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La ortorexia y el estado terapéutico. El caso de las campañas antitabaco

Enviado por Claudio Altisen

Partes: 1, 2, 3

    1. Vivir una buena vida, es vivir una vida buena
    2. El derrotero del tabaco
    3. El estado terapéutico 
    4. Conclusiones

    1) Vivir una buena vida, es vivir una vida buena

    La vida humana debe ser respetada. Esto significa, en primer lugar, que nadie, bajo ninguna circunstancia, puede  atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente. Pero, en un sentido más amplio, significa que se ha de custodiar la dignidad de las personas. Y el respeto de la dignidad de las personas exige atender racionalmente también al cuidado de la salud física, teniendo en cuenta las necesidades de los demás y el bien común. En tal sentido, el cuidado de la salud física de los ciudadanos requiere el compromiso de toda sociedad organizada. Sin embargo, el debido respeto de la vida corporal no hace de ella un valor absoluto. El fin de la existencia humana se cifra en un bien más alto. Un ser humano, en tanto que ser pensante, está llamado a una categoría de realización superior a la del mero animal sano.

    En su búsqueda de una vida agradable los hombres han desplegado todo el potencial de su pensamiento y de su capacidad para gozar. En efecto, el cálculo y la pasión tienen un mismo origen: la voluntad racional de pasarlo bien, el deseo de vivir una buena vida. La exploración de la verdad y la búsqueda de la felicidad han marcado la historia del hombre en procura de vivir una buena vida.

    El objetivo de la vida es la vida misma. Como ser físico, como animal, el hombre tiene sed de existir, busca la vida, el placer, y busca huir del sufrimiento y de la muerte. Pero como hombre busca todavía más: quiere el bien, lo bello, el esplendor de lo verdadero. Una palabra reune todas esas búsquedas: amor. Y el amor supone la capacidad de atemperarse, de guardar mesura, de moderar excesos y de refrenar avideces y apetitos, para poder abrirse a compartir.

    Cuidar la integridad física es importante. En efecto, el respeto a la vida implica no destruir mutilando, maltratando o envileciendo los miembros físicos, ni lesionando la salud. Para ello el hombre debe cosechar los beneficios de una higiene física basada en mantener el cuerpo mediante el ejercicio, la alimentación y el descanso, evitando los excesos por medio de la templanza y desterrando los venenos. Eso es cierto, pero no basta. El cuidado y cultivo de una vida humana dignamente vivida, implica mucho más que asegurar el correcto funcionamiento del cuerpo en su concreción física y estructural. Las dimensiones del vivir son variadas. Y sobre todo hay que conservar una mente activa y cultivar un espíritu delicado. Lo que Blas Pascal llamaba un «spirit de finesse», contrapuesto al afán calculador y utilitario del «spirit geométrique» (Cfr. Pensamientos Nº 512).

    La templanza es condición insoslayable de la salud física y moral. Es el arte de usar las cosas sin daño para nosotros ni para los otros. Spinoza ha dicho que la templanza es una sana afirmación de nuestra fuerza de vivir.

    Aristóteles, en la ética a Nicómaco dice que el temperante guarda una justa medida, no busca voluptuosidades… sólo desea con moderación, sin excesos y oportunamente las satisfacciones agradables y susceptibles de mantener la salud. Se comporta según razón, con miras al bien.

    Vive bien quien busca el bien; es decir, quien se cuida de discernir todas las cosas para no dejarse sorprender por la mentira, y quien modera sobriamente sus deseos para que sus apetitos sensibles no apaguen la luz de su conciencia. En tal sentido, el hombre puede gozar honestamente de todos los placeres que se le ofrecen, en la medida en que sirvan a su peculiar dignidad; es decir, en la medida en que no ofusquen su capacidad de discernimiento ni representen un riesgo severo y próximo para su salud física. Como se ve, no se trata de gozar menos, sino de gozar mejor. El placer no es cosa prohibida, solo que es tanto más grande cuanto más puro y libre; es decir, cuando no es  impuesto por el impulso del deseo. La templanza, precisamente, sirve para no padecer, ni en un sentido (carencia) ni en otro (exceso). La templanza es el arte de saber gozar. Pero sucede que vivimos en una sociedad de consumo que parece desconocer que el hombre, al no estar sometido como los animales a las normas moderadoras de sus instintos, se siente tentado a dejarse llevar hasta el límite de sus deseos. Sin pensar, prisionero de su imaginación, corre el riesgo de extraviarse en sus excesos y de malograr el mismo gozo que pretende.

    En nuestro tiempo se observa que el placer ufano de una burguesía autocomplaciente busca la  felicidad procurando alcanzar la placidez de un publicitado ocio sin fronteras. Un ocio opiáceo, adormecedor. Pero la felicidad planteada en esos términos es una trampa hueca y letal. Es casi como un suicidio encubierto que se muestra en dos caras:

    a) La cara dionisíaca:

    La intemperancia de una embriaguez hasta la pérdida de la conciencia.

    Cuando niños jugábamos a girar como un trompo para provocarnos una momentánea pérdida de conciencia a través de la sensación de mareo. Al crecer, muchos seres humanos buscan experimentar un efecto similar tomando sustancias químicas que provocan el espejismo de la desaparición. Así, la felicidad silenciosa de los narcóticos apaga la luz de la conciencia. El tormento cotidiano de muchas existencias busca redimirse martirizándose en un acto obsceno y sagrado de búsqueda de un absoluto sin fisuras. Narcotizarse es así una eterna hibernación en el paraíso de las sombras, que expresa el deseo cruel y enloquecido de acabar cuanto antes con una vida sin propósito y sin sentido, que no vale la pena ser vivida. Las drogas esconden un evidente deseo de extinción.

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