Siento que la vida me fue concedida en préstamo, solo por un tiempo. Y que debo devolverla, con altos intereses, si no le doy un buen uso.
Quizás por ese motivo, o porque algunos amigos me incluyen, en broma, dentro de un estereotipo de judíos que festejan "todas las fiestas", argumentando que representa una forma frívola de disfrutar el ocio, sea éste merecido, o no.
La breve reseña que sigue, pretende relatar cómo han sido los festejos de las navidades en mi familia, incluyendo sus orígenes y viñetas barriales. El propósito es conformar la crónica pueblerina que desconocieron y no pueden comprender, aquellos amigos bromistas, sin ánimo de satisfacerlos. Allá ellos. Y aquí yo.
Terminaba el año 1927, cuando mis padres, inmigrantes judíos sefardíes, viviendo en el interior de la Argentina, hablaban ladino aún. Dicha lengua es viva, y constituye una variación del español del medioevo, utilizada por los judíos de ese origen, que se mantuvo intacta en el tiempo, pese a que la Santa Inquisición los obligara a convertirse, con la única opción de ser expulsados para evitar una suerte peor que la muerte. Y emigraron hacia destinos exóticos, dejándolo todo.
Mi padre, Alberto, más de cuatrocientos años después que sucediera aquello, eligió Corrientes por ser una ciudad argentina, rica en tradiciones y llena de calidez de su gente. Pretendía echar raíces, luego de escapar junto a sus seis hermanos mayores, de las muy crueles persecuciones del Imperio Otomano, en Turquía, en vísperas de la primera guerra mundial. Era la búsqueda interminable de un lugar de paz, para arraigarse, trabajar, formar una familia y crecer.
Lo importante fue que encontró a mi madre, Sara, que recorrió idéntico camino, huyendo de los mismos horrores, salvo que viajó acompañada por sus padres y algunos de sus hermanos, teniendo ella ocho años.
El destino los reunió en esa tierra que los adoptara, se enamoraron, y contrajeron matrimonio. Fue en Corrientes, un feliz día veinticinco de diciembre.
La familia y la colectividad israelita latina, de cuya asociación mi padre fuera socio fundador, festejaron el acontecimiento con la energía de su juventud y espíritu de aventuras. Los acompañaron gran cantidad de amigos, entre nativos, sirio libaneses, griegos y otros, encontrados durante sus años de adaptación.
Habían enterrado en la tierra, el ancla que echaran en esa aldea bulliciosa situada a la vera del Río Paraná. Consolidaron así su voluntad de dejar atrás el traumático y eterno éxodo, y el dolor acumulado por tantos hogares abandonados por sus ancestros, aún sabiendo que esa decisión los privaría, para siempre, de la oportunidad de volver a encontrar a sus padres, hermanos y solares natales.
Los jóvenes esposos, al elegir la fecha, estaban lejos de pensar en la Navidad, dedicados exclusivamente a vivir. Cuando concluía el siguiente año, fueron bendecidos con el nacimiento de una niña, Catalina, en noviembre.
Ese mismo año, 1928, trajo la ocasión de celebrar el primer aniversario de sus bodas, el veinticinco de diciembre. Nómadas como eran, por su movilidad como inmigrantes, mi padre buscaba trabajos inexistentes entonces, agregando su imaginación al tiempo sumado al tiempo de transportarse a caballo, en carro, o remando sobre alguna canoa, para sortear algún arroyo. En tanto, crecía la familia, cuando nació una nueva mujer, Matilde, en mayo de 1930.
Los festejos de cada aniversario de casamiento, los tomaban, por ello, en casas diferentes, por necesidad, convidando a los parientes más cercanos, no obstante, con lo poco que tenían, distribuyéndolo con generosidad.
Esa tierra los había recibido y amparado, y así agradecían.
Nació el primer hijo varón, tercero entre los hermanos, por casualidad, también el veinticinco de diciembre de 1932, duplicando el motivo del festejo en esa fecha. Lo llamaron Salomón, cuál era el nombre del padre de mi padre.
Cuando corría 1942, la historia comenzó a ordenarse en mi memoria, comprendiendo recién sus giros cambiantes. Años antes, había hecho mi aparición, cancelando la serie de cuatro hermanos, recibido como el benjamín de la familia.
Tenía yo seis años; edad suficiente para grabar cada suceso. Percibí con interés ese veinticuatro de diciembre por la noche, en la primera de las dos casas alquiladas por mi padre en el Barrio de La Cruz, cuando se organizó la recordación festiva de sendos eventos familiares, y algo más, que sumaríamos.
En casas vecinas, las familias Ledesma, Faisal, Vargas, Barrios, Contreras y Gotusso, celebraban la Nochebuena, recordando el nacimiento del Niño Jesús. Y los frentes de sus casas, resplandecían exhibiendo sus creaciones del pesebre santo.
En nuestra vivienda, de reducido espacio interior y amplio patio con árboles frutales, los jóvenes esposos de origen judío, ya naturalizados argentinos, dejaron de ser llamados rusos o turcos, para ser incorporados abiertamente como amigos, cuando recibieron con alegría a aquellos vecinos, que los visitaran para saludarlos.
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