Como comentara en cierta ocasión uno de los fundadores de las instituciones de Bretton Woods, Harry Dexter White, las guerras monetarias son la forma más destructiva de guerra económica. La guerra económica conduce por último a la guerra armada.
El mundo se acerca a su primer "bienio global perdido", cuyo resultado en términos de crecimiento y desarrollo es devastador, y en término políticos es de final abierto.
Independientemente del resultado de las medidas, en realidad por ahora promesas de las cumbres del G-20, o de cualquier otro "G", a esta altura parece improbable que en el corto plazo tales medidas puedan moderar los impactos de la crisis en la economía real.
También parece improbable que baste una declaración política para poner coto a una crisis que nadie sabe siquiera cómo evoluciona.
Si tomamos nota de que los valores respaldados por hipotecas son sólo un segmento de los valores respaldados por activos (que comprenden, entre otros, valores respaldados por préstamos personales, préstamos de consumo, cuentas por cobrar de tarjetas de crédito, préstamos para la compra de automotores), todos los cuales se basan, en el último escalón, en la demanda y el consumo, sólo tendremos que sentarnos a esperar las siguientes olas de la crisis, cuando la gente deje de pagar las cuotas de sus autos, o sus tarjetas de crédito, limite sus gastos, no tome créditos de ninguna naturaleza, o simplemente ahorre en lugar de comprar.
Si además consideramos que los fondos de pensiones, los fondos de inversión, privados o soberanos, y los propios organismos financieros multilaterales, tienen parte de sus inversiones en estos valores respaldados por activos, y que grandes corporaciones tienen garantizados sus préstamos con estos activos y otros instrumentos financieros estructurados, sin que nadie tenga certeza sobre la "toxicidad" de tales activos, cabe afirmar que la magnitud real de la crisis es desconocida.
La crisis lleva ya dos años de su irrupción en escena, y desde entonces no hace más que agravarse.
Hubo una vez, como dicen los cuentos, una crisis financiera global, resultado de una combinación peligrosa: especulación y avaricia, promoción abierta y activa de la apertura de los mercados de capital a bancos extranjeros e instrumentos financieros innovadores, y falta de control y regulación.
No parece difícil encontrar culpables: la banca y las instituciones financieras privadas, con la complicidad de las calificadoras de riesgo crediticio, los organismos multilaterales de crédito, promotores activos de la apertura de los mercados de capital y de los instrumentos financieros estructurados, y finalmente los gobiernos, que deciden en exclusiva, por un lado, en qué invierten sus fondos soberanos, y por otro la regulación y los controles internos.
Los miles de millones de dólares volcados en la banca en sucesivos rescates ponen en evidencia la magnitud del problema en los países industrializados. El foro elegido para buscar una salida concertada, el G-20, hace suponer que estamos ante la incapacidad de los líderes de los grandes países de dar una respuesta desde foros más cerrados, como el G-5 o el G-8, o bien, simplemente, ante una estrategia de reparto de costos para cuando se sientan los mayores impactos globales.
Los países en desarrollo y las economías en transición, muchos de las cuales no tienen ni arte ni parte en la crisis ni en la solución, pagarán culpas ajenas con más pobres y desempleados, y endeudándose nuevamente, a cambio de promesas de mayor participación en la toma de decisiones, que tendrá lugar, si es que se concretan, entre el 2010 y el 2011.
De los países en desarrollo de las Américas, hay dos señales a tener en cuenta: Brasil pondrá US$10.000 millones para recapitalizar el Fondo Monetario; México, por el contrario, solicita una línea de crédito del organismo por US$47.000 millones. Una tercera señal es la falta de un foro político regional para actuar como bloque, con más fuerza que aisladamente, para tratar de evitar las consecuencias más penosas y obtener algo en contrapartida por cargar con costos ajenos.
China, por su parte, que es la tercera economía del mundo, cobra fuerza como actor en la toma de decisiones reclamando un lugar de par en la mesa chica, y a cambio acepta poner más recursos para reactivar la economía mundial, mientras mantiene su nueva estrategia de liderazgo comercial de facto, mediante acuerdos y swaps bilaterales y regionales.
En los últimos tres meses el gigante asiático ha celebrado swaps por más de US$100.000 millones, ingresado como país miembro en el Banco Interamericano de Desarrollo y liderado el reclamo de reforma de la condicionalidad del FMI y de la redistribución del poder de voto en el organismo (su poder de voto en el Fondo es de tan sólo 3,67%, en tanto que el de Estados Unidos es de 16,83%).
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