómenos del universo. Existe, no obstante, una paradoja fundamental en nuestra búsqueda de esta teoría unificada y completa. Las ideas anteriormente perfiladas sobre las teorías científicas suponen que somos seres racionales, libres para observar el universo como nos plazca y para extraer deducciones lógicas de lo que veamos. En tal esquema parece razonable suponer que podríamos continuar progresando indefinidamente, acercándonos cada vez más a las leyes que gobiernan el universo. Pero si realmente existiera una teoría unificada completa, algunos teóricos suponen que ésta también determinaría presumiblemente nuestras acciones. Así la teoría misma determinaría el resultado de nuestra búsqueda de ella. ¿Y por qué razón debería determinar que llegáramos a las verdaderas conclusiones a partir de la evidencia que nos presenta? ¿Es que no podría determinar igualmente bien que extrajéramos conclusiones erróneas? ¿O incluso que no extrajéramos ninguna conclusión en absoluto? Dado que las teorías que ya poseemos son suficientes para realizar predicciones exactas de todos los fenómenos naturales, excepto de los más extremos, nuestra búsqueda de la teoría definitiva del universo parece difícil de justificar desde un punto de vista práctico (es interesante señalar, sin embargo, que argumentos similares podrían haberse usado en contra de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, las cuales nos han dado la energía nuclear y la revolución de la microelectrónica). Así pues, el descubrimiento de una teoría unificada completa puede no ayudar por sí misma a la supervivencia de nuestra especie. Puede incluso no afectar a nuestro modo de vida. Pero siempre, desde el origen de la civilización, la gente no se ha contentado con ver los acontecimientos como desconectados e inexplicables. Ha buscado incesantemente un conocimiento del orden subyacente del mundo. Hoy en día, la mayoría de la humanidad sigue anhelando saber por qué estamos aquí y de dónde venimos. Desgraciadamente, el enfoque materialista y escéptico de la vida, obtenido como resultado de una cascada de infortunios de índole religioso, político, social, propagandístico, del uso desacertado del libre albedrío, etc., ha alejado al hombre de su Creador y de la guía provista por Éste y de ese modo el ser humano se encuentra huérfano en medio de la inmensidad. No obstante, el profundo deseo de conocimiento de la humanidad es un incentivo más que suficiente para continuar la búsqueda, y ésta no cesará ni siquiera cuando poseamos una descripción completa del universo en el que vivimos.

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El faro del fin del mundo. "El faro del fin del mundo" (Le phare du bout du monde) es una novela del escritor francés Julio Verne (1828-1905), corregida por su hijo Michel Verne (1861-1925) y publicada en la "Magasin d" Education et de Récréation" (Magazín de ilustración y recreo) desde el 15 de Agosto (volumen 22, número 256) hasta el 15 de Diciembre (volumen 22, número 264) de 1905, y en un volumen completo el 29 de julio de ese mismo año, el de la muerte de Verne. Fue escrita hacia 1901, puesto que el escritor llevaba varias obras de adelanto sobre el orden de entrega de sus publicaciones. Es considerada una de las mejores novelas de esa etapa literaria de Verne. Muchos años después, en 1999, la editorial Stanké (de Montreal) publicaría por primera vez la versión original de Jules Verne, sin los cambios realizados por su hijo.

El argumento de la novela transcurre en la isla de los Estados, un enclave deshabitado de la Patagonia argentina, donde se confunden los océanos Atlántico y Pacífico, y en donde opera una banda de piratas dirigidos por el terrible Kongre. Estos desaforados se dedican a atacar embarcaciones que encallan en la zona. De ahí la importancia de un faro que evite presumibles catástrofes naturales en esa zona marítima de difícil tránsito, una zona alejada de la civilización (situada en el "fin del mundo", en sentido metafórico).

El modo de vida de esos piratas se ve seriamente amenazado cuando el gobierno argentino construye y pone en funcionamiento un faro (el actualmente llamado Faro del Fin del Mundo, o Faro de San Juan de Salvamento, que se encuentra al noreste de la Isla de los Estados, Provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, en Patagonia, al sur de Argentina) que dejan al cuidado de tres fareros. Los piratas dan muerte a dos de ellos, y dejan con vida únicamente al jefe, Vázquez, que ha logrado ocultarse. El valeroso Vázquez tratará entonces de sobrevivir en ese lejano paraje, y al mismo tiempo buscará la manera de terminar con las fechorías de los malhechores. Posteriormente, un náufrago estadounidense de origen escocés, John Davis, será el compañero de Vázquez en su lucha contra los piratas.

"El faro del fin del mundo" es considerada una de las mejores publicaciones de Verne en sus últimos años, y su personaje Kongre es para muchos el más vil de sus villanos; aunque, como de costumbre, Verne se adentra poco en la psiquis de sus personajes. Sin embargo, el argentino Vázquez es un personaje muy bien construido; su temple, su valentía y su coraje contrastan con el sombrío carácter del pirata.

La novela es de tono oscuro, en la que los pillajes y la crueldad de los malhechores reflejan el sentir, el pesimismo y la desilusión que tenía Julio Verne en sus últimos años, siendo quizá una de las principales novelas en las que es evidente que Verne era más que un escritor sólo para niños y jóvenes. Algunos estudiosos de Verne insisten en que pocas historias de este escritor recurren a actos tan fuertes de pillaje y de violencia.

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Algunos comentaristas parecen insinuar que Verne perdió gran parte de su optimismo inicial en los progresos de la ciencia y la tecnología humanas debido a las vicisitudes negativas que sufrió en la segunda parte de su vida, y es posible que dichas vivencias verdaderamente afectaran su modo de percibir el devenir de la humanidad en los últimos años de su existencia. Sin embargo, hay que tener presente que la experiencia acumulada a lo largo de toda una vida puede suponer una ventaja considerable a la hora de echar mano de un filtro perceptivo que ha sido obligado a no pasar por alto detalles y sutilezas que permiten vislumbrar problemas en ciernes, y más si se tiene en cuenta que los impactos sobre una mente sensible, producidos por dolencias y frustraciones, tienen el efecto colateral de configurar dicho filtro de tal manera que sea capaz de captar datos que de otra forma serían pasados por alto.

Por lo tanto, si durante su juventud Verne se encandiló demasiado con su preclara visión de lo que el futuro tecnológico podría aportar en beneficio de la humanidad, al grado de no ser capaz de visualizar las nefastas consecuencias del uso egoísta de dicha tecnología, en su vejez, en cambio, tras una relativamente dilatada cantidad de años comprobando que la vida (tanto individual como colectiva) está muy lejos de ser de color rosa, comenzó a vislumbrar las posibles resultantes del manejo moralmente torpe e ineficaz del adelanto científico. Y tenemos que decir, en su honor, que sus sombrías expectativas han sido superadas por la realidad histórica de nuestros días actuales.

La novela "El faro del fin del mundo" puede ser tomada, si queremos, como ilustración de un drama a nivel planetario y extraplanetario que nos envuelve a todos. El faro señala a la necesidad de guía luminosa que tenían los navegantes de la época, para evitar naufragios. Pues bien, los seres humanos y sus sociedades son como navíos que surcan las aguas peligrosas de una realidad que muchas veces golpea duramente y compromete incluso la supervivencia del grupo. La necesidad de una guía sobrehumana (o de un faro de luz) se hace evidente sobretodo en momentos de intensa amenaza o asechanza apocalíptica (tal como sucede actualmente).

¿Se pudiera hallar una tal guía que, además, fuera fiable? "Tu palabra es una lámpara para mi pie, y una luz para mi vereda " (Salmo 119: 105). Esta frase es una declaración sagrada contenida en el libro de los Salmos. Respecto a la misma, la revista "La atalaya" del 1-52007, publicada en inglés, español y otros idiomas por la Sociedad Watchtower Bible And Tract, páginas 14-

18, bajo el artículo "Dejemos que la Palabra de Dios guíe nuestros pasos", expone, en parte:

«¿Recuerda alguna ocasión en que tuvo que preguntar a alguien cómo llegar a un sitio? Puede que se encontrara cerca, pero no estuviera seguro del lugar exacto. O quizá se hallara totalmente perdido y necesitara cambiar por completo de dirección. ¿Verdad que lo más prudente fue seguir las indicaciones de esa persona? Claro que sí, pues conocía la zona y podía ayudarle a llegar a su destino.

El hombre lleva miles de años trazando su propio rumbo en la vida sin la ayuda divina. Pero sin ella, los seres humanos imperfectos están totalmente perdidos: son incapaces de encontrar el camino de la paz y la felicidad verdaderas. ¿Por qué? Hace más de dos mil quinientos años, el profeta Jeremías declaró: "No pertenece al hombre que está andando siquiera dirigir su paso" (Jeremías 10: 23). Todo el que trata de dirigir sus propios pasos sin aceptar la ayuda de alguien cualificado se ve condenado al fracaso. Está claro, pues, que la humanidad necesita guía.

Jehová Dios es la persona más cualificada del universo para darnos la guía que necesitamos. ¿Por qué razón? Porque él nos conoce mejor que nadie. No sólo sabe muy bien cómo se extraviaron los seres humanos, sino también lo que necesitan para volver al buen camino. Además, Jehová es nuestro Creador, así que siempre sabe qué es lo que más nos beneficia. Por lo tanto, podemos tener plena confianza en la promesa divina que leemos en Salmo 32: 8: "Te haré tener perspicacia, y te instruiré en el camino en que debes ir. Ciertamente daré consejo con mi ojo sobre ti". No cabe ninguna duda: la guía de Jehová es la mejor. Ahora bien, ¿cómo nos guía él? Un salmista expresó lo siguiente en una oración a Jehová: "Tu palabra es una lámpara para mi pie, y una luz para mi vereda" (Salmo 119: 105). Las declaraciones y recordatorios de Dios se encuentran en la Biblia y nos ayudan a superar los obstáculos que puedan alzarse en nuestro camino. Cuando leemos la Biblia y nos dejamos guiar por ella, se cumplen en nosotros las palabras de Isaías 30: 21: "Tus propios oídos oirán una palabra detrás de ti que diga: "Éste es el camino. Andad en él"".

Pero observemos que Salmo 119: 105 señala que la Palabra de Dios cumple dos funciones relacionadas. En primer lugar, es una lámpara para nuestro pie. Si al enfrentarnos a los problemas del día a día dejamos que los principios bíblicos guíen nuestros pasos, tomaremos decisiones prudentes y evitaremos las trampas y los peligros de este mundo. En segundo lugar, los recordatorios de Dios alumbran nuestra vereda; nos ayudan a elegir opciones que estén en armonía con nuestra esperanza de vivir para siempre en el Paraíso que Dios ha prometido. Estando bien iluminada la vereda que se extiende ante nosotros, podemos discernir si las consecuencias de cierto proceder serán buenas o malas.

Todos los días tomamos decisiones. Algunas son de poca importancia, al menos a simple vista, pero a veces nos enfrentamos a situaciones que ponen a prueba nuestra pureza moral, honradez y neutralidad. A fin de superarlas con éxito, debemos tener las "facultades perceptivas entrenadas para distinguir tanto lo correcto como lo incorrecto" (Hebreos 5: 14). Al adquirir conocimiento exacto de la Palabra de Dios y aumentar nuestro entendimiento de sus principios, educamos nuestra conciencia para tomar decisiones [sabias].

Los dichos de Jehová nos guían de dos maneras relacionadas entre sí. Primero, son una lámpara para nuestro pie, pues nos ayudan a avanzar en la dirección correcta y nos dirigen a la hora de tomar decisiones. Segundo, alumbran la senda que se extiende ante nosotros, de modo que podamos verla con claridad. La pregunta es: ¿nos dejaremos guiar por [ellos]? A fin de comprender sus instrucciones, resuélvase a leer la Biblia todos los días. Medite en lo que lea, procure percibir cuál es la [guía] de Jehová en cada asunto y piense en distintos modos en que pudiera aplicar los principios bíblicos. Luego, use su "facultad de raciocinio" al tomar decisiones. Si permitimos que los principios de la Palabra de Dios nos iluminen y nos guíen, tomaremos decisiones acertadas. Podemos estar seguros de que la Palabra escrita de Jehová "hace sabio al inexperto"».

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Desde el punto de vista de la ciencia materialista actual, no parece que la "palabra de Dios" tenga utilidad alguna en su avance. Sin embargo, existen evidencias que desmienten ese punto de vista. Por ejemplo, muchos científicos se imaginan que cuando investigan el universo que nos alberga están adquiriendo una visión de la realidad total; sin embargo, la Biblia nos muestra que nuestro universo material no es más que un subconjunto de un cosmos mucho más global y extenso de lo que pudiéramos sospechar; y eso mismo ocurre con el concepto de tiempo. Según la sagrada escritura, el tiempo no ha tenido comienzo, tal como el Todopoderoso (el Rey de la eternidad) no ha tenido principio.

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El dogma del "absoluto". Nuestras nociones actuales acerca del movimiento de los cuerpos se remontan a Galileo y Newton. Antes de ellos, se creía en las ideas de Aristóteles, quien decía que el estado natural de un cuerpo era el reposo y que éste sólo se movía si era empujado por una fuerza o un impulso. De ello se deducía que un cuerpo pesado debía caer más rápido que uno ligero, porque sufría una atracción mayor hacia la tierra.

La tradición aristotélica también mantenía que se podrían deducir todas las leyes que gobiernan el universo por medio del pensamiento puro: no era necesario comprobarlas por medio de la observación. Así, nadie antes de Galileo se preocupó de ver si los cuerpos con pesos diferentes caían con velocidades diferentes. Se dice que Galileo demostró que las anteriores ideas de Aristóteles eran falsas dejando caer diferentes pesos desde la torre inclinada de Pisa. Es casi seguro que esta historia no es cierta, aunque lo que sí hizo Galileo fue algo equivalente: dejó caer bolas de distintos pesos a lo largo de un plano inclinado. La situación es muy similar a la de los cuerpos pesados que caen verticalmente, pero es más fácil de observar porque las velocidades son menores. Las mediciones de Galileo indicaron que cada cuerpo aumentaba su velocidad al mismo ritmo, independientemente de su peso. Por ejemplo, si se suelta una bola en una pendiente que desciende un metro por cada diez metros de recorrido, la bola caerá por la pendiente con una velocidad de un metro por segundo después de un segundo, de dos metros por segundo después de dos segundos, y así sucesivamente, sin importar lo pesada que sea la bola. Por supuesto que una bola de plomo caerá más rápida que una pluma, pero ello se debe únicamente a que la pluma es frenada por la resistencia del aire. Si uno soltara dos cuerpos que no presentasen demasiada resistencia al aire, tales como dos pesos diferentes de plomo, caerían con la misma rapidez.

Las mediciones de Galileo sirvieron de base a Newton para la obtención de sus leyes del movimiento.

En los experimentos de Galileo, cuando un cuerpo caía rodando, siempre actuaba sobre él la misma fuerza (su peso) y el efecto que se producía consistía en acelerarlo de forma constante. Esto demostraba que el efecto real de una fuerza era el de cambiar la velocidad del cuerpo, en vez de simplemente ponerlo en movimiento, como se pensaba anteriormente. Ello también significaba que siempre que sobre un cuerpo no actuara ninguna fuerza, éste se mantendría moviéndose en una línea recta con la misma velocidad. Esta idea fue formulada explícitamente por primera vez en los "Principia Mathematica" de Newton, publicados en 1687, y se conoce como "primera ley de Newton". Lo que le sucede a un cuerpo cuando sobre él actúa una fuerza está recogido en la "segunda ley de Newton". Ésta afirma que el cuerpo se acelerará, o cambiará su velocidad, a un ritmo proporcional a la fuerza. Por ejemplo, la aceleración se duplicará cuando la fuerza aplicada sea doble. Al mismo tiempo, la aceleración disminuirá cuando aumente la masa (o la cantidad de materia) del cuerpo. La misma fuerza actuando sobre un cuerpo de doble masa que otro, producirá la mitad de aceleración en el primero que en el segundo. Un ejemplo familiar lo tenemos en un coche: cuanto más potente sea su motor mayor aceleración poseerá, pero cuanto más pesado sea el coche menor aceleración tendrá con el mismo motor.

Además de las leyes del movimiento, Newton descubrió una ley que describía la fuerza de la gravedad, una ley que nos dice que todo cuerpo atrae a todos los demás cuerpos con una fuerza proporcional a la masa de cada uno de ellos. Así, la fuerza entre dos cuerpos se duplicará si uno de ellos (digamos, el cuerpo A) dobla su masa. Esto es lo que razonablemente se podría esperar, ya que uno puede suponer al nuevo cuerpo A formado por dos cuerpos, cada uno de ellos con la masa original. Cada uno de estos cuerpos atraerá al cuerpo B con la fuerza original. Por lo tanto, la fuerza total entre A y B será justo el doble que la fuerza original. Y si, por ejemplo, uno de los cuerpos tuviera una masa doble de la original y el otro cuerpo una masa tres veces mayor que al principio, la fuerza entre ellos sería seis veces más intensa que la original. Se puede ver ahora por qué todos los cuerpos caen con la misma rapidez: un cuerpo que tenga doble peso sufrirá una fuerza gravitatoria doble, pero al mismo tiempo tendrá una masa doble. De acuerdo con la segunda ley de Newton, estos dos efectos se cancelarán exactamente y la aceleración será la misma en ambos casos.

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La ley de la gravedad de Newton nos dice también que cuanto más separados estén los cuerpos menor será la fuerza gravitatoria entre ellos. La ley de la gravedad de Newton establece que la atracción gravitatoria producida por una estrella a una cierta distancia es exactamente la cuarta parte de la que produciría una estrella similar a la mitad de distancia. Esta ley predice con gran precisión las órbitas de la Tierra, la Luna y los planetas. Si la ley fuera que la atracción gravitatoria de una estrella decayera más rápidamente con la distancia, las órbitas de los planetas no serían elípticas, sino que éstos irían cayendo en espiral hacia el Sol. Si, por el contrario, la atracción gravitatoria decayera más lentamente, las fuerzas gravitatorias debidas a las estrellas lejanas dominarían frente a la atracción de la Tierra.

La diferencia fundamental entre las ideas de Aristóteles y las de Galileo y Newton estriba en que Aristóteles creía en un estado preferente de reposo, en el que todas las cosas subyacerían, a menos que fueran empujadas por una fuerza o impulso. En particular, él creyó que la Tierra estaba en reposo. Por el contrario, de las leyes de Newton se desprende que no existe un único estándar de reposo. Se puede suponer igualmente o que el cuerpo A está en reposo y el cuerpo B se mueve a velocidad constante con respecto de A, o que el B está en reposo y es el cuerpo A el que se mueve. Por ejemplo, si uno se olvida de momento de la rotación de la Tierra y de su órbita alrededor del Sol, se puede decir que la Tierra está en reposo y que un tren sobre ella está viajando hacia el norte a ciento cuarenta kilómetros por hora, o se puede decir igualmente que el tren está en reposo y que la Tierra se mueve hacia el sur a ciento cuarenta kilómetros por hora. Si se realizaran experimentos en el tren con objetos que se movieran, comprobaríamos que todas las leyes de Newton seguirían siendo válidas. Por ejemplo, al jugar al ping-pong en el tren, uno encontraría que la pelota obedece las leyes de Newton exactamente igual a como lo haría en una mesa situada junto a la vía. Por lo tanto, no hay forma de distinguir si es el tren o es la Tierra lo que se mueve.

La falta de un estándar absoluto de reposo significaba que no se podía determinar si dos acontecimientos que ocurrieran en tiempos diferentes habían tenido lugar en la misma posición espacial. Por ejemplo, supongamos que en el tren nuestra bola de ping-pong está botando, moviéndose verticalmente hacia arriba y hacia abajo y golpeando la mesa dos veces en el mismo lugar con un intervalo de un segundo. Para un observador situado junto a la vía, los dos botes parecerán tener lugar con una separación de unos cuarenta metros, ya que el tren habrá recorrido esa distancia entre los dos botes. Así pues la no existencia de un reposo absoluto significa que no se puede asociar una posición absoluta en el espacio con un suceso, como Aristóteles había creído. Las posiciones de los sucesos y la distancia entre ellos serán diferentes para una persona en el tren y para otra que esté al lado de la vía, y no existe razón para preferir el punto de vista de una de las personas frente al de la otra.

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Newton estuvo muy preocupado por esta falta de una posición absoluta, o espacio absoluto, como se le llamaba, porque no concordaba con su idea de un Dios absoluto. De hecho, rehusó aceptar la no existencia de un espacio absoluto, a pesar incluso de que estaba implicada por sus propias leyes. Fue duramente criticado por mucha gente debido a este pensamiento irracional, destacando sobre todo la crítica del obispo Berkeley, un filósofo que creía que todos los objetos materiales, junto con el espacio y el tiempo, eran una ilusión. Cuando el famoso Dr. Johnson se enteró de la opinión de Berkeley gritó: "¡Lo rebato así!", y golpeó con la punta del pie una gran piedra.

Tanto Aristóteles como Newton creían en el tiempo absoluto. Es decir, ambos pensaban que se podía afirmar inequívocamente la posibilidad de medir el intervalo de tiempo entre dos sucesos sin ambigüedad, y que dicho intervalo sería el mismo para todos los que lo midieran, con tal que usaran un buen reloj. El tiempo estaba totalmente separado y era independiente del espacio. Esto es, de hecho, lo que la mayoría de la gente consideraría como de sentido común. Sin embargo, hemos tenido que cambiar nuestras ideas acerca del espacio y del tiempo. Aunque nuestras nociones de lo que parece ser el sentido común funcionan bien cuando se usan en el estudio del movimiento de las cosas, tales como manzanas o planetas, que viajan relativamente lentas, no funcionan, en absoluto, cuando se aplican a cosas que se mueven con o cerca de la velocidad de la luz.

La velocidad de la luz. El hecho de que la luz viaja a una velocidad finita, aunque muy elevada, fue descubierto en 1676 por el astrónomo danés Ole Christensen Roemer. Él observó que los tiempos en los que las lunas de Júpiter parecían pasar por detrás de éste no estaban regularmente espaciados, como sería de esperar si las lunas giraran alrededor de Júpiter con un ritmo constante. Dado que la Tierra y Júpiter giran alrededor del Sol, la distancia entre ambos varía. Roemer notó que los eclipses de las lunas de Júpiter parecen ocurrir tanto más tarde cuanto más distantes de Júpiter estamos. Argumentó que se debía a que la luz proveniente de las lunas tardaba más en llegar a nosotros cuanto más lejos estábamos de ellas. Sus medidas sobre las variaciones de las distancias de la Tierra a Júpiter no eran, sin embargo, demasiado buenas, y así estimó un valor para la velocidad de la luz de 225.000 kilómetros por segundo, comparado con el valor moderno de 300.000 kilómetros por segundo. No obstante, no sólo el logro de Roemer de probar que la luz viaja a una velocidad finita, sino también de medir esa velocidad, fue notable, sobre todo teniendo en cuenta que esto ocurría once años antes de que Newton publicara los "Principia Mathematica".

Una verdadera teoría de la propagación de la luz no surgió hasta 1865, en que el físico británico James Clerk Maxwell consiguió unificar con éxito las teorías parciales que hasta entonces se habían usado para definir las fuerzas de la electricidad y el magnetismo. Las ecuaciones de Maxwell predecían que podían existir perturbaciones de carácter ondulatorio del campo electromagnético combinado, y que éstas viajarían a velocidad constante, como las olas de una balsa. Si tales ondas poseen una longitud de onda (la distancia entre una cresta de onda y la siguiente) de un metro o más, constituyen lo que hoy en día llamamos ondas de radio. Aquéllas con longitudes de onda menores se llaman microondas (unos pocos centímetros) o infrarrojas (más de una diezmilésima de centímetro). La luz visible tiene sólo una longitud de onda de entre cuarenta y ochenta millonésimas de centímetro. Las ondas con todavía menores longitudes se conocen como radiación ultravioleta, rayos X y rayos gamma.

La teoría de Maxwell predecía que tanto las ondas de radio como las luminosas deberían viajar a una velocidad fija determinada. La teoría de Newton se había desprendido, sin embargo, de un sistema de referencia absoluto, de tal forma que si se suponía que la luz viajaba a una cierta velocidad fija, había que especificar con respecto a qué sistema de referencia se medía dicha velocidad. Para que esto tuviera sentido, se sugirió la existencia de una sustancia llamada "éter" que estaba presente en todas partes, incluso en el espacio "vacío". Las ondas de luz debían viajar a través del éter al igual que las ondas de sonido lo hacen a través del aire, y sus velocidades deberían ser, por lo tanto, relativas al éter. Diferentes observadores, que se movieran con relación al éter, verían acercarse la luz con velocidades distintas, pero la velocidad de la luz con respecto al éter permanecería fija. En particular, dado que la Tierra se movía a través del éter en su órbita alrededor del Sol, la velocidad de la luz medida en la dirección del movimiento de la Tierra a través del éter (cuando nos estuviéramos moviendo hacia la fuente luminosa) debería ser mayor que la velocidad de la luz en la dirección perpendicular a ese movimiento (cuando no nos estuviéramos moviendo hacia la fuente). En 1887, Albert Michelson (quien más tarde fue el primer norteamericano que recibió el premio Nobel de física) y Edward Morley llevaron a cabo un muy esmerado experimento en la Case School of Applied Science, de Cleveland. Ellos compararon la velocidad de la luz en la dirección del movimiento de la Tierra, con la velocidad de la luz en la dirección perpendicular a dicho movimiento. Para su sorpresa encontraron que ambas velocidades eran exactamente iguales.

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Entre 1887 y 1905, hubo diversos intentos, los más importantes debidos al físico holandés Hendrik Lorentz, de explicar el resultado del experimento de Michelson y Morley en términos de contracción de los objetos o de retardo de los relojes cuando éstos se mueven a través del éter. Sin embargo, en 1905, en un famoso artículo Albert Einstein, hasta entonces un desconocido empleado de la oficina de patentes de Suiza, señaló que la idea del éter era totalmente innecesaria, con tal que se estuviera dispuesto a abandonar la idea de un tiempo absoluto. Una proposición similar fue realizada unas semanas después por un destacado matemático francés, Henri Poincaré. Los argumentos de Einstein tenían un carácter más físico que los de Poincaré, que había estudiado el problema desde un punto de vista puramente matemático. A Einstein se le reconoce como el creador de la nueva teoría, mientras que a Poincaré se le recuerda por haber dado su nombre a una parte importante de la teoría.

El postulado fundamental de la teoría de la relatividad, nombre de esta nueva teoría, era que las leyes de la ciencia deberían ser las mismas para todos los observadores en movimiento libre, independientemente de cuál fuera su velocidad. Esto ya era cierto para las leyes de Newton, pero ahora se extendía la idea para incluir también la teoría de Maxwell y la velocidad de la luz: todos los observadores deberían medir la misma velocidad de la luz sin importar la rapidez con la que se estuvieran moviendo. Esta idea tan simple tiene algunas consecuencias extraordinarias. Quizás las más conocidas sean la equivalencia entre masa y energía, resumida en la famosa ecuación de Einstein E=mc2 (en donde E es la energía, m la masa y c la velocidad de la luz), y la ley de que ningún objeto puede viajar a una velocidad mayor que la de la luz. Debido a la equivalencia entre energía y masa, la energía que un objeto adquiere debido a su movimiento se añadirá a su masa, incrementándola. En otras palabras, cuanto mayor sea la velocidad de un objeto más difícil será aumentar su velocidad. Este efecto sólo es realmente significativo para objetos que se muevan a velocidades cercanas a la de la luz. Por ejemplo, a una velocidad de un 10% de la de la luz la masa de un objeto es sólo un 0,5% mayor de la normal, mientras que a un 90% de la velocidad de la luz la masa sería de más del doble de la normal. Cuando la velocidad de un objeto se aproxima a la velocidad de la luz, su masa aumenta cada vez más rápidamente, de forma que cuesta cada vez más y más energía acelerar el objeto un poco más. De hecho no puede alcanzar nunca la velocidad de la luz, porque entonces su masa habría llegado a ser infinita, y por la equivalencia entre masa y energía, habría costado una cantidad infinita de energía el poner al objeto en ese estado. Por esta razón, cualquier objeto normal está confinado por la relatividad a moverse siempre a velocidades menores que la de la luz. Sólo la luz, u otras ondas que no posean masa intrínseca, puede moverse a la velocidad de la luz.

Relatividad.

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La teoría de la relatividad ha revolucionado nuestras ideas acerca del espacio y del tiempo. En la teoría de Newton, si un pulso de luz es enviado de un lugar a otro, observadores diferentes estarían de acuerdo en el tiempo que duró el viaje (ya que el tiempo es un concepto absoluto), pero no siempre estarían de acuerdo en la distancia recorrida por la luz (ya que el espacio no es un concepto absoluto). Dado que la velocidad de la luz es simplemente la distancia recorrida dividida por el tiempo empleado, observadores diferentes medirán velocidades de la luz diferentes (ver Nota-1, página 35). En relatividad, por el contrario, todos los observadores deben estar de acuerdo en lo rápido que viaja la luz. Ellos continuarán, no obstante, sin estar de acuerdo en la distancia recorrida por la luz, por lo que también deberán discrepar en el tiempo empleado. El tiempo empleado es, pues, igual al espacio recorrido, sobre el que los observadores no están de acuerdo, dividido por la velocidad de la luz, sobre la que los observadores sí están de acuerdo. En otras palabras, la teoría de la relatividad acabó con la idea de tiempo absoluto (ver Nota-2, página 36). Cada observador debe tener su propia medida del tiempo, que es la que registraría un reloj que se mueve junto a él, y relojes idénticos moviéndose con observadores diferentes no tendrían por qué coincidir.

Cada observador podría usar un radar para así saber dónde y cuándo ocurrió cualquier suceso, mediante el envío de un pulso de luz o de ondas de radio. Parte del pulso se reflejará de vuelta en el suceso y el observador medirá el tiempo que transcurre hasta recibir el eco. Se dice que el tiempo del suceso es el tiempo medio entre el instante de emisión del pulso y el de recibimiento del eco. La distancia del suceso es igual a la mitad del tiempo transcurrido en el viaje completo de ¡da y vuelta, multiplicado por la velocidad de la luz. Un "suceso", en este sentido, es algo que tiene lugar en un punto específico del espacio y en un determinado instante de tiempo. Esta idea se muestra en la figura de esta página, que representa un ejemplo de un diagrama espacio-tiempo. Usando el procedimiento anterior, observadores en movimiento relativo entre sí asignarán tiempos y posiciones diferentes a un mismo suceso. Ninguna medida de cualquier observador particular es más correcta que la de cualquier otro observador, sino que todas son equivalentes y además están relacionadas entre sí. Cualquier observador puede calcular de forma precisa la posición y el tiempo que cualquier otro observador asignará a un determinado proceso, con tal de que sepa la velocidad relativa del otro observador (ver Nota-3, página 37).

Hoy en día, se usa este método para medir distancias con precisión, debido a que podemos medir con más exactitud tiempos que distancias. De hecho, el metro se define como la distancia recorrida por la luz en

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