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Cómo concibo un taller literario (Balance de una experiencia)


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    Siempre fui reacio a los talleres literarios. De hecho nunca participé de ninguno. Cuando lo intenté salí aterrorizado. Fue a inicios de los años 80, cuando, invitado por el poeta Rodolfo "Popo" Dada, asistí por primera y última vez al Taller de los Lunes, que entonces operaba en el propio apartamento de "Popo", edificio Guilá de la Calle de la Amargura, conocida por los talleristas como Calle Caústica. Cuando me tocó el turno, leí, temblando y sonrojado, uno de mis "poemas". No había terminado, cuando uno de los poetas presentes (del cual, por pudor, me reservo el nombre) totalmente ebrio, se levantó y gritó: ¡eso es una mierda! Deseaba que me tragara la tierra.

    Anteriormente, durante mis años de internacionalista en Nicaragua, luego de la guerra, cuando cursaba los cursos preparatorios para suboficial del Ejército Popular Sandinista en la Escuela Carlos Agüero, frecuenté un par de veces los talleres populares que organizaban a nivel nacional los poetas Ernesto Cardenal y Mayra Jiménez.

    Pero entonces no escribía poesía, la hacíamos cotidiana y colectivamente. Más tarde, a mi regreso de Nicaragua, en Ciudad Quesada, por necesidad de compartir más que por otra cosa, fundé la artesanal e inolvidable revista Trapiche, la cual dio origen al grupo del mismo nombre congregando a varios poetas sancarleños que empezaban a hacer sus primeras armas literarias, acuerpándonos y acercándonos a eso que se conocía como "taller". Pero no "tallereábamos", sencillamente discutíamos, con criterios amplios y permisivos, acerca del material que debía o no publicarse.

    Lo puedo aseverar: afortunadamente nunca participé de taller literario alguno. Por esa razón, cuando en el año 2001 el Complejo Juvenil del Conocimiento y la Fundación Ayúdenos para ayudar del Centro Costarricense de Ciencia y Cultura, mejor conocido como Museo de los Niños, me propuso impartir un taller literario para adolescentes en su biblioteca Carlos Luis Sáenz, me lo pensé seriamente.

    Nunca había impartido, ni imaginado impartir, ningún taller literario pues, repito, les tenía desconfianza. Había ofrecido sí, varios talleres de artes escénicas, que, al final de cuentas, es la columna vertebral de mi formación académica. Pero de literatura, nada.

    Accedí, aunque con cierto recelo, no muy convencido del asunto. Diseñé entonces un taller con algunas técnicas provenientes de las artes escénicas. Lo denominé pomposamente Taller literario interactivo. La idea era desarrollar un breve curso de tres meses donde la creación literaria se combinara con otras posibilidades didácticas provenientes del teatro, la música, las artes visuales, el cine, etc. Se planteaba el perfeccionamiento de las capacidades biofísicas, mnemotécnicas, sensoriales e intelectuales de los participantes con ayuda de otras dinámicas y experiencias artísticas. Pero claro, la palabra debía ser el centro de la experiencia.

    Lo primero que debía estar claro es que nadie puede enseñar a escribir a nadie. Por supuesto, se puede alfabetizar a una persona, pero enseñarle a escribir un poema, un cuento, una novela, un guión o pieza teatral, o un ensayo, eso jamás. Se le puede inducir, estimular, mostrar experiencias y caminos frecuentados, o a reconocer los errores más comunes en la escritura, pero nunca se le podría entregar la receta mágica que permita la producción automática de textos literarios.

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