Aún recuerdo aquel tiempo. A veces amanecían las mañanas frías, ventosas y llenas de escarcha en el mágico valle.
Todavía me parece ver a los niños jugar en la hierba crecida, practicar acrobacias en el puente del profundo río, moverse rápida y silenciosamente para atrapar a un potrillo encantado.
Todo comenzó un día de diciembre cuando el cantar de los pájaros despertó al alba un poco más temprano; miraba por el espejo del tiempo, trataba de encontrar a un pequeño unicornio blanco alado; pero en lugar de ver al potro, me reflejó a un niño del pueblo llamado Manuelito.
El niño caminaba rápido; o obstante, a los pocos minutos detuvo sus pasos porque en el valle comenzó a reflejarse una reluciente luz blanca que le confundía la vista; para converserse de no estar soñando se frotó sus ojos claros, frente a él se encontraba un pequeño unicornio blanco con sus hermosas alas extendidas
En un principio; sin embargo, el chico era valiente y se armó de atrevimiento. Se quedó observándolo y con pasos de astuto felino, se le aproximó lentamente sin medir las consecuencias. Manuelito se le acercó tanto al unicornio que este se llenó de pavor y salió volando con dirección al bosque. El niño huyó pero en dirección contraria.
Al día siguiente, Manuelito convocó a todos sus amigos a una reunión en el jardín de su casa. Entusiasmado, les narró con lujo de detalles su encuentro con el alado unicornio blanco. Les describió con tal exquisitez cómo era que todos lo dibujaron en su mente. Emocionados idearon un plan para atraparlo; pero primero acordaron un pacto de honor: "Será nuestro secreto, nadie más debe saberlo".
Armados de paciencia, por días recorrieron de punta a punta el valle. La búsqueda en un principio, se tornó infructuosa y peligrosa, no tanto por los animales venenosos y punzoñosos que allí habitan, sino porque sabían, por relato de sus padres y abuelos que, después del valle, en el bosque, vivía un esperpento malo.
Los niños se adentraron hasta el corazón del valle y observaron a lo lejos al unicornio alado. Todos ellos gritaron, rieron, brincaron, se abrazaron y se contagiaron de inmensa alegría. El haberlo divisado fortaleció su empeño: "Atraparemos a ese pequeño unicornio blanco alado".
Temprano en las mañanas, se internaban en el valle y recorrían los caminos ya conocidos y abrían nuevos senderos.
Fue durante un eclipse total de luna que de nuevo lograron observarlo pastar la hierba crecida en el valle. Para que no se percatara de su presencia, se escondieron entre un pequeño matorral; allí lo observaron, tratando de descubrir del unicornio hasta el mínimo detalle.
Los niños estaban impactados: era tan hermoso que no pudieron contener su emoción y comenzaron a correr hacia el potro para atraparlo; pero el unicornio al percibirlos se internó velozmente en el bosque.
Sin embargo, no se desanimaron, todos los días regresaban al valle con la esperanza de poder capturarlo.
La idea de aprisionar al unicornio blanco los obsesionaba; por eso, todos juntos se esforzaban incansablemente por alcazar su objetivo.
Por fin, una mañana de enero, los niños notaron de que ante su presencia, el unicornio ya no salía huyendo. Para el unicornio blanco los niños ya se habían convertido en un punto más del paisaje; llegó a identificar claramente su olores, su voces y sus torpezas; por eso, ya no se escabullía, como antes, espantado.
De igual manera los niños aprendieron de memoria todos los sitios por donde el potro pastaba. Este conocimiento les dio cierta ventaja: "Necitaremos manzanas, zanahorias y avena para colocarlo por donde pasa; debemos ganar cada vez más la confianza de ese animalito encantado", dijo Manuelito a sus amigos.
Una tarde de sol quemante, Manuelito decidió recostarse cómodamente a la sombra de un enorme higuerón. El resto de sus amigos decidieron seguir buscándolo. El niño se reclinó al lado del grueso tronco y colocó a la par su pequeña mochila conteniendo las provisiones acordadas para atrapar al animalito alado.
Era tanto el calor que se durmió profundamente. Para su suerte, no se percató de que, detrás de sus amigos, estaba el esperpento del monte, todo vestido de negro.
Desde entonces y por un tiempo, los niños no volvieron a verse en el valle ni en el pueblo. A todos ellos los buscaron por largos días, pero no llegaron a dar con su paradero.
Mientras Manuelito dormía, el unicornio blanco llegó a comer las manzanas, las zanahorias y la avena contenidas en su pequeña mochila.
Al acercarse el unicornio al chico, algo encantado aconteció: la amistad entre ellos dos se ató para siempre con un fuerte nudo mágico.
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