A menudo, las personas que comienzan una dieta para rebajar de peso, anhelan, subrepticiamente, el momento propicio cuando se darán una hartura de resarcimiento por los sacrificios tolerados que, la dieta significa.
Este momento, progresivamente, adquiere la naturaleza de un acto especial, de una iniciación, de una celebración u observancia de tipo muy único — la anticipación del cual produce salivación expectante y, asimismo, los manjares que se proponen consumir se imaginan con deleite anticipatorio por mucho tiempo.
Mientras tanto, en avance, mientras nos preocupamos con el festín secreto, nuestro organismo coordina sus recursos internos para el regodeo inminente, ensayando la respuesta adecuada para confrontar ese acto de nuestro exceso planificado.
Sistemas homeostáticos se activan para entrar en acción para adaptarse a una situación que es esencialmente traumática y disruptiva.
La razón para lo último es, que el consumo excesivo de comida altamente condimentada, de mucha densidad calórica e ingerida en un corto plazo trastorna el equilibrio metabólico del cuerpo.
Porque es un hecho empíricamente entendido, que la restricción de alimentos con todos sus aspectos perniciosos es mejor tolerada que la hartura, o que el atiborro, siempre, en exceso, de comida.
He aquí el ejemplo de una atractiva señora joven, casada, madre de un niño, quien adquiriera las "libritas" acostumbradas durante su embarazo.
Ella nos informa de que había empezado una dieta del tipo que se publican en casi todas las revistas de índole familiar.
Luego de instruirnos en los pormenores y detalles de su plan, nos participa, además, que, por medio de esa dieta, había logrado perder quince libras — estando en espera, en esos mismos momentos, de realizar un esfuerzo inusitado para lograr su meta final, la de perder quince más. Cuando nos contaba, esas cosas tan impresionantes, sin pensarlo, nos decía que tenía planeado un viaje a New York a visitar unos parientes. Y (yo me dije), para "celebrar" con una jartura la pérdida de su peso.
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