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La envidia en “El vengador” de Guy de Maupassant (página 2)

Enviado por pedro disanto


Partes: 1, 2

  • Traumas: "…Leuillet sentía por Matilde un amor tranquilo y confiado. Pero le quedaba un resentimiento singular, inexplicable, contra el difunto Souris, que había gozado antes a la mujer que le sacrificó el primer perfume de su juventud y de su alma. Este recuerdo nublada un poco las dichas del segundo marido…" (Pág. 154), "….Celoso soliviantado, hablaba con frecuencia de Souris, ansioso de conocer mil detalles íntimos de sus costumbres; y todo le inspiraba ironías y burlas; recalcaba sus defectos y ponía de relieve sus ridiculeces…" (Pág.154)

  • Predicciones:"…-Este pobre Souris no ha inventado la pólvora…"(Pág. 153)

  • Mención de una familia o herencia:"…Era la hija única de una señora de su vecindad, retirada del comercio con un capital insignificante…"(Pág. 153)

  • Amigo de la infancia:"… Souris era el amigo, el viejo camarada de colegio de Antonio Leuillet…"(Pág.153)

  • Motivación psicológica:"…La señora de Souris, convencida ya de que no la pretendía con deseos carnales, correspondió sinceramente a sus atenciones con una verdadera y noble amistad…"(Pág. 153)

  • Resúmenes:"… Pasaron así nueve años…" (Pág. 153), "…A los quince meses…" (Pág. 154)

  • 3- La envidia

    Según José Ingenieros, la envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. El grillete que arrastran los fracasados. Es un venenoso humor que emana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia humana. Estas características se evidencian en el cuento en la siguiente cita;

    "…Cuando se supo que Souris se casaba con Matilde, quedó Leuillet sorprendido y un poco molesto, porque sentía mucha inclinación hacia ella…" (Pág. 153)

    Entre las malas pasiones ninguna la ventaja. Plutarco decía, y lo repite La Rochefoucauld, existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez, declararse inferior el envidiado.

    Sorprende que los psicólogos la olviden en sus estudios sobres las pasiones, limitándose a mencionarla como un caso particular de celos. Fue siempre tanta su difusión y su virulencia, que ya la mitología greco-latina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas nocturnas[1]

    Es pasión traidora y propicia a las hipocresías;

    "…Entonces Leuillet concibió esperanzas de otro género; pretendió seducir a la mujer de su amigo, pero a pesar de tener agradable presencia, talento y tanta renta como causa de que se apasionara verdaderamente, siendo un enamorado discreto, prudente y tímido…"(Pág. 153)

    "…Lo primero que sintió Leuillet fue la sacudida desagradable que una peligrosa noticia produce, pues los dos amigos eran de una misma edad. Pero al instante borraron sus temores destellos de profunda satisfacción: Matilde no tenía ya dueño…" (Pág.153)

    Es al odio como la ganzúa a la espada, la emplean los que no pueden competir con los envidiados. En los ímpetus del odio puede palpitar en gesto de la garra que en un desesperado estremecimiento, destroza y aniquila.

    Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio o nace de él, opinión ya enunciado por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la cuestión preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasiones[2]

    Dice que a primera vista se confunden, pero esa diferencia no basta para confundirlas, si atendemos a sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo o nocivo, en cambio, toda prosperidad excita la envidia como cualquier resplandor irrita los ojos del enfermo. El odio hervir en los grandes corazones. Puede ser justo; lo es muchas veces cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños.

    Los clásicos aceptan el parentesco entre la envidia y el odio sin confundir ambas pasiones. Conviene sutilizar el problema distinguiendo otras que se le parecen: la emulación y los celos.

    La envidia sin duda, arraiga como ellas en una tendencia efectiva, pero posee caracteres propios que permite diferenciarlos. Se envidia lo que otros ya tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un deseo sin esperanza. Se cela lo que ya se posee y se teme a perder; se emula en pos de algo que otros también anhelan, teniendo la posibilidad de alcanzarlo;

    "…Celoso soliviantado, hablaba con frecuencia de Souris, ansioso de conocer mil detalles íntimos de sus costumbres; y todo le inspiraba ironías y burlas; recalcaba sus defectos y ponía de relieve sus ridiculeces…" (Pág. 154)

    Un ejemplo tomado en las fuentes más notorias ilustrará la cuestión. Envidiamos la mujer que el prójimo posee y nosotros deseamos, cuando sentimos la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer que nos pertenece, cuando juzgamos incierta su posición y tememos que otros pueda quitárnosla.

    "…Leuillet estaba encantado. Comparaba en su imaginación el primer matrimonio de Matilde con el segundo, y deducía, naturalmente, un juicio muy favorable para si…" (Pág.155)

    Convertimos sus favores en noble emulación, cuando vemos la posibilidad de conseguirla en igualdad de condiciones con otros que a ellos le aspiran. La envidia nace, pues, del sentimiento de inferioridad respeto de su objeto, los celos derivan del sentimiento de posesión. La emulación surge del sentimiento de potencia que acompaña a toda noble afirmación de la personalidad[3]

    "…Leuillet sentía por Matilde un amor tranquilo y confiado. Pero le quedaba un resentimiento singular, inexplicable, contra el difunto Souris, que había gozado antes a la mujer que le sacrificó el primer perfume de su juventud y de su alma. Este recuerdo nublada un poco las dichas del segundo marido…" (Pág.154)

    La emulación es siempre noble, el odio mismo puede serlo algunas veces, la envidia es una cobardía propia de los débiles, un odio impotente, una incapacidad manifiesta de competir;

    "…Sin embargo, supo mostrarse afligido como lo exigían las circunstancias, y aguardó el tiempo necesario para no faltar a las usuales conveniencias…" (Pág. 154)

    Conclusión.

    Como el lector podrá advertirlo, es evidente el reconocimiento de diversos caracteres realista en el cuento seleccionado. Su personaje, Leuillet, sufre de envidia. Está intrigado por saber si es mejor o peor amante que Souris, el difunto esposo de Matilde.

    En relación a la conceptualización que da Ingenieros en relación a la envidia, se condice con el objetivo que se tiene para este informe; analizar el tipo de envidia que se manifiesta en el "El vengador".

    Para concluir, la obra de Maupassant, y en su mayoría la del siglo XIX, se caracteriza por su crítica social. En el cuento seleccionado se pueden encontrar otros puntos para analizar y en los cuales profundizar, a saber; la ira, la soberbia, el papel de la mujer (el rol que cumple Matilde en la historia), la aceptación social que tuvo su relación, entre otros aspectos.

    Anexo.

    1- Trascripción del cuento trabajado.

    "El vengador".

    Cuando Antonio Leuillet se casó con Matilde, la viuda de Souris, hacía ya diez años que se había enamorado de ella.

    Souris era el amigo, el viejo camarada de colegio de Antonio Leuillet, quien le quería mucho, a pesar de parecerle un poco simple, y decía con frecuencia:

    -Este pobre Souris no ha inventado la pólvora.

    Cuando supo que Souris se casaba con Matilde, quedó Leuillet sorprendido y un poco molesto, porque sentía mucha inclinación hacia ella.

    Era la hija única de una señora de su vecindad, retirada del comercio con un capital insignificante. Matilde, bonita, delicada, inteligente, apechugó, sin duda, con Souris para vivir con holgura.

    Entonces Leuillet concibió esperanzas de otro género; pretendió seducir a mujer de su amigo, pero a pesar de tener agradable presencia, talento y tanta renta como causa de que se apasionara verdaderamente, siendo un enamorado discreto, prudente y tímido.

    La señora de Souris, convencida ya de que no la pretendía con deseos carnales, correspondió sinceramente a sus atenciones con una verdadera y noble amistad.

    Pasaron así nueve años, hasta que una mañana un recadero llevó a Leuillet, escrita en el respaldo de una tarjeta, una frase desconsolada de la pobre señora. Souris acababa de morir de repente.

    Lo primero que sintió Leuillet fue la sacudida desagradable que una peligrosa noticia produce, pues los dos amigos eran de una misma edad. Pero al instante borraron sus temores destellos de profunda satisfacción: Matilde no tenía ya dueño.

    Sin embargo, supo mostrarse afligido como lo exigían las circunstancias, y aguardó el tiempo necesario para no faltar a las usuales conveniencias.

    A los quince meses contrajo matrimonio con la viuda.

    Este suceso pareció cosa natural, y hasta un arranque generoso.

    Al fin hallaba su felicidad.

    Vivieron cordialmente, íntimamente, comprendiéndose y estimándose desde el primer día. No tenían secretos el uno para el otro, y se comunicaban sus más íntimos pensamientos. Leuillet sentía por Matilde un amor tranquilo y confiado. Pero le quedaba un resentimiento singular, inexplicable, contra el difunto Souris, que había gozado antes a la mujer que le sacrificó el primer perfume de su juventud y de su alma. Este recuerdo nublada un poco las dichas del segundo marido.

    Celoso soliviantado, hablaba con frecuencia de Souris, ansioso de conocer mil detalles íntimos de sus costumbres; y todo le inspiraba ironías y burlas; recalcaba sus defectos y ponía de relieve sus ridiculeces.

    Cuando su mujer se hallaba en otras habitaciones, la llamaba para decirle:

    -Deseo preguntarte una cosa.

    Ella se acercaba sonriente, segura de que le hablaría del difunto, y dispuesta a satisfacer esta inofensiva preocupación de su nuevo esposo.

    -Dime: ¿Recuerdas que un día Souris quiso demostrarme que las mujeres gustan más de los hombres de mediana estatura que de los altos?

    Y se perdía en divagaciones que honraban poco al difunto y le ponían a él en buen lugar. Matilde, que le daba la razón en todo, reía graciosamente.

    Así eran felices, muy felices, y Leuillet, mientras acariciaba muy apasionadamente a su esposa, le dijo:

    -Escucha.

    -¿Qué quieres?

    -Hacerte una pregunta…bastante difícil: ¿Souris era muy…cariñoso?

    Ella balbució entre besos de ternura:

    -No tanto como tú, amor mío.

    Satisfecha su vanidad, el marido insistió:

    -Debía de ser bastante…soso. ¿Eh?

    Matilde no respondió, y, riendo maliciosamente, apoyaba el rostro en le cuello de su marido. Este recalcaba:

    -Debió de ser muy soso…y también algo torpe…

    Ella hizo un gesto afirmativo. El prosiguió:

    -Y algunas noches te molestaría, te aburría con sus…

    Matilde respondió viva y francamente:

    -¡Oh! ¡Si!

    Leuillet la besó con entusiasmo.

    -Era un poco bruto; incapaz de hacerte feliz.

    -no me hizo feliz.

    Leuillet estaba encantado. Comparaba en su imaginación el primer matrimonio de Matilde con el segundo, y deducía, naturalmente, un juicio muy favorable para sí.

    Estuvo sin hablar un rato y luego exclamó, satisfecho:

    -Dime.

    -¿Qué?

    -¿Vas a responderme con franqueza? ¿Con absoluta franqueza?

    -Si

    -Dime: ¿No sentiste nunca tentaciones de…, de engañarle?

    Matilde lanzó una exclamación de sorpresa pudorosa; ocultó la cara en le pecho de su marido, pero al advertir que reía, él insistió:

    -Confiésalo. El pobre hombre tenía cabeza de cornudo. ¡Sería tan gracioso! Dímelo, anda; no dudes. A mi no me lo debes ocultar. A mi…

    suponía que si alguna vez pensó en engañara a Souris fue con él, con Antonio Leuillet, su adorador constante, su amigo de confianza, y el gusto de oír aquella confesión le obsesionaba, convencido de que, a no ser por la gran virtud de Matilde, la hubiera gozado ya en tiempo del otro. Pero ella no respondía, riendo sin cesar, como si recordara un suceso muy cómico.

    También Leuillet comenzó a reír, por que le cosquilleaba la idea de que los deseos refrenados y las intenciones de Matilde habían hecho moralmente cornudo al primer marido. ¡Qué jugarreta! ¡Qué burla!

    Y balbucía estremecido por su alegre risa.

    -El pobre Souris… ¡Ah!, ¡Ah!, tenía la cabeza… ¡Ah!, ¡Ah!…, de predestinado… ¡Ah!, ¡Ah!…si… ¡Ah! ¡Ah!…

    Matilde, muerta de risa, podía más.

    Y Leuillet, insistente:

    -Cuenta, cuenta. Sé franca. Comprenderás que la cosa no ha de molestarme.

    Riendo, ella balbució:

    -Si…Si…

    -Si… ¿Qué! Vamos, dilo todo.

    Matilde acercó los labios al oído de Leuillet, que aguardaba impaciente una deliciosa confidencia, para decir muy quedo:

    -Si; le había engañado.

    El marido sintió un estremecimiento como si se le hubiera helado la médula, y balbució:

    -¿Tu…, tu…le habías engañado…completamente?

    Matilde, segura de que aún le alegraba la confidencia, prosiguió:

    -Si… ¡Completamente!

    Leuillet tuvo que incorporarse, por que se ahogaba. Le hizo tanto daño adquirir aquella certeza como si fuera engañado él mismo. Calló de pronto y, al cabo de un momento, lanzó un profundo suspiro.

    Matilde ya no reía; pensaba que su alegre aturdimiento la había hecho cometer una imprudencia.

    Por fin, Leuillet preguntó:

    -¿Con quién?

    Hubo unos instantes de silencio.

    El marido repitió:

    -¿Con quién?

    Y la mujer dijo:

    -con un joven.

    Leuillet, inclinándose hacia ella bruscamente, hablaba con sequedad:

    -Ya me figuro que no sería con la cocinera. Pero lo que te pregunto es quién era ese joven.

    Matilde no respondió. El marido, apartando la sábana con que ella se cubría la cabeza, repitió:

    -Lo que yo te pregunto es quién era ese joven: ¿Has entendido?

    Y ella, esforzándose vanamente para disimular su angustia, dijo:

    -Fue una broma.

    -¿Cómo? ¿Una broma?- exclamó el marido, furioso- ¿Querías divertirte conmigo? No es una broma. Dime lo que te pregunto.

    Ella seguía silenciosa, inmóvil.

    Cogiéndola de un brazo y sacudiéndola violentamente, Leuillet gritó:

    -¿No quieres contestarme? Pues yo exijo que me contestes a lo que te pregunto.

    Y Matilde murmuró nerviosamente:

    -Calla. Te has vuelto loco.

    Leuillet, irascible, desesperado, la zarandeaba y repetía:

    -¿Me oyes? ¿Me oyes?

    Ella quiso desasirse con un movimiento brusco, y con la punta de los dedos le tomó la nariz a su marido. Este imaginó que su mujer había intentado pegarle una bofetada y la emprendió a golpes con ella, sopapeándola muy lindamente.

    -¡Toma! ¡Descarada! ¡Maldita! ¡Mujerzuela!

    Cuando estuvo cansado, se levantó y bebió un vaso de agua del azahar, que había sobre la mesa.

    Matilde lloraba con amargura, sentía derrumbarse toda su ilusión.

    -Escúchame, Antonio: no me abandones, ven: te juro que fue un engaño, tú sabes que no puede ser verdad. Acércate, Antonio; escucharme…

    Preparando su defensa con mentiras bien hilvanadas Matilde se incorporaba humildemente.

    Y Antonio se acercó a ella silencioso, avergonzado ya de sus furores, pero sintiendo en su corazón de marido un odio inextinguible contra la mujer que había engañado al otro, contra la casada que faltó a sus deberes de buena esposa.

    Reseña bibliográfica

    • DE MAUPASSANT, Guy, Bola de sebo y 22 cuentos completos, México, Ed. Editores Mexicanos Unidos, Abril 1992.

    • HAMON, Phillippe, "El discurso realista", en Un discurso presionado, Ed Seúl, 1973

    • INGENIEROS, José, El hombre mediocre, Buenos Aires, Ed. Losada, 1961.

     

    [1] El mito le asigna cara de vieja horriblemente flaca y exsangüe, cubierta de cabeza de víboras en vez de cabellos. Su mirada es hosca y su ojos hundidos, los dientes negros y la lengua untada, con tósigos fatales, con una mano ase tres serpientes, y con la otra una Hidra o una Tea; encuba en su seno un monstruoso reptil que la devora continuamente y le instila su veneno; está agitada, no ríe, el sueño nunca cierra los párpados. Todo suceso feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el verdugo implacable de sí misma.

    [2] “Obras morales II”de Plutarco.

    [3] Bartrina en su admirable quintilla afirmó “…La envidia y la emulación /parientes dicen que son/ aunque en todo diferentes/ al fin también son parientes/ el diamante y el carbón…”

     

     

    Autor:

    Di Santo, Pedro

    Partes: 1, 2
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