Introducción
Desde la antigüedad a los últimos de la era moderna y del presente milenio, es muy sugerente y atractiva; es también la ruta que ha seguido el deporte en su evolución histórica, con sus héroes y sus detractores, sus grandezas y sus miserias, sus verdades y sus mistificaciones. Pero por sobre toda las cosas, fue un camino que siempre condujo al mismo objetivo: la educación del sujeto a través de lo físico. Tales fueron las premisas que concibieron aquellos, Hércules o Pelops, cuando de las fiestas de Olimpia, surgieron los Juegos Olímpicos.
A Olimpia acudían caudillos, hombres de estado, tiranos, filósofos, historiadores, reyes, adivinos, hombres acaudalados, oradores, mercaderes, poetas, simples viajeros deseosos de presenciar y participar en el gran certamen, del ambiente único e inigualable de la propia festividad.
Los vencedores de los Juegos Olímpicos se convertían en semidioses,
adorados aún después de muertos. En su honor abundaban los festejos, se les erigían estatuas, sus nombres eran inscriptos con respeto en el registro de los campeones.
Poetas y oradores celebraban sus triunfos y muchas ciudades, después de un recibimiento apoteósico, los pensionaban hasta su muerte.
Con suficiente antelación a la celebración de los Juegos, se iniciaba en todas las ciudades, la preparación de sus atletas, que eran sometidos a un riguroso entrenamiento, generalmente bajo la dirección de antiguos competidores; muchas veces triunfadores en Olimpia ellos mismos. Se celebraban y aún se celebran cada cuatro años y era tal el respeto por su desarrollo que las guerras se interrumpían a través de una tregua general y sagrada, que los heraldos daban a conocer estado por estado, al propio tiempo que los invitaban a participar en los Juegos. Tal era el espíritu, la significación, la devoción y la adoración suprema que le otorgaban a las competiciones.
Al principio solo las familias ricas contaban con medios económicos suficientes para dar a sus hijos la preparación indispensable, pero luego las propias ciudades-estados tomaron por su cuenta el entrenamiento de los atletas que estimaban eran capaces de triunfar.
Era sumamente importante la preparación de los atletas – tanto para griegos como para romanos – pues ello les permitía, la posibilidad de correr más rápido, de saltar y lanzar más lejos, poseer un cuerpo esbelto y fornido, objetivos básicos de su educación.
Sin embargo, aquellos que crearon y protagonizaron un evento tan hermoso nunca imaginaron que sus ideas y objetivos supremos llegaran a tener, después de haberse perfeccionado tanto, otros intereses tan mezquinos, egoístas y comerciales en el siglo XX.
Desde que Pierre de Coubertin, a finales del siglo pasado, concibió la noble idea de rescatar los Juegos Olímpicos, éstos transitaron por un clima de paz, confraternidad y hermandad entre los pueblos, como firme vehículo para que quedaran recogidas en la historia, las epopeyas guerreras, pero convertidas en un pasado por el cual el hombre no estaba dispuesto a volver.
Los Juegos Olímpicos, traducidos en fiesta universal, comenzaron a partir de 1896, a reunir a una juventud entusiasta, amante del deporte, que legaría sus mayores esfuerzos, en aras de plasmar cada cuatro años, nuevos nombres y registros a los libros de récords.
Pero los principales contenidos de la Carta Olímpica, con sus dignos y enaltecedores principios, se vieron socavados desde el primer momento en que se permitió que la ciudad californiana de Los Angeles, organizara los XXIII Juegos Olímpicos.
La creciente comercialización en el seno del movimiento olímpico y los intentos, desde aquella época, por profesionalizar algunos deportes con el pretexto de incrementar la calidad y por tanto el interés del público, solo aumentó la distancia en materia deportiva, entre las naciones desarrolladas y las subdesarrolladas.
No cabe la menor duda de que toda esa intención de aumentar la calidad competitiva profesionalizando las federaciones, tiene un sustrato, que se llama la empresa comercial, la cual seguirá presionando para poner al deporte en función de sus intereses.
Turbios negocios pretendieron prosperar, consorcios, transnacionales y entidades económicas de todo tipo, fraguaron un amplio plan para alcanzar una fuerte tajada a expensas de la magna cita cuatrienal.
Junto a ello, se organizó entonces, una gran conjura contra los países socialistas y la extinta URSS, en una muestra inequívoca, de afrenta al ideal olímpico y una provocación contra los amantes del deporte puro, sin injerencias políticas.
Por supuesto las autoridades norteamericanas se aliaron a los provocadores, manifestando que nada podrían hacer, pues las ¨leyes¨ de ese país permiten actos hostiles contra los extranjeros. Verdaderamente eso fue el colmo de la desfachatez.
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