En 1978, hojeando el periódico, leí por primera el nombre de Louise Bourgeois, estaba al pie de una foto que mostraba algo para lo que la sociedad no estaba aún preparada, y mucho menos yo, que venía de una provincia mojigata y conservadora.
Se trataba de la exposición "A banquet fashion-A fashion show of body parts". Era un performance presentado en la Galería de Arte Contemporáneo de New York, donde el crítico de arte Gert Schiff se paseaba entre las obras de Louise Bourgeois luciendo un extraño vestido en látex que ella misma había confeccionado para la ocasión. No volvería a saber de ella y mi frágil memoria la olvidaría. Pasarían poco más de veinte años antes de volver a sumergirme en las imágenes inquietantes de su obra. Fue en el marco del Diplomado de Historia y Crítica del Arte del Siglo XX, programado por el entonces Instituto de Cultura del Departamento, bajo la égida de Carlos Arboleda G. y por la Universidad Santo Tomás. Desde entonces he estado fascinada por esa mujer casi centenaria y que aún continua en el oficio inmenso y doloroso de la creación artística.
Pero solo el año pasado pude estar frente a una de sus obras. Fue en el Museo Guggenheim de Bilbao, donde se encuentra una de sus grandes arañas y la cual amenaza con engullir a los turistas que se pasean debajo de sus inmensas patas.
Esta cercanía me dejó el amargo sabor de no poder contemplar sus Cell, sus tótems o sus dibujos; pero al menos había podido tener una idea más real de la genialidad de la artista. Esta frustración desapareció hace algunos días cuando pude visitar la retrospectiva que le dedicó el Centro Pompidou de París, del 5 de marzo al 2 de junio. Más de 200 obras, exposición nunca hecha hasta ahora de su producción artística, en cuanto a la cantidad de obras se refiere.
Es de anotar que nunca una obra, o más bien el conjunto de ellas, me había producido un impacto tan absoluto y brutal. Sus Cell me sumergieron en un mundo doloroso, oscuro, turbio; fue como descender a las tinieblas de un pasado agobiante y lacerante. No en vano la autora ha estado siempre fascinada por el psicoanálisis. Yo no sería la única espectadora en confesar su confusión.
Al respecto la artista dice: "Mis obras son una reconstrucción del pasado. En ellas el pasado se ha vuelto tangible; pero al mismo tiempo están creadas con el fin de olvidar el pasado, para derrotarlo, para revivirlo en la memoria y posibilitar su olvido"*. O bien: "Todos los días uno tiene que abandonar su pasado o aceptarlo, y entonces, si no puede aceptarlo, se hace escultor." A lo que yo le replicaría: o escritora.
Louise Bourgeois nace el 25 de diciembre de 1911, en el seno de una familia burguesa y adinerada, cuyo oficio era el de restaurar antiguos tapices. Es en este taller que comenzará su labor de dibujante, al "recrear" los trazos que el tiempo había arruinado. Su labor de tejedora no la abandonará nunca. Más tarde entrará como alumna al taller de Fernand Léger, quien le hará comprender que su verdadero camino no es el dibujo ni la pintura sino la escultura. De ahí a admirar a Brancusi o a Giaccometti no habría sino un paso. Sus primeros dibujos nos muestran a la mujer-casa.
Una obsesión permanente en su obra. La mujer que no puede ni debe prescindir de ese espacio que en muchas ocasiones se convierte en una cárcel; sobre todo cuando la figura paterna corresponde más bien a la de un cancerbero o un torturador. Toda su vida Louise Bourgeois ha estado tratando de exorcizar una infancia traumática, no sólo con el dibujo sino con la escultura, "Destrucción del padre" (1974), y con la escritura, "Niñez abusada". Tal vez por eso dice: "Cuando se experimenta el dolor, uno se puede enclaustrar con el fin de protegerse. Pero la seguridad de la guarida puede también ser una trampa". A la edad de 11 años su madre cae enferma y Louise deberá cuidar de ella hasta su muerte 10 años después. Es en este lapso de tiempo que su padre, y con la aceptación tácita de la madre, llevará a vivir bajo el techo familiar a su amante. Un acto que Louise Bourgeois siempre sintió como una violación. Ella misma dice que "ser artista es una garantía para nuestros congéneres de que los agravios recibidos no harán de nosotros un asesino".
Los dibujos de la Mujer-Casa, realizados a partir de los años 40, cuando ya la artista se encuentra viviendo en New-York, nos muestran las piernas frágiles de una mujer sosteniendo un inmenso rascacielos, por lo que su identidad queda perdida entre las ventanas y chimeneas del paisaje neoyorkino o bien nos muestran a la misma autora volando por encima de ellos o flotando en el aire.
Es la época en que su condición de exiliada se le hace insoportable. Sabe que no podría vivir en el seno familiar pero tampoco puede abstraerse al dolor que significa estar lejos de las personas que ama. Conocer a Louise Bourgeois es enfrentarse a un mundo sensible del cual no se habla, pero que está allí: la casa, el hogar, la maison, el foyer. Dicho en otras palabras el territorio que cualquier especie animal protege y defiende. En él se abriga, en él ama y en él sufre. La casa puede ser vista, o «vivida», como un remanso o como una prisión.
Durante milenios la mujer estuvo aislada de la sociedad, recluida en un gineceo, sin permitírsele espacios para la expresión estética. Carencia que experimenta la artista quien con esos ejercicios bastante íntimos, pero innovadores dentro de la plástica, y que imagino que no debieron haber sido concebidos para ser vistos por persona alguna, mucho menos para ser expuestos en una galería o museo. Los veo más bien como ejercicios introspectivos que tratan de dar respuestas a la vida de una mujer enclaustrada entre cuatro paredes, a las cuales se llama «casa». Y desde allí observa como la vida transcurre sin que a ella le ocurra nada extraordinario, y peor aún sin que ella pueda hacer algo por cambiar el mundo que la rodea. No hay que olvidar que durante años fue considerada sólo la esposa del gran especialista de arte primitivo Robert Goldwater, sin que las galerías o los museos se mostrasen interesados en su obra.
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