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Las vidas condenadas (página 2)


Partes: 1, 2

Como por arte de magia se abrió la puerta de la habitación y se produjo un alboroto de ancianas transportando palanganas con agua humeante, trapos y gasas, instrumentos metálicos desconocidos, pinzas, cuchillos y tijeras. Discretamente fui puesto de lado en el rincón más oscuro mientras las ancianas trajinaban sin murmullos, la comadrona se instalaba en su puesto de mando y mi mujer era desvestida y colocada en posición de parto. La luz blanquísima que entraba por la ventana parecía haberse concentrado sobre ellas, enfocando sus gestos fantasmales y desdibujando sus contornos hasta convertirlas en un conjunto de rostros sin cuerpo. Quién podría decir que hacían lo que hacían si no fuera por la voz de la comadrona dando órdenes y la de mi mujer suplicando.

Pero hicieron lo que hicieron porque finalmente un alarido agudo, una risa, una carcajada infantil estridente terminó por imponerse en la atmósfera cristalina que lo había envuelto todo. Primero la comadrona, en seguida las ancianas y, finalmente, yo mismo, encadenados todos, fuimos expeliendo nuestro aire de sorpresa. Un recién nacido siempre llora para inaugurar sus pulmones y quizá también por el dolor que el pecado original causa al nacer, como dice nuestra religión; y jamás reiría porque sería una afrenta para quien lo contenía y para quien asistió su alumbramiento. Sin embargo, el recién nacido siguió riendo a carcajadas contagiando a las ancianas, a la comadrona, a mi mujer y a mi mismo, llamando la atención de todos los habitantes de la torre, quienes fueron agolpándose precedidos por el sumo pontífice. El niño, porque no había duda que era tal, fue aseado con infusiones tibias y luego depositado, desnudo, sobre el pecho de su madre. Mi hijo, porque tampoco había duda que era tal, se quedó dormido sin dejar de sonreír. Recién entonces permitieron acercarme y constatar lo que había espectado a la distancia, desde el rincón oscuro. Mi mujer me tomó la mano y la acercó al diminuto cuerpo rosado y palpitante. Extraña sensación constatar la existencia de un ser creado con nuestra sangre, concebido en el diluvio y nacido en la torre de la diosa del agua.

El sumo pontífice, serenamente desde su poltrona, observaba la escena que de manera espontánea habíamos producido y, con un gesto que sólo pudo ser leído entre ellos, se hizo trasladar hasta el borde de la cama. Desde allí, con una voz desconocida y al mismo tiempo sosegado, nos confesó que habíamos cumplido con su propio vaticinio al devolver la fertilidad a su reino; y, dicho aquello, con otro gesto, se hizo retirar a sus aposentos, seguido por las ancianas y la comadrona satisfechas. Luego, la habitación se oscureció y se escucharon los trinos iracundos de las aves. No somos sino vidas condenadas, eso es lo que seremos, dijo mi mujer deseando que se desate nuevamente el diluvio y construyéramos una nueva balsa para ser no ya tres sino cuatro condenados. Como hija de agoreros que era, sus palabras se cumplieron y el cielo se desplomó pesadamente sobre nuestras cabezas.

 

 

Autor:

Fernando Isasi Cayo

 

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