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Diario trágico de una joven maestra. 25/ 5 a 14/ 7


Partes: 1, 2

  1. Miércoles 25 de mayo. Maestra en una escuela oficial
  2. Martes 31 de mayo. Primera tarde y noche en el nuevo pueblo
  3. Jueves 2 de junio. Instalación con mi madre en la escuela
  4. Lunes 6 de junio. Visita de la junta de instrucción del pueblo
  5. Domingo 6 de julio. Mi primer mes en la escuela
  6. Domingo 13 de julio. Alegría y dolor con las primeras cartas
  7. Lunes 14 de julio. El hijo del alcalde me mira mucho

Miércoles 25 de mayo. Maestra en una escuela oficial

Cuando llegué a la casa de mi madre en Bogotá, para no dar tiempo a mis anteriores y tristes recuerdos, me propuse activamente buscar trabajo. Visité a mi antigua directora en la Escuela Normal, le conté mi primera experiencia amarga como institutriz en "La Esperanza" y ella prometió ayudar de nuevo a conseguirme trabajo, pero esta vez en el sector oficial. Esta mañana tuve que ir a visitarla de nuevo y ¡oh sorpresa!, tenía que viajar cuanto antes al pueblo de Fusa a encargarme de la escuela oficial de niñas.

Martes 31 de mayo. Primera tarde y noche en el nuevo pueblo

Ayer por la tarde llegué con mi madre Natividad a Fusa. Un pueblo árido y frío, con casas rústicas dispersas, un cinturón de sauces y un campanario alto y deslucido que se veía a distancia desde la llanura. Tenía la monotonía, la soledad, el silencio de los pequeños pueblos de la sabana. La calle principal era un sendero guijarroso, polvoriento o fangoso. La niebla fugitiva de los altos cerros, envolvía todo en una densa atmósfera brumosa. Qué triste me parecía aquel altiplano andino!. Toda mi tristeza parecía condensarse en aquel pueblo solitario, aislado, melancólico, como olvidado en la sabana inmensa.

Mientras avanzábamos escuchábamos el murmullo de peones que regresaban de la siega, el mugido melancólico de los bueyes camino del establo y el grito de gañanes, arriando las vacadas.

La tarde fue de alarma en el pueblo. La gente estaba inquieta. Había llegado la maestra!, la casa de doña Casilda, mi posada, estaba cercada de chicuelos de ambos sexos ansiosos de ver al enemigo. Trabajo tuvo la vieja y gorda señora desalojando de la tienda y del zaguán de la casa, aquella inquieta turba de rapaces, que querían con miradas sorprendidas, penetrar hasta la sala, donde se encontraba la recién llegada.

Doña Casilda me comentó que la llegada de la maestra, de la nueva directora, era para el pueblo un acontecimiento político, religioso y social. El pueblo hasta entonces había estado dominado por su párroco, un hombre con visos de político, formado y fanatizado dentro de las verdades armadas por las autoridades eclesiásticas para los católicos. Había sido refractario a admitir una maestra graduada, sinónimo para él de herejía. Había tomado como oráculo en el pueblo la frase mentirosa y mal intencionada de "las Escuelas Públicas son escuelas sin Dios", frase que era encanto de teólogos crédulos y recurso teórico de predicadores rurales, y que había engendrado en el rebaño humano de ese pueblo, aborrecimiento a las escuelas públicas.

Hasta entonces había sido preceptora de niñas Micaela, mujer del sacristán del pueblo. Esta buena mujer como todas sus predecesoras, se dedicaba a enseñar a sus silvestres alumnas a bordar flores chillonas, a leer en la cartilla y a recitar de memoria el catecismo católico.

Pero el gobierno, resuelto a luchar contra el fanatismo y a vencerlo, había anunciado a las autoridades del pueblo que había nombrado a la señorita Luisa García, para directora de la Escuela de este distrito y ordenaba darle posesión. La noticia conmovió al pueblo, el cura en principio juró hacerle la guerra porque de seguro esa mujer era una masona. El gobierno envió entonces al Inspector Departamental de Instrucción Pública y el párroco convino en apoyar el nombramiento siempre que él fuera el presidente de la Junta de Inspección de la Escuela y el catedrático de religión.

Doña Casilda era un monumento de carne humana. Rubicunda. Su nariz y boca casi desaparecían entre sus mejillas temblorosas. Papada de abadesa y cara inmensa como de bisonte. Su tranquilidad completa y aire atractivo y bondadoso demostraban un alma sana.

Mi madre Natividad, pequeña, delgada, pálida, con una palidez de marfil viejo, cabellos negros caídos en banda a los lados del rostro, tenía un aspecto doloroso y triste. La memoria de toda su vida se concentraba en sus ojos negros, grandes, melancólicos, de inocencia virginal y dulzura infinita. Ojos a veces de corsa agazapada llenos de temor salvaje. En la calma de sus pupilas había una serenidad de estanque. Más que ojos de una mujer madre, semejaban ojos de una niña enferma. En ellos se retrataba la bondad suprema, pensamientos puros como cisnes mágicos y claridades de cielo azul y blanco.

La sala era un cuarto con bancos cubiertos de alfombrillas viejas y en el piso tapeticos multicolores y cueros de oveja.

En una pared pendían estampas policromas de santos y láminas de revistas, además de un retrato litografiado del arzobispo Herrán. En la puerta de la alcoba había una foto bordeada con una gasa negra, que un pintor transeúnte le había vendido, como retrato de su finado esposo don Segismundo.

Doña Casilda, dueña de la posada, tenía ya noticia de mi llegada pues su compadre, el alcalde, había mandado a prepararme comida y posada. Así, cuando sintió que un coche se detenía a la puerta, dejó el amasijo en que se ocupaba y limpiándose las manos con su delantal, más sucio que el de un herrero, salió a recibirme, según ella, ¡como una maestra graduada se lo merecía!.

Partes: 1, 2
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