Si tuviéramos que aventurar una conclusión de la novela, pensamos que la conclusión decisiva tiene que ver con el significado de la fe, con el destino humano individual, con la extraordinariamente compleja relación del hombre con su propia conciencia y con la actitud que el individuo debe mantener con sus semejantes. Sería muy arriesgado decidir sin vacilación que Manuel Bueno es un hombre que no tiene fe, que no tiene fe en Cristo, en la inmortalidad del alma y en la resurrección de la carne, tal como encierra el más grande misterio del Cristianismo. Pero, incluso en el caso de que tales creencias se hayan agrietado por completo en lo más profundo de su ser, o que incluso le hayan abandonado, nadie puede poner en duda un hecho determinante: el comportamiento de Manuel Bueno con sus semejantes. Este comportamiento está guiado por el amor, por la actitud de servicio, por el deseo íntimo y sincero de que sus feligreses sean todo lo felices que puedan ser en medio de las tribulaciones del mundo. Y si algo define en rigor el mensaje ético de Jesús es el amor, la entrega desinteresada a los demás, la solidaridad, el perdón, la humildad, la abnegación, la sencillez, el rechazo del engreimiento, de la soberbia, del egoísmo. Todas aquellas cualidades las posee Manuel Bueno. ¿Es, pues, por ventura, un buen cristiano? Por supuesto que lo es, puesto que se esfuerza en ser mejor cada día, sin vanidad alguna, sin afán de reconocimiento público, sino en silencio, sin que apenas se note, aunque, claro está, es inevitable que sus feligreses lo adviertan y lo reconozcan. ¿No está poniendo diariamente en práctica, lo mejor que puede, la ética del Galileo? Ya sabemos de la dificultad extrema de esa ética, de esa norma de conducta, del grado de autoexigencia y de sacrificio que demanda al individuo; tanto, que a veces parece casi inhumana. Pero no lo es, sino todo lo contrario, pues supone la realización plena de uno mismo a través de la realización del otro, especialmente del más débil, del que más lo necesita, del que se encuentra en inferioridad de condiciones. ¿Cómo no iban a percibir todo esto esas personas sencillas y pobres de la aldea de nuestra novela? Por supuesto que lo perciben, y por eso para ellas Manuel Bueno es San Manuel Bueno, un mártir. ¿Importa mucho, en este contexto, lo que los teólogos y las grandes lumbreras de la Iglesia entiendan acerca de lo que la fe es? Unamuno nos está indicando, con una valentía y honestidad difíciles de encontrar en otros intelectuales cristianos, que la fe no es una creencia abstracta, fría, sino la expresión de una norma de conducta. No bastan las palabras; más importantes aún son las acciones. ¿De qué serviría que esos bellísimos y seductores sermones de Don Manuel se quedasen sólo en palabras? El contenido de sus homilías, los consejos que da a los parroquianos, los traduce en actos, los convierte en acciones reales. Esta es su verdadera enseñanza. Y, además, ¿no puede ser también que crea creer aquello que en realidad no cree? ¿No puede ser que, como el personaje de Calderón, confunda el sueño con la vida? Esa des-creencia suya que él cree real, quizá sea una mera ilusión, una ficción, un sueño, siendo su verdadera creencia la de sus actos, la de su obrar. Y su obrar es un obrar recto, honesto, desinteresado, sacrificado, santo. Es una lección que convendría no olvidar.
Málaga, 5 de julio de 2013, festividad de San Probo († 570), más atento a las necesidades de los demás que a las suyas propias.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.
Autor:
ENRIQUE CASTAÑOS
[1] Se publicó en marzo de 1931.
[2] Joris-Karl Huysmans. Santa Liduvina de Schiedam (biografía novelada). Madrid, Imprenta Viuda de P. Pérez, 1920. Traducción de Luis Cánovas. La imprenta es la de Ramona Velasco, viuda de Prudencio Pérez.
[3] En el prólogo de Víctor Goti, personaje metaliterario del escritor bilbaíno, a la «nivola» Niebla (1914), se dice respecto de Unamuno, quien supuestamente le ha encargado a su conocido Goti que le escriba el susodicho prólogo: «Es su idea fija, monomaníaca, de que si su alma no es inmortal y no lo son las almas de los demás hombres y aun de todas las cosas, e inmortales en el sentido mismo en que las creían ser los ingenuos católicos de la Edad Media, entonces, si no es así, nada vale nada ni hay esfuerzo que merezca la pena». Miguel de Unamuno, Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, tomo II, pág. 679.
[4] Ver la nota nº 12 de mi ensayo sobre la novela El idiota, de Dostoyevski: enriquecastanos.blogspot.com.es
[5] http://jaserrano.nom.es/unamuno/smbm.htm#_ftnref1
[6] Véase mi citado ensayo sobre El idiota.
[7] Ramón Gaya, Velázquez, pájaro solitario, Granada, Editoriales Andaluzas Unidas, 1984, pág. 58.
[8] Una excelente síntesis reciente sobre esta cuestión es el texto de Enzo Solari, Aproximación al problema de Dios en el pensamiento de Heidegger. Ponencia presentada el 26 de junio de 2005 en el II Congreso Internacional de Filosofía Xavier Zubiri, realizado en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de San Salvador.
[9] Martin Heidegger, La pobreza, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, especialmente las páginas 107-117.
[10] Debo a Francisco Medina Medina, Profesor de Filosofía en Málaga, una significativa aclaración adicional. Me refiero a que el «nihilismo», tal como lo entiende la tradición filosófica alemana desde Hölderlin hasta Nietzsche, es lo mismo que la negación de lo necesario, es decir, la negación de lo que procede de la coacción, en términos heideggerianos. Pero ese mismo «nihilismo», que exige una actitud ética extraordinariamente exigente de la persona para consigo misma y para con los demás, ha ido paulatinamente desvirtuándose, ha ido hundiéndose en el materialismo y en el utilitarismo propios de una sociedad de masas. Cuando Francisco Medina me hizo esta aclaración en relación con el texto de Heidegger sobre la pobreza, le comenté que el concepto de «nihilismo» al que se estaba refiriendo no tiene nada que ver con el que trata de definir Dostoyevski en su novela Demonios. El nihilismo de los quinqueviros de Demonios supone la negación de la libertad individual y la justificación embrionaria del totalitarismo del Estado, por no hablar de la de la violencia terrorista y el crimen.
[11] La edición de San Manuel Bueno, mártir que he leído y consultado es la que se incluye en el tomo II de las Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, páginas 1179-1232. Las palabras entrecomilladas corresponden a la pág. 1202.
[12] Albert Camus, El mito de Sísifo, Madrid, Alianza, 1981, pág. 15.
[13] Jean Chevalier (dir.), Diccionario de los símbolos, Barcelona, Herder, 1988, pág. 625.
[14] Aunque la poética pictórica surrealista no era muy del agrado de Don Miguel, quien prefería a Velázquez, El Greco o Zuloaga, no está de más evocar aquí la influencia que en las «escenografías desoladas» (André Lhote, Tratado del Paisaje, Buenos Aires, Poseidón, 1948, pág. 15), quasi submarinas, de Yves Tanguy, pudo ejercer la leyenda medieval de la ciudad sumergida de Ys, supuestamente en la bahía de Douarnenez, en la Bretaña donde habían nacido sus padres, y en cuyas aguas se arrojaron sus cenizas después de morir en 1955, legendaria ciudad cuyas letras son la primera y la última del nombre propio del original pintor francés.
[15] Jacques Maritain, Humanismo integral, Madrid, Palabra, 2001, págs. 213-214 y 222.
[16] Miguel de Unamuno, Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, tomo II, pág. 723.
[17] Martín Lutero, Obras, Salamanca, Sígueme, 2006, págs. 88, 94 y 111.
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