- Las codependencias
- Aplicaciones prácticas
- Consideraciones adicionales
- El punto de vista psicoanalítico
- La terapia
- El caso de Maripili y su sonrisa sardónica
- El diagnóstico: Parálisis de Bell
- Síntomas
- Tratamiento
- Bibliografía
Su odisea personal comenzó cuando era muy joven. Miriam fue, como tantos niños de padres inmaduros, totalmente excluida. Se sentía sola, aislada y culpable por no lograr establecer un puente de comunicación afectiva entre sus progenitores — combatientes opuestos en una guerra amarga y sin treguas.
Tenía otros hermanos, pero no le concernían. A quien envidiaba fue a su hermana mayor, quien, para todos había asumido el rol de ser la hija favorita — pero, aún así, su presencia no bastaba para que sus padres remediaran la grieta abismal que los apartara.
"Pleitos, y más pleitos…" era el modo, como en la terapia, Miriam describiera toda comunicación entre sus padres.
"Pleitos, pleitos, pleitos… y más pleitos"
Los papás se tiraban platos, se daban golpes y se llamaban nombres horribles.
Ella temía, que un día, su papá mataría a la mamá. Si no porque la odiaba, porque así la amenazaba en sus rabietas.
El hogar donde nuestra paciente naciera, poseía las apariencias externas de una casa de ambiente normal.
La prosperidad económica de la familia por parte del papá, les aseguraba lujos que otros, con menos fortuna, envidiarían — lo que no suministraba eran paz y armonía.
"Pleitos, pleitos y más pleitos…"
Miriam se sentía culpable porque, en su fantasía de niña en latencia, no conseguía ser la razón por la que sus padres llegaran a un acuerdo, a una tregua, a un paro en las hostilidades.
"¡Qué vaina me echaron, cuando me trajeron al mundo!" Frecuentemente, expresaría frustrada.
Se imaginó que, si ella hubiera sido el varón, que en su mente inmadura, todo papá espera como hijo, que ella podría darle compañía, estar con él y proporcionarle lo que él quería y que su mamá no le proporcionara.
Trató de enmendar su identidad sexual, adoptando estilos de comportamientos masculinos, los que sólo le restaban a su belleza física natural.
El símbolo más fálico…
Como muchas adolescentes aprendió a montar caballos para sentirse más formidable y viril. El cuidado de la montura, bestia poderosa, le aseguraba que era capaz y, a la vez, vigorosa.
Lo que montar caballos no pudo hacer, fue proporcionarle un remedio por sus sentimientos de tristeza y soledad, frente a la confusión en que, como adolescente, viviera.
Terminó el bachillerato y no continuó con la universidad para avanzar más. Se dedicó a socializar con sus amigos y amigas. Comenzó a fumar. Le gustó. También comenzó a experimentar con el alcohol, lo que terminaría gustándole también.
Ya no le importaría si su papá y su mamá peleaban, porque, finalmente, se habían divorciado — no sin antes procrear más hijos entre ellos.
Conoció a Darío. Lo trató, se hicieron novios y decidieron casarse. Pero no era lo que quería. Quería otras cosas.
Lo que en realidad quería, eran relaciones codependientes. Las quería, porque éstas llenarían un vacío existencial que en ella habitara desde su niñez.
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