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A mediados de los sesentas, para cualquiera que no viviera en ella una villa miseria era el lugar menos deseado para transcurrir la existencia.
Los motivos más frecuentes de tal rechazo se imputaban a la precariedad de los asentamientos, a la falta de infraestructura de servicios, a la pobreza de la gente, a su bajo nivel social y cultural, a la falta de seguridad, a la marginalidad geográfica y social, problemas todos bien concretos y evidentes. Pero también había razones imaginarias y falaces de orden moral, como la tan mentada brutalidad de los villeros, su condición de haraganes, borrachos, sucios, viciosos y degenerados, traicioneros, ladinos, ingratos, etc, etc.
Este tipo de caracterización, pensada y sentida a la vez, provenía de los sectores de clase alta acompañados de su inseparable comparsa de clase media, y se fundaba en mitos y sentimientos racistas: los villeros pertenecían a razas inferiores, se hallaban en un estadio de evolución previo a la civilización, eran hordas famélicas y brutales, incapaces para la cultura ya que descendían genéticamente de los bárbaros mestizos decimonónicos, a su vez fruto de la mezcla de humanoides nativos y especímenes blancos degenerados.
Esos humanoides estaban marcados a fuego por una doble condición infamante: la de ser "negros" (en lugar de morochos o morenos) y "peronchos" (cuyo significado es conocido), términos que para connotar su intención despectiva debían pronunciarse retrayendo los labios y mostrando los dientes como quien come jabón.
Ese fenómeno de masa bruta localizada que era la villa, según el pensamiento y la sensibilidad dominantes por entonces, se potenciaba en la escala de las grandes ciudades ya que en ellas el contraste de la vida –para no mencionar una infinidad de sus elementos particulares- las definía obscenamente.
El mundo marginal y despreciado, el ejemplo amenazante de lo que nunca se debía llegar a ser en la vida era la villa miseria, la oscura selva donde moraban los monos villeros, inferiores y peores que los negros del África. A éstos se les podía tolerar su negritud, pero a los argentinos no, aunque fueran bastante más claros de piel que los del continente negro. ¡Es que los del África no eran peronistas! Semejante desfachatez era intolerable para la gente de pro después de todo lo que había pasado en 1955, cuando la indignación de las familias de bien desembocó en la expulsión del dictador y sus secuaces a fuerza de mandobles con la sagrada constitución de 1853, la cruz y el santo rosario y la salvífica y siempre oportuna espada. Y por cierto, una amenaza constante porque esos monos eran recalcitrantes en la asunción orgullosa y pedantesca de su abominable naturaleza y definición de… peronistas.
Paradójicamente, en esa misma década surgió con fuerza una tendencia aparentemente opuesta, representada por el interés de algunos "intelectuales" locales por estudiar científicamente el fenómeno en cuestión. De ello podrían obtenerse importantes pistas para acabar con el problema de fondo que no era la pobreza de los villeros y sus nefastas consecuencias sino la persistencia de su irreductible pathos político, social y cultural.
Tras las huellas de los científicos marcharon camadas de diligentes discípulos, fascinados con el estudio empírico de la realidad social. Ahora "la villa" era un exótico objeto de deseo para los estudios de campo que permitirían constatar la existencia de la subcultura de la pobreza –ese flamante envase académico del marketing científico universitario de la pobreza- llevados a cabo por quienes fungían de izquierdistas y/o de progresistas.
Poco después, a comienzos de los setentas, si bien la villa continuaba siendo la Gehena para los liberales, algunos de sus hijos rebeldes la consideraban el Edén, el paraíso perdido que los estudiantes y activistas de izquierda debían buscar como un medio de purificación de las prácticas burguesas que arrastraban consigo. Y como si eso fuera poco, como una fase necesaria para la adquisición de compromisos revolucionarios más profundos. Sobre todo, para los estudiantes de humanidades y especialmente de ciertas cátedras-estrella, frecuentadas con entusiasmo delirante por los hijos de la pequeña burguesía, ansiosos de lavar el pecado original transmitido por sus padres que, evidentemente, no les permitía ser felices.
Sin embargo, a pesar de lo atrapante que resultaba la lectura de las experiencias de campo latinoamericanas descriptas en libros, manuales e informes de cátedra, y de la enardecida folletería turístico-política de los pasillos de las facultades exhortando a los estudiantes al reencuentro con el hermano villero, ninguno de esos villólogos se quedaba a vivir en la villa, y ni siquiera a dormir tan sólo por una noche. No tanto porque íntimamente rechazaran ese submundo abstruso sino fundamentalmente porque allí eran ellos los rechazados pese a sus denodados esfuerzos por parecerse a los villeros en lo aparente.
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