Electra es, sin duda, la creación monumental de O`Neil y ello no tanto por su extensión como por su tallado ciclópleo y la magnitud de su concepción. O`Neil, desde luego, ha intentado construir con Electra (1929) una Orestíada moderna. Le ha impulsado a ello, por cierto, tanto su afinidad de temperamento con los trágicos griegos como su sentido fatalista de la vida, considerada un mecanismo de impecable precisión. Las tragedias que integran su Electra se corresponden exactamente con las que forman la trilogía de Esquilo: El regreso al hogar es el equivalente de Agamennon, Los acosados lo es de Las Coéforas y Los poseídos de las Eménides. Por lo demás sus personajes protagónicos se corresponden también con los de la Orestíada; el general Ezra Mannon es Agamemnon; Cristina, Clitemnestra; Lavinia, Electra; Orin, Orestes; y Brant, Egisto. Ni siquiera falta el clásico coro ditirámbico de la tragedia ática, representado por un grupo de vecinos del pueblo. Electra -precedida ya por las Electras de Sófocles, Eurípides, von Hoffmansthal, y más recientemente la de Giraudoux- contiene dos fuerzas activas, Cristina y Lavinia, y dos pesos muertos, Orin Mannon y Adán Brant, que van a la deriva de los acontecimientos. El objetivo de este trabajo es analizar las figuras de Cristina y Lavinia en la primera parte de la trilogía, teniendo en cuenta los personajes del hipotexto, Clitemnestra y Electra. Cristina, como la Abbie de El deseo bajo los olmos, es arrastrada por su pasión más allá de todas las fronteras; maquina, miente, finge, tiene la astucia de la serpiente y la desesperada audacia de quien defiende los único que le interesa: su dicha personal. Lavinia, el personaje fundamental de la trilogía y cuya ausencia agobia tanto a los demás como su presencia, entenebrece más aún la atmósfera casi irrespirable de la casa del Mannon. Protagonista virtual del drama de su estirpe, tiene el mismo contenido trágico del personaje de Esquilo, su calidad de sino inexorable.
Los motivos que llevan a Cristina al asesinato de su marido Ezra distan bastante de los de Clitemnestra. Cristina, al igual que su predecesora, carece de escrúpulos y está al margen de todas las normas éticas. Cristina:-( ) Fue así como me sentí, despreciable y desvergonzada, durante más de veinte años, al darle mi cuerpo a un hombre que yo ( ) En un tiempo lo amé antes de casarnos ¡Pero increíble que eso parezca ahora! ¡Era hermoso en su uniforme de teniente! ¡Taciturno, misterioso y romántico! Pero el matrimonio convirtió muy pronto su aire romántico ¡en algo repulsivo! ( ) durante casi todo el tiempo que llevé a Orin en mis entrañas tu padre estuvo con el ejército en México. Yo lo había olvidado. ¡Y al nacer Orin, me pareció mi hijo, sólo mío, y por eso lo amé! (Con amargura) Lo amé hasta que se dejó arrastrar a la guerra por tu padre y por ti, pese a mis ruegos de no dejarme sola. Primera parte. Acto segundo Cristina no carga con la maldición de los atridas ni tuvo que soportar la muerte de una Ifigenia. Sus causas son el puritanismo de Ezra, la soledad, el abandono, la falta de amor o por lo menos la ausencia de la demostración del amor. Ella necesita tener a su lado al hombre a quien eligió para compartir su vida y ante la ausencia de éste a causa de la guerra, motivo fútil para ella, no puede seguir entregada a un hombre ausente ni física ni espiritualmente. En su alma, antes de decidirse al crimen, se libra una violenta lucha y luego, al comprender que debe optar entre su dicha y la de su marido, se despoja de todo lo humano, de todos sus terrores y de toda piedad y se convierte en una cariátide de odio. Desde entonces es, como Clitemnestra, una tensa y rígida voluntad de matar, que no razona, que va en línea recta hacia su fin, con una frialdad espantosa. Lo observamos, por ejemplo, en el siguiente diálogo que mantiene con su amante Adán Brant:
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