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Razón y utopía:Una revisión a la crítica de la industria cultural de Theodor Adorno y Max Horkheimer (página 2)

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4. La industria cultural como engaño de masas o la libertad de lo siempre igual

Los cuestionamientos hasta ahora esgrimidos por los frankfurtianos contra la racionalidad ilustrada, tomando como interlocutor de primer orden a Emmanuel Kant, dejan de lado otros argumentos de éste sobre la razón. Adorno y Horkheimer cuestionan la racionalidad en su uso instrumental tal y como lo proponen los postulados ilustrados en general, no así los postulados de Kant, pues el uso ilustrado sólo se preocupa del aprovechamiento de los medios y no toma en cuenta o no reflexiona sobre los fines establecidos previamente. Sin embargo, Adorno y Horkheimer no dejan de lado la racionalidad en su función crítica y cuestionadora de las antinomias de la cotidianidad social, antes bien, es esa su herramienta fundamental.

Por esto, antes de continuar, es preciso dejar claro que si bien la teoría kantiana del conocimiento afirma que la razón humana tiene límites que ella desconoce, así como una tendencia a crear conceptos que están más allá de su comprensión, como Dios, el alma y otros tantos; por otra parte, y una vez establecidos los límites fundamentales de la razón, la teoría del conocimiento de Kant postula las formas que ésta tiene para funcionar, que son las formas trascendentales a priori de la intuición y el entendimiento, entre las que se encuentran, por un lado, los conceptos y las intuiciones internas del espacio y el tiempo, las cuales le dan uniformidad y cohesión a la aprehensión y conocimiento del mundo, y por el otro, los conceptos a priori.

De acá se desprenden al menos dos puntos a tomar en cuenta: el primero, que Kant con su teoría no pretende pronunciarse sobre la existencia o naturaleza del mundo, sino que se limita a estudiar el funcionamiento de la mente que lo aprehende, razón por la cual sólo se atreve a emitir juicios sobre la mente que conoce y el resultado de su acción de conocer el mundo, y no es asunto suyo emitir juicios sobre el hecho de que el conocimiento del mundo y el mundo coincidan, simplemente se limita a estudiar las condiciones (la cuadrícula cartográfica, usando el ejemplo de Heymann) con las que conocemos el mundo (los valles y los ríos, continuando con el ejemplo anterior).

Es de allí de donde se desprende el segundo punto, a saber, que aunque no es posible desde las formas de funcionamiento de la razón hacer que el conocimiento del mundo y el mundo coincidan, la razón no abandona sus pretensiones de acceder a los conceptos que ella misma ha creado y de los cuales no puede desprenderse. De esta manera se enfrenta a un constante ejercicio reflexivo y crítico que intenta dar cuenta, superándolas, de las contradicciones que le presenta la cotidianidad social a través de conceptos que superan la mayoría de las veces al entendimiento humano, como lo son los conceptos de Dios, el alma o la libertad, por ejemplo.

Sin embargo, dentro del marco de estas reflexiones hay un fenómeno que sin ser tan "elevado" como los mencionados anteriormente, plantea una serie de dificultades para su comprensión, que requiere una reflexión y revisión críticas y que de alguna manera expresa esa disyuntiva entre el mundo y el conocimiento del mismo, entre el sujeto que conoce y el objeto conocido, que a su vez puede ser sujeto de acción y hacer objeto al sujeto que conoce, planteándose una relación entre estos términos que no se agota fácilmente y que permite establecer un tejido de interconexiones reflexivas. Este fenómeno es conocido como cultura.

Así, volviendo al texto de Adorno y Horkheimer, la cultura en tanto que expresión humana se manifiesta de forma neutra respecto de los fines de la acción racional, es decir, a la cultura por sí misma no se le pueden imputar intenciones fijas o preestablecidas, ya que los fines que pueda perseguir en un momento dado son los que el sujeto racional y moral que la produce se proponga. Esto representa un problema o aquí radica el problema para Adorno y Horkheimer, ya que los fines y objetivos de los agentes de dominio, basados en la racionalidad instrumental o en una comprensión instrumental de la razón, pueden hacer que la cultura sea medio de control y manipulación de masas.

Sin embargo, es preciso aclarar, aunque sea de manera general, lo que los filósofos críticos entienden por cultura, cultura de masas e industria cultural, para poder exponer sus cuestionamientos contra tales conceptos basándose, a su vez, en el concepto de racionalidad propio de la Ilustración.

Adorno y Horkheimer eran conscientes de la tensión existente entre el significado y las implicaciones antropológicas e históricas y las consideraciones teoréticas y sistemáticas sobre el concepto de cultura. El primer significado del concepto con sus implicaciones históricas y antropológicas, se entiende y se manifiesta como un estilo de vida: prácticas, rituales, instituciones y artefactos e instrumentos materiales, así como textos, ideas, imágenes y músicas, en otras palabras, la expresión abierta del sentir cotidiano del sujeto en su condición social. Las consideraciones segundas, teoréticas y sistemáticas, corresponden a la compenetración del sujeto individual –al menos no colectivo– con el arte, la filosofía, la literatura, el teatro y todas aquellas actividades que requieran la erudicción del hombre "culto" en el seguimiento de su interés por ser más "humano".

Para Adorno y Horkheimer distinguir o hacer abstracción de las manifestaciones, necesidades e intereses más "bajos" del ser humano en beneficio de la cultura sistemática y teorética era negar, de alguna manera, precisamente el factor que le daba su condición de cultura. Pero alabar la cultura sólo por su interés en las cosas materiales era socavar y disminuir todo el potencial crítico del concepto y sus posibilidades de dar cuenta de las manifestaciones ónticas del ser social.

Bajo esta tensión desarrollan su análisis y crítica a la cultura. Coherentes con su modelo teórico-crítico, estas contradicciones presentes en las posibilidades de manifestación de la cultura van a ser confrontadas una y otra vez en busca de su superación. Sin embargo, consideran que la superación de estas contradicciones no podía ser conseguida sólo desde el propio ámbito de la cultura, ni alta ni baja, ni histórica ni sistemática, y que la tarea partía desde la consciencia de la necesidad de oponerse a la dicotomía abstracta de cultura y vida material y a la negación no menos abstracta de su distinción. El reconocimiento de las potencialidades de cada una de las formas de expresión cultural representa la posibilidad de lograr el arribo a la más alta expresión de la cultura y el arte: una reconciliación armoniosa de forma y contenido, función y expresión, elementos subjetivos y objetivos.

No obstante, ante esta pretensión hay una idea que está presente en todo el pensamiento de estos miembros del Instituto, idea que surge de la desconfianza y angustia que impregna su teoría crítica y su dialéctica negativa: el reconocimiento de que una reconciliación estética era insuficiente. Como sugiere Martin Jay, quien en el capítulo de su libro La imaginación dialéctica. Una historia de la Escuela de Frankfurt dedicado a la industria cultural, el cual lleva por título "Teoría estética y la crítica de la cultura de masas", considera que para la crítica inmanente lo logrado no es tanto una formación que reconcilie las contradicciones objetivas en el engaño de la armonía cuanto aquella que exprese negativamente la idea de armonía, formulando las contradicciones con toda pureza, inflexiblemente, según su más íntima estructura (Jay: 1974, p. 294);

de allí que, como se mencionó anteriormente, la superación de las contradicciones que surgen de la expresión cultural no se logra simplemente desde las manifestaciones de la propia cultura sino sólo cuando las contradicciones sociales se reconcilien en la realidad, pues la cultura por sí sola no es la realidad toda sino un elemento más dentro de la constelación que conforma las constituciones sociales. En consecuencia, la superación de las contradicciones se da en la constelación y no sólo en una parte de ella.

El intento por lograr una armonía estética por sí misma es simplemente un intento de crear un medio en el cual construir una posibilidad de protesta, de cuestionamiento y de crítica que supere a la cultura de masas como ideología y que resquebraje los cimientos de la industria cultural, superando lo que Marcuse llamó una "cultura afirmativa".

Hay que notar, además, la distinción que realizan los teóricos críticos entre cultura de masas e industria cultural. De allí que anteriormente se haya hecho hincapié en el carácter ideológico de la cultura de masas, pues en la mescolanza que era la cultura popular o de masas y donde había aparentemente caos y anarquía, para los filósofos críticos por el contrario se trataba de una situación de férreo control y reglamentación estricta impuesta y administrada racionalmente desde los círculos de poder económico y político. Por esta razón Adorno recuerda que en nuestros borradores hablábamos de "cultura de masas". Reemplazamos tal expresión por la de "industria de la cultura" con el fin de excluir desde el principio la interpretación aceptable para sus defensores: que se trata de algo parecido a una cultura que surge espontáneamente de las propias masas, la forma contemporánea del arte popular. La industria de la cultura debe ser totalmente distinguida de este último (Jay: 1988, p. 112).

Teniendo presente esta distinción entre cultura de masas e industria de la cultura, además de las consideraciones anteriores, Adorno y Horkheimer escriben otro de los capítulos de Dialéctica de la Ilustración, titulado: "La industria cultural: Ilustración como engaño de masas", capítulo que contiene su crítica a la industria de la cultura como ideología de dominio y control a través de la manipulación y el engaño, el cual contiene el foco central de nuestra atención. El subtítulo del capítulo ya de alguna manera asoma la crítica en él presente sobre lo que representa o significa la industria de la cultura.

El capítulo en cuestión comienza comentando algunas tesis de la sociología de la época que consideran que la pérdida de apoyo en la religión objetiva, la disolución de los últimos residuos precapitalistas y la distinción técnica y social así como la especialización llevada a su punto más alto, que han conducido hasta un caos cultural, se ve desmentida constantemente por los hechos actuales.

Contrario a dicha tesis, para Adorno y Horkheimer "la cultura marca todo con un rasgo de semejanza".

Los medios de comunicación, entiéndase cine, radio, prensa, revistas y televisión, conforman entre ellos un sistema, ya que cada uno está armonizado en sí mismo y, al mismo tiempo todos están armonizados entre ellos.

Las manifestaciones estéticas forman o promueven lo que los autores llaman el "ritmo de acero", que no es otra cosa que la utilización del desarrollo técnico al servicio de las manifestaciones estéticas, es el ritmo duro y acelerado de la reproductibilidad técnica que lo homogeneiza todo en detrimento de la suave y pausada cadencia del aura, con la particularidad que la caracteriza. Como ejemplo de esto colocan los stands que utilizan los distintos países en las exposiciones internacionales sobre la industria ya sean países autoritarios o democráticos –valga la distinción formal–, los cuales se diferencian de manera insignificante entre sí, pues todos de alguna forma reafirman el elogio al ritmo de acero.

Otro ejemplo utilizado es el de las formas cómo se han desarrollado las ciudades, donde en un mismo espacio comparten casas antiguas y grandes centros comerciales e industriales de hormigón, que hacen que esas casas antiguas sean "suburbios" y, si no suburbios, "cosas" inservibles; mientras en las "afueras de la ciudad", los nuevos diseños residenciales expresan, alaban y elogian el ritmo de acero a través de estructuras superdinámicas que hacen uso de todos los progresos técnicos habidos, y que a su vez, entre sus características pareciera resaltar la de que parecen estar diseñados para ser desmontadas en cualquier momento.

Sin embargo, esos nuevos proyectos urbanísticos, esas construcciones dinámicas con todo un progreso técnico a su alrededor, lejos de preservar las condiciones de vida independientes del sujeto, lo sumergen en el "poder total del capital", ya que están diseñados de manera totalmente racional: están perfectamente distribuidos y claramente diseñadas sus relaciones espaciales con los centros de hormigón que han arropado a las antiguas casas y que obligan a que todas las actividades del sujeto que habita en esos lugares, trabajo, diversión… todo, se concentre en esos nuevos centros comerciales. Bien sea como productores o como consumidores, hacen que todo gire en torno a dichos centros, mientras que la supuesta vida independiente, individual y los momentos de recogimiento los realicen fuera de los mismos.

Esta situación, consideran los autores, crea una aparente unidad visible entre macrocosmos y microcosmos, la cual es simplemente una demostración del modelo de la "nueva" cultura del hombre, mediada –por ejemplo– por esa racionalidad en la estructura urbanística. Es decir, esta situación crea una falsa identidad entre lo universal y lo particular, pues desarrolla una aparente planificación total de las actividades del hombre, pero que lo hace perder su independencia una vez que se halla metido en esta planificación. Por ello "toda cultura de masas bajo el monopolio es idéntica" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 166).

Dicha identidad ya no es escondida ni intenta ser disimulada por los dirigentes o dueños del capital; de hecho, se reafirma y es más poderosa cuando se hace más explícita. De allí que el cine y la radio, por ejemplo, no necesiten ya exponerse a sí mismos como expresiones artísticas, más bien son un negocio interesado en generar utilidad, e incluso se definen a sí mismos como industria, por lo que lejos de ser expresiones artísticas por sí mismas, con una expresión estética que no involucra fines comerciales, más bien se definen como una industria que produce o crea productos con matices artísticos o con cierta pretensión estética, pero que en el fondo no son más que productos comerciales para vender y participar del mercado –con el fin de generar utilidad económica–.

Por otra parte, pero en el mismo orden de ideas, los interesados o "expertos" en la industria cultural usan la terminología tecnológica con frecuencia para explicar la industria. En ésta participa mucha gente, logrando que cantidades de personas impongan el uso de técnicas de reproducción que garanticen o posibiliten que las necesidades creadas por ellos mismos sean satisfechas, en distintos lugares y en distintas condiciones a través de bienes estándares, bienes idénticos para un sector determinado y que se logran a través de esas técnicas de reproducción.

Lo que llama poderosamente la atención, según Adorno y Horkheimer, es que estos estándares que tienen que ser satisfechos a través de las técnicas de reproducción por miles de personas que participan de la industria cultural, fueron aceptados sin oposición de ningún tipo, pues, supuestamente, o al menos lo dicen con gran suspicacia, éstos surgieron desde un comienzo de las necesidades de los consumidores. Sin embargo, la realidad para ellos es otra: se trata de un círculo de manipulación y de necesidad que refuerza dichos estándares, donde el sistema se hace cada vez más fuerte. Pero para eso, ese reforzamiento de la unidad del sistema no dice, o calla, que en ese terreno, en esa situación en la cual la racionalidad técnica adquiere poder y domina a la sociedad, se trata de un poder que está mediado por lo más sólido económicamente hablando: "La racionalidad técnica, es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter coactivo de la sociedad alienada de sí misma" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 166).

El control y el dominio que ha logrado la racionalidad técnica sobre el sujeto va mucho más allá de lo que se cree: hasta el momento, sólo aparentemente, la técnica de la industria cultural ha logrado estandarizar y producir en serie todas sus "creaciones", y con ello ha sacrificado aquel elemento que diferenciaba la lógica, la estructura de la obra como tal, de la lógica del sistema social. Esta estandarización, esta producción en serie, no es producto de la técnica en sí misma, sino la aplicación de la técnica en la economía actual según Adorno y Horkheimer. Así, el negocio industrial no solamente controla la necesidad que podría, en algún momento, haber escapado a esta homogeneización, sino que además administra el control que ejerce sobre la conciencia individual y, como se dijo anteriormente, establece una falsa identidad entre universal y particular.

Adorno y Horkheimer usan como ejemplo de su tesis la situación que se da en el paso del teléfono a la radio como medio de comunicación. En principio, el teléfono aún le dejaba a los participantes una cuota de protagonismo, dejaba que cada uno fuese, si no al mismo tiempo, por lo menos alternativamente y bajo una misma circunstancia, sujeto. Sin embargo, la radio, tras la bandera democrática, que en el fondo es una estandarización, hace que todos los oyentes se conviertan en objeto y los cautiva, en el sentido de que, los somete de manera autoritaria a una condición de objetos oyentes y los ata o los condiciona a diferentes programas en distintas emisoras, que es donde se presentan las supuestas opciones, pero que en el fondo son todas iguales entre sí. Igualmente, bajo esa misma bandera democrátic cualquier huella de espontaneidad del público en el marco de la radio oficial es dirigida y absorbida por una selección de especialistas, por cazadores de talentos, competiciones ante el micrófono y manifestaciones domesticadas de todo género (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 167).

Así, la constitución, reafirmamiento, división y especificidad dentro de los distintos públicos está planificada de antemano por la misma industria cultural y, de hecho, es parte del sistema, no una disculpa ni algo fuera de él. Más aún, cuando una rama artística, una expresión plástica, una manifestación de la cultura que, en el fondo, se han convertido todas en productos de la industria cultural, opera según la fórmula de otro producto, que es totalmente diferente en su contenido, e igual funciona y tiene éxito, siempre se apela a que son producidos para distintos públicos y que el público lo pide, que surge de sus propias necesidades, cuando en el fondo, son necesidades creadas por los productores del negocio de la cultura. El proceso que venden los industriales de la cultura, según el cual toda su producción responde a las exigencias y deseos de los consumidores, es falso por cuanto los productos consumidos están diseñados de antemano teniendo como objetivo la satisfacción de los gustos y las necesidades que ya saben que sus productos cubren.

Esto se reafirma, según los filósofos negativos, en el acuerdo tácito, implícito e "irrelevante" de los que tienen el poder de producir y ejecutar manifestaciones artísticas, de no permitir ni transmitir nada que salga de las gráficas previamente establecidas por el concepto que ellos mismos han construido y por el patrón que previamente se ha establecido sobre las necesidades del consumidor, que es el que "exige" toda esa producción cultural, pero que en realidad está sujeta al poder de los grandes grupos económicos.

La industria cultural ha logrado una "unidad" tan profunda, que ella misma da cabida de manera predeterminada a algunas diferencias, de este modo hace distinciones claras y enfáticas entre películas clase "A" y clase "B", o entre periódicos, donde las historias, artículos y noticias que éstos cubren hacen la diferencia entre un precio u otro. En el fondo, más que una distinción de contenido, sustancial, sirve realmente para que los industriales de la cultura puedan seguir construyendo y clasificando a sus consumidores, para poder organizarlos y manipularlos en sectores previamente definidos bajo aquella idea, esa "falsa conciencia" sobre la posibilidad de diferenciación dentro de una unidad plenamente establecida. Unidad que se logra, según los autores, a través de los alcances de la racionalidad técnica que se pone al servicio del poder económico que busca penetrar en los sectores culturales.

Con esta racionalidad técnica el poder del capital opera de manera instrumental y, en consecuencia, logra adecuarla a cualquier fin: "Para todos hay algo previsto a fin de que ninguno pueda escapar; las diferencias son apoyadas y propagadas artificialmente" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 168).

Con esta situación, la industria de la cultura, o los ejecutivos de la industria de la cultura, logra que el sujeto se vuelva homogéneo y pierda su capacidad crítica; logra que cada uno se comporte "espontáneamente", de acuerdo a un nivel que le han creado y con el cual han logrado que se identifique y que quiera formar parte del mismo. Nivel que ha sido establecido a través de las estadísticas sacadas y de las diferencias creadas, y así le venden productos de masa que han sido destinados al nivel en el cual lo han ubicado. Así, los individuos-consumidores quedan sujetos, reducidos, a un número, a una estadística que es distribuida en todos los mapas y gráficas de las oficinas de investigación de mercado, según ingresos, gustos, lugar de vivienda, de trabajo… pero todos lo renglones han sido definidos previamente. "El esquematismo del procedimiento se manifiesta en que, finalmente, los productos mecánicamente diferenciados se revelan como lo mismo" (Adorno y Horkheimer: 1994, p.168) y se revelan como lo mismo puesto que la diferencia, esa diferencia mecánica, es una diferencia artificial, es una distinción creada a partir de una masa homogénea de la cual nunca se puede salir, de una unidad absoluta en la que no hay la posibilidad de que quede algo fuera de ella o fuera de su control.

En consecuencia, es una distinción que no es tal, sino más bien una segmentación interna, por llamarla de alguna manera, que se da para poder satisfacer las necesidades creadas. Adorno y Horkheimer se refieren al esquematismo kantiano, básicamente a la concepción kantiana de la racionalidad en su uso instrumental, que para éstos, como ya se ha dicho, crea o posibilita una condición de la razón que no distingue diferencias o no reflexiona sobre las mismas cuando opera técnicamente.

Para realizar esta afirmación sobre las diferencias mecánicas y artificiales entre productos que en el fondo son lo mismo, manifestadas a través de la reproducción técnica de los fenómenos de la industria de la cultura, colocan como ejemplo las diferencias que puede haber entre la serie Chrysler y la serie de la General Motors, o las diferencias que hay entre la Warner Brother’s y la Metro Goldwin Meyer, a saber, diferencias de presupuesto, de una estrella a otra, en este caso; de cilindradas o colores en el caso de los automóviles. Es una diferencia de exhibición de inversión, pero no tiene nada que ver con diferencias objetivas, con el significado de los productos. Para Adorno y Horkheimer hasta los propios medios técnicos se ven envueltos, o no escapan, a esta uniformidad y unidad de la razón instrumental: la televisión, por ejemplo, que según ellos es una síntesis de la radio y el cine, es una buena expresión de los vicios de la uniformidad, pues las posibilidades tan ilimitadas que presenta la televisión pueden ser llevadas a un punto tal que el empobrecimiento que presentan los materiales estéticos, según ellos, en favor del producto artístico como valor de cambio y como producto de comercio, hace que la identidad que posibilita la televisión, incluso más, que la industria cultural toda, pueda ser una realización sarcástica, para los teóricos críticos, del "sueño de Wagner de la obra de arte total".

Por otra parte, el tiempo libre que tiene el trabajador para supuestamente recrearse o divertirse es básicamente un tiempo para tomar parte de la industria de la cultura, ya que éste se maneja, se orienta y se desenvuelve según la unidad que establece la producción y la reproducción técnica de la industria cultural.

De allí que para los autores la labor que cumple el esquematismo kantiano dentro del funcionamiento de la industria cultural resulta (como se mostró en capítulo anterior), si no confusa, al menos problemática, pues hay una transpolación de conceptos o definiciones propias de la teoría del conocimiento a los conceptos o definiciones propias de la reflexión moral que plantea la industria cultural desde la perspectiva teórica-crítica desarrollada por Adorno y Horkheimer.

Para ellos el esquematismo es el primer servicio que la industria de la cultura le brinda al sujeto en su condición de cliente-consumidor. Sin embargo, si bien el esquematismo kantiano permite a los sujetos "referir por anticipado la multiplicidad sensible a los conceptos fundamentales" (lo que para Kant son simplemente los "lentes" preinstalados con los que se ve el mundo), cuando se trata de la posibilidad de la industria de referir anticipadamente los deseos, "transformados" en necesidades, a los patrones definidos de la industria o a meros números estadísticos, que son los conceptos con los que trabaja la misma, la relación que se establece entre la instrumentalidad y el carácter práctico de la racionalidad que rige dicha relación es un poco turbia. Si se sigue la lectura que ellos realizan de Kant, "en el alma debía actuar un mecanismo secreto que prepara ya los datos inmediatos de tal modo que puedan adaptarse al sistema de la razón pura" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 169), razón por la cual las diferencias o disidencias que pudieran surgir en el seno de los consumidores, reales y potenciales, es absorbida (en tanto que manipulada y anulada en su motivación real) de una vez por la industria y transformada en un nuevo producto, creado pensando en las necesidades de los consumidores.

Más aún, esta proposición de Kant es, según los autores, descifrada y expuesta actualmente por la industria de la cultura, pues incluso si existiese un momento dado en el que una sociedad específica y "fuera de razón" impusiese una planificación de mecanismos de acción a pesar de la racionalidad que rige al sistema industrial, una vez que se incorporase y formara parte del negocio de la industria cultural, interactuando con ella según sus principios, esta sociedad se comportará racionalmente y de acuerdo a la intención que dictan los patrones de la industria.

Esta situación se revela en que para el sujeto, en su condición de consumidor, no hay ningún tipo de clasificación o distinción por hacer que sea espontánea, pues el "esquematismo de la producción" lo ha hecho de antemano. En el arte de masas industrializado la racionalidad instrumental al servicio del negocio industrial hace que todo proceda a partir de su perspectiva.

Es así como se mantiene en un ciclo el tipo de canciones o personajes de moda, su variación se produce sólo con la intención de que permanezcan idénticamente por ciclos de tiempo definidos. "El mismo contenido específico del espectáculo, lo aparentemente variable, es producido por ellos" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 170).

Esta situación se expresa, por ejemplo, en las películas holywoodenses cuando desde el inicio se sabe cómo terminará, quién será feliz, amado o despreciado, más aún, se expresa una vez que los chistes, los efectos especiales y hasta el número de palabras de los diálogos están perfectamente calculados para ser incorporados a la estructura establecida previamente. Para éstos la industria cultural se ha desarrollado con el primado del efecto, del logro tangible; del detalle técnico sobre la obra, que una vez era portadora de la idea y fue liquidada con esta (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 170).

A la posibilidad del detalle de la expresión espontánea o del recurso fuera de planificación, la industria cultural ha puesto fin a través de la totalidad, pues ella da igual tratamiento al todo y a las partes cuando adecua y moldea a la forma general todos los detalles y particularidades que pudiesen estar presentes en la expresión artística. La formalidad del todo "arropa" el contenido de los detalles difuminándolos y diluyéndolos en ella.

La llamada idea general es un mapa catastral y crea orden, pero no conexión. Sin oposición ni relación, el todo y el particular llevan en sí los mismos rasgos (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 170).

La industria cultural hace de filtro o permea las "relaciones" del mundo real. Adorno y Horkheimer usan como ejemplo la experiencia del espectador de cine, que una vez que ha terminado de ver una película cualquiera y abandona la sala, percibe la calle, el mundo real, como una continuación del espectáculo que acaba de ver. Esta situación no es casual, ni mucho menos, pues el negocio de la cultura, expresado en este caso a través del espectáculo cinematográfico, busca precisamente reproducir de forma fiel el mundo perceptivo de la cotidianidad. Mientras mejor pueda la razón instrumental, a través de la técnica cinematográfica en este caso, duplicar los objetos empíricos, tanto más es posible para la industria cultural hacer creer que el mundo real es una prolongación del que se ve en el cine.

Los productos de la industria de la cultura, incluso el cine, paralizan y objetivan las facultades de la imaginación y la espontaneidad propias del sujeto, pues aunque estos productos exigen rapidez en la intuición, capacidad para observar y cualidades específicas para lograr su apreciación, sin embargo, al mismo tiempo esta apreciación impide o limita la capacidad pensante, crítica e imaginativa del sujeto espectador si este no quiere perder detalle sobre los hechos que aparecen ante su mirada.

De esta forma, este proceso de apreciación y aprehensión a través de un gran esfuerzo de atención se le hace común al sujeto, por lo que puede hacerlo automáticamente no sólo cuando asiste al cine sino ante cualquiera de los productos de la industria de la cultura, ya que todos están esquematizados con el mismo criterio. Para Adorno y Horkheimer esta manera como actúa la sociedad industrial sobre el sujeto es violenta.

Igualmente, el proceso hace que sea inevitable que cada expresión particular del negocio de la cultura, cine, radio y la para entonces incipiente televisión, por mencionar algunas, haga de los hombres aquello en lo que la industria como un todo los ha convertido, o al menos preparado de antemano.

Para esos momentos, todo, según ellos hasta lo que "no había sido pensado", era traducido de forma estereotipada al esquema de la reproductibilidad técnica. Como ejemplo citan la manera como los arreglistas de jazz adecuan a su "jerga" cualquier otra cadencia que se distinga o diferencie de la del jazz mismo; o la manera como los productores de cine "examinan" las grandes obras de Balzac o Víctor Hugo, por mencionar algunos, para que funcionen perfectamente como películas exitosas.

Ningún capítulo habría sido asignado a las figuras diabólicas y a las penas de los condenados su justo puesto en el orden del supremo amor con el escrúpulo con el que la dirección de producción se lo asigna a la tortura del héroe o a la falda arremangada de la artista principal en la letanía de la película de éxito (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 172).

El control, que los autores llaman "catálogo", expreso o implícito sobre lo prohibido y lo tolerado, ha llegado a un punto tal en el que además de delimitar el ámbito libre, lo domina y controla completamente. Dicho control modela hasta los últimos detalles. La industria cultural fija su propio lenguaje y vocabulario a través de sus prohibiciones.

Un ejemplo de esto es la necesidad permanente de nuevos efectos que, no obstante, "permanecen ligados al viejo esquema" y reafirman la autoridad de lo tradicional, aunque cada nuevo efecto particular quisiera desligarse de dicha autoridad.

Todo lo que aparece está tan profundamente marcado con un sello, que al final nada puede darse que no lleve por anticipado la huella de la jerga y que no demuestre ser a primera vista, aprobado y reconocido (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 173).

Esta situación se presenta como el ideal de la naturaleza en la industria, el cual se refuerza cada vez más en la medida en la que la perfección de la técnica logra diluir la tensión entre las imágenes y la cotidianidad. La técnica logra que su rutina parezca lo más natural posible.

De hecho Adorno y Horkheimer usan como ejemplo que en el ámbito y estilo del negocio cultural es más fácil pasar por alto que una canción de moda no cumpla con los treinta y dos compases de rigor, que la misma canción tenga aunque sea "un secreto detalle melódico o armónico" extraño o diferente al idioma.

La rara capacidad de cumplir minuciosamente las exigencias del idioma de la naturalidad en todos los sectores de la industria cultural se convierte en medida de la habilidad o competencia. Todo lo que se dice y la forma en que se dice debe poder ser controlado en relación con el lenguaje de la vida ordinaria, como en el positivismo lógico (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 174).

Este idioma ha logrado justificar drásticamente la distinción que hace la teoría conservadora de la cultura entre los estilos auténtico y superficial. Como estilo artificial entienden Horkheimer y Adorno aquel que es impreso desde afuera, a los impulsos que se resisten de la forma. No obstante, en el negocio de la cultura, el material surge "del mismo aparato del que brota la jerga en la que se vierte". Por esta razón el estilo de la industria de la cultura es, al mismo tiempo, la negación del estilo mismo, pues no tiene la necesidad de probarse en la resistencia del material. Más aún, la realización que posibilita al estilo la adquisición de contenido, a saber, la reconciliación entre universal y particular, entre regla o forma y pretensión específica o intención del objeto, resulta vana porque no logra llegar a una tensión entre las antípodas: los extremos que hacen contacto se disuelven en una confusa identidad, pues lo universal y lo particular se sustituyen el uno en el otro indiscriminadamente. Así, lo que en la industria de la cultura intenta manifestarse como "estilo auténtico" es un equivalente estético de dominio y control. Para este negocio el estilo no puede ser simplemente coherencia estética.

De esta forma, a medida que el estilo de las expresiones de la industria de la cultura penetra en las formas dominantes de una supuesta condición universal, "debería reconciliarse con la idea de la verdadera universalidad". Sin embargo, Adorno y Horkheimer consideran que esta promesa de reconciliación que en otros textos de los autores puede identificarse como la "promesa de buena hora", es tan necesaria para la sociedad como hipócrita cuando es planteada por el negocio cultural, pues "pone como absolutas las formas reales de lo existente al pretender anticipar la plenitud en sus derivados estéticos". De allí el carácter hipócrita, ya que en estos términos la pretensión artística de la industria es mera ideología, es falsa conciencia de unidad.

La condición de la obra de arte que le permite trascender la realidad es inseparable del estilo (que es la cristalización de la tradición), sin embargo dicha condición no se basa en la consagración de la armonía en una conflictiva unidad de forma y contenido o de individuo y sociedad, se basa, por el contrario, en la discrepancia y la confrontación producto de relaciones discordantes, "en el necesario fracaso del apasionado esfuerzo por la identidad". No obstante la obra mediocre, como lo son para ellos los productos estéticos y pseudoartísticos de la industria, siempre prefiere mantener una armonía de semejanzas y se conforma con mantener un ensayo de identidad.

La industria cultural en suma, absolutiza la imitación. Reducida a mero estilo, traiciona el secreto de éste: la obediencia a la jerarquía social. La barbarie estética cumple hoy la amenaza que pesa sobre las creaciones espirituales desde que comenzaron a ser reunidas o neutralizadas como cultura. Hablar de cultura ha estado siempre contra la cultura. El denominador común "cultura" contiene ya virtualmente, la captación, la catalogación y la clasificación que entregan a la cultura en manos de la administración. Sólo la subsunción industrializada, radical y consecuente, es del todo adecuada a este concepto de cultura (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 175).

Esta condición la ilustran los autores con la situación del trabajador al que le cierran los sentidos de la producción espiritual, desde que sale del trabajo un día y se reincorpora nuevamente a la mañana siguiente.

Pero la administración que ejerce la industria de la cultura sobre la creación y producción artística no se queda ahí, sino que está siempre alerta ante la rebelión de quienes no han perdido el sentido crítico y desean revertir la situación planteada, y no duda ni tarda en absorberlos y considerar sus acciones y pensamientos como una nueva idea que aportar a la industria. La esfera pública de la sociedad administrada bloquea cualquier idea irreverente en la que pueda percibirse "el signo rebelde", pues inmediatamente busca reconciliarse con ella y con sus "generadores".

Esta situación trae como consecuencia que, en ocasiones, los generadores de pensamiento sientan un freno creativo, puesto que de alguna manera acusan la presión de inscribirse en la administración cultural como expertos estéticos. Para Adorno y Horkheimer esta situación es lamentable, pues si antes aquellos firmaban sus creaciones y se suscribían como "siervos humildísimos" al tiempo que minaban las bases del poder; en estos tiempos conviven cordialmente con los que tienen el control, con el agravante de que están sujetos a sus "iletrados" impulsos artísticos.

De allí que consideren vigente el análisis que hizo Tocqueville hace cien años, cuando afirmaba que bajo la administración de la cultura sesgada por el interés capital la tiranía deja al cuerpo y va derecho al alma. El amo ya no dice ‘pensad como yo o moriréis’. Dice: ‘Sois libres de pensar como yo, vuestras vidas, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 178).

Y el disidente se enfrenta no sólo a un insostenible bloqueo material, sino a un implacable desconocimiento espiritual. La exclusión de lo diferente por parte de la industria denota de manera rotunda su incapacidad y su insuficiencia creativa. En la industria cultural, la posibilidad de lo diferente es remota, ya que en su unidad, todo gira en torno a ella.

Por eso precisamente se habla siempre de idea, innovación y empresa, de aquello que sea archiconocido y a la vez no haya existido nunca. Para ello existen el ritmo y el dinamismo. Nada debe quedar como estaba, todo debe transcurrir incesantemente, estar en movimiento. Pues sólo el triunfo universal del ritmo de producción y reproducción mecánica garantiza que nada cambie, que no surja nada sorprendente (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 179).

Por ello que cualquier innovación o adición a alguno de los renglones del negocio cultural establecido resulta un riesgo y una especulación para el mismo. Los estándares impertérritos de la administración de la cultura representan el promedio del gusto administrado y normalizado que la industria impone al público. Para Adorno y Horkheimer las diferentes administraciones de la industria de la cultura han "racionalizado" el espíritu del arte y la estética.

Más aún, es como si un organismo supremo evaluara todo el material que produce la industria y estableciera "un catálogo oficial de los bienes culturales" que puede ser distribuido y presentado al público. De hecho, si la industria quisiese vanagloriarse por algo tendría que ser por la energía y la eficacia que empleó en constituir como un principio la burda transformación del arte en producto de consumo masivo, de liberar la diversión de "incómodas" ingenuidades, y de mejorar la manufactura de las mercancías a través de la reproducción técnica. De allí que comenten los teóricos críticos, no sin sarcasmo, que la industria se ha vuelto "mucho más fina y elevada" cuanto más omniabarcante se ha vuelto, cuanto más implacablemente ha obligado a perecer o a plegarse a ella a todo aquel que no juegue con sus reglas, al punto de lograr una mezcolanza entre música clásica y las salas de concierto de la música de moda. "Su triunfo es doble: lo que extingue fuera como verdad, puede reproducirlo a placer en su interior como mentira" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 180).

Para los teóricos críticos lo que más resalta de esta situación no es "la crasa incultura, la estupidez o la tosquedad", pues la industria cultural hace todo lo posible por eliminarlas, a pesar de ella misma, a través de su administración, porque de no ser así, no sería atractiva para el consumo. Lo sorprendente es que los elementos vivos de la cultura, el arte y la diversión sean sometidos y sintetizados en miras de un solo fin: el de la totalidad de la industria cultural, que para ellos es su único (falso) denominador.

Un único falso denominador porque la industria es sólo repetición, pues las supuestas innovaciones que la caracterizan son simplemente mejoramientos de la reproducción técnica en masa, algo que no es ajeno al sistema.

Con razón el interés de innumerables consumidores se aferra a la técnica, no a los contenidos estereotipadamente respetados, vaciados de significado y ya prácticamente abandonados (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 180).

A pesar de, o tal vez por esto, la industria cultural es la industria de la diversión, ya que de alguna manera constantemente defrauda a los consumidores respecto de lo que les promete. Más aún, la industria con esta actitud no sublima deseos ni intenciones, sino los reprime con la exposición de objetos de deseo imposibles de lograr: la marcada silueta del cuerpo femenino en la pantalla de televisión o el cultivado pecho del galán de cine. La industria de la cultura no exhibe ninguna situación que estimule el deseo en la que no se asegure de exhibir también la "advertencia precisa de que no se debe jamás y en ningún caso llegar a ese punto" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 184). Adorno y Horkheimer comparan el proceso administrativo que cumple el Hays Office con el ritual de Tántalo.

Por otra parte, en el mismo orden de ideas, la reproducción mecánica de lo bello, santo y seña del modo de operar de la industria de la cultura, promueve una sistemática adoración a la falsa individualidad que logra con la producción en serie de infinitos y múltiples objetos (de deseo) que en el fondo son una y la misma cosa, idénticos entre sí, pero en apariencia diferentes. Esta supuesta oferta ilimitada de opciones hace que el consumidor crea que están hechas para satisfacer sus necesidades, pues el principio por el cual opera la industria cultural se encarga de exhibir su capacidad para satisfacer todas las necesidades del consumidor. Sin embargo, lo que ésta realmente hace es organizar de antemano dichas necesidades de acuerdo al grupo al cual le interese llegar, haciendo de éstos objetos de su administración. Es más,

ésta no sólo le hace comprender que su engaño es el cumplimiento de lo prometido, sino que además debe contentarse, en cualquier caso, con lo que se le ofrece (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 186).

En otras palabras, para los teóricos críticos el negocio de la industria de la cultura consiste en maquillar la cotidianidad de la que el sujeto se quiere escapar y ofrecerla como la vida maravillosa que todos quieren para sí, pero que pocos puede tener, "la diversión promueve la resignación que se quisiera olvidar precisamente en ella". En consecuencia, el engaño de la industria cultural no se basa en que es elemento de distracción, sino que daña el placer que podría ocasionar cuando se mezcla con los clichés de una cultura que se agota a sí misma. La industria cultural –comentan los filósofos negativos– es corrupta, pero no como la Babel del pecado, sino como Catedral del placer elevado.

Para éstos, la fusión que se da entre cultura y entretenimiento no es simplemente la perversión de la cultura, sino además, la "espiritualización forzada" de la diversión, y como ejemplo de ello colocan el hecho de que la reproducción técnica asiste a la cultura sólo de manera indirecta: la fotografía en el cine, o la grabación radiofónica, por mencionar algunos casos.

En la época de la expansión liberal, recuerdan los autores, la diversión se basaba en una inquebrantable fe en el futuro: "todo seguiría así, y no obstante, iría a mejor"; sin embargo, para ese momento, la fe, al igual que la diversión, se espiritualizaron y se hicieron tan "sutiles" que las metas se volvieron tenues y sombrías y quedaron reducidas a un opaco brillo que se proyecta levemente detrás de lo real. La fe terminó constituyéndose a través de los elementos de valor que impuso la industria: el chico apuesto, el profesional exitoso, la joven atractiva, "la falta de escrúpulos disfrazada de carácter", los autos deportivos y la ropa fashion y pret-a-porter, según el gusto del consumidor.

Así, la diversión forma parte de los valores importantes, de los ideales de felicidad que ella misma elimina de la "conciencia" de las masas cuando los repite hasta el cansancio y con los estereotipos propios de la publicidad de las instancias privadas.

La interioridad en tanto que forma subjetivamente limitada de la verdad, se encuentra siempre sometida a factores externos, pero, a pesar de esto, el negocio de la cultura termina reduciéndola a simple mentira. "Al igual que sobre el estilo, la industria cultural descubre la verdad sobre la catarsis" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 188).

De esta manera a medida que las posiciones de la industria cultural se hacen más fuertes y sólidas, pueden controlar y proceder mucho mejor con las necesidades y los consumidores, los producen, dirigen y administran, e inclusos pueden suprimir tanto a unas como a los otros, pues para el progreso de la industria no hay límites establecidos.

Para los autores la diversión significa estar de acuerdo, pues ésta es posible sólo en la medida en que se separa y se hace a un lado de la totalidad que representa el proceso social, que es el momento en el que renuncia a la pretensión que –consideran los autores– tiene toda obra de arte: reflejar, aunque sea de manera limitada, la totalidad.

En estos términos la diversión tiene como consecuencia que nada hay que pensar, que se olvidan las penas, incluso allí donde las penas mismas se hacen manifiestas. Es una especie de escape pero no de lo que ellos llaman "mala realidad" sino un escape del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar.

La supuesta libertad que promete la diversión es una libertad de pensamiento en cuanto negación del mismo. Darle a la gente lo que la gente quiere y que ésta lo tome, para el negocio de la cultura realmente es el proceso de alienación y la subjetividad de unos sujetos aparentemente pensantes.

En este sentido, para Adorno y Horkheimer "el progreso de la estupidez no puede quedar detrás del progreso de la inteligencia" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 189), pues en una época en la cual la industria se desenvuelve a través de números y estadísticas, las propias masas tienen la suficiente malicia como para no identificarse con el millonario que vende la industria, pero al mismo tiempo les falla la inteligencia como para que puedan salirse de esos números y estadísticas preestablecidas y no tienen la capacidad de dejar de ser el número abstracto y objetivo en el que los ha convertido la industria cultural.

De allí que bajo esta premisa, la ideología de la industria de la cultura se encuentre amparada por un cálculo de probabilidad y por las estadísticas, pues dejan ver en forma manifiesta y trabajan para que no a todos los sujetos les llegue la fortuna que ella misma vende, sino para que le llegue a unos cuantos que se deben considerar afortunados o premiados. La industria de la cultura muestra constantemente esa fortuna, incluso cuando saben, maliciosamente, que no todos pueden acceder ella, pero con todo y esto, se encarga de dejar ver que a todos les puede llegar y que además la industria está constantemente buscando a esos afortunados.

Donde la industria cultural invita aún a una ingenua identificación, ésta se ve rápidamente desmentida. Nadie puede ya perderse. En otro tiempo, el espectador de cine veía su propia boda en la del otro. Ahora, los personajes felices de la pantalla son ejemplares de la misma especie que cualquiera del público, pero justamente en esta igualdad queda establecida la separación insuperable de los elementos humanos. La perfecta semejanza es la absoluta diferencia. La identidad de la especie prohibe la identidad de los casos individuales. La industria cultural ha realizado malignamente al hombre como ser genérico. Cada uno es sólo aquello en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro: fungible, un ejemplar. Él mismo, en cuanto individuo, es lo absolutamente sustituible, la pura nada, y eso justamente es lo que empieza a experimentar tan pronto como, con el tiempo, llega a perder la semejanza (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 190).

Igualmente, para los teóricos críticos el azar y la planificación se han vuelto una y la misma cosa, pues precisamente donde las fuerzas de la sociedad han alcanzado un grado de racionalidad elevado, al punto que supuestamente cualquiera puede ser ingeniero o un ejecutivo exitoso, en ese mismo punto resulta irracional completamente sobre en quién la sociedad (en este caso la industria que la rige) decide invertir la preparación y la confianza para tales funciones de uno de esos sujetos.

El verdadero interés de la industria de la cultura por los hombres es sólo en cuanto puede relacionarse con ellos como clientes o como empleados y, de hecho, Adorno y Horkheimer creen que la industria cultural reduce a toda la humanidad en general, y a cada uno de sus elementos en particular, a esa fórmula que toda lo abarca.

La industria, de acuerdo al aspecto que sea determinante, que sea importante destacar en cada caso particular, subraya el elemento de la ideología que les interese, bien sea en la planificación o el azar, la técnica o la vida, la civilización o la realeza.

Por una parte, cuando trata a los hombres como empleados les hace ver la importancia de la organización racional y les estimula para que se incorporen a dicha organización con un sano "sentido común", pero al momento que se relaciona con ellos como clientes se les presenta a través de episodios humanos "privados", porque están penetrados por la misma industria, o les presenta a través del cine o la prensa una supuesta libertad de elección y una atracción por lo que supuestamente no ha sido clasificado. Sin embargo, en ninguno de los dos casos dejan de ser tratados como objetos:

cuanto menos tiene la industria cultural que prometer –consideran los autores– cuanto menos es capaz de mostrar la vida llena de sentidos, tanto más vacía se vuelve necesariamente la ideología que ella difunde (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 192).

No obstante, aunque pareciese que en algún momento pudiera ser de este modo, cuando la ideología es llevada a ese punto de vaguedad, a esa falta de compromiso y a ese vaciado de contenido, no por eso se debilita, deja de tener incidencia sobre las masas o ve reducido su radio de acción. Precisamente esa vaciedad (esa aversión casi flemática para Adorno y Horkheimer es una aversión científica a comprometerse con algo que no puede ser verificado) sirve realmente de un modo eficaz como instrumento de dominio.

El negocio de la cultura se presenta como un conjunto de proposiciones que son irrefutables porque existen, pero existen porque la industria misma las ha creado y ha hecho que no puedan dejar de existir, que sean necesarias, o, en su defecto, algunas proposiciones son eliminadas una vez que no les son útiles para sus propósitos, en fin siempre proponen una realidad que ellos mismos han dispuesto. Esa situación se da al punto de que la industria de la cultura tiene la capacidad de rechazar todas las afecciones que se dirigen contra ella, así como las dirigidas contra el mundo que ella misma ha creado, pues ha creado una condición en la cual, y recordando nuevamente la frase de Tocqueville citada anteriormente, se tienen dos alternativas: o colaborar e incorporarse, o quedar aparte y fenecer.

Esta ideología ha hecho del mundo un objeto de manipulación y a las ideas un instrumento de dominio, de modo que, para Adorno y Horkheimer, hasta puede decirse que bello es todo lo que la cámara reproduce.

Pese a todo el progreso en la técnica de la representación, de las reglas y las especialidades, pese a todo agitado afanarse, el pan con el que la industria cultural alimenta a los hombres sigue siendo la piedra del estereotipo. La industria cultural vive del ciclo, de la admiración, ciertamente fundada, de que las madres sigan a pesar de todo engendrando hijos, de que las ruedas continúen girando. Lo cual sirve para endurecer la inmutabilidad de las relaciones existentes (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 193).

Aunado al interés de fortalecer las relaciones existentes que la industria ha creado y se ha encargado de reproducir, hay además el interés de ésta de que todos los sujetos se adecuen a las relaciones establecidas sin protestar y sin ánimos innovadores. Aunque el no adecuarse no signifique la muerte, adecuarse sí garantiza la "vida", pues nuevamente, como citaban Adorno y Horkheimer a Tocqueville, ninguno que no piense de acuerdo a los cánones de la industria morirá, de hecho hasta son libres de adecuarse o no a dichos cánones, pero el que no lo hiciese será un perfecto extraño dentro de una sociedad moldeada por las manos de la ideología que rige el negocio de la cultura, una ideología eficiente como instrumento de dominio.

Esta ideología, al decir irónico de los frankfurtianos, por lo menos garantiza cabalmente la seguridad social, pues "ninguno tendrá frío ni hambre; quien no obstante lo tenga terminará en un campo de concentración" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 194). Este lema, propio del régimen nacional socialista germano, bien podría ser el lema insigne de la ideología de la cultura, pues "deja clara" (de forma subyacente) la situación que impera dentro de la dinámica de la sociedad culturalmente manipulada y dominada: que dicha sociedad identifica y acoge cálidamente a los propios, pero execra implacablemente a los ajenos. Más aún, la libertad está garantizada y nadie debe dar cuentas por lo que piense o haga, siempre y cuando no intente salirse de las relaciones que conforman los mecanismos de control y dominio.

Así, las morales distraídas tienen un marco de acción amplio mientras no excedan las normas impuestas por la ideología establecida.

En este sentido, en la sociedad marcada por la industria cultural, la individualidad es una ilusión que ésta ha creado a través de la estandarización, la manipulación y el control de los modos de producción y los modelos de vida. Pero además es una ilusión porque su única posibilidad de existencia se basa en su identidad total y sin condiciones con los patrones universales impuestos.

Lo individual se reduce a la capacidad de lo universal de marcar lo accidental de tal modo que pueda ser reconocido como lo que es (…) la peculiaridad del sí mismo es un bien monopolista socialmente condicionado presentado falsamente como natural (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 199).

De hecho, esta falsa individualidad permite la conformación de la premisa que da paso al control y a la neutralización de los intentos de innovación: sólo porque los individuos realmente no son tales, sino que son simplemente nudos donde convergen tendencias generalizadoras y universales, es que le es posible a la industria de la cultura integrarlos en sus cuadros estadísticos y su unidad ficticia. Horkheimer y Adorno creen que la industria cultural puede disponer de la individualidad de forma tan eficaz sólo porque en ésta se reproduce desde siempre la íntima fractura de la sociedad (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 200).

Por otra parte, para los autores de Dialéctica de la Ilustración, aquella "libertad respecto a los fines" propia de las obras de arte moderno, bajo los parámetros que impone el negocio de la cultura, vive del anonimato del mercado. Es decir, el mercado ha diluido tan bien sus presiones y exigencias que el artista se siente liberado, "de cierta forma", de cumplir con exigencias específicas. La finalidad sin fin, principio de la ética idealista, es el esquema invertido por el cual se rige socialmente el arte burgués:

inutilidad para los fines establecidos por el mercado. Finalmente, en la exigencia de distracción y relajación el fin ha devorado al reino de la inutilidad. Pero, en la medida en que la pretensión de utilización y explotación del arte se va haciendo total, empieza a delinearse un desplazamiento en la estructura económica interna de las mercancías culturales (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 202).

Por esta razón, aunque la utilidad de la obra de arte de la industria cultural que los hombres esperan es, precisamente, la inutilidad, sin embargo esta condición es absorbida casi hasta quedar extinta por una nueva acepción de utilidad adecuada a las exigencias de la industria cultural. Esta adecuación a las necesidades de la industria hace que la obra se pliegue a uno sus principios: prometer permanentemente sin cumplir, pues la supuesta liberación que ofrece se ve coaccionada siempre por la ideología del negocio de la cultura.

Esta ideología se basa, entre otras cosas, en sustituir el discutido o difuso valor de uso de los bienes culturales, por un valor de cambio, esto es, en lugar del goce se impone el participar y estar al corriente: en lugar de la competencia del conocedor, el aumento del prestigio. El consumidor se convierte en coartada ideológica de la industria de la diversión, a cuyas instituciones no puede sustraerse (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 203).

En otras palabras, los bienes culturales tienen valor sólo en cuanto pueden intercambiarse, no por sí mismos. Esto es así porque el valor de uso de éstos es, para la industria, un fetiche, y la valoración social que éste tiene, que para ella es la escala objetiva de las obras, se convierte en su valor de uso, en la cualidad que es posible disfrutar.

Es así como la condición de mercancía de estos bienes culturales se deshace en el momento en que se realiza como tal. De allí que para Adorno y Horkheimer el arte sea una especie de mercancía, pagada de antemano, catalogada, y acomodada a la producción industrial, además de adquirible y perecedera. Pero esta especie de mercancía, que su razón de ser es ser vendida, y a la vez, esencialmente invendible, deviene, de manera hipócrita, invendible realmente, desde el momento en que el negocio por sí mismo es, más que su intención, su principio.

La ejecución de Toscanini en la radio es en cierto modo invendible. Se la escucha gratuitamente y a cada sonido de la sinfonía va unido, por así decirlo, el sublime reclamo publicitario de que la sinfonía no sea interrumpida por los anuncios publicitarios: "este concierto se ofrece a ustedes como un servicio público" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 203).

En la actualidad, comentan para ese momento los teóricos críticos, los industriales de la cultura oportunamente preparan las obras de arte de forma tal que los precios sean reducidos y el disfrute sea tan accesible a los pueblos como los parques. Sin embargo, la disolución de su genuina condición termina de hundir a la obra de arte, en tanto que mera mercancía, en la sociedad libre, y la degrada al nivel de cualquier bien cultural reproducido por la industria. Más aún, para éstos, que los privilegios culturales sean eliminados, lejos de posibilitar la inclusión de las masas en ámbitos vedados hasta entonces, contribuye "al desmoronamiento de la cultura, al progreso de la bárbara ausencia de toda relación" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 205).

La doble desconfianza hacia la cultura tradicional como ideología se mezcla con la desconfianza hacia la cultura industrializada como fraude. Reducidas a mera añadidura, las obras de arte pervertidas son secretamente rechazadas por los que disfrutan de ellas, junto con la porquería a la que el medio las asimila. Los consumidores pueden alegrarse de que haya tantas cosas para ver y para escuchar (Adorno y Horkheimer: 1994, pp. 205).

Por estas razones Horkheimer y Adorno no dudan en afirmar que "la cultura es una mercancía paradójica", pues su determinación a la ley de intercambio es tal que ni siquiera puede ser intercambiada, se ha amalgamado tan inconscientemente con el uso mismo que se hace imposible utilizarla. Es de esta situación de donde surge la fundición entre cultura en tanto que mercancía y publicidad.

Para ellos es "evidente que se podría vivir sin la entera industria cultural" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 206) debido a la sobreabundancia y la falta de pasión que la publicidad engendra entre los consumidores. Pero es poco lo que la cultura puede hacer para revertir esta situación: la publicidad es su razón de existir. Es decir, la cultura (a través de sus bienes) reduce de manera constante a promesas el placer que promete con sus mercancías, lo que termina por hacerla coincidir con la publicidad, ya que ésta compensa su "manifiesta" incapacidad para procurar placer realmente. Más aún, "dado que bajo la presión del sistema cada producto emplea la técnica publicitaria, ésta ha entrado triunfalmente en la jerga, en el ‘estilo’ de la industria cultural" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 207).

Así, la reproducción técnica, el montaje, la producción sintética y planificada de los productos de la industria de la cultura desde comienzo están al servicio de la publicidad, puesto que cuando el momento singular de cada uno deja de estar asociado con el contexto y perece, además de extrañarse técnicamente de todo contexto significativo, se prestan a fines distintos a los propios. Para Adorno y Horkheimer:

Tanto técnica como económicamente, la publicidad y la industria cultural se funden la una en la otra. Tanto en la una como en la otra la misma cosa aparece en innumerables lugares, y la repetición mecánica del mismo producto cultural es ya la repetición del mismo motivo propagandístico. Tanto en la una como en la otra la técnica se convierte, bajo el imperativo de la eficacia, en psicotécnica, en técnica de manipulación de los hombres. Tanto en la una como en la otra rigen las normas de lo sorprendente y sin embargo familiar, de lo leve y sin embargo incisivo, de lo hábil o experto y sin embargo simple. Se trata siempre de subyugar al cliente ya se presente como distraído o como resistente a la manipulación (Adorno y Horkheimer: 1994, pp. 208).

En fin, para estos frankfurtianos, la industria de la cultura ha acogido como propias las maneras "civilizadoras" de la democracia empresarial, cuya sensibilidad para desarrollar las diferencias de orden espiritual nunca es excesiva. Es decir, todos los sujetos tienen libertad para divertirse, así como la tienen, "desde la neutralización histórica de la religión", para formar parte o afiliarse a cualquier secta existente: pero esta libertad ideológica, determinada constantemente por factores económicos, es en el fondo una libertad para lo mismo, para lo siempre igual. Las formas de comportamiento de los individuos: la joven complaciente, el tono de voz en conversaciones telefónicas y en conversaciones amistosas en persona, el uso del lenguaje, "la entera vida íntima", son la manifestación del interés de los sujetos por adecuarse al modelo de éxito confeccionado y ofertado por la industria cultural. Más aún, es tal la reificación de las reacciones más personales del sujeto, que las especificidades y particularidades están presentes en él de la forma más abstracta: la llamada "personalidad" está labrada con base en la publicidad triunfante de la industria cultural, en la asimilación por parte del sujeto de las mercancías que ésta ofrece, "desenmascaradas ya en su significado".

Ahora bien, una vez expuesta la crítica de Adorno y Horkheimer todo pareciera indicar que el estado que ha logrado constituir la industria de la cultura se encuentra tan sólidamente conformado que resulta imposible pensar en la industria de la cultura como medio de reconciliación social. La base teórica sobre la que se sustenta la industria, a saber, el uso de la razón en su carácter instrumental como herramienta de sistematización, unificación y posterior homogeneización de las diferencias e impresiones de las experiencias de la conciencia dadas en los sujetos, le da a la industria cultural todo un mecanismo de control y manipulación de los sujetos en tanto masa, que, en virtud de la coherencia con su discurso, aparentemente no se encuentran motivos racionales para intentar cambiar esta situación.

No obstante, cuando se realiza una lectura diferente de la argumentación de la industria se encuentra, precisamente en el planteamiento racional, que los alcances de la razón van mucho más allá de los expuestos por la industria de la cultura y que está en ella la posibilidad, o no, de lograr concretar el proyecto de una sociedad diferente a la actual, mucho más humana, a través de la transformación cultural.

Esta posibilidad es el objeto de indagación del siguiente capítulo.

5. ¿La cultura como utopía concreta?

La lectura hasta ahora realizada del enfoque de los teóricos de Frankfurt pareciera permitir despachar rápidamente la pregunta que da título al presente capítulo: No, dadas las condiciones en las que se encuentra la cultura industrializada, ésta no puede ser la expresión de una utopía concreta. Sin embargo, una lectura diferente del mismo enfoque posibilita una reflexión más pausada y permite responder, precisamente de forma diferente o, como ya se dijo, responder sin hacerlo de manera definitiva.

Haciendo uso de un comentario de Jay, es importante señalar que para gran parte de los teóricos de Frankfurt, especialmente para Adorno y, tal vez, con la sola excepción de Marcuse, no había dentro de la cultura misma una "contrahegemonía" que hiciese pensar en la posibilidad de un desafío y una negación radical de la reificación y manipulación de la conciencia de los sujetos producida por la industria cultural.

Pero, tomando en cuenta lo anterior, y siguiendo a Jay, es preciso mencionar las figuras de Pascal y Montaigne, las cuales sirven para ilustrar dos posturas opuestas ante la dinámica seguida por la industria de la cultura, y además, dos eventuales respuestas a la pregunta inicial.

Por una parte, Montaigne asumía una postura de defensa sobre lo importante de la diversión para la vida cotidiana del hombre, ya que permite a éste adaptarse o hacer más llevaderas las presiones sociales. De hecho, en sus Ensayos, específicamente en el De la diversión, aprovecha un episodio que tuvo con una dama afligida para explicar por qué prefería la diversión para aliviar las penas. Sabiendo Montaigne de su mala mano y su escasa arte para la persuasión, pues presentaba sus razones muy puntiagudas y muy secas o con brusquedad o despreocupación en demasía, no insistió en consolar a la dama haciendo uso de sólidas y vivas razones, y mucho menos usando las formas que prescribe la filosofía cuando de consolar se trata, por el contrario, dirigió su conversación hacia otros temas en la medida en que ella se lo permitía, y de ese modo le fue sacando de manera imperceptible el pensamiento doloroso que la aquejaba, en fin, usó "de la diversión" (Montaigne: 1953, pp. 278).

Por otra parte, la de Pascal dista mucho de la "divertida" postura de Montaigne, pues para Pascal la preocupación fundamental era la salvación del alma del hombre y no su adecuación en la tierra, al punto de despreciar el entretenimiento y calificarlo como escapista y degradante.

Para Martin Jay, el planteamiento de Adorno –y de Horkheimer– en muchos aspectos, no en todos, descendía más de Pascal que de Montaigne, pues Adorno no compartía esa resignación de Montaigne respecto de las imperfecciones de la condición humana e insistía –con Pascal– en que las diversiones de masas escamoteaban a los hombres su capacidad crítica y la posibilidad de realizar actividades realmente valiosas y satisfactorias.

Pero, lo que lo hacía a Adorno diferenciarse de Pascal era que el estado más elevado del hombre no era, ni mucho menos, la salvación del espíritu de mundanas actividades. Por el contrario, su crítica contra la industria de la cultura era hacia su ejercicio manipulador e ideológico, el cual negaba rotundamente una genuina gratificación corporal, pues lo que la industria vendía y otorgaba como felicidad era una, más o menos evidente, imitación de la realidad. Más aún, para Adorno y Horkheimer, como se mencionó en el capítulo anterior:

La industria cultural defrauda continuamente a sus consumidores respecto de aquello que continuamente les promete. La letra sobre el placer, emitida por la acción y la escenificación, es prorrogada indefinidamente: la promesa en la que consiste, en último término, el espectáculo deja entender maliciosamente que no se llega jamás a la cosa misma (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 184).

Para Adorno y Horkheimer la posibilidad de encontrar un verdadero placer, una genuina gratificación corporal, se encuentra en las manifestaciones artísticas que demuestran los encubrimientos y camuflajes de las dificultades de la cotidianidad social del sujeto que realiza la industria cultural. En otras palabras, se trata de una suerte de falsa oferta o promesa incumplida de la industria cultural.

Dicho esto, cabe destacar que una de las principales críticas de los miembros del Instituto es la "clara" función e intención mistificadora de la industria, pues argumentan que sus productos no son, bajo ninguna instancia, obras de arte convertidas posteriormente en mercancía, sino que desde un principio son producidos pensando en ser vendidos en el mercado: son siempre mercancía. De este modo, la eventual, y para ellos necesaria, distinción entre arte y publicidad es totalmente difusa y hasta inexistente, desde el momento en que los productos culturales son creados y diseñados pensando siempre en su valor de cambio y no para satisfacer necesidades auténticas. Es aquella "finalidad sin fin" de la estética idealista denunciada por los autores la que opera en dicho proceso productivo.

Todo tiene valor sólo en la medida en que se puede intercambiar, no por el hecho de ser algo en sí mismo. El valor de uso del arte, su ser, es para ellos un fetiche, y el fetiche, su valoración social, que ellos confunden con la escala objetiva de las obras, se convierte en su único valor de uso, en la única cualidad de las que son capaces de disfrutar. De este modo el carácter de mercancía se desmorona justamente en el momento en que se realiza plenamente. El arte una especie de mercancía, preparada, registrada, asimilada a la producción industrial, adquirible y fungible; pero esta especie de mercancía, que vivía del hecho de ser vendida y de ser, sin embargo, esencialmente invendible, se convierte hipócritamente en lo invendible de verdad, tan pronto como el negocio no sólo es su intención sino su mismo principio (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 203).

Es así como el negocio cultural planifica su utilidad con base en una mercancía invendible y, al mismo tiempo, en una oferta imposible de cumplir, a saber: felicidad por doquier y diversión a granel; cuando lo único que produce en realidad es la expectativa y la ilusión de que en cualquier momento "te puede tocar a ti", de que la felicidad llegará algún día.

El negocio de la cultura, coherente con su principio de generar utilidad económica y reproducir el capital, entra en contacto con los consumidores haciendo uso de la denominación que Adorno y Horkheimer hicieron de psicotécnica como la técnica de manipulación de los hombres, pues esta técnica psicológica por ser precisamente técnica, tiene como base el sistema operativo de la razón instrumental cuestionada por éstos, a saber: autoritarismo por una parte y, por otra, todo el proceso de homogeneización, manipulación y sistematización. Este uso de la psicotécnica por parte de la industria tiene como objetivo conducir a los hombres a consumir todos los productos que ésta le venda sin hacer ningún tipo de reflexión sobre la necesidad que tiene de los mismos y, a su vez, reafirmar los aparentes lazos de compromiso social que la industria, supuestamente, cultiva de forma constante con los diferentes miembros de la comunidad.

Pero para poder lograr hacer llegar estos mensajes es necesario contar con los medios de comunicación masivos (los cuales son propiedad casi exclusiva, por lo fundamental y efectivos que resultan, de los industriales de la cultura) con el fin de motivar el consumo en las masas, es decir, es necesario hacer uso de la publicidad. Como se citó en el capítulo anterior, "tanto técnica como económicamente, la publicidad y la industria cultural se funden la una en la otra", pues "se trata siempre de subyugar al cliente, ya se presente como distraído o como resistente a la manipulación" (Adorno y Horkheimer: 1994, pp. 208).

Por esta razón están vinculadas intrínsecamente industria y publicidad. Porque como se trata de subyugar, la publicidad tiene que lograrlo haciendo creer que el proceso es totalmente a la inversa, es decir, que el cliente tiene la libertad de comprar lo que necesita en realidad y lo que le gusta particularmente a él, y que el negocio de la cultura produce pensando precisamente en las prioridades del consumidor y no en las propias, en otras palabras: que la industria cumple con un servicio social y que se encuentra muy lejos de cumplir con metas y esquemas planificadas previamente y con intereses económicos y de poder político específicos de por medio. Con el ejercicio publicitario practicado por la industria cultural la conciencia individual tiene un ámbito cada vez más reducido, cada vez más profundamente preformado, y la posibilidad de la diferencia va quedando limitada a priori hasta convertirse en mero matiz de la uniformidad de la oferta. Al mismo tiempo, la apariencia de libertad hace que la reflexión sobre la propia esclavitud sea mucho más difícil de lo que era cuando el espíritu se encontraba en contradicción con la abierta opresión; así se refuerza la dependencia del espíritu (Adorno: 1973, pp. 208).

Consideran, especialmente Adorno, que el consumo real que se hace de las mercancías culturales es de su abstracta condición de ser-para-otro y no por las cualidades de la obra en sí misma. De hecho, el poder disponer de éstas como mercancía les hace creer a los consumidores, y es allí donde radica el poder de la publicidad, que tienen un valor que trasciende los límites cuantitativos del mercado y que no son simples símbolos con significados específicos dentro de una sociedad determinada con códigos compartidos. Esta situación hace que la industria cultural gane más dinero que el que los individuos imaginan cuando adquieren supuestas obras de arte, o con matices artísticos, libres de cualquier condición fetichista. Pero en realidad, es en este momento cuando más carácter fetiche poseen y cuando menos valor artístico tienen para los consumidores, por una parte; y cuando más mercancía son y menos costos de producción tienen para la industria de la cultura, por otra parte. Con este proceso la industria cultural logra convertir las, en otro momento, obras de arte, en mercancía, y hace que el individuo proyecte sobre ellas su manipulada y distorsionada subjetividad.

Todo aquello que las obras de arte cosificadas ya no pueden decir, lo sustituye el sujeto por el eco estereotipado de sí mismo que cree percibir en ellas. La industria de la cultura es la que pone en marcha este mecanismo a la vez que lo explota. Hace aparecer el arte como algo que es cercano al hombre, como algo que le obedece, ese arte que antes le era extraño y que, al devolvérselo, lo puede ya manejar (Adorno: 1983, pp. 31).

Sin embargo, es preciso decir que para Adorno esta argumentación social contra la industria de la cultura, con todo y que él mismo la utiliza, no deja de estar impregnada de ideología.

El arte, considera, nunca fue totalmente autónomo e independiente de los designios de la industria cultural, en el caso contemporáneo, o de la autoridad que imponían las prácticas culturales de las sociedades de otras épocas. La autonomía del arte es algo que ha ido ganando a través de sus expresiones genuinas y es una condición a la cual tiende todo arte que pretenda legitimarse como tal, pero que no le es dada de antemano. La idea de libertad creativa o autonomía estética se forma y se refuerza sobre la idea de dominio que ella misma generalizó y difundió.

En palabras de Adorno:

Cuando más libres se hicieron de objetivos externos, tanto más se determinaron a sí mismas en cuanto organizadas autoritariamente. Y como las obras de arte siempre vuelven una de sus caras hacia la sociedad, el dominio autoritario que se había interiorizado en ellas también irradio hacia fuera. En este contexto es imposible hacer la crítica de la industria de la cultura sin hacerla también del arte (Adorno: 1983, p. 32).

El arte carente de libertad, atado a los preceptos de la industria, y –como diría Walter Benjamin– sin aura, responde ampliamente al lucro económico que persiguen los industriales, pues al responder la industria con sus productos de arte a las "necesidades sociales reales", está respondiendo precisamente a una sociedad homogeneizada y sin la capacidad de cuestionar y revisar sus necesidades verdaderas y, en consecuencia, sin la posibilidad de suplirlas y superarlas.

Ya no podemos apoyarnos en la confianza de que las necesidades de los hombres, al multiplicarse las fuerzas productivas, harán que todo adquiera una configuración superior. Estas necesidades han quedado integradas en una sociedad falsa y han sido falseadas por ella. No negamos que encuentren su satisfacción y una satisfacción múltiple, tal como había sido pronosticado, pero es una satisfacción falsa y engaña a los hombres sobre lo que es su auténtico derecho (Adorno: 1983, pp. 32).

Así, el ámbito de la conciencia crítica del sujeto, tanto individual como colectivo, es cada vez más reducido al punto de ser casi inexistente y cada vez más preformado al punto de ser casi totalmente predecible y manipulable, y la posibilidad de la diferencia y la crítica se ve cada vez más reducida hasta convertirse en una opción más dentro de la gama uniforme de la oferta "creativa y artística" de la industria. En ese mismo punto la apariencia de libertad brindada por la industria cultural hace que la reflexión sobre la manipulación de la cual es objeto el hombre sea mucho más difícil, por no decir imposible, de lo que es cuando la conciencia se encuentra en franca oposición, cuestionamiento y crítica contra la posición abierta del negocio cultural. La industria logra que el sujeto se sienta libre dentro de un espacio específicamente delimitado, pero con los muros decorados "tan a gusto" del sujeto o tan lejos del mismo, que en ninguno de los casos los percibe como tal.

Un ejemplo de estos muros son los medios de comunicación masivos, sus nuevas tecnologías y su sostén básico: la publicidad, hoy por hoy, bastiones fundamentales de la industria cultural.

En este punto, la publicidad se erige como una promesa (demagógica) de libertad para los consumidores a través de una dinámica que parte de los medios de comunicación masivos y tiene como fin el aislamiento de los individuos en su subjetividad abstracta.

Los medios de comunicación masivos son canales que transmiten la información y los mensajes necesarios para lograr los fines económicos y políticos de los grupos a los cuales pertenecen; pero para lograrlos los autores consideran que es preciso atentar contra la capacidad creativa y crítica de los sujetos.

Pensando en los fines económicos, es decir, en términos capitalistas, las obras de arte tienen que ser reconocidas para que produzcan dividendos, de otro modo no serían atractivas para los industriales de la cultura. En consecuencia, el valor real o práctico de la obra se define en el mercado a través de la ley de oferta y demanda, pese a que esto implique en ocasiones el sacrificio de lo bello o auténtico respecto de las motivaciones de su creador. En otras palabras, bajo los preceptos capitalistas que impone la industria cultural, los productos de la cultura de una sociedad determinada, incluidas, por supuesto, las obras de arte, son transformadas en objetos con un valor material específico, que en los términos de la industria cultural se traduce como capital.

Ahora bien, pensando en los fines políticos, la acción de la tecnología en los distintos medios de comunicación a través de sus productos y mensajes (incluyendo el publicitario, sobre el cual se hablará más adelante) va filtrándose y calando en la cotidianidad social de los individuos, al punto de convertirse en referencia de sus reflexiones, pensamientos y debates morales, referencia diseñada para construir un modelo de sujeto acorde con las expectativas y necesidades de un fin político determinado. Es decir, producen un discurso que moldea, en ocasiones de manera solapada, y en otras abiertamente, el carácter, y le restringe su autonomía reflexiva y, a veces, hasta su libertad de expresión. Para los frankfurtianos esta situación puede llegar a niveles tan alarmantes como los logrados por el autoritarismo alemán de mediados de siglo, nivel en el cual las masas terminan prefiriendo o sacrificando la autonomía de pensamiento y la libertad de expresión por los cuestionables confort social y seguridad social que brindaba el autoritarismo.

Para los teóricos críticos la industria cultural es responsable en gran medida de esta manipulación colectiva. De allí que el poder político establecido "cultive" permanentemente su relación con los medios, cuidando siempre la apariencia de plena libertad de expresión y de estímulo a la diversidad y pluralidad de opiniones. Los "diferentes" mensajes y discursos que circulan en los medios corresponden a un mismo esquema y representan los mismos valores: detrás de cada medio hay una corporación o empresa con fines económicos y/o políticos claramente definidos.

Más aún, el discurso y la oferta pueden variar de una bandera política o económica a otras, pero la ideología subyacente permanece coherente consigo misma, unos pueden ofrecer entretener y otros tantos educar, en última instancia el fin para lo cual se utilizan estos medios es hacer que los individuos, la masa, piense, sienta, padezca y actúe como lo desean y pautan las instituciones.

Pero para que todo este proceso se lleve a cabo con fluidez entra en juego un factor determinante: la publicidad. Este otro bastión de la industria cultural refuerza el trabajo ideológico expresado en el discurso los medios de comunicación de la industria en cuestión. Una de sus principales tareas es vender a los individuos consumidores la idea de que, de acuerdo a lo que adquieren en el mercado, pueden ser diferentes entre ellos, por una parte; y, por otra parte, la idea de que pueden escoger libremente lo que consumen. Es decir, la publicidad de los productos de la industria cultural se basa en la promoción de la posibilidad y necesidad de consumir de los individuos como resultado de la libertad que poseen para escoger las diferentes opciones que la industria les ofrece, y como posibilidad y necesidad de ser distinto del otro. Esta situación le brinda al sujeto diversidad de opciones y diferenciación respecto de la mayoría, sin embargo, esta situación está estandarizada de antemano y garantiza un férreo control disimulado (en ocasiones ni siquiera disimulado) a través una oferta de libertad y felicidad, en otras palabras, la industria hace las veces de prisma y su discurso –con fines específicos y sin matices– lo descompone y lo lleva a los "bellos colores" que muestra la publicidad. Así, le permite al individuo "escoger y decidir" ver una telenovela, un noticiero, un programa de opinión o un partido de fútbol "diferentes" con sólo cambiar de canal en el televisor, por ejemplo.

A simple vista la publicidad siempre vende o hace creer que es el individuo el que decide y, que a su vez, el mensaje o el producto esta conformado pensando en su gusto, en una frase común: "hay que darle al público lo que pide".

La publicidad de la mano de la con la tecnología crea la necesidad de ser libres para escoger, de ser autónomos para decidir y de ser importantes para exigir, pero la gama de opciones, decisiones y exigencias han sido diseñadas por la industria, pues su fuerza se fundamenta en su consecuencia con las necesidades que produce. En fin, la industria cultural avanzada le ofrece a los individuos una suerte de paraíso perdido y los invita a buscar al final de la "luz" que ella misma descompuso, a través del arco iris publicitario que ella crea, la olla de las morocotas de oro.

De la descomposición del arco iris a la recomposición del caleidoscopio

Hasta este punto todo parece indicar que la posibilidad de una respuesta afirmativa para la pregunta sobre la posibilidad de una utopía concreta es prácticamente inexistente. La industria cultural haciendo uso de las diferentes herramientas que poseen para realizar su trabajo de reafirmación de su ideología, en especial mediante los medios de comunicación de alcance masivo, ha logrado consolidar su proyecto de obtención de utilidad económica a través de una oferta a los individuos de diversión, estímulo para el desarrollo y colaboración con el progreso basada en el compromiso social y el interés manifiesto por el bienestar y la satisfacción de las necesidades y anhelos de los sujetos tanto como individuos como en su rol de sujetos sociales y comprometidos en un proyecto común. Además, a través del desarrollo y venta de los alcances de la ciencia y la tecnología ha logrado mejorar las condiciones de trabajo, ha aumentado la producción y variedad de bienes y servicios y los ha hecho más accesibles y humanos. Así, la calidad de vida se ha visto mejorada, pues la sociedad industrial ha logrado optimizar la educación, los servicios de salud y los controles de los embates de la naturaleza.

Sin embargo, este proceso de desarrollo y progreso sostenido auspiciado por la industria cultural ha llevado a los teóricos de Frankfurt a cuestionar y criticar profundamente, por un lado, los fundamentos teórico-racionales de estos postulados, pues consideran que han terminado de hundir a la sociedad en una profunda crisis, descomponiéndola y fragmentándola, y lo que es peor, sin que la sociedad tenga conciencia real sobre lo que está pasando, y consideran también que sus productos son la manifestación clara de su propio fracaso. Por otro lado, los ha llevado a dudar seriamente sobre la posibilidad o viabilidad de una salida histórica que mantenga coherencia y sea consecuente en teoría con su base de sustentación ideológica. En otras palabras, ante la situación auspiciada y promocionada por la industria de la cultura, la cual les ha creado una gran incertidumbre sobre la necesidad de seguir pensando, sobre la "necesidad de filosofía", se preguntan sobre la posibilidad de reconciliación de la sociedad consigo misma, sobre la posibilidad de lograr una sociedad y unos sujetos más "humanos", en fin, sobre la posibilidad de concretar la utopía de un "mundo completamente otro", que no siga siendo el mismo. Se preguntan, en definitiva, cuándo es el momento para concretarse la "promesa de buena hora".

Ahora bien, ¿en qué consiste una sociedad reconciliada consigo misma?, ¿qué es y cómo se concreta la utopía?

En primer término es preciso dejar claro qué se entenderá por reconciliación dentro de un pensamiento marcado por la dialéctica negativa y la teoría crítica. Es decir, un pensamiento marcado por su resistencia a dar por descontada, inmediatamente, una conciliación entre realidad y razón, y que se esfuerza por expresar su dinámica como negatividad en la negatividad, haciendo explícita la contradicción implícita en la apariencia de armonía y totalidad.

En palabras de Tito Perlini, un pensamiento como ejercicio de lo negativo se presenta de la misma manera que se presenta una operación paradójica: ambigua, fragil, problemática y arriesgada. Por lo que dicha operación requiere una continua tensión, una agilidad inexhautiva, la ardua virtud de una especie de acrobacia suprema del espíritu que sepa aguijonearse continuamente y reactivar el impulso hacia lo ausente (Perlini: 1976, p. 40).

Más aún, se trata de un pensamiento que fundamenta su teoría crítica de la sociedad en una razón que se niega a someterse al poder de las ideas dominantes y realiza continuamente un esfuerzo por comprender. Que se fundamenta en el ejercicio extremo de una inteligencia estimulada por el deseo de no someterse a los dictámenes de una realidad aparentemente racional.

Así, volviendo a la reflexión sobre la posibilidad de reconciliación, es preciso decir que el propio Adorno considera que:

Si fuese permitido especular sobre el estado de reconciliación, no cabría representarse en él ni la indiferenciada unidad de sujeto y objeto ni su hostil antítesis; antes bien, la comunicación de lo diferente. Sólo entonces encontraría en su justo sitio, como algo objetivo, el concepto de comunicación (Adorno: 1973, p. 145).

En otras palabras, "un estado de diferenciación sin sojuzgamiento, en lo que lo diferente es compartido" (Adorno: 1973, p. 145). Sin embargo, para Adorno, a pesar de que "la dialéctica está al servicio de la reconciliación" (Adorno: 1984, p. 15), para una dialéctica como la desarrollada por los autores, la cual, como se dijo anteriormente, constantemente niega la realidad actual de lo presente para avanzar hacia lo ausente, hacia lo que no es, esto es, una dialéctica negativa, "el fin de la dialéctica sería la reconciliación" (Adorno: 1984, p. 15).

Entonces, podría decirse –parafraseando al mismo Adorno– que si cabe la posibilidad de especular sobre la reconciliación de la sociedad consigo misma, de esa sociedad fragmentada por los estragos de la industria cultural, se trata del establecimiento de una relación comunicativa de respeto y estímulo a las diferencias y sin eliminar ninguno de los elementos existentes (pues la eliminación de algún elemento que sea fundamental para la relación, lejos de fortalecer esta última, la falsea), entre la dinámica económica de la sociedad y la conciencia de los individuos que la conforman, a través de la transformación del proceso de formación cultural. Lo que podría entenderse como la utopía de una sociedad completamente otra, diferente a la denunciada por Adorno y Horkheimer.

Pero, una vez dadas esas condiciones y características para la lograr la reconciliación, condiciones que hacen ver en el pensamiento de Adorno y Horkheimer un profundo pesimismo sobre la posibilidad de una sociedad futura mejor y, a su vez, una gran desesperación por salir de un mundo desgarrado y descompuesto, pero que ve, luego de la ilusión del arco iris, la esperanza de un mundo mejor, ¿puede expresarse en la utopía esa apelación, luego de la denuncia crítica y la consiguiente sentencia de muerte y barbarie, a la llegada de mejores tiempos, a la "promesa de buena hora"? Teniendo en cuenta que para Adorno una sociedad emancipada no sería, sin embargo, un estado de uniformidad, sino la realización de lo general en la conciliación de las diferencias… concibiendo la mejor situación como aquella en la que se pueda ser diferente sin temor (Adorno: 1987, p. 102).

La crítica a la industria de la cultura que realizan unos melancólicos Adorno y Horkheimer, en tanto expresión del éxito del proyecto ilustrado y para ellos consecuente fracaso de la carrera por el progreso de todos los individuos, tiene como uno de los blancos principales de cuestionamiento el trabajo ideológico que la industria de la cultura realiza para eliminar las diferencias de los sujetos y cubrirlas bajo el manto de la identidad, haciendo que éstos conciban la mejor situación como aquella en la que se cree ser diferente a los demás, sin conciencia, y por extensión, sin temor, de que se es idéntico a todo lo demás y que las supuestas diferencias son sólo estrictamente formales. ¿Cuál es entonces el papel de la industria cultural en la concretación de la utopía?

Pudiera pensarse que el papel que juega la industria cultural en el proceso de concretar la utopía es fundamental, pues tiene el poder, mediante la producción y creación artísticas, de transformar la realidad. De allí que Adorno considere que la cultura, cuando tiene un sentido crítico, irrumpe contra lo instituido, pero no desde una postura que ataca a otra o que quiere instituirse ella misma, sino como la expresión libre de los deseos y necesidades de sus productores y creadores. En este sentido, la producción cultural y la creación artística son la expresión concreta de la utopía.

No obstante, para los dialécticos negativos es imposible dejar de lado u obviar la dinámica impuesta por la industria de la cultura, porque si una idea quiere concretarse "tiene que echar mano de la racionalidad que desprecia" (Adorno: 1984, p. 17), pues de otro modo dicha idea sería una abstracción de la realidad y no tendría determinaciones ni históricas ni teóricas, sería un grito desesperado en medio del bosque.

De allí que para Adorno lo inefable de la utopía es que necesita también de lo que, incluso bajo las actuales condiciones de producción, no puede ser subsumido bajo la identidad sin que la misma vida desaparezca. La utopía extiende su ámbito de influjo hasta el interior de lo que se ha conjurado para impedir su realización. Dialéctica es la ontología de la falsa situación; una situación justa no necesitaría de ella y tendría tan poco de sistema como de contradicción (Adorno: 1984, p. 19).

Más aún,Lo que se siente como utopía es sólo la negación de lo existente y depende de ello… Si la utopía del arte llegase a realización, sería el fin temporal del mismo… Ni la teoría ni el arte mismo pueden hacer concreta la utopía; ni siquiera en forma negativa. Lo nuevo nos ofrece una enigmática imagen del hundimiento absoluto y sólo por medio de su absoluta negatividad puede expresar el arte lo inexpresable, la utopía (Adorno: 1983, p. 51).

Para Albrecht Wellmer, sin embargo, la "separación" en distintos estadios que sufre la razón objetiva en el proceso de ilustración del mundo no puede superarse, para transformar la sociedad, simplemente utilizando el modelo construido por un solo elemento de los separados, a su entender, el de la razón estética.

La "desintegración" de la razón objetiva en sus momentos parciales, dice Wellmer –racionalidad científico-técnica, racionalidad práctico-moral y racionalidad estética–, que acompañó el proceso de modernización, no puede "superarse" posiblemente por medio de una transformación de la sociedad, para la cual un momento de la razón –la racionalidad estética– suministraría el modelo. Desde luego, Adorno nunca lo habría dicho así: Sin embargo, la racionalidad específica de la producción estética se convirtió, efectivamente, para él, en el modelo dominante en términos de lo que intentaba concebir como una "superación" de la racionalidad instrumental en una forma no-represiva de la razón (A.A.V.V: 1994, p. 107).

No obstante, para el intérprete esta idea de Adorno no es del todo descabellada: el uso específico de la racionalidad empleada para la producción estética con el fin de concebir una superación de la racionalidad instrumental con miras a una forma no represiva ni homogeneizadora de la razón. No es descabellada porque las formas de la racionalidad estética, de la producción artística y cultural, contienen un elemento de la racionalidad instrumental que posibilita, dentro de la dinámica del campo de fuerzas de la razón, el paso de la razón instrumental a una unidad libre a partir de la diversidad de los diferentes elementos que la componen. En este sentido, el arte y la cultura en general parecieran ser una posibilidad de reconciliación. Sin embargo, aunque Wellmer acepta en es postura una posibilidad, inmediatamente objeta que … la interacción entre los impulsos miméticos y los elementos de un todo, no pudo proveer una imagen de lo que podía significar la "domesticación" de la razón instrumental con respecto al problema de efectuar una forma no represiva de integración social. Adorno tenía también entonces buenas razones para "desconfiar" de la experiencia estética si se la dejara a su aire: insistió, paradójicamente, en que sólo la filosofía puede manifestar cuál es realmente la verdad de la experiencia estética. Creo –dice Wellmer– que sería mejor admitir que el arte en sí mismo no puede ser el portador de una perspectiva utópica. En lo referente a que una apariencia de reconciliación es constitutiva de la obra de arte, podría sospecharse más bien que esta reconciliación trasciende a la razón, una salida de los confines del espacio, tiempo y causalidad, extática más bien que anticipadora (A.A. V.V: 1994, p. 108).

Y por otra parte, podría entenderse que esta reconciliación trasciende la razón en otro sentido, la cual supone que, dada la devastadora crítica hecha por Adorno y Horkheimer a la razón instrumental, se les hace cuesta arriba, por no decir imposible, recoger algunos de sus postulados para conformar un concepto de racionalidad emancipador (y en este sentido cargado de utopía) que, conteniendo a la razón en su uso instrumental, no contenga sus mismos vicios o, por lo menos, no posibilite los mismos efectos represivos que éstos le imputaban a la instancia criticada.

Ahora bien, en descarga de Adorno, Wellmer cree que si algo pudiese rescatarse para la teoría crítica y negativa es que el arte y la cultura expresan y demuestra lo que, en ocasiones, el individuo no puede decir o "ver", en otras palabras, demostrar o descubrir las posibilidades presentes en la situación de crisis y manipulación descrita por los autores.

En este aspecto puede considerarse que la experiencia estética se relaciona, sin embargo, con la perspectiva utópica de las relaciones comunicativas desbloqueadas –tanto entre los individuos como de los individuos consigo mismos. Si aceptamos que la obra de arte provee un medio más bien que un modelo de tales relaciones comunicativas podemos entender mejor, creo, la insistencia de Adorno acerca de los elementos trascendentes de la experiencia estética genuina, por ejemplo, que trascienden los confines del mero placer estético. Pero el más allá del arte, al que apunta y con el que se relaciona, no es algo que sustituya al arte como arte, sino que el mismo proceso de vida social puede ser afectado por la experiencia estética. Comprendida de este modo, la experiencia estética, al iluminar nuestra vida y nuestra autocomprensión, al hacer que retrocedan los límites del mutismo y del silencio inarticulado, y al hacernos accesibles las profundidades ocultas de nuestras vidas, es, como pensaba Adorno, la presencia de una perspectiva utópica (A.A.V.V: 1994, p. 109).

En última instancia, la posibilidad de utopía radica en colocarla como lo ausente, como "la misma esencia sofocada y reprimida que impide a los existentes ser plenamente lo que, en verdad, ya son potencialmente" (Perlini: 1976, p. 39), para tratar de crear una realidad mejor a través de la creación y la crítica, la producción y la comunicación de la mano con un proyecto político y económico común. Lo que implica que estén compenetradas plenamente las distintas instancias de la racionalidad: la instrumental, la práctica y la estética.

Un ejercicio crítico sobre las condiciones de la actualidad, una apuesta al futuro que entiende que la construcción de éste depende de un enjuiciamiento profundo de las bases de un presente en crisis, presente que siempre va a ser el tiempo desde el cual se realice la crítica.

Más aún, la situación de crisis y descomposición que exige un pensamiento dialéctico, que se encuentra a la misma distancia del desastre total que de la recomposición, y que en la oscilación permanente de los extremos que van de la afirmación o negación absolutas de lo instituido por la ideología de la sociedad industrial avanzada, encuentra su presente continuo para la reflexión o las opciones para escoger; halla en la utopía una suerte de caleidoscopio para ver hacia lo ausente y observar en los fragmentos que lo componen una unidad armónica dentro de la diversidad o la totalidad de una diversidad caótica e insalvable.

Como un aislado suspiro optimista de todo el pesimista pensamiento de Adorno y Horkheimer, la utopía es la posibilidad de interactuar con la cultura producida por la industria de un modo crítico y con el fin de lograr la comunicación de lo diferente o, en otras palabras, la negación y subversión de la homegeneización y la manipulación de las masas a favor de la autonomía crítica y la libertad del sujeto individual. La posibilidad de decir que no racionalmente.

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Palabras Clave: Razón, Cultura, Utopía, Industria Cultural

Trabajo enviado y realizado por: Luis Martínez Pacheco Aprobado para optar al título de Licenciado en Filosofía Universidad Central de Venezuela lmpinc[arroba]cantv.net

Partes: 1, 2
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