La niña de Coronel Dorrego, Argentina: El zarpazo de la bestia – ¿Es necesario un registro de violadores?
Enviado por Hugo Marietan
La vió sobre la bicicleta y se le secó la garganta; el corazón se le aceleró, comenzó a bufar, y ese torbellino en el estómago… Ideó un plan rápido, mientras se relamía mirando esa figurita grácil e incomparable sobre la bicicleta. Miró por el espejo retrovisor, nadie… Miró a los espejos laterales: nadie… Adelante: nada más que ella y su bicicleta. Y no lo pensó más, y apretó el acelerador del Renault 12 hasta que la trompa naranja diera contra la goma trasera de la bicicleta. La nena cayó. Ya era suya, ya era suya. Controló un poco la enorme tensión placentera del depredador y bajó. Luego hizo lo de siempre, la actuación de intentar ayudarla a levantarse, a preguntarle si se había golpeado, que mejor la llevaba al hospital. Él sabía cómo hablarles, qué decirles para doblegar su voluntad. La ayudó a subir al auto. Cuando cerró la puerta, una mezcla de alegría y alerta se le mezclaron en su cabeza. Miró para todos lados. No quería que nadie le sacara su presa. Tenía que hacer lo que tenía que hacer.
Después fue todo excitación: apartarse de la ruta, golpearla cuando la nena preguntó a dónde iban, y llegar al lugar que imaginó. Y golpearla otra vez para someterla, para probar aquel fruto inalcanzable y prohibido.
Ya saciado, el corazón volvió a su ritmo, el torbellino en el estómago desapareció, la tensión se relajó. Un cielo azul y enorme lo miraba.
La nena estaba muerta.
No quería volver a la cárcel, no quería pasar por lo mismo como años atrás. Había tomado sus precauciones: se afeitó los pendejos para no dejar pelos que lo señalaran, nadie lo había visto, el lugar era solitario. Así que sólo quedaba borrar las huellas de su piel, de su semen. Sacó la manguera, abrió el tanque de nafta y aspiró, roció con combustible a la nena muerta. Prendió el motor del R 12, giró hacia el camino. Volvió sobre sus pasos y la miró. Era hermosa. Y fue suya, siempre sería suya, ya estaba en cada pedazo de su cuerpo, en sus sueños. La miró otra vez. Y le acercó el fuego.
Mientras el fuego ocultaba a la nena corrió a su auto y aceleró.
Llegó a su casa y se puso a lavar toda la ropa, a borrar huellas, a ducharse. Estaba calmo, tranquilo, con esa paz especial que sentía cuando aquella necesidad que lo atormentaba era satisfecha. ¡Cuántos días y noches imaginándolo! Aquella hambre de su alma era tan especial que no le bastaban los sustitutos, ni la mujer que tenía en casa que en las noches no era esa mujer, sino una niña en la que el volcaba su semen, hasta que prendía la luz y la niña había desaparecido para ser aquella mujer insípida de nuevo: y la sed volvía otra vez. Tampoco pajearse servía de mucho, por más esfuerzo que hiciera recordando otras nenas que había pasado por él. Como aquella a la que le acercó el R12 y le ofreció un juguete, y la nena subió (él sabía qué decirles), y cuando la empezó a acariciar, la nena se asustó y pudo zafar y correr. O la otra, del 2001, por la que lo agarraron y lo metieron preso por tres años. Y las otras, las que no dijeron nada… Ahora, satisfecho, que pasara lo que pasara, ya estaba jugado… a descansar.
El sargento Gérez recorría la ruta de los campos con un semibostezo jugando en su boca cuando recibió el llamado que lo despejó: que urgente se trasladara a la ruta 72, que habían recibido un llamado al 911 de un camionero que había encontrado a una niña herida. Gérez aceleró la patrulla y enfiló hacia el lugar, a 20 kilómetros del centro de Dorrego. Vio las luces intermitentes del camión y paró, vio la figura del camionero agachado casi sobre el suelo, vio a la niña en el suelo. Estaba quemada de la cintura para abajo, la ropa hecha girones, mucha sangre. "Un incendio", pensó, "un incendio en los pajonales, y esta nena logró salir del fuego". Pensó. Pensó como pensaría un hombre como él, fogueado en su oficio, que pasó ya por varias experiencias fuleras, pero nunca… La cargaron a la patrulla.
En el viaje la nena lloraba, pero estaba lúcida, y le contó. Gérez no podía creer lo que escuchaba. Que un hombre alto, de ojos claros la había atropellado mientras iba con su bicicleta al club Independiente a jugar al básquet. Que la había subido a un auto anaranjado y que la había llevado muy lejos. Gérez se atrevió a mirarla de nuevo: la nena tenía un moretón en la cara y pedazos de cinta de embalar seguían pegados a los cabellos: "Un hombre me ató las manos y la boca y me golpeó muy fuerte", dijo la nena. Que se despertó y se arrastró ochocientos metros para llegar al borde de la ruta. Gérez comenzó a armar la historia en su cabeza y un temblor fino le fue ganando el cuerpo, y los dientes se le apretaban cada vez más, y lo ojos se le iban nublando y más cuando llegaron y la subieron a la ambulancia y vio como: "La pielcita se le desgarraba y quedaba adherida a la camilla". Y no aguantó más y todos sus años se le enroscaron en el pecho y lloró como lloran los niños. Mientras la ambulancia se alejaba, a Gérez le fue invadiendo una furia nueva: "Tenía ganar de salir corriendo a encontrar al que había hecho eso. Quería salir a buscar a la bestia por cualquier lado y capturarlo yo solo", y la mano, involuntariamente, se crispaba sobre la .9 mm. Pero no, sabía que aquí las cosas no son así, que los abogados, que los jueces, que la libertad condicional…
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