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Los valores de la obra de arte (página 2)

Enviado por irapavilo


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La dimensión económica

Si bien es innegable el valor esencial y trascendente de una obra de arte es el plástico, no por eso es posible dejar de reconocer que en la actual sociedad capitalista de consumo, la obra de arte es también un objeto comercial, un valor de cambio.

Una obra de arte, en nuestra economía mercantil, debe poder ser traducida en moneda, tener un precio, una cotización en ese incierto e imprevisible mercado del arte. Esta dimensión económica de la obra de arte está en manos de los galeristas comerciales, en la iniciativa y poder de venta< de los llamados marchands, en la convocatoria y profesionalismo comercial de las grandes casas de subasta nacionales e internacionales, a ellos corresponde la génesis, el origen, de esta hoy inevitable valoración económica.

Invariablemente, aunque no sea norma aplicable a rajatabla, detrás de cada buen artista encontramos un buen galerista, y más en nuestros días cuando la división del trabajo, el sentido de equipo, la profesionalización tanto de la creación plástica como de la comercialización de la obra de arte amerita, exige, de gentes conocedoras de su oficio. Ambos, tanto el artista como el galerista, pueden entonces, cada uno, concentrarse en su disímil oficio, sin indebidas distracciones de su quehacer y sin distorsión de sus respectivas vocaciones: creadora una, comercial la otra; cuando esta relación entre artista y galerista es de mutua y genuina colaboración, pueden, en consecuencia, erigirse en genuino binomio de mutuo valor añadido.

Sin embargo, como decía el poeta español Antonio Machado en el epígrafe: no se puede confundir valor y precio; aunque reconozcamos explícitamente el inevitable valor económico de una obra de arte, no debemos asimilar unívocamente valor y precio. Dicho de otra forma, no necesariamente la obra de arte más cara es la mejor.

La dimensión social

Por último, es conveniente también aceptar que una obra de arte, además de constituir un valor de cambio, posee igualmente un valor de uso. Buena parte, por no decir toda, de este tercer valor de la obra plástica está en manos de los coleccionistas, en la disposición del público, del ciudadano común para tenerla en sus hogares y oficinas otorgándole un aprecio, en este caso absolutamente social. Este valor se expresa entonces en casas, jardines, paredes, pedestales, mesas, computadoras personales, en fin, en espacios reales o virtuales que los coleccionistas ponen a disposición de la obra del artista plástico de su preferencia.

Una obra de arte se completa con el contacto con el espectador, con el dialogo con el público; amerita de ser explorada por otros ojos distintos al del artista, el crítico y el galerista, de lo contrario, corre el riesgo de no ser nada, de permanecer anónima, de morir abrazada por las llamas de la perfección neurótica, tal como le ocurrió al artista de marras en la conocida novela de Honorato de Balzac.

En fin, una obra de arte requiere del orgullo de quien la posee, de la pasión de su propietario; por ella – recordemos a Albert Camus – se puede matar o robar, se puede morir por tenerla o conservarla, o también se puede guardar por siempre, ocultándola del ojo ajeno, en un privilegiado y modesto closet, convirtiéndola en objeto de paranoica devoción y desquiciadas reverencias.

En todo caso, podemos afirmar que no necesariamente la obra de arte más difundida entre los coleccionistas, la de mayor aceptación social, es necesariamente la mejor.

En fin, en coherencia con lo expuesto, podemos concluir que el valor de la obra de arte es múltiple e integral. La mejor obra es, inequívocamente, aquella capaz de equilibrar las dimensiones o variables anotadas, generando conmociones, emociones y sorpresas permanentes que se traducen en crecimiento, en aprendizaje, en aumento de la sensibilidad en el sujeto que la transforma en objeto de su apreciación.

Autor:

Enrique Viloria Vera

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