Leona
C. Lòpez Hernández
Isla de Tenerife
Septiembre de 2015
LEONA
Atravesábamos las extensas sabanas de la región de los lundas en nuestro Jeep descapotado para realizar más rápido el viaje, observar aquellos paisajes naturales y exóticos, y poder estar sobre aviso de los temibles peligros que acechan ocultos en las altas yerbas, donde los leones, los leopardos, las hienas y numerosas fieras salvajes buscan presa entre cualquier criatura de carne y hueso que pueda ser comestible, independientemente de su género, animal o humano.
Viajaba acompañado de mi guía, traductor, chofer y porque no decir amigo, Tomasiño, lunda genuino de pies a cabeza que hablaba a más de las lenguas lundas, chowque, umbundo, kimbundo y cuantas otras pudiesen expresarse por cualquier ser humano de la zona.
Viajábamos sin protección o escolta, aunque eran tiempos de guerra, pero acompañados por nuestros respectivos Kalashnikov, que por suerte, hasta ese momento, no habíamos tenido necesidad de usar. Estas armas nos podrían ayudar ante cualquier situación de peligro, pues un par de veces a la semana cruzábamos la sabana que une las dos Lundas actuales, la norte, rica en diamantes cuya capital es Dundo y la sur, con grandes yacimientos de hierro y manganeso con Saurimo como ciudad principal.
El imperio de los Lundas que ocupó parte de los territorios de Zambia, El Congo y fundamentalmente el este de Angola, se desarrolló durante más de 200 años alcanzando gran auge comercial hasta la llegada de la dominación colonial portuguesa, belga, y británica, aunque ya debilitado anteriormente por conflictos con la etnia chowque y otras más de la zona.
En uno de estos viajes, Tomasiño, después de oír el fuerte rugido de un león a mitad de nuestro recorrido, me dijo que en un promontorio cercano, debía tener su guarida una leona con sus cachorros. Días atrás la habíamos visto cerca de éste a unos cientos de metros del terraplén que hacia las veces de carretera. Su actitud parecía no amigable. Esto bastó para avivar mi curiosidad juvenil, de modo que en el viaje siguiente planee parar en el lugar en contra de la opinión de mi guía que consideraba la idea totalmente descabellada.
En los días siguientes me sentí ansioso por realizar el viaje proyectado que en efecto hicimos, pero mucho antes de llegar vimos humo a lo lejos, y más cerca, altas llamaradas que se elevaban a varios metros, la sabana ardía como en otras temporadas, sumida en el fuego producido por cualquier hecho natural o casual, o por la imprudencia, o la intensión de alguna persona.
Al llegar cerca del promontorio donde debían estar los cachorros de león observamos despavoridos que las llamas se acercaban a toda velocidad y que si no hacíamos algo, estos se quemarían y morirían por el incendio. La leona no se encontraba por allí, puede que el fuego la hubiese sorprendido cazando lejos para alimentar a sus crías o del lado opuesto, sin posibilidades de atravesarlo. No lo pensamos dos veces y corrimos hacia el saliente de la roca al pie de la elevación donde divisamos dos cabezas pardas de cachorros que se asomaban con dificultad para respirar, aunque se ahogaban por el humo. Cada uno de nosotros agarró uno de ellos sin temer a un mordisco o los arañazos de sus pezuñas, y los colocamos del otro lado del terraplén, entre unas malezas alejados poco más de 100 metros, en lugar seguro, al menos de las llamas que frenarían su avance por la trocha cortafuegos en que se convertiría el ancho terraplén.
Luego buscamos en nuestro equipaje algunas latas de conservas y se las abrimos y las dejamos al pie de los cachorros que pese al susto no demoraron en comenzar a devorarlas. Esperamos algún tiempo protegiéndonos del humo con nuestras camisas mojadas no fuese a ser que algún leopardo, hiena u otra fiera diera cuenta de los pequeños animales. En la medida que el fuego desapareció, sentimos el rugir desesperado de la leona, en busca de sus crías. Nos acercamos al Jeep y nos subimos a él pues sabíamos que la actitud de la madre felina debía ser poco afectuosa en aquellas circunstancias.
Pronto, majestuosa y en actitud agresiva, vimos aparecer a una soberbia y joven leona que como saludo mostró sus dientes grandes y afilados, por lo que pusimos el vehículo en marcha, no sin antes abrir un par de latas de carne igual a la que habíamos dado a los cachorros para distraerla. En todo caso, ella las olió, pero se fue disparada hacia el lugar donde estaban ahora sus crías, a las que seguro había olfateado de lejos.
Durante todo el trayecto, ahora asustados después de la aventura, pensamos en el destino de los cachorros y en la leona, que no se hubiera detenido ante nada si hubiese visto que dañábamos a sus crías.
Tres días después, en el siguiente viaje, nos detuvimos de nuevo en el lugar y tomando las precauciones necesarias, nos dirigimos al sitio donde habíamos dejado a los cachorros, pero no estaban allí, nos sentíamos preocupados, sin embargo, pronto salimos de dudas al escuchar el fuerte rugido de la leona, esta vez cerca del promontorio donde siempre tenía sus crías, entonces corrimos asustados hacia el vehículo aunque de ella habérselo propuesto hubiese llegado antes que nosotros, cortándonos el paso y poniéndonos en terreno abierto, sin protección y a su merced. Pero al parecer esa no era su intención. Ya en el Jeep respiramos aliviados y le dejamos unas latas más de conservas esparcidas, que a nuestro regreso no estaban y ni rastros de la leona, tampoco decidimos acercarnos al promontorio pues ya no queríamos pasar por más sustos.
La idea de las conservas, "vanderlan", así le llamábamos o era su nombre, fue genial, cualquier cooperante extranjero tenía acceso a un par de decenas de latas al mes, a falta de otra carne fresca o en conserva. Era o es una especie de carne picada cocinada y prensada, de dos tipos: de cerdo o de res, aunque nadie le parecía que tuviese el sabor de la de alguno de estos animales. Al principio, una persona podía fácilmente comerse una lata de un tirón, a poco no pasaba de la mitad y al final, si acaso, una delgada lasca. Por esto en los siguientes viajes le trajimos más cantidad de esta conserva, lo que permitió que nos acercáramos más a la guarida de los cachorros que la devoraban en un santiamén, mientras tanto, la leona nos miraba cada vez con mayor confianza, al igual que nosotros a ella.
En poco tiempo, en los viajes sucesivos, la leona a nuestra llegada daba saltos en un mismo sitio y nos dejaba pasar pues al parecer comprendía nuestro temor y buena voluntad. Los cachorros, por su parte, nos permitían acariciar sus cabezas y lamían nuestras manos. Llegó a establecerse entre los cachorros, la leona y nosotros un sentimiento al parecer de afecto y amistad y todos hacíamos lo posible por demostrarlo.
Comencé a sentir por aquellas fieras un sentimiento paterno que podría terminar en un fatal desenlace sino es por Tomasiño que constantemente evitaba que mi acercamiento a la leona se hiciese más cerca de lo normal y no diese tiempo en un ataque de la leona a poder defendernos con nuestras armas. En las últimas aproximaciones me ponía a escasa distancia de ésta, por lo que mi guía me llamó a capítulo, pues se sentía responsable de mi y yo no me daba cuenta, no solo del peligro, sino que las latas de conserva que dispensaba generosamente a los animales, con anterioridad saciaban el apetito de personas desvalidas, incluso de la larga prole de "lunditas", hijos, sobrinos y parientes de mi apreciado amigo, que hasta aquel momento había soportado estoicamente esta situación.
Pero esto no frenó mi entusiasmo y como tenía algunos amigos en la capital, estos generosamente me donaron cientos de latas de "vanderlan" que se les iba acumulando, pues sus estómagos no soportaban en mucho ya esta conserva. El valioso cargamento me llegó en uno de los vuelos comerciales y esa semana todos, familiares y amigos de Tomasiño, y también los leones se dieron un gran banquete de este producto. No así la leona, que en su instinto maternal cada vez que le dábamos algo, lo llevaba diligentemente a sus cachorros.
La situación hubiese seguido tan felizmente si la suerte aciaga no pusiera fin dramáticamente a esta relación. En numerosas ocasiones habíamos sido advertidos de que el país aun estaba sumido en una cruenta guerra civil, a más que los contrabandistas de "diamantes de sangre" podían, si ya no lo habían hecho, comenzar a operar por la zona. También de los peligros de las minas, que podían explotar al paso de los vehículos.
Los cachorros, mientras tanto, crecían a una velocidad vertiginosa, estoy seguro que eran los más robustos criados por leona alguna de la zona, de lo que al parecer se encontraba orgullosa su madre y nosotros. Ya éstos se aventuraban a salir de la guarida y a juguetear por los alrededores, pero un día, cuando nos acercábamos por el terraplén empapado y fangoso por las lluvias caídas en días recientes, Tomasiño, para esquivar un gran charco de agua, se desvió hacia la izquierda y en el borde una de las gomas delanteras piso una mina que lanzó el Jeep por los aires y me vi despedido a varios metros de altura, cayendo pesadamente sobre la hierba mojada, alejado del vehículo, sin heridas de gravedad. La suerte de mi entrañable amigo no fue la misma, pues el timón del carro le impidió catapultarse, quedando su cuerpo presionado entre los hierros doblados, por lo que falleció en pocos minutos.
Yo me di un fuerte golpe en la cabeza, pese a cubrirla con mis manos, y perdí el conocimiento que solo recobré al anochecer. Cuando lo hice sentí fuertes dolores por todo el cuerpo, al parecer tenía fracturas en un brazo, un pie, un par de costillas y la clavícula estuvo a punto de romperse. En esa situación no podía prácticamente moverme, el dolor era muy intenso, por lo que esperaba lo peor en medio de la peligrosa sabana, conocedor de los carnívoros nocturnos a merced de los que me encontraba.
Sin conocer la triste suerte de mi compañero lo llamé varias veces, sin recibir respuesta alguna, lo que me preocupó aun más. A poco, mareado perdí de nuevo el conocimiento. Al despertarme observé a la luz de la luna un grupo de hienas manchadas que se acercaban con sus cuerpos repulsivos y aullando en vísperas del festín. Ya muy cerca vi sus hocicos y olí su peste de carroñeros, entonces, cuando una de ellas iba a acercar su hocico para morderme la oí dar un grito de dolor y recular hacia atrás halada por una fuerza descomunal, que le arrancó de una mordida parte del lomo trasero, ésta aullando huyó como pudo, aunque ya herida de muerte; pero las demás, alrededor de cuatro, abrieron sus fauces hasta un tamaño increíble de imaginar y se lanzaron, no a mi, sino hacia aquel animal majestuoso, reina indiscutible de la selva, que apartó con su enorme cuerpo, sus patas y su desgarradora y letal mandíbula a aquellos intrusos carroñeros, que pese a trabajar en equipo no pudieron sobrepasar la fortaleza y agresividad de aquella bestia que me protegía. A poco, dos de ellos habían sufrido la misma suerte que el anterior aunque uno asía por una pata a la leona que lo lanzó con una cos y se le encimó con una mordida mortal en el cuello que lo dejó tirado, muerto cerca de mi, el otro huyó a todo correr.
El fiel animal se mantuvo a mi lado toda la noche emitiendo fuertes rugidos cada vez que una fiera se acercaba, aunque sabía que a la mañana siguiente vendría la contraofensiva de carroñeros y fieras carnívoras, incluso, al amanecer ahuyentó con una violenta agresividad a un soberbio león que quería su parte del festín, puede que hasta haya sido el padre de los cachorros. Pero la leona sabía que tarde o temprano no podría resistir el empuje de tantas fieras, aunque al parecer estaba dispuesta a morir junto a mí defendiéndome.
Al alba comenzaron a volar en círculos bandadas de buitres y algún que otra águila cazadora y carroñera, por lo que no se veía claro cómo podría defenderse de aquel ataque aéreo, pero la leona como astuta felina al fin, arrastró a la hiena recién muerta la noche anterior, lejos de mi, para que se hicieran cargo de ella las aves carroñeras, en una operación de simulacro, lo cual dio su resultado, a su vez, de cuando en vez, saltaba sobre algún buitre desprevenido y partía su cuerpo con un chasquido de huesos rotos, para que sirviera también de comida a los carroñeros.
Se acercaron más hienas y otras fieras que en mi estado febril no pude identificar, al final nos vimos rodeados, ella, siempre a mi lado emitiendo fuertes rugidos hasta que sorpresivamente vi huir a los carroñeros en desbandada, sin saber el motivo, pues casi no oía y no me di cuenta de la llegada de un par de vehículos de socorro con varios guardias y cooperantes armados, que disparaban a los agresores, pero uno de mis salvadores al ver a la leona con las fauces abiertas y con sangre en sus mandíbulas, apuntó y disparó con su fusil sobre aquel noble animal y cuando me di cuenta ya era tarde, Lancé entonces un horripilante grito de – ¡no, a ella no!, – que al parecer fue tan impresionante y doloroso que detuvo momentáneamente a quien realizaba los disparos. En ese breve lapsus de tiempo, la leona cojeando, al parecer herida en una de sus patas traseras, salió disparada hacia las altas hierbas desapareciendo en la sabana, dejando gotas de sangre como huellas tras de sí.
Alguno aun sin conocer estos hechos inverosímiles intentó seguirla, pero reuní fuerzas en mi dolor para evitarlo. Mis salvadores secundarios eran familiares de Tomasiño, compañeros de colaboración y un par de soldados regulares que al ver que no regresábamos supusieron lo peor y en la mañana salieron en nuestra búsqueda.
Estuve cerca de dos meses convaleciente de mis golpes y heridas. Conocí entonces el triste destino de mi hermano angolano, y su viuda y familiares estuvieron al tanto y se turnaron cuando fue necesario para cuidarme, cuestión ésta que nunca he podido olvidar y que me hizo contraer con ellos una gran deuda de gratitud
Una vez pude salir, aun cojeando y con alguna que otra venda, pedí reincorporarme a mi trabajo, pero me lo impidieron, consideraron que debía restablecerme en mi país y que mi misión en África ya había terminado. De nada valieron todos los argumentos que esgrimí, sólo aceptaron que el hermano menor de Tomasiño, un joven de similares cualidades que éste ocupara su puesto y que yo diese dos o tres viajes completamente escoltado y con mi relevo, al parecer poco dado a los temas sentimentales, para dejar organizado el trabajo futuro.
En cada uno de esos viajes, tanto en la ida como en el regreso, me impuse para que me dejaran ir al promontorio, ahora vacio, dejé como siempre la acostumbrada comida a los cachorros, al regreso esta había desaparecido, pero no estaba seguro de sí era por éstos o por otro animal carnívoro.
En el último de los viajes, bastante desconsolado y bajo la censura aburrida de ni relevo, dejé la comida acostumbrada en la ex guarida de los cachorros y seguí mi viaje. Al regreso no tuve necesidad de bajarme del Jeep, al llegar sentí un fuerte rugido que hizo temblar a mis acompañantes, mientras observé sobre el promontorio a la majestuosa leona rodeada de sus dos vigorosos cachorros, que cojeando descendía de aquella altura como para darme el último adiós.
Autor:
Calixto López Hernández