La decisión primera del poeta es evocar -el título así lo expresa- al Burgo de Osma, pero evocar verdaderamente, desde el recuerdo reflexivo y mesurado, desde el menudo, remansado y complejo movimiento interior de la memoria. Así, en el primer cuarteto puede leerse: mi olvido […] baja al tiempo natal y fluye ahora. Pero también debe repararse en que el soneto se abre con una comparación: Como la nieve fluye y va sonora. Ese es, exactamente, el modo mediante el cual la memoria convoca al poeta. La operación del recuerdo, y su sucesivo movimiento, avanza como el andar de la nieve que, más adelante, se hará río en el poema. Pero es del silencio de donde parte la nieve; y es del olvido de donde parte el recuerdo: haber sido silencio, así mi olvido.
El poeta ha ejecutado una valiosa operación introspectiva. Lo hace, por supuesto, en una dimensión lírica. Ha sido capaz de delimitar cuál es la pulsación primera de la memoria, o, cuando menos, el estadio que precede a la ejecución de la memoria. Si éste es el engranaje esencial que vibra en el primer cuarteto, el lector no puede menos que prevenirse. La senda que marca el poeta está presidida por la reflexión, aun más, por la preocupación metafísica.
Así, en el segundo cuarteto, los objetos convocados por la memoria del poeta no sólo forman parte de los que pudieron ser reales en su infancia y miró con ojos ávidos en sus juegos o en sus correteos por las calles. Los objetos que reúne la memoria son elementos simbólicos: el hollín, el chirriar de la rueda con estopa la garlopa. Es innegable que el poeta nombra oficios gremiales de la antigua Edad Media -herrero, cordelero, carpintero-, que en la infancia del poeta -y aun quizá en la actualidad en algunos pueblos- aún perviven en el diario ajetreo junto a las calles.
Pero debe reparase en que, junto a esa evidencia, los elementos nombrados remiten al avance inexorable del tiempo. El hollín es la caducidad adosada a las paredes, nombra la destrucción, el fin de la materia y los objetos. La rueda chirriante en que se desmadeja y se hace cuerda la estopa evoca a las Parcas (Cloto, Láquesis y Átropos), las diosas romanas que hilan y deshilan el destino de los hombres. La garlopa, en fin, rebaja, implacable, la madera, la consume, la desbarata, arruina. Con un certero sortilegio llega el poeta al colofón de los cuartetos: una miel inmortal de todavía. Esa miel inmortal parece emanar de la humilde herramienta del carpintero con que desmenuza la madera. La bellísima imagen en que virutas y miel se confunden y son una y misma cosa brilla dorada. La madera que fue relumbra ahora, en el recuerdo, bruñida y luminosa; es miel.
La palabra que remata los cuartetos –todavía– está cargada de evocaciones literarias. Es palabra muy querida de Antonio Machado: hoy es siempre todavía. También lo es de Luis Rosales: y todavía después la sintieras igual, / igual que / rota y todavía. Esta palabra nombra la permanencia, sí, pero también el paso inexorable del tiempo. En ella se congregan dos polos opuestos, la decadencia y la persistencia, la consumición y la permanencia. En ella se halla el fiel, el exacto punto central de todo el poema. En la palabra todavía se remansa y afianza el nacimiento y el movimiento de la memoria. Así, en los tercetos, aparece –obstinado, pertinaz– el verbo como nace la operación del recuerdo y ensambla sus sucesivas o simultáneas acciones, el verbo 'volver'. La forma verbal 'vuelve' se constituye en anáfora que se repite en cuatro ocasiones, en cuatro versos de los tercetos: Vuelve.. Vuelve… Vuelve… Vuelve. "Vivir es ver volver", escribió Luis Rosales en el prólogo a La casa encendida (1949). "Vivir es ver volver", había afirmado José Martínez Ruiz "Azorín" en el artículo "Las nubes" (Castilla, 1912). Parafraseaba o -quizá mejor- respondía, a un verso de Ramón de Campoamor (Vivir es ver pasar). Dionisio Ridruejo retoma, pues, una frase que nunca ha sido verso -nunca lo fue en las manos de Azorin ni en las de RosaIes- y que sigue latiendo oculta "Vivir es ver volver". Si, pero, ¿qué vuelve?:
Vuelve la yunta de ganar el valle con su lanza arrastrada y la campana vuelve a pasar entre la luz y el puente.
Vuelve el mercado a empavesar la calle con soportales. Vuelve todo mañana el para siempre ayer eternamente.
Alguno de los elementos nombrados por el poeta forman parte de las escenas callejeras, del ajetreo campesino en un pueblo. Está la yunta retornando de las labores de la tierra. Está el mercadeo de los campesinos bajo los soportales. Pero quedan aún dos elementos que también vuelven. En el primer terceto, la campana. Es un símbolo que contiene el contacto con el tiempo, el tiempo que consume. Pero el tiempo es también el elemento capital para que la acción que expresa el verbo 'volver' se cumpla verdaderamente. (¿Cómo es posible que los recuerdos vuelvan sí no habitan en el tiempo y no han sido conformados por él?) Bellísimo como concepto, y no es menor la maravilla de los versos que lo construyen: y la campana / vuelve a pasar entre la luz y el puente.
La campana, resuelta en sonido y en vaivén, pasa -¡nada menos!- entre la luz y el puente. ¡Cuántos ecos crepitan y se dispersan bajo esas dos palabras! Pero, en su fusión más verdadera, en su unión más intima, la luz y el puente son la corriente de agua que, viva y sonora, mide también el tiempo. La luz y el puente son el río que nos lleva, el río que somos, la vida que se nos va, la vida que vivimos y, a la vez, perdemos a medida que vivimos. La luz y el puente son la vida y el tiempo, son el no también el gran río literario que viene -en el caso de la literatura escrita en español– desde Jorge Manrique: Nuestras vidas son los ríos.
Si en el primer terceto el río es evocado mediante una formidable y afortunada imagen -la luz y el puente-, en el segundo terceto es aludido mediante un verbo redundante en apariencia, aparentemente innecesario, pero en verdad prodigioso, mana. Pero antes, el río ha sido incluido en el pronombre 'todo' (como Garcilaso de la Vega hiciera con la rosa en su espléndido soneto XXIII, "En tanto que de rosa y azucena"): Vuelve todo, escribe ahora el poeta. Y, como momento final, como punto culminante: mana / el para siempre ayer eternamente.
Si la palabra todavía se constituyó en clave del poema en el exacto centro de sus catorce versos, aquí aparece esa misma palabra, pero renovada y crecida, verdaderamente vivida en la memoria. La operación del recuerdo reside en ese verso final, pleno y seguro, el para siempre ayer eternamente. El todavía del verso 8 es el para siempre ayer eternamente del verso 14.
Calle de los Caldereros
Y somos el río, sí, pero somos también el río que vamos dejamos atrás, el río que hemos sido, el para siempre eternamente río que se nos va. El soneto titulado "El Burgo de Osma" es un soneto metafísico. El lector quizá esperaba encontrar un poema en que lo descriptivo pesara sobre lo conceptual, en que el papel del recuerdo tuviera un tratamiento tópico, acordado a un título que nombra una geografía de infancia. Pero los elementos, los objetos, las anécdotas de las calles en su trasiego diario e infantil son removidas en la quietud del presente. El recuerdo no se limita a recuperar un conjunto de escenas vividas. También involucra a cuanto en el momento de la operación del recuerdo se es, estando lejos ya de aquel pasado vivido. Somos recuerdo, dice cl poeta; y escribe: Vuelve todo y mana / el para siempre ayer eternamente. Somos recuerdo, sí, somos recuerdo. Somos cuanto hemos dejado de ser. Somos cuanto hemos sido. Somos cuanto el recuerdo nos trae o nos recupera, una vez y otra, junto a las aguas del obstinado rumor del río que también somos. Somos cuanto ya se ha ido y todavía sigue haciéndonos.
Juan González Soto
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