Las dudas, ese acompañante importuno que nos roba la felicidad, nos quita el sueño y nos torna vulnerables.
La duda, fenómeno que importuna e impide el deseo, causa e inspiración de dramas y épicas incontables. La duda, conflicto que se alimenta en las insuficiencias del pusilánime y las indecisiones del débil — las dudas.
Escéptico egregio…
Los que dudan, los indecisos y sus vinculados, Dante los sitúa en el Abismo del VIII Círculo de su Inferno. Donde, de acuerdo con él, pertenecen, sin dudas.
¿Pero, por qué dudamos?
Primero, respondamos haciendo otra pregunta:
¿Qué es la duda?
La duda no es vacilación ni falta de confianza. En su centro, la duda es miedo.
Miedo…
Miedo de lo arcaico, de lo primitivo, de lo incontrolable — miedo de la vida y miedo del destino, miedo del abismo, que quien duda se crea, por no poseer las herramientas para vencer los obstáculos que les impiden seguir adelante, o calificarlos para ser dueños de una historia congruente, que defina y organice sus vidas adaptándolas de una manera racional y feliz.
La duda es falta de autoestima
Quien duda vive atormentado por la creencia de no ser querido — de no ser aceptado.
Para ser aceptado, quien duda, recurre a todo subterfugio que conoce para despertar el amor, tan apetecido; y el favor, tan necesario, de quien busca ser aprobado — aunque lo haga a un precio de sacrificios extraordinarios y de vejaciones increíbles.
La duda es pérdida de control
Quien duda ha perdido un sentido de dirección y de disposición en su vida. Avanza en medio de un sendero tortuoso donde las señales son imprecisas y donde abunda el recelo.
La duda hace de quien guíe, una persona de poca esperanza, porque quien está confundido no sabe el camino, ni puede indicarlo. Los padres que se abandonan a la duda, abandonan a sus hijos de esta manera injusta.
La duda es enfermedad del alma
Desde la antigüedad más remota, los frenólogos se ocupaban con el estudio de lo que entonces, se conociera como la folie de doute (la manía de dudar) — lo que hoy se estudia como parte integral del trastorno obsesivo compulsivo (TOC). Los que así dudan se sumergen en los abismos crueles de sufrimientos penosos y paralizantes de la mayor magnitud.
Muchas personas indecisas se congelan frente a las indecisiones con que manejan sus asuntos, coartando y limitando sus opciones.
La duda deprime y nos crea ansiedades existenciales
La duda fatiga y agota las fuentes de nuestra energía emocional drenando nuestros recursos de adaptación. La duda nos hace presa fácil para todos los males derivados del estrés.
La duda nos condiciona a vivir en medio de una existencia de aislamiento prolongado y de retiro perenne.
La duda quebranta la fe
La fe, es una fuente incomparable de fortaleza y valor para confrontar las incertidumbres de la vida. La fe es un proceso ético/moral que nos habilita para comunicarnos con el Dios mismo (si es que somos creyentes) que nos gobierna y nos rige.
La fe es mina de conocimientos ciertos, de verdades trascendentales y de direcciones seguras, cuando el panorama de la vida se oscurece con las nubes del dolor o con las sombras de la incertidumbre.
Quien duda, se pregunta: ¿Por qué a mí? En lugar de ¿Por qué no…? — En la semántica entre esas dos interrogaciones existen diferencias básicas que gobiernan nuestra capacidad de sobreponernos al destino con todos sus caprichos arbitrarios.
El que duda, se pierde y no encuentra salida de su marisma de arenas movedizas — donde se atasca y sucumbe.
La duda es indecisión
Cuando dudamos, nuestra vida se atasca en un proceso de ambivalencias y de tendencias hacia la irresolución que nos agobia y nos hace víctimas de los arroyos tributarios que nutren el estrés. El estrés desborda, pronto inundando nuestras economías psíquicas con el derrotismo inactivo, o peor aun, con la decisión impensada y, muy a menudo, desacertada.
Cuando dudamos, no somos confiables, porque no confiamos en nosotros mismos, ni en los mecanismos de equilibrio que lográramos incorporar en experiencias terapéuticas pasadas — nuestras direcciones son irrelevantes ya que no se hacen ni por medio de la reflexión ni con el uso de la perspectiva.
La duda quizás sea una de esas enfermedades psicológicas que desafía solución.
Volvamos, entonces a la pregunta que soslayáramos unas páginas atrás.
¿Por qué dudamos?
Dudamos, porque tememos poner a prueba nuestras capacidades de confrontar cara a cara nuestras propias adversidades sin temor al rechazo, porque no podemos tolerar lo que nos significaría la pérdida de prestigio adquirido tras las mentiras de las apariencias — lo que otros, de nosotros, pensarían.
Dudamos porque no nos consideramos dignos de lo que tenemos ni tampoco dignos de tener más.
Dudamos porque poseemos una inclinación innata hacia la autodecepción y la mentira, donde decimos lo que no sentimos y hacemos lo que no queremos hacer.
Dudamos, porque somos esencialmente débiles — por eso dudamos.
¿El remedio?
Una historia verdadera del rito de pasaje del adolescente de nuestro país lo explicará.
"Nibaje…" es el nombre de una barriada que quedaba en la ribera del Yaque al pie del pináculo donde se construyera el siglo antepasado la infausta Fortaleza San Luis, lugar de tortura para los enemigos de Trujillo.
Cuando el Yaque del Norte se desbordaba, lo que, en ese entonces, a menudo ocurriera durante las lluvias de mayo y junio, el nombre de Ni Bajes (contraído a Nibaje) se entendería como apto para el lugar.
Fue en el año 1949 cuando el río se desbordó de manera nunca vista, amenazando con sus aguas la seguridad de los residentes de Nibaje — para todos quienes aprendieran a nadar en el río, zambullirse en él cuando los peligros eran mayores era un aspecto del ser hombres — de ser "guapos" — sí como ser el más famoso de todos los guapos…
Por supuesto, para ir al río, como jóvenes de familia, contábamos todos con nuestros propios permisos, ya que el de nuestros padres nunca podría obtenerse bajo las circunstancias. Ramón, que se ocupaba de los negocios de mi papá y de mí, me aconsejó que no bajara ni siquiera a ver cómo estaba el río — pero yo no le hice caso alguno.
Mis amigos y yo, bajamos una tarde, cuando brillaba el sol y cuando la "costa" familiar, estaba clara, ya que se suponía que estábamos en un pasadía del colegio.
Conmigo llegaron seis de mis amigos de escuela; y juntos, nos aprestamos a encontrar un sitio desde donde saltar para zambullirnos en las aguas turbias y alborotadas del torrente fluvial.
Encontramos un barranco escarpado, desde el cual nos aconsejaran los vecinos del lugar no tratar de saltar — precisamente, porque nos lo aconsejaban es por qué decidiéramos hacerlo — lo crucial era decidir entre todos quién sería el primero en hacerlo — quien sería el más guapo, en otras palabras.
Nadie tenía una excusa para desear ser el conejillo de indias en esta experiencia, y, cuando uno de mis amigos bravucones me señaló a mí, indicando que sería un acto de cobardía si yo rehusaba — sin pensarlo, porque esas cosas no se piensan, acepté el reto.
Subir la barranca fue muy difícil porque no solo era empinada, sino que las lluvias la habían vuelto resbaladiza. Nunca miré para atrás, hasta que llegué a un rellano pequeño de una altura de un edificio de siete pisos — la llamaban "El Hotel Mercedes" en referencia al hotel de esa misma altura que, en esos tiempos, dominaba el centro de la ciudad de Santiago de los Caballeros.
Era muy alto de veras, y mis amigos me parecían hormigas a la distancia por debajo — quizás era el miedo o quizás fueron las dudas — pero me lucían diminutos.
Mi amigo, el que me seleccionó para la hazaña, dándose cuenta de que habían peligros serios en el salto, y que podrían ser achacados a él, me gritó desde abajo conminándome a que abandonara la idea y descendiera para retornar a nuestras casas juntos — y, quizás intactos.
Yo traté de bajar, pero estaba muy resbaloso y la caída sería peor, porque aterrizaría en la roca por debajo — tenía que saltar.
El salto
Para evitar caer en la base rocosa del barranco había que propulsar el cuerpo hacia delante, uno dos metros por lo menos, algo que la estrechez del andén prohibía, ya que no había espacio para adquirir impulso.
El salto y la caída fueron una experiencia inolvidable, ya que entré el torrente rozando con mi nariz la roca que, por debajo, quedara — un poquito más adentro y adieu.
En resumen
Tener que ser padre, tener que ser terapeuta, tener el deber de ser terapéutico es una actividad extraña y dedicada. Cuando tenemos que ser agentes de la Realidad para otros, es mejor si empezamos habiéndolo sido para nosotros mismos — de esto si que no hay duda.
Por eso es que clarificar y esclarecer las dudas de nuestros pacientes, tanto como las de nuestros hijos, es una misión especial y delicada.
Bibliografía
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Autor:
Dr. Félix E. F. Larocca