Marcelo Bazán Lascano señala que la Ley Avellaneda, de 1876, proporciona la definición de inmigrante. Distingue "entre los inmigrantes ‘sensu stricto’, o sea los que venían con pasaje de segunda o tercera clase por cuenta del gobierno u otras entidades, y los que entre el 25 de mayo de 1810 y el presente han arribado a nuestro territorio a su costa, como polizones o en cualquier otra forma clandestina o ilegal. Podría sostenerse, pues, que los segundos son, prima facie, definibles como inmigrantes ‘lato sensu’, aunque hubieran venido en primera clase y aunque lo hubiesen hecho con bienes de fortuna y hasta con títulos nobiliarios" (1).
Se ha señalado la diferencia entre inmigrantes y refugiados: "El inmigrante toma una decisión y asume el riesgo, aunque tenga que poner en peligro su vida. El exiliado no tiene capacidad u oportunidad para decidir. Otra de las diferencias fundamentales es la experiencia vivida antes de la partida. Muchos llegan heridos, con mutilaciones, han sido testigos de la muerte de personas conocidas y familiares. Sufrieron violaciones sexuales, (…). Luego está el trauma del desarraigo, la pérdida del punto de referencia, la destrucción de todos los bienes".
Cuando se trata de un refugiado, por más que se esfuerce por sobreponerse, "El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida. (…) En muchas ocasiones, el desplazado debe adaptarse a países con otro idioma, otra cultura, separado de sus seres queridos. No resulta extraño que sean frecuentes los intentos de suicidio, los conflictos conyugales, el retraimiento social, la sensación de peligro constante, la pérdida de creencias, las conductas agresivas… Un caso donde el desarraigo es especialmente doloroso es el de los ancianos, que desarrollan más cuadros depresivos que el resto. La falta de esperanza sirve para adelantar la muerte" (2).
Tomada la decisión, se emprende la travesía. Primero, por las oficinas que otorgan el permiso de embarque. No viajaba el que quería, sino el que conseguía la autorización imprescindible para embarcar. Giorgio Bortot escribe que a aquellos inmigrantes "se les exigió: 1) ser preferentemente europeo; 2) ser de sana y robusta constitución, exenta de enfermedades y malformaciones que alteren su capacidad laborativa presente o futura; 3) asegurar que no venían a practicar la mendicidad, y la mujer adulta, además, a ejercer la prostitución; 4) declarar su religión; 5) viajar en segunda o tercera clase; 6) residir en zonas determinadas; 7) al llegar, tomar otros recaudos para asegurar la defensa social". Y agrega: "pocos se enteraron de tales restricciones. (…) El que escribe fue traído de niño y debió acatar aquello" (3).
La enfermedad, la senectud, eran muchas veces objeto de discriminaciones que separaban a las madres de sus hijos, a los hermanos entre sí. Syria Poletti lo supo bien y lo narró en su novela Gente conmigo, que fue distinguida en 1961 con el Premio Internacional de Novela convocado por la Editorial Losada. En esa obra alude a las trabas que se imponían a los disminuidos físicos para salir del país. Recuerda Nora Candiani, la protagonista: "Paso tras paso, con su carga de trabajo y el agobio de apuntalar a una familia dispersa, Bertina consiguió arrancar el permiso de embarque. (…) Mi viaje a América se resolvió así en una suerte de contrabando: yo era como un producto deteriorado que debía pasar inadvertido, entremezclado con los productos destinados a la exportación: los emigrantes aptos. Yo era el polizón que logra trepar al barco. Luego, la piedad me admitiría. De todos modos, lo importante era viajar. La vida impone las leyes y la vida enseña las trampas. Sólo que las trampas arañan" (4).
Lo mismo sucedía con quienes deseaban salir de la Argentina. El italiano Gemesio desea establecerse con su familia en la península. Durante la revisación médica, el galeno señala: " ‘¡Esta criatura tiene fiebre! –y le sacó la gorrita, y cuando vio los granos exclamó: -¡Esta niña no puede viajar!’. Y quedó Elenita, que sólo tenía tres años, en brazos de la abuela Irene, mientras el Principessa Mafalda se alejaba de la costa, los pañuelos se agitaban en el puerto y Christina, a través de las lágrimas veía empequeñecerse las figuras familiares. Por primera vez miró a su marido con rencor" (5).
Notas
- Bazán Lazcano, Marcelo: "Carta de Lectores", en La Nación, Buenos Aires, 19 de diciembre de 1999.
- ABC: "El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida", en La Prensa, Buenos Aires, 9 de mayo de 1999.
- Bortot, Giorgio: "Correo de lectores", en La Nación Revista, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.
- Poletti, Syria: Gente conmigo. Buenos Aires, Losada, 1962.
- Ayala; Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.
En las páginas que leímos, encontramos la evocación de la travesía vista, no sólo como material literario, sino también como un momento de la vida propia o de los mayores que se desea reflejar, para dar testimonio y rendir homenaje a tantos seres que buscaron en otra tierra lo que en la suya no encontraban.
Una vez logrado el permiso de embarque, el inmigrante debe dirigirse al puerto. Un periodista, en la calle principal de Ottobiano, imagina a su abuelo: "un chico de doce años yéndose para siempre con su madre –escribe Miguel Frías. No sé lo que piensa en esa mañana de 1913 y ya no se lo puedo preguntar; tal vez, en el reencuentro con su padre, trabajador en las cosechas argentinas; tal vez, en la leña y las moras que debió robar para sobrevivir al invierno; tal vez, en la cocina del barco donde trabajará para cruzar el Atlántico" (1).
En Sobre héroes y tumbas, Ernesto Sábato evoca la partida desde la tierra de origen: " ‘Addio patre e matre,/ Addio sorelli e fratelli’ Palabras que algún inmigrante-poeta habrá dicho al lado del viejo, en aquel momento en que el barco se alejaba por las costas de Reggio o de Paola, y en el que aquellos hombres y mujeres, con la vista puesta sobre las montañas de lo que en un tiempo fue la Magna Grecia, miraban más que con los ojos del cuerpo (débiles, precarios y finalmente incapaces) con los ojos del alma, esos ojos que siguen viendo aquellas montañas y aquellos castaños, a través de los mares y de los años" (2).
Agata, la protagonista de Oscuramente fuerte es la vida, recuerda, muchos años después, el día en que debió dejar su tierra, para reunirse con su marido: "Hasta último momento, yo seguía formulándome preguntas que no encontraban respuesta. Teníamos lo que habíamos querido siempre: la casa, el terreno, la posibilidad de trabajar. Habíamos defendido esas cosas, las habíamos mantenido durante esos años difíciles. Ahora, cuando aparentemente todo tendía a normalizarse, ¿por qué debíamos dejarlas? Me costaba imaginar un futuro que no estuviese ligado a esas paredes, esos árboles, esas montañas y esos ríos. Había algo en mí que se resistía, que no entendía. Sentía como si una voluntad ajena me hubiese tomado por sorpresa y me estuviese arrastrando a una aventura para la cual no estaba preparada. (…) Llevaba en la mano una bolsita de tela y la llené de tierra. Me acordé de mi abuelo abonando esa tierra, de mi padre punteando, sembrando hortalizas. (…) Entré en la casa, abrí una valija y guardé la bolsita con la tierra. Recorrí las habitaciones como había recorrido el terreno. Con el brazo extendido rocé las paredes, las puertas, las ventanas. Me senté en un rincón y me quedé ahí, sin moverme, hasta que fue la hora de despertar a Elsa y Guido" (3).
También alude a ese momento la calabresa Adelina C. Cela, en el poema "Madre Patria", imaginando el sentimiento de su tierra: "Tú clamabas por mí/ como una madre divina,/ con lágrimas derramadas/ en nostálgica partida" (4).
A los inmigrantes "de alguna manera, los acompañaba la esperanza, aún teñida del dolor de dejar atrás pasado, historia, familia, amigos, afectos y recuerdos -escribe Silvia Fesquet. El dolor no era poco pero el equipaje** que cargaban –liviano, muy liviano- estaba amarrado con sueños, ilusiones y mucha esperanza: la de encontrar amparo o un destino mejor, la de volver y devolverse a esa tierra que, por razones distintas, ahora los expulsaba" (5).
Roberto Cossa, en El Sur y después, imagina el sentimiento de quienes van a tentar suerte en otra tierra: "Allá murió la infancia/ una caricia, una canción/ una plaza, una fragancia. / Los brazos viajaron, el corazón quedó./ Pero una estrella nos llama del sur./ Y un barco de esperanzas cruza el mar./ América, la tierra del sueño azul/. Es un vaso de vino, es un trozo de pan" (6).
Los italianos que se embarcan en Génova en 1884, hacia el Río de la Plata, son evocados por Edmondo D’Amicis en su obra En el oceano. Acerca del escritor, dijo Griselda Gambaro: "El autor de Corazón recoge, sin embargo, sus mejores frutos en la crónica. En este fresco están todos los que vinieron a América, en su mayoría obreros y campesinos, cada uno con su sueño particular. Y el sueño –y el destrozo del sueño- empieza en el Galileo, como si el barco navegara en un mar de tierra y sus pasajeros, en los múltiples tipos y pasiones, representaran a la humanidad entera" (7).
Para Valentìn Bianchi "transcurrieron muchas noches de insomnio, acostado en la estrecha cucheta del camarote, mientras pensaba en su nuevo destino y en cual serìa la suerte que le depararìa. Las incomodidades del barco carguero en el que viajaba tambièn le producìan desazòn. Tenìa que sobreponerse a las penurias del viaje y a sus interminables noches, cuando, con frecuencia, solìa sentir a las ratas correteando por sobre su cama" (8). No faltaban pasajeros como el italiano Deyacobbi:, nacido en 1886, quien, a los dieciséis años, "se embarcó como polizón" (9).
A pesar de la tristeza, "La música y las danzas abundaban en el barco –escribe Scotti. Algunos tocaban el acordeón, otros la flauta, y por encima de la baraúnda, el violín diáfano de Padrazo" (10). Cuando embarcó en Génova, Valentín Bianchi "portaba la vieja valija de la familia y su inseparable mandolina en la espalda" (11). En el océano, "cuando vino con otros/ encerrado en la panza de un buque", aprendió el italiano del tango "La Violeta", de Nicolás Olivari, la "canzoneta de pago lejano" que cantaba en la taberna (12).
También se escuchaban narraciones. Ana Padovani dice: "mi abuelo me contaba que cuando vino en barco a la Argentina, los pasajeros de la primera clase bajaban a la bodega para oír los relatos de los inmigrantes de tercera clase" (13).
Muchos traían el manual que les ayudaría a manejarse en América: "los gobiernos preparaban manuales escritos por ‘doctores en viajes’ y no necesariamente basados en experiencias. Eran redactados para orientar a los futuros colonos y contenían precisas instrucciones acerca de lo que sería el viaje, la llegada y la posterior vida en un país extraño. Cómo sacar un boleto, cómo conseguir empleo, cómo cuidarse de los estafadores. Aconsejaban no quedarse en Buenos Aires, ya que más lejos de los centros urbanos, tendrían mayores probabilidades de hacer fortuna. Y otras curiosidades, como por ejemplo, consejos acerca de los hábitos de nuestro país y de otros, como Italia" (14).
Juan Berisso sólo traía su ropa: "Después de abonar el pasje, le quedaba como único capital una moneda de plata española que tuvo que entregar a las autoridades marítimas italianas. Partió entonces solo con el baúl con pocas prendas" (15). Tenía quince años.
Alberto Luis Ponzo expresa en "Dibujos de papá": "Seguí durante horas/ la cabeza/ que viajaba desde Italia/ dejando olas y vientos/ navegando en la piel" (16). Ema Wolf afirma que no sólo venían personas en los barcos. Venían también extraños personajes como el Mamucca, un duende que llegó desde Sicilia: "Con toda seguridad llegó acá en un barco. Lo habrá traído algún inmigrante en su bolsillo, en la bocamanga de los pantalones o en el pliegue del sombrero. Lo habrá traído sin querer, sin darse cuenta. Porque uno puede mudarse de continente llevando hasta un ropero, pero a nadie se le ocurriría cargar a propósito con algo tan fastidioso como el Mamucca" (17).
Los aspectos desagradables de la travesía son evocados en muchos testimonios. "Había en ese barco a la vez, mucho hacinamiento y revoltijo –narra María Angélica Scotti. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier rincón. (…) "Dicen que el aire de mar a unos les provoca náuseas y a otros unas peculiares ansias –continúa Scotti. Padrazo contaba que a él el viaje se le hizo harto breve, que no sentía las molestias ni los calores de cuando alcanzaron el Ecuador y los trópicos," (18).
Viajando en esas condiciones, era fácil que se propagaran las enfermedades. Syria Poletti narra en Gente conmigo lo sucedido a una pareja italiana: "El llegó primero; trabajó duro y construyó la casa. Entonces se casaron por poder y ella tomó el barco. Un barco hacia América, hacia él, hacia el nuevo hogar. Durante la travesía la contagió el tracoma y no pudo desembarcar. Las prescripciones sanitarias no lo permitieron. Y él tampoco pudo subir a la nave. Debió conformarse con agitar el pañuelo desde el muelle cuando el buque zarpó de regreso a Italia". La narradora sabe bien por qué sucedió eso a la infortunada pareja de emigrantes: "Ella había contraído el tracoma por viajar junto a algún enfermo clandestino. Un enfermo a quien alguien –un médico o un traductor- habría posibilitado el embarco eludiendo o alterando un diagnóstico" (19).
Salvador Petrella, personaje de Frontera sur, muere de fiebre amarilla en el barco. Su cuerpo fue cremado en el horno del lazareto de la Isla Martín García. La novia que lo esperaba "pone el brazo izquierdo sobre la mesa, la mano abierta, la palma arriba, y con la derecha se da un hachazo…" . Esa fue la espantosa forma en que se suicidó. (20).
A las enfermedades a bordo se refiere asimismo Claudio Savoia, quien afirma que la "fiebre inmigratoria" de 1907 fue bautizada así por los historiadores porque casi todos los pasajeros de los barcos llegaron a la Argentina con fiebre" (21).
Como la inmigrante que evoca Poletti, aunque por otro motivo, a Italia vuelve también el protagonista de Guido de Andrés Rivera, a quién se le aplicó la Ley de Residencia 4144. Dice el hombre: "Estoy aquí, en un camarote o calabozo, de dos por dos y medio, tirado en una roñosa cucheta, vestido, el cigarrillo en la mano, roja la brasa del cigarrillo, y sobre mí, encendida, una lámpara que ellos rodearon con tiras de metal. Idiotas, creen que trasladan a suicidas. (…) soy un tipo que se llama Guido Fioravanti y que los patrones de este desgraciado país, envían, como un saludo, a la bestia de la Romagna" (22).
El viaje era insalubre y riesgoso. A Stéfano, protagonista que da el nombre a la novela de María Teresa Andruetto, le toca en suerte un viaje accidentado: "En medio de la noche los ha despertado la tormenta, el ruido del agua contra la banda de estribor. El llanto de un niño viene del camarote vecino o de otro que está más allá. Aquí donde ellos esperan, nadie grita, sólo el hombre de jaspeado dice que el mar esta noche no quiere calmarse y es todo lo que dice; habla con serenidad, pero Stéfano sabe que está asustado. Al llanto del niño se han sumado otros, pero nadie ha de tener más miedo que él, que quisiera que a este barco llegara su madre y lo apretara entre los brazos y le dijera, como cuando era pequeño y todavía no soñaba con América, duerme, ya pasará" (23).
El narrador describe, en Frontera sur, uno de los tantos desembarcos de inmigrantes, en la década del 80: "Los buques anclaban muy lejos de la costa, y viajeros, equipajes y mercancías pasaban, o eran arrojados, a una gabarra o a varios botes pequeños, que lo llevaban todo a los carros en que, finalmente, salía del agua. Si el calado no resistía una quilla, por escasa que fuese, las irregularidades del fondo lo hacían en algunos puntos excesivo par alguna de las ruedas de los vehículos, que encallaban o volcaban, arrastrando su carga al desastre. Padre e hijo presenciaron un desembarco, pendientes del bamboleo y los sobresaltos de los carros, del griterío de los que temían ahogarse en aquel tramo de su odisea, que imaginaban último, y de las voces de quienes, de pie en los pescantes, guiaban a las bestias. Ramón abandonó la contemplación de las inmundicias que las llantas arrancaban del limo y sacaban a la superficie cuando su padre fue a reunirse con un mayoral de mirada torcida" (24).
Jorge Isaac evoca, en Una ciudad junto al río, el momento en que los italianos arriban a la nueva tierra: "Los italianos –que forman la corriente numérica más importante en este tiempo- lo hacen en grupos compuestos por una o muchas familias que cantan, ríen o gritan tanto como pueden, volcando su entusiasmo contagioso y vital. Son los barulleros por excelencia. Y parece que el puerto, luego que ellos pasan, necesitase cuanto menos un par de días para reponerse de tanto ruido y retornar a su estado de serena quietud" (25).
En La rejión del trigo, Estanislao Zeballos imagina el estado de ánimo del inmigrante: "Mirad al colono en el muelle, pobre, desvalido, conducido hasta allí después de haber sido desembarcado á espensas del gobierno, sin relaciones, sin capital, sin rumbos ciertos, ignorante de la geografía argentina y de la lengua castellana, lleno de las zozobras y de las palpitaciones que agitan al corazón en el momento supremo en que el hombre se para frente a frente de su destino para abordar las soluciones del porvenir, con una energía amortiguada por la perplejidad que produce la falta de conocimiento del teatro que se pisa, y las rancias preocupaciones sobre nuestro carácter, el más hospitalario del mundo por redondo y el más vejado en Europa por nécias o pérfidas publicaciones. Solamente lo alientan en tan extraña situación de espíritu las aptitudes que lo adornan y la voluntad de hacerlas valer" (26).
Un pasajero es recordado por Susana Aguad, su nieta, en "Al bajar del barco", donde escribe: "Se disipa la angustia de una travesía de dos meses que les quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al ‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules y verdes" (27).
En La noche lombarda, Atilio Betti recrea, al acostarse en su camarote del barco que lo lleva a Italia, el duro trance que sufrió el padre del protagonista, junto con otros pasajeros: "Un chorro de agua, un manguerazo brutal, le dio en la cara. Lo vi trastabillar, mojado. Lo vi llorar de indignación y afirmarse en los zapatos claveteados, agarrándose fuertemente del tirador negro, sobre el torso sin saco, para no caer bajo el golpe del agua. (…) En tropel, árabes y turcos aparecían y desaparecían alrededor de mi padre. Corrían, gritando, aullando, perros mojados, perros azotados a manguerazos, a refugiarse bajo mi cama mientras que papá, rascándose con furia las axilas, gritaba o gemía, o gritaba y gemía al mismo tiempo: ¡Piojosos! ¡Piojosos!" (28).
Otro escritor alude a esa práctica: "De aquella antigua inmigración que inspiró al dramaturgo Vacarezza, a la que desinfectaban con los chorros de fumigadores de animales sobre los muelles de Puerto Madero donde hoy se come con inmaculada vajilla, quedan sus jerarquizados descendientes –nosotros-, bruscamente sobresaltados", afirma Orlando Barone (29).
Oscar González, en "La anunciación", brinda la visión de la ciudad que tiene una mujer italiana, quien "desembarcó asombrada un día cualquiera,/ En un extraño puerto sin molinos ni cabras" (30).
Del barco, al Registro Civil, donde se les proporcionará el documento argentino. Gabriel Báñez relata algunas anécdotas al respecto: "Las escenas más patéticas tenían lugar en el Registro Civil del puerto, sin embargo, ya que en el vértigo de las anotaciones los empleados de Inmigraciones, que no entendían ni medio, terminaban inscribiéndolos por aproximación, con traducciones bárbaras y fulminantes, (…). Nadie traspasaba las oficinas de documentación con el apellido indemne" (31).
Así viajaban los inmigrantes hacia la "tierra de promisión". Tristeza, incertidumbre, enfermedades, los acompañaban, pero también la esperanza de que en la Argentina encontrarían paz, libertad y bienestar.
Notas
1 Frías, Miguel: "Noticias del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de 2000.
- Sábato, Ernesto: Sobre héroes y tumbas. Buenos Aires, Losada, 1966.
- Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
- Cela, Adelina: "Madre Patria", en La Capital, Mar del Plata, 5 de septiembre de 1999.
- Fesquet, Silvia: "La tierra de uno", en Clarín Viva, Buenos Aires 8 de julio de 2001.
- Cossa, Roberto: El sur y después, citado en "Bajaron de los barcos. Historia de la inmigración en la Argentina", por Colegio Schönthal, en www.edu.red
- Gambaro, Griselda: "L’América: el sueño en italiano", en Clarín, Buenos Aires, 20 de julio de 2002.
- Bianchi, Alcides J.: Valentìn el inmigrante. Santiago de Chile, Ediciòn del autor, 1987.
- S/F: "El negocio del hielo", en La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de 2000.
- Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
- Bianchi, Alcides J.: op. cit.
- Olivari, Nicolás: "La violeta", citado por Cirigliano, Gustavo, en "Disquisiciones tangueras", en El Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.
- Itzcovich, Mabel: "De profesión, contadoras de cuentos", en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1997.
- En La Voz del Interior on line, 24 de julio de 2002.
- Michellod, Oscar E.: "Ciudad de Berisso", en ww.edu.red.
- Ponzo, Alberto Luis: "Dibujos de papá", en El Tiempo, Azul, 20 de junio de 1999.
- Wolf, Emma: "El mamucca", en Clarín, Buenos Aires, 22 de marzo de 1998.
- Scotti, María Angélica: op. cit.
- Poletti, Syria: op. cit.
- Vázquez-Rial, Horacio: Frontera Sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
- Savoia, Claudio: "El equipaje de los sueños", en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.
- Rivera, Andrés: Guido, en Para ellos, el Paraíso. Alfaguara, 2002.
- Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
- Vázquez-Rial, Horacio: op. cit.
- Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río. Buenos Aires, Marymar, 1986.
- Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.
- Aguad, Susana: "Al bajar del barco", en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.
- Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.
- Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 2000.
- González, Oscar: "La anunciación", en El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.
- Báñez, Gabriel: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.
La travesía ha llegado a su fin. Los pasajeros, con su documentación argentina, se encuentran con sus familiares, amigos, o empleadores o se remiten a las instituciones que los socorren.
Algunos inmigrantes son esperados por sus parientes, a los que conocen en el momento de arribar a la Argentina. Los que no tienen conocidos en la nueva tierra, sufren "las penurias del desembarco en Buenos Aires, Hotel de Inmigrantes y frustrada espera de un destino" (1). Días después, desde allí unos se trasladarán a un conventillo; otros, a una vivienda más digna, y muchos viajarán hacia las colonias.
Quienes llegaban al Puerto podían alojarse en el Hotel, sólo si observaban el reglamento de la institución. El mismo figuraba en el Manual del emigrante italiano, y establecía, por ejemplo que "Después de cada comida, a la hora indicada por el reglamento, se deberán limpiar los utensilios que se le hayan entregado antes, sin lo cual no podrá ausentarse del Hotel. Por turnos, como se indicará, tendrán que limpiar las instalaciones y ocuparse del transporte de víveres. La parte destinada a los hombres, está separada de la de las mujeres; al igual que en el barco, está prohibida la promiscuidad. Con todo, se respetará el sagrado derecho de ayudar a su mujer y a sus niños. Una vez escuchado el timbre del silencio nocturno, está prohibido cualquier tipo de alboroto. Quien se sienta mal debe avisar a la dirección del establecimiento. Está permitido salir a determinadas horas, pero quien no haya regresado en el horario previamente fijado no podrá pasar la noche en el Hotel" (2).
Por ese entonces, "La aglomeración de gente presentaba un cuadro poco edificante. En ‘La Nación’ (N° 2355), denunciaba el mal estado del hospedaje a los extranjeros. A un pedido de aclaración del ministro Laspiur, el Comisario de Inmigración informó que: ‘el Asilo de Inmigrantes está muy distante de ser lo corresponde al objeto que se destina. V:E: lo ha reconocido así y mandó levantar planos y presupuestos de la obra que debe construirse en el terreno que al efecto fue cedido por la Municipalidad en el bajo del Retiro…’ y agrega que nunca habían tenido enfermedades infecto-contagiosas, y que en un nuevo edificio, del fondo, se destinaba a los enfermos que eran visitados dos veces por día por el médico. Luego informa el señor Dillon: ‘Los inmigrantes permanecen poco tiempo en el Asilo y cuando llegan se envían al Río que está inmediato, lavan la ropa y se asean. Cuando no están en esa operación, la pasan en la Plaza, de manera que sólo en los días de lluvia se siente algún inconveniente, cuando existe mucha aglomeración, pero basta uno o dos días buenos para que todo esté seco, pues el aire y la luz penetran por todas partes" (3)
En el Hotel nació, en 1947, Américo Fiorentini. Su hermana Aurora, afincada en Bariloche, escribe: "Ni bien llegué a la Argentina, junto a mis padres, en 1947, tuvimos que quedarnos más de un mes en el hotel de inmigrantes, cerca del puerto de Buenos Aires. Mi padre, profesor italiano en el exterior, enviado por el Gobierno italiano, tenía que presentarse en la Dante Alighieri de Santa Fe para asumir su dirección y mi madre también, como maestra. Mi madre estaba embarazada de 8 meses y a nuestra llegada resultó claro que el bebé no tenía intenciones de esperar demasiado para nacer. Trámites, mudanzas, trabajo no formaban parte de sus planes y por lo tanto ellos tuvieron que esperar a que naciera antes de retomar sus obligaciones. Mi hermano, de nombre Américo, nació 15 días después de nuestra llegada y mi madre salió en los diarios porque, como siempre, la prensa está a la caza de noticias algo extrañas. Puesto que en la Argentina está en vigor la ley de la sangre para lo que se refiere a la ciudadanía, los periodistas anunciaron que una inmigrante italiana, apenas llegada, había donado un hijo a su patria de adopción. Es de notar que el sensacionalismo no es un invento actual" (4).
Valentín Bianchi, llegó a la Argentina. "Al desembarcar lo estaba esperando un paisano y amigo de la infancia: Angel Sardella. Este lo recibió eufórico saludándole en el dialecto fasanés. Estas cordiales expresiones tonificaron el ánimo de Valentín, que se sentía deprimido por el largo viaje y por las condiciones en que le había tocado realizarlo. Los recuerdos de su familia, de los amigos y el pueblo lo habían abrumado durante toda la travesía. Ahora, junto a su amigo, en cuya compañía se dirigió al hotel de inmigrantes, veía las cosas de un color muy distinto. (…) Aquella noche pernoctó en el hotel de inmigrantes y a la mañana siguiente, de acuerdo con las indicaciones que le diera Daniel, se presentó en las oficinas del Ferrocarril. Allí le informaron que debía trasladarse a la ciudad de Mendoza, la capital de esa provincia, en cuyas oficinas se desempeñaría como empleado contable" (5).
En novelas y cuentos encontramos testimonios acerca de la existencia de esta institución. Ellos, de diversa índole, nos hablan de la presencia del Hotel de Inmigrantes y de su importancia en la comunidad.
Aparece en páginas de Antonio Argerich, escritor acérrimo enemigo de la inmigración que vivió entre 1855 y 1940. En ¿Inocentes o culpables?, publicada por primera vez en 1884, alude al establecimiento que albergaba a los extranjeros que no tenían trabajo al desembarcar. Afirma Argerich: "Al salir del Hotel de los Inmigrantes se juntó con una manada de compañeros que seguían la vía pública por la mitad de la calle. Había hecho relación con estos sus paisanos y todos á la vez buscaban trabajo" (6). Se refiere agresivamente a quienes de allí salían, asemejándolos a animales, recurso que también utiliza Cambaceres (7) al describir a los inmigrantes.
La rutina diaria de la institución es evocada en el relato Stéfano, de María Teresa Andruetto (8). En esa obra, la autora narra: "El hotel está a pocos pasos de la dársena; tiene largos comedores y un sinfín de habitaciones. Les ha tocado un dormitorio oscuro y húmedo. En la puerta, un cartel dice: Se trata de un sacrificio que dura poco. (…) Los dormitorios de las mujeres están a la izquierda, pasando los patios. Por la tarde, después de comer y limpiar, después de averiguar en la Oficina de Trabajo el modo de conseguir algo, los hombres se encuentran con sus mujeres. Un momento nomás, para contarles si han conseguido algo. Después se entretienen jugando a la mura, a los dados o a las bochas".
Susana Aguad, escritora, recordó al Hotel en su texto "Al bajar del barco". En esas líneas rememora los primeros instantes americanos de su abuelo, nacido en Italia, que emigró a los diecisiete años. Escribe Aguad: "El sol es tan fuerte como en Oleggio, donde se festeja este mismo día el comienzo del verano, mientras que aquí, en el confín del mundo, hace un frío polar. Cuando suben los agentes del Commissariato dell’Emigrazione ya están todos alineados frente al desembarcadero. A la derecha de la oficina de registro se levanta el edificio blanco del Hotel de Inmigrantes. Podrán alojarse gratuitamente durante cinco días y con sus tarjetas numeradas, entrar y salir libremente. Se disipa la angustia de una travesía de dos meses que les quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al ‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules y verdes" (9).
Muchos italianos se alojaron en conventillos. Los conventillos más famosos fueron Las Catorce Provincias, El Universo y el Conventillo de la Paloma. En ellos "se compartían los baños, los lavatorios, las letrinas, la cocina y los lavaderos. En las piezas vivían familias enteras, a veces con seis o siete hijos, lo que provocaba hacinamiento y promiscuidad. (…) Para dormir, los más pobres tenían dos opciones: el sistema de "cama caliente", en el que se alquilaba un lecho por turnos rotativos para descansar un par de horas, o la maroma, que eran sogas amuradas a la pared a la altura de los hombros. Quien optaba por ese método debía pasarse las sogas por debajo de las axilas, dejar caer el peso del cuerpo y dormir parado" (10). Esto nos da una idea del enorme sacrificio que debieron hacer muchos de los que venían en busca de un futuro mejor.
"La ideología popular hizo aparecer los conventillos de La Boca como la imagen de lo pintoresco de la creatividad popular, donde la colorida imagen de las viviendas escondía la vida sacrificada de la familia del trabajador, de los miles de inmigrantes que se agruparon en ese populoso barrio. El color se debió a los restos de la pintura de los barcos, pero su verdadero color estaba en el rudo trabajo, la precariedad y el hacinamiento de sus viviendas, en el renacer de la lucha cotidiana de los trabajadores y sus familias para sobrevivir y en una inconmensurable red de solidaridad surgida de esa necesidad diaria" (11).
El conventillo fue el escenario del sainete, como lo afirma Vacarezza en un conocido soneto: "La escena representa un conventillo./ Personajes: un grébano amarrete,/ un gallego que en todo se entromete,/ dos guapos, una paica y un vivillo."(12). Allí "nació el lunfardo, que no es el idioma del delito, como Antonio Dellepiane tituló su libro sobre esta jerga porteña, publicado en 1894" (13).
En Mustafá, sainete de Armando Discépolo y Rafael De Rosa, don Gaetano destaca el clima amistoso del conventillo: "E lo lindo ese que en medio de esto batifondo nel conventillo todo ese armonía, todo se entiéndano: ruso co japonese; francese con tedesco; italiano co africano; gallego co marrueco. ¿A qué parte del mondo se entiéndono como acá: catalane co españole, andaluce co madrileño, napoletano co genovese, romañolo co calabrese? A nenguna parte. Este e no paraíso. Ese ne jauja. ¡Ne queremo todo! (14).
En un conventillo reúne a sus discípulos José Luna, personaje de Marechal en Megafón: "En la sala única del púgil se juntaban sin armonizar el comedor, el dormitorio y una cocina de leña, cuyo tiraje pésimo fue un manantial de humo que, sin embargo, nunca molestó en adelante ni a José Luna ni a sus tres discípulos, en las discusiones que mantuvieron sobre las metáforas del Apocalipsis. Los tres discípulos eran Juan Souto, llamado ‘el gaita’, Vicente Leone, o ‘el tano’, y Antenor Funes, conocido por ‘el salteño’ " (15).
El aluvión inmigratorio tuvo que ver con las nuevas ideas sobre edificación. Lo afirma Andrés Carretero: "‘En 1887 la población total era de 404.173 habitantes, con una densidad de 89 habitantes por hectárea’, computó Carretero, pero ya el cambio comenzaba a operarse con la afluencia de la inmigración, ‘que modificó los amplios patios de las casas porteñas, que se dividieron para facilitar dos o tres pisos a las casas de bajo y aprovechar así mejor los terrenos’" (16).
Por la Avenida de Mayo caminaban los inmigrantes. Lo recuerda Alvaro Yunque, quien escribe: "Rumbo al oeste, por la Avenida/ esta ruda familia de italianos: A la cabeza el padre, un hombrachote/ que lleva un chiquitiño entre sus brazos;/ atrás de él dos muchachas, dos gringuitas/ de trenzas rubias y de ojos garzos;/ detrás la madre cuyo vientre elévase/ con la promesa de algún nuevo vástago;/ y aún detrás cansadamente marchan/ dos chicuelos cogidos de la mano;/ y golpean los rudos zapatones/ y exhiben los vestidos aldeanos/ aquellos inmigrantes que contemplan/ todo con grandes ojos asombrados" (17).
Notas
- Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.
- Armus, Diego: Manual del emigrante italiano. Colección Historia testimonial argentina. Documentos vivos de nuestro pasado. Buenos Aires, CEAL, 1983.
- Cracogna, Manuel I.: Primera fundación de Avellaneda.htm
- Fiorentini, Aurora: "Recuerdos de una emigrante italiana", en Fiorentini3.htm
- Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, Edición del autor, 1987.
- Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?. Madrid, Hyspamérica, 1984.
- Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
- Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
- Aguad, Susana: "Al bajar del barco", en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.
- S/F: "Todo comenzó en los conventillos", en La Nación, Buenos Aires, 14 de mayo de 2000.
- Vázquez, Ana: "De los colores de Quinquela Martín al gris de la miseria", en La Alianza del Norte en La Boca.htm.
- Vacarezza, : "Un sainete en un soneto", en Cantos de la vida y de la tierra. 1944.
- Elguera, Alberto y Boaglio, Carlos: La vida porteña en los años veinte. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1997.
- Discépolo, Armando y La Rosa, Rafael: Mustafá. Citado en Páez, Jorge: El conventillo. Buenos Aires, CEAL, 1970.
- Marechal, Leopoldo: Megafón. Citado en Páez, Jorge: El conventillo. Buenos Aires, CEAL, 1970.
- S/F: "De la Gran Aldea a la aldea global", en La Prensa, 3 de diciembre de 2000.
- Yunque, Alvaro: "Una familia de inmigrantes por la Avenida", en Versos de la calle. Buenos Aires, Editorial Claridad, 1924.
En Tandil, provincia de Buenos Aires, a fines del siglo XIX, se establecieron mis bisabuelos, el matrimonio integrado por Guillermo Paggi y Lucía Silvani, procedente de Lombardía.
Otros italianos se dirigieron al Chaco. Penurias narra Mempo Giardinelli en Santo Oficio de la Memoria, en lo que respecta a la fundación de la capital chaqueña. Cuenta la Nona: "Las primeras setenta familias de inmigrantes friulanos, que remontaron en chalupas más de mil kilómetros por el río Paraná, llegaron allí el primer día del tórrido febrero de 1878 y se internaron unas pocas leguas por el Río Negro. Al día siguiente fundaron San Fernando de la Resistencia, sustantivo este último que con el tiempo sería designación única de la ciudad, que fue italiana casi hasta finales de siglo".
La anciana se refiere al asedio indígena: "Durante muchos años la única población que aguantó a la Indiada fue Resistencia. Más allá de los límites municipales no era posible establecer ni una casa, e incluso era peligroso alejarse unos pocos metros del centro. Era irreversible la derrota de los indios, pero de todos modos resistían el avance de los blancos, hartos de las promesas del gobierno, y de los aventureros. Mataban inocentes a degüello y por docenas, y familias enteras aparecían masacradas. Y cada blanco muerto justificaba una campaña militar" (1).
Un sitio en Internet proporciona más información al respecto: El vapor "Pampa" llegó a Buenos Aires el 28 de diciembre de 1878. Luego del episodio que comentamos en el Hotel de Inmigrantes, Faccioli y sus compatriotas "Puestos de acuerdo, fueron embarcados en un vaporizo que en aquel tiempo hacía el trayecto desde Buenos Aires hasta Paraguay por el Río Paraná y cuyo nombre era precisamente "Río Paraná". El grupo desembarcó en el puerto de Goa, provincia de Corrientes, y desde allí fueron trasladados a Reconquista en una balsa que se usaba para traer hacienda, remolcada por un vaporizo de pequeñas dimensiones. (…) Para pasar la noche, con la poca ropa que traían tuvieron que improvisar una carpa entre los pajonales, expuestos al ataque de las nubes de mosquitos que se filtraban por todos lados. Toda la zona, sin camino, sin puente, sin alambrados, estaba, cubierta por el agua de las grandes crecientes de ese año" (2).
Hubo italianos en el litoral. "En el año 1857 llegó el primer contingente de inmigrantes que se ubicó donde hoy es la Colonia San José en la provincia de Entre Ríos. Eran terrenos del General Justo José de Urquiza, quien no tuvo problemas en destinarlos a la colonización". Estos pioneros valesanos, saboyanos y piamonteses, originariamente destinados a Corrientes, sufrieron desventuras: "Fueron ubicados en el Ibicuy, al Sur de la provincia, pero al ver que eran terrenos inundables e impropios para la agricultura, remontaron el Uruguay en barcazas y fueron radicados en mejor lugar, o sea, el actual, con el beneplácito de Urquiza. Mientras Sourigues trazaba las concesiones, el grupo recién llegado improvisó viviendas debajo de los árboles mientras que las mujeres se alojaron en el galpón que Spiro tenía en la costa. Esto ocurría en julio de 1857, bajo el rigor del invierno" (3).
Los primeros días de los inmigrantes en esa provincia son evocados por Alejo Peyret, en 1878: "Hace veinte años, os encontrábais acampados en la selva que cubría la margen del Uruguay, en el lugar donde hoy se levanta la villa Colón. Hacía frío; un sol de invierno calentaba a duras penas vuestros miembros ateridos, el pampero silbaba en la arboleda y de noche la helada hacía tiritar hasta las piedras. Nada se había preparado para recibiros. Os fue necesario tomar vuestras hachas para talar el monte y cortar paja a fin de prepararos albergue, construir algo parecido a una tienda de campaña apoyada al tronco de los algarrobos y ñandubays en un recoveco del terreno. Un hacha y una azada bastan al hombre para domar la naturaleza y conquistar al mundo. Y bien. A pesar de aquellos sinsabores, recuerdo que vosotros estabais contentos y pletóricos de esperanzas. La alegría reinaba soberana en vuestros vivaques y las canciones resonaban en la espesura del bosque" (4).
A Santa Fe llegaron asimismo los italianos. Alfredo Coasollo "había nacido en 1875, en la provincia de Torino, comuna del Monasterio de Cantalupa. (…) A la edad de 15 años se embarcó en Génova rumbo a Buenos Aires, completamente solo, empleando 48 días en el viaje con el vapor ‘Manila’. El pasaje le costó 163 liras, y arribó al puerto de Buenos Aires con un capital de 7 liras y un inmenso entusiasmo de trabajar. El director del hotel de inmigrantes le entregó un pan de 4 kilos ya cortado y lo puso sobre el tren rumbo a estación Aurelia, en la provincia de Santa Fe" (5).
Los Vairoleto, emigrados desde el Piamonte, "siguieron hasta Rosario remontando el gran río Paraná. Al bajar en los muelles con sus bultos, mientras la sirena de la nave seguía anunciando el arribo, los emigrantes de tercera clase se encontraron con una cantidad de gente que les hablaba en piamontés, ofreciéndoles los más variados destinos y trabajos a cambio de alojamiento y comida. Todo les resultaba asombroso y no era fácil saber qué les convenía, pero tenían que hacer la prueba. Vittorio comenzó trabajando en la cosecha de esa temporada, y emprendieron un largo itinerario buscando un pedazo de tierra donde afincarse" (6).
Con esfuerzo, con nostalgia, vivieron los inmigrantes sus primeros días en nuestra tierra. Algunos volvieron a sus patrias, pero muchos se quedaron en esta nación de la que hoy emigran sus nietos.
Notas
- Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
- Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.
- Peyret, Alejo: "Palabras de Alejo Peyret en el 21° aniversario de la fundación de la colonia San José (22 de julio de 1878)", en Vernaz.
- Britos, Orlando: "Historias de Crespo", en Bienvenidos al mayor portal regional.htm.
- Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta, 1999.
¿Qué sucedió con los inmigrantes que llegaron a la Argentina? ¿Fueron aceptados o rechazados? La actitud que los nativos toman no será la misma, según el inmigrante sea anglosajón o italiano y español, y según la clase social a la que pertenezcan nativos y extranjeros. Aún dentro de la clase dirigente hay divergencia: mientras que Cané (1) y Cambaceres (2) alertan sobre el peligro de la inmigración, Ocantos (3) y Zeballos (4) la ven positiva. En otros niveles sociales, los personajes de Fray Mocho (5) entablan con el inmigrante una relación cordial; los criollos de Arias (6) y Burgos (7) lo aborrecen.
La apertura de nuestro país a la inmigración es elogiada por Gabriela Mistral, quien escribió: "La Argentina está dando a nuestros países una enseñanza que ellos no quieren oír: la de que un año de inmigración hace más por la raza que diez años de trabajo social gastado en mejorar la carne vieja. Ninguna empresa –educación popular, higiene social, etc.- acelera la evolución de un país nuevo como ésta del injerto" (8).
Leopoldo Lugones, en "la ‘Oda a los ganados y las mieses’ muestra una expansión jubilosa en la exaltación de la tierra, los hombres y los frutos, sin rehuir prosaísmos certeros de cordial resonancia. Desde el diálogo pintoresco que sitúa con felicidad en su medio al criollo o al extranjero hasta el cuadro familiar a veces íntimo y conmovido de recuerdos, Lugones hace explícita una convivencia con el mundo humano, animal o de humildad biológica que sorprende por la extrema y sutil observación. Hay ternura y gracia en el diminutivo y las imágenes justas multiplican ante el lector la hirviente variedad de ese vivo universo" (9).
En "La formación de una raza argentina", José Ingenieros se alegra de la adaptación al medio geográfico que se verifica en los inmigrantes: "Las variedades de la raza europea aquí trasplantadas sienten ya, en sus hijos argentinos, los efectos de la adaptación a otro medio físico, que engendra otras costumbres sociales. Los Andes, la Pampa, el Litoral, el Atlántico, la Selva, el Iguazú, son cosas nuestras, y solamente nuestras. Viviendo junto a ellas, las razas blancas inmigradas adquieren hábitos e ideas nuevas, hasta engendrar una variedad, distinta de las originarias" (10).
En una geografía tan vasta, se encontraban inmigrantes procedentes de diversas latitudes. "’La creencia en que la Argentina era un crisol de razas nunca tuvo el ciento por ciento de adhesión, pero fue una creencia eficaz: sirvió para que los extranjeros se sintieran argentinos’, asegura el antropólogo Pablo Semán, especialista en el tema" (11). Los niños y los jóvenes -afirma Guillermo Jaim Etcheverry- adquieren un papel dominante en la vinculación de los mayores a la nueva sociedad.. (12).
Los argentinos recibimos el aporte de esos inmigrantes. Lo dice Yvonne Fournery, guionista del documental periodístico "La otra tierra": "La ideología, tanto en la primera oportunidad, en los ’80, como ahora, fue la misma, o sea, no poner el acento para nada en la colectividad o comunidad, sino en la síntesis de las culturas. Es decir, hacer hincapié en el aporte que significó a nuestra identidad esa cultura. Lo cual enriquece al programa, lo hace mucho más vivo y mucho más real. De lo contrario, se transforma en una cosa… te diría que pintoresca o turística… y no es ésa la intención" (13).
El casamiento es una de las formas en las que el inmigrante se integra a la nueva sociedad. En un texto de Fray Mocho vemos a dos argentinas intentando una alianza matrimonial con un inmigrante, mas la misma no se da porque el italiano declara estar casado ya en su país. Ante esta situación, la tía de la joven lo increpa: "-¿Y que más quedrá este condenao?… ¡Se necesita ser un gringo afilador, pa crer que una muchacha como mi sobrina sea capaz de fijarse en él si no es para casarse!… ¿Pa qué estarán los criollos?… ¡Aura mismo le habi’avisar al escribiento que no habías sido lo que parecés… condenao!… ¡Si hasta facha e’criminal en tu tierra t’estoy encontrando… verás con quién te has metido a tirar tiros al aire!…" (14).
Sabemos que muchos extranjeros regresaron a sus patrias, pero otros dejaron atrás su pasado y crearon familias con mujeres de nuestra tierra. Alrededor de esta situación gira la existencia del protagonista de El mar que nos trajo, de Griselda Gambaro, quien se ve obligado a regresar a su país de origen (15), y del abuelo de la lombarda Laura Pariani, quien abandona a su familia italiana, y forma una familia nueva con una mapuche (16).
Algunos extranjeros se casaban por poder, práctica que Syria Poletti consideraba un anacronismo. Su novela Gente conmigo obtuvo el Premio Internacional de Novela convocado por Editorial Losada en 1961, y el Premio Municipal de Buenos Aires en 1962. En esa obra, la traductora Nora Candiani expresa: "Jamás pueden llevarse bien los que no se conocían de antemano y resuelven casarse por poder como quien resuelve entre dos males: o eso o la miseria (…) Es una escapatoria, no una elección. Todas esas muchachas que llegan aquí casadas por poder y se enfrentan con la incógnita de un marido desconocido me dan la impresión de seres arrojados por algún éxodo… No sé… Una especie de aluvión acosado por fuerzas oscuras que desborda por el mundo a tontas y a ciegas…" (17).
Aurora Fiorentini describe la ceremonia religiosa de casamiento por poder. Una inmigrante italiana "llegó a la Argentina en el año 1954, después de casarse por poder con su antiguo novio, su paisano, que había llegado algunos años antes para hacerse una posición y estaba trabajando con mi padre. Cómo se actuaba en estos casos? La novia se casaba en la iglesia de su pueblo y en el lugar del marido actuaba un representante. Por suerte Laura (llamémosla así) se casaba con su novio y en la ceremonia estaba presente su cuñado. Pero tantas muchachas llegaron a la Argentina casándose por poder y habiendo conocido a su esposo sólo por carta y por fotos, recién lo conocían en persona una vez llegadas aquí, jóvenes y solas, habiendo dejado atrás la familia y su patria" (18).
La religión era motivo de discriminación cuando de matrimonio se trataba. Una italiana católica conoce a su futura nuera, alemana protestante: "La señora Irene era muy católica, de comunión diaria y colaboraba con el párroco en las labores sociales de Adrogué. El hecho de que Christina fuera protestante no contribuyó a facilitar las cosas" (19).
Hubo xenofobia. En Aventuras de Edmund Ziller, Pedro Orgambide define al xenófobo como el "sujeto de apariencia normal que odia a los extranjeros" y que "suele creer que los judíos adoran la cabeza de chancho y que los negros son una raza inferior, y que Dios estaba pensando en su pinche país cuando creaba el Universo" (20).
En "La Argentina racista", "el escritor Pedro Orgambide analiza el costado más intolerante de los argentinos. Y describe cómo han ido cambiando a lo largo de la historia los destinatarios de la discriminación: el indio y los mestizos, primero, luego los españoles, italianos y judíos que llegaron a nuestras tierras y ahora los inmigrantes de los países limítrofes" (21).
Félix Luna explica en un reportaje las razones de esta reacción: "Se había soñado con una inmigración ideal: anglosajona, o franceses de clase más o menos alta, casos que fueron excepcionales. En cambio, los que vinieron fueron en su inmensa mayoría inmigrantes pobres, personas provenientes de zonas más atrasadas de Europa, de España e Italia, fundamentalmente, que huían de la miseria. Por eso, el tipo de inmigración provocó alguna resistencia y, diría, determinados rezongos en gente como Sarmiento, que en algún momento se manifestó con criterios antisemitas" (22).
Una Noticia de la Defensoría del Pueblo acerca de la discriminación de los extranjeros latinoamericanos en 2000, afirma que "Los argumentos son viejos. Podría decirse que comenzaron a utilizarse en los últimos años del siglo anterior, cuando se responsabilizaba a los inmigrantes de origen europeo de haber traído al país ideas disolventes. Con esa excusa se dictó la ley de residencia que autorizaba a expulsar a aquellos extranjeros que desarrollaran actividades sindicales y políticas" (23)
Bien lo dice Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria. El año 1896 fue terrible porque "ése fue en año en el que se habló mucho y muy mal de las mafias de italianos que llegaban al Río de la Plata, y de la molicie y peligrosidad de los inmigrantes en general. Algo que después fue una constante de este país: hablar de la inseguridad fue hablar pestes de los extranjeros" (24).
María Esther de Miguel evoca, en Un dandy en la corte del rey Alfonso, la actitud de los hombres del 80 ante el aluvión inmigratorio. Se trataba de "una tanda de hombres intelectuales y bien pensantes que pasarían a la historia, según decían, porque se dedicaban a ser diplomáticos, escribir libros interesantes y sacar adelante el país, sobre todo por el esfuerzo de los inmigrantes que habían llegado para ‘laburar’, como decían ellos. Aunque los habían confinado en fábricas, saladeros y conventillos, los pobres se manejaban bien y sacrificadamente, y no pasaría mucho tiempo sin que la mayoría de ellos tuvieran, de acuerdo a los sueños que los habían transportado a América, ‘m’hijo el dotor’ " (25).
Eugenio Cambaceres se ajusta a la definición que da Orgambide. El hombre del 80 dejó en su novela En la sangre testimonio de su repudio a los extranjeros, a quienes veía como una fuerza poderosa y nociva para la nación. Cuando el protagonista busca ascender socialmente, el autor se indigna: "Pero cómo, siendo quien era, iba a atreverse él, con el padre que había tenido, con la madre, una italiana de lo último, una vieja lavandera!" (26).
A partir de la comparación de un pasaje de En la sangre referido al italiano y uno de Sin rumbo referido a un mestizo, afirma Gladys Onega: "Por la confrontación de ambos ejemplos deducimos que la xenofobia fue sólo una de las formas que tomó en la elite el prejuicio racial, siempre en su propia defensa; a un objeto se agregó otro, pero el desprecio por el inmigrante es el mismo que se tuvo hacia el gaucho, en cuanto ambos provocaron sucesivamente la alarma, y resulta evidente que Cambaceres no se preocupa por disimularlo con elegías" (27).
En el prólogo a su novela ¿Inocentes o culpables?, Antonio Argerich manifiesta: "me opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina; (…) La intromisión de una masa considerable de inmigrantes, cada año, trae perturbaciones y desequilibra la marcha regular de la sociedad, -y en mi opinión no se consigue el resultado deseado, esto es, que se fusionen estos elementos y que se aumente la población. En efecto, si buscamos unidad, sería importante encontrarla: se habla de colonias aun aquí mismo en la Capital de la República y ya tenemos los oídos taladrados de oír hablar de la patria ausente, lo que implica un estravío moral y hasta una ingratitud, inspirada, muchas veces, por el interés que azuza un sentimiento exótico y apagado para que se ame a una madrastra hasta el fanatismo".
Argerich sostiene que "para mejorar los ganados, nuestros hacendados gastan sumas fabulosas trayendo tipos escogidos, -y para aumentar la población argentina atraemos una inmigración inferior. ¿Cómo, pues, de padres mal conformados y de frente deprimida, puede surgir una generación inteligente y apta para la libertad? Creo que la descendencia de esta inmigración inferior no es una raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre que necesita el país". Considera que "tenemos demasiada ignorancia adentro para traer todavía más de afuera" y que "es deber de los Gobiernos estimular la selección del hombre argentino impidiendo que surjan poblaciones formadas con los rezagos fisiológicos de la vieja Europa" (28).
"En la Argentina -sostiene David Viñas-, en los años 1860 y 1870, la secuencia es: paraguayos, montoneros, indios. Liquidados, la búsqueda del otro distinto y peligroso termina en el inmigrante. Desaparecidas las tolderías convencionales, aparecen las ‘tolderías rojas’: los malones ya no vienen del Sur, sino de Barracas, o de La Boca… (29).
Larva acusa de xenofobia a "los grandes terratenientes ‘dueños’ de gran parte de la Patagonia y de la Pampa húmeda": "Ellos mismos son los que frenaron el aluvión de inmigrantes que a fines del siglo pasado y comienzos de éste venían al país, dos tercios de los cuales se vieron obligados a volver a la miseria de su país de origen, después de amontonarse en el Hotel de Inmigrantes. Los que se quedaron poblaron los conventillos de La Boca" (30).
La intolerancia se hizo ver en una circunstancia desgraciada: "La gran epidemia de fiebre amarilla de 1870 es uno de los episodios que conserva vívidamente nuestra memoria nacional. Menos conocido es que la inmensa mayoría de las víctimas del ‘vómito negro’ y del terror subsiguiente fueron los inmigrantes" (31). "Se culpó de la epidemia a los inmigrantes italianos y se los expulsó de sus empleos. Recorrían las calles sin trabajo ni hogar; algunos, incluso, murieron en el pavimento" (32).
Ocantos no se cierra a la postura común en su época, que consistía en combatir la inmigración. El advierte los rasgos buenos en los criollos y en los inmigrantes, y también sabe ver en ambos grupos los procederes que evidencian la decadencia moral y que llevan a una existencia desgraciada o, incluso, a la muerte. En Quilito escribe que la ola de la emigración europea nos aporta periódicamente lo bueno y lo malo, afirmación que indica una amplitud de criterio que muchos de sus coetáneos no poseen (33).
Miguelín, uno de los personajes de Julián Martel, expresa algo parecido: "Es cierto que la inmigración en general nos aporta grandes beneficios, pero también lo es que todo lo que no tiene cabida en el viejo mundo, viene a guarecerse y medrar entre nosotros. El Gobierno debería ocuparse de seleccionar…" (34).
Para Estanislao Zeballos, tanto los nativos como los extranjeros se benefician con la apertura a la inmigración, ya que "un colono colocado es una fuente de riqueza privada y de renta pública". Condena "el sistema de promover y reclutar oficialmente la inmigración" y se muestra a favor de "estimular la inmigración espontánea", la que "se mueve por sí misma y paga su viaje, atraída por noticias adquiridas de las ventajas que le proporcionará nuestro teatro de trabajo, ó decidida por consejos o proposiciones y aun contratos que le brindan sus parientes y amigos establecidos felizmente en la República" (35).
Uno de los líderes criollistas que Leopoldo Marechal crea en Adán Buenosayres, expresa su punto de vista acerca de las consecuencias de la inmigración: "La devoción al recuerdo de las cosas nativas –tartamudeó Del Solar, pálido como la muerte- es lo único que nos va quedando a los criollos, desde que la ola extranjera nos invadió el país. ¡Y son los mismos extranjeros los que se burlan de nuestro dolor! ¡Si es para llorar a gritos!. (…) Es verdad que la ola extranjera nos metió en la línea del progreso. En cambio, nos ha destruido la forma tradicional del país: ¡nos ha tentado y corrompido!". Adán Buenosayres, en cambio, piensa "que nuestro país es el tentador y el corruptor, que el extranjero es el tentado y el corrompido". El filósofo villacrespense Samuel Tesler, exclama: "Estoy harto de oír pavadas criollistas (…). Primero fue la exaltación de un gaucho que, según ustedes y a mí no me consta, haraganeó donde actualmente sudan los chacareros italianos" (36).
La confrontación entre extranjeros y nativos en las actividades rurales aparece en varias novelas. Abelardo Arias escribe, en Alamos talados, que don Ramón Osuna sentía un "desprecio soberano por los gringos, como él llamaba a cuantos no hablaran el castellano. Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca el arado rompió sus tierras". La diferencia entre terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los personajes: "Doña Pancha aún no podía comprender cómo abuela había recibido, ‘con aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros, decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una viña y tener bodega para hacer vino había un abismo infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se había constituido guardián insobornable de esa separación".
Los criollos, que se agrupan bajo la protección de la señora y sus descendientes, ven como algo degradante el trabajo en la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer tareas que exijan valor y destreza: " ‘Los criollos no somos muy guapos pa’ estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son cosas pa’ los gringos y las mujeres –había dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le hacían asco a juerciar un poco’ " (37).
Fausto Burgos, en El gringo, reitera a lo largo de la novela la acusación que los nativos hacen a los extranjeros: "’¿No son ustedes los que nos vienen a quitar la tierra y el vino y el pan y todo? Los peones blancos miran con cariño y con lástima a quien esto dice y comentan: ‘Povero nero’, ‘povero chino’, ‘é una bestia’". Para la familia del protagonista, ser inmigrante es una vergüenza que se debe ocultar, tratando de parecerse en lo posible a los nativos de clase alta: ‘Usted no es un gringo –afirma el yerno que vive a expensas del italiano-; usted ya puede llamarse criollo; ya tiene títulos para ello’. Uno de los peones asegura también que Contadini ya es criollo, pero lo hace en otro sentido: ‘De esas cubas hay que sacar el orujo pa’ llevarlo a las prensas –explica al yerno. Mire vea, ¿y quién saca el orujo?, ¿quién se mete en la cuba sabiendo que adentro de ella puede parar las patas? El peón criollo, señor; el gringo tiene miedo, el gringo no se mete a descubar ni por equivocación. Mi patrón no es gringo; mi patrón es ya criollo; él es capaz de ponerse a descubar también" (38).
Nora Ayala relata que su abuela criolla, que vivía en Misiones, tenía prejuicios contra los extranjeros. "Nosotros no vinimos a matarnos el hambre como los gringos –decía-, estuvimos siempre acá". Otros parientes de Ayala, inmigrantes, discriminaban a los nativos. La bisabuela italiana dice que tiene una hija "casada lamentablemente con un criollo". El abuelo de la misma nacionalidad "dijo sin vueltas que los criollos eran todos haraganes y que no quería ninguno en su familia, con lo cual Samuel quedaba automáticamente excluido" (39).
Guillermo Saccomanno, autor de El buen dolor, afirma en un reportaje que "Aquellos tanos y gallegos que venían con una mano atrás y otra adelante también eran segregados" (40). Ellos, a su vez, despreciaban a los provincianos.
Orlando Barone, en "El avance de la intolerancia aldeana", narra que algunos italianos segregaban a sus mismos compatriotas, los que, a su vez, segregaban a los provincianos: "Mucha gente antiperonista, entre ellos mi abuelo, inmigrante del sur de Italia, se refería con desdén a los ‘cabecitas negras’ venidos del interior y adictos al gobierno. Nunca entendí, después, por qué mi abuelo que para los italianos prósperos del norte era despectivamente uno de tantos africani del sur, discriminaba a los correntinos que trabajaban con él en el puerto. Al lado de su ataúd al morir, estaban sus dos amigos entrañables: uno era de su tierra y el otro era de Corrientes" (41).
A veces –y esto debía ser mucho más doloroso- la discriminación venía de los propios inmigrantes, avergonzados de su origen. O de los hijos argentinos de los inmigrantes, como relatan Cambaceres (42) y Félix Lima (43).
Notas
- Cané, Miguel: Prosa ligera. Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1919.
- Cambaceres, Eugenio: En la sangre: Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
- Ocantos, Carlos María: Quilito. Madrid, Hyspamérica, 1984.
- Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.
- Fray Mocho: Cuentos. Buenos Aires, Huemul, 1966.
- Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
- Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Tor, 1935.
- Mistral, Gabriela, citada por Gustavo Cirigliano, en El Tiempo, Azul,
- Ara, Guillermo: "Leopoldo Lugones", en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
- Ingenieros, José: "Ensayo de identidad", en Clarín, Buenos Aires, 27 de febrero de 2000.
- Rocco-Cuzzi, Renata: Mitos del granero del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de 2000.
- Jaim Etcheverry, Guillermo: "Los nuevos emigrantes", en La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de abril de 2002.
- Ceratto, Virginia: "Yvonne Fournery. ‘ La indiferencia, en un 94%, es falta de conocimiento’ ", en La Capital, Mar del Plata, 18 de marzo de 2001.
- Fray Mocho: op. cit.
- Gambaro, Griselda: El mar que nos trajo. Buenos Aires, Norma, 2001.
- Patat, Alejandro: "El país de los sueños perdidos", en La Nación, Buenos Aires, 28 de abril de 2002.
- Poletti, Syria: Gente conmigo. Buenos Aires, Losada, 1962.
- Fiorentini, Aurora: "Recuerdos de una emigrante italiana", en Fiorentini3.htm.
- Ayala; Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.
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- Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix-Barral, 1997.
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- Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
- Onega, Gladys: La inmigración en la literatura argentina (1880-1910). Rosario, Facultad de Filosofía y Letras, 1965.
- Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?. Madrid, Hyspamérica, 1984.
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- Cambaceres, Eugenio: op. cit.
- Lima, Félix: "Pedrín", en Capítulo. Buenos Aires, CEAL, 1980.
Para algunos inmigrantes –los españoles- y para quienes lo habían aprendido antes de emigrar, el idioma no era un obstáculo más entre tantos que se les presentaban. Para otros, en cambio, era un problema ante el que reaccionaban de distinta manera: intentando hablarlo o negándose deliberadamente a la incorporación del mismo.
Hubo diferentes formas de aprender castellano. En "Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura", Francis Korn se refiere a los conventillos como uno de los lugares en que se daba el aprendizaje: "El idioma de esta comunidad aleatoria era un castellano con miles de variaciones que, a pesar de todo sus defectos, forzaba a los recién llegados a aprender a comunicarse por su intermedio" (1).
En Aventuras de Edmund Ziller, novela de Pedro Orgambide que obtuvo una Mención en el Premio de Novela México, se evoca el habla de los inmigrantes nucleados en los conventillos. Así los ve un peculiar extranjero: "Ellos no sólo hablaban infinidad de idiomas en sus aldeas (que llamaban conventillos) sino que honraban a sus brujos llevándolos a la gran casa de la Palabra: el Congreso" (2).
Conocer un idioma no es sólo aprender a expresarse en él, sino que entraña también una visión del mundo. Refiriéndose a quienes debían actuar como inmigrantes, dijo la actriz María Rosa Fugazot, en un reportaje: "Me crié entre actores capaces de hacer un italiano perfecto, un gallego, un turco, un judío perfecto. Actores que no imitaban un acento; sabían penetrar una psicología. Los personajes del sainete eran simples en apariencia, pero con nostalgia por su tierra y un gran amor al lugar que los había acogido. Eran seres complejos, que había que saber observar" (3). Mariano Saba, integrante del grupo de teatro del Colegio Nacional Buenos Aires señala que, para componer un personaje: "Primero analizamos la obra y luego estudiamos la llegada del inmigrante a la Argentina. Cada uno tenía que bucear en su árbol genealógico y rescatar fotos y recuerdos. Más tardes entrevistamos y grabamos para estudiar sus tonos y encontrarnos con su nostalgia y su tristeza" (4).
Carolina de Grinbaum narra en La isla se expande, la forma en la que una niña aprende otra lengua. En un conventillo recalaron una mujer italiana y sus dos hijas, apenadas aún por una desgracia familiar: "Tenemos instalada en una habitación próxima a la gentil señora que llega al caserón un día, a acomodar su viudez ya las dos hijas casi adolescentes a un nuevo ambiente, lejos de sus tristezas que permanecían adheridas al duelo paternal. Llenaban las jóvenes sus horas y lúgubres espacios, con cantos entonados en la dulce lengua de su lugar de origen: ‘la alta Italia’. La más grata variedad de composiciones que hasta entonces había tenido Mariana la oportunidad de conocer, vibraban a diario, todas ellas deleitaban sus oídos. No disponía siquiera de un modesto aparato de radio, cuya adquisición en esos momentos en especial, resultaba inaccesible a su padre. En un acompañamiento desafinado pero voluntarioso, hizo Mariana un aprendizaje veloz de las letras y las melodías con las que pudo acceder al conocimiento de un nuevo idioma, canto y música, al mismo tiempo. De esa manera lo entendía cuando intervenía con su voz, haciendo coro" (5).
Laura Pariani, escritora italiana que visita a su abuelo establecido en la Argentina, cuenta: "Mi abuelo vivía a varios kilómetros de Zapala. El hablaba cocoliche; su mujer, mapuche; sus hijos, castellano; yo, italiano" (6). Aunque no tan diversificada, así sería la comunicación hogareña de los inmigrantes.
Roberto Raschella, autor de Si hubiéramos vivido aquí, se refiere en un reportaje a la diferencia entre el idioma que se hablaba en su casa y el que hablaba en la escuela. A visitar a sus padres "Iban siempre paisanos emigrados, y ante la mesa de trabajo se hablaba, en dialecto calabrés, de las fiestas del santo del pueblo, de las comidas, de tantas familias con sus apodos, a veces ofensivos. Quizás en esas tardes larguísimas del verano empecé a descubrir la belleza de un idioma que no era el que aprendía en la escuela. Esa fue mi verdadera lengua materna. No recuerdo que mis padres hablaran nada parecido al cocoliche, y hasta diría que habían adquirido una perfecta noción del castellano, que hablaban con fluidez, pero mechando términos del dialecto y del italiano" (7).
En 1956, Laura Devetach "tenía un segundo grado con cincuenta y seis alumnos que oscilaban entre los siete y los diecisiete años", en un pueblo del norte de Santa Fe. Un día –recuerda- "les pedí a los chicos que contaran los cuentos que sabían. Y ese contar fue glorioso porque salieron el lobizón, el zorro, el Pombero, ánimas, asesinatos varios, adulterios en la familia, canciones de Italia, refranes, oraciones" (8).
Gladys Onega habla sobre la influencia de la instrucción pública en los hijos de los inmigrantes: "A mí lo que más me atrajo, y me metí en un trabajo muy arduo y gratificante, fue el de la escritura adulta que tiene que crear un narrador niño pero con una escritura adulta. Esta fue una gran tensión que se produjo en mí con el lenguaje; y además tratar de encontrar las voces que me rodeaban en aquel momento, ya que tenía la de mi padre que hablaba en gallego con sus parientes, pero no en mi casa porque mi madre era criolla, y también la de todos los italianos que en ese tiempo hablaban realmente el italiano. Para mí era maravilloso tener todos estos sonidos. Eran todas palabras misteriosas. Los chicos que iban al colegio en el 35 y provenían del campo hablaban en italiano, y en la escuela era donde verdaderamente se nacionalizaban. Ese fue el gran factor unificador de la escuela pública" (9).
Francis Korn afirma: "Los chicos (los mayores, de la misma nacionalidad que sus padres y los menores, argentinos) concurrían a las escuelas públicas o a las religiosas de alrededor y, eso sí, entre ellos, el único idioma utilizado era el porteño" (10). Aprendían o mejoraban su castellano, y –afirma Luis Alberto Romero- "Gracias a la prosperidad y a la educación pública, era común que los hijos ocuparan posiciones mejores que los padres" (11).
Para algunos, hablar más de un idioma, era testimonio de su condición de inmigrantes. Para otro, en cambio, era un sello de clase. En La noche que me quieras, Torres Zavaleta muestra el conocimiento de otras lenguas vinculado a un estamento social: "Arturo era un muchacho educado, se vestía bien, por supuesto, se la arreglaba con los idiomas. Algo te ha quedado de tantas profesoras franchutas e inglesas de cuando eras borrego" (12).
No sólo a hablar castellano se aprendía en la escuela. "La Argentina en 1870 tenía 80 por ciento de analfabetos –afirma Roberto Cortés Conde- y hacia 1919 ese índice se había reducido al 30 por ciento" (13). El analfabetismo era común entre los inmigrantes. Lo menciona Lucio V. Mansilla, cuando dice de un personaje: "Este San Pío era italiano, casado, muy bonachón y cariñoso. Sus quesos de Goya, y particularmente sus chorizos, allí a la vista, tenían fama (…) No sabía leer ni escribir, ni hablaba italiano, ni español, ni genovés, ni dialecto itálico alguno, sino una media lengua suya propia" (14). Analfabetos eran los inmigrantes que llegaban desde Filetto, en Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli.: "Venían porque allá había mucha hambre. Eran… Todos muy pobres, analfabetos. Rústicos" (15).
Félix Luna afirma que los analfabetos eran utilizados con fines políticos. En Soy Roca, relata lo sucedido en 1909 en una mesa electoral, cuando se presenta como austríaco un hombre al que su aspecto y su modo de hablar "lo delataban como un bachicha recién desembarcado". Roca le pregunta si es italiano; el inmigrante le responde que sí, y que no sabe lo que dice la libreta: "-Io non só niente…. ¡A mí me la datto don Gaetano ! ‘Don Gaetano’, Cayetano Ganghi era el árbitro de la elección, con sus roperos llenos de libretas falsificadas y sus huestes de inmigrantes analfabetos y de atorrantes dispuestos a votar cinco o seis veces en diferentes mesas" (16).
En la escuela se transmitían asimismo los valores que la clase dirigente quería inculcar. Miguel De Marco, Presidente de la Academia Nacional de la Historia afirma: "en el pasado, la generación de Sarmiento y Mitre quería que el país se poblara con inmigrantes que integraran un crisol de razas. Para formar y unificar a esa sociedad nueva y aluvional se difundían las vidas de determinados personajes, de bronce, que fueran verdaderos ejemplos. No se dieron cuenta de que un San Martín que no duerme no es creíble, lo mismo que un Sarmiento que nunca faltó a la escuela. En las escuelas se mostró esta especie de historia oficial con personajes sin humanidad, quienes por tenerla no pierden grandeza" (17).
"El grave problema de preservar nuestra identidad en medio de las influencias foráneas, preocupó también a la generación del 80 y a la del Centenario –escribe Lucía Gálvez-, ¿cómo hacer para que los deseados inmigrantes se sintieran argentinos? En aquellos tiempos los medios de comunicación –diarios y libros- no influían tanto a las masas. Fueron las escuelas las encargadas de dar una educación que recalcara aquellos valores que se quería enseñar y preservar" (18).
Un personaje de Frontera sur dice que a Sarmiento "le parecía mal que se abrieran escuelas italianas, o alemanas, o inglesas". Otro interviene: ""Era lógico que le pareciera mal. (…) No estaba loco. (…) Un Estado. Quería un Estado, con mayúscula. Y eso se hace con la escuela pública. Esto no puede ser eternamente un centón mal cosido. La gente que llegue tiene que adaptarse, recomponerse, mezclarse para formar una raza argentina" (19).
No sólo en el conventillo o en la escuela se aprendían otras lenguas. Gaetano, uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria, lo hace en su lugar de trabajo, el "tranguay", donde "La gente hablaba en todos los idiomas. Yo aprendí algo de inglés, de francés, de alemán. De polaco también y de yídish. La mayoría de los pasajeros eran inmigrantes. Uno tenía que saludarlos en sus lenguas. Había veinte maneras de decir buen día. Y muchas veces uno tenía que ayudarlos con el cambio, con las monedas" (20).
Antonio Dal Masetto aprendió nuestro idioma mediante la lectura. A los doce años llegó a Salto, donde –afirma en una entrevista- "Empezó el duro aprendizaje, la transculturación. Cansado de que lo cargasen por su forma de hablar, decidió esforzarse para aprender el castellano. Para eso recurrió al arte. Su padre se asoció con su tío en una carnicería. Dal Masetto empezó a seleccionar las revistas que llegaban para envolver y, entre los globitos y el dibujo de las historietas, empezó a adentrarse en el idioma".
De los comics, pasará a los libros. Así recuerda esa etapa: "Mi camino fue absolutamente argentino. En casa hubo un esfuerzo inmediato por adaptarse. Cuando empecé a aprender el idioma en el pueblo, frecuentaba una biblioteca. Buscaba libros. Elegía al azar. Me los devoraba, junto con la revista Leoplán, que traía novelas cortas enteras. Me alimenté mucho de esa revista, y con ella descubrí que había una literatura inmensa" (21).
Casi todos aprendían el idioma por las suyas, ayudándose algunos con el diccionario, el cual "También es parte de la cultura inmigrante. El diccionario les solucionaba las crisis que podían tener con su segunda lengua. Está muy conectado con los autodidactas" (22).
En el siglo XIX, Pablo Lantelme, piamontés afincado en Entre Ríos, sostenía: "Para el bien general, creo y afirmo que es necesario que la predicación de la Divina Palabra se haga en lengua castellana, o por lo menos, que se predique dos domingos seguidos en castellano y uno en francés, para no cortar de un solo golpe el sistema abusivo. Los Capellanes (de San José) siendo franceses y poco acostumbrados a hablar en lengua castellana, no faltarán de alegar mil pretextos contrarios a lo que acabo de probar" (23).
Ya en el Martín Fierro encontramos referencias al inmigrante que no habla castellano: "Era un gringo tan bozal,/ Que nada se le entendía./ ¡Quién sabe de ánde sería!/ Tal vez no juera cristiano,/ Pues lo único que decía/ Es que era papolitano" (24). En Diario de ilusiones y naufragios, de María Angélica Scotti, en cambio, el inmigrante intenta hacerse entender: "Padrazo chapurreaba bastante el español; lo venía practicando desde antes de embarcarse en Génova" (25). Al parecer, saber italiano facilitaba el aprendizaje del castellano. En el libro de Chuny Anzorreguy, el capitán Kovacic recuerda lo que se planteó al llegar a la Argentina: "Primero debíamos aprender el idioma. Habiendo ya aprendido más o menos el italiano, la cosa se nos iba a hacer más fácil. Así fue. En poco tiempo podía comunicarme en un castellano bastante pasable" (26).
Queda en el inmigrante decidir cuál será su lengua, opción que seguramente obedecerá a razones más afectivas que intelectuales. Syria Poletti, quien emigró a los veintitrés años, afirmaba: "uno, como escritor, pertenece al área en cuyo idioma se expresa. El instrumento con que yo me expreso es el idioma de los argentinos, con todo el substratum cultural que ello implica, por lo tanto soy hija del país, porque el idioma es como la sangre de un país. Los otros idiomas que me habitan –italiano y friulano- son herencias que me dejaron mis mayores. Y las herencias sirven si se hace buen uso de ellas" (27).
Distinta es la postura de Adelina C. Cela, quien canta nostálgica, en su poema "Calabreses": "Como un susurro tu lengua/ me acunó toda la vida/ y no le diste abandono/ a tu hija en lejanía" (28).
En el conventillo, en la escuela, en el tranvía, leyendo o rezando, los inmigrantes aprendieron la lengua de la nueva tierra. La lengua que otros rechazaron, quizás por el inmenso dolor de haber dejado su tierra.
Notas
- Korn, Francis: "Buenos Aires Siglo XX/Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura", en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.
- Orgambide, Pedro: Aventuras de Edmund Ziller. Buenos Aires, Editorial Abril, 1984.
- Cosentino, Olga: "Cosecharás tu siembra", en Clarín, Buenos Aires, 18 de octubre de 2000.
- S/F: "Rapidísimo", en Clarín Viva, Buenos Aires, 2 de enero de 2000.
- Grinbaum, Carolina: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.
- Patat, Alejandro: "El país de los sueños perdidos", en La Nación, Buenos Aires, 28 de abril de 2002.
- Ingberg, Pablo: "El amor a los vencidos", en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de 1999.
- Devetach, Laura: "Autobiografía", en El Tiempo, Azul, 25 de agosto de 2002.
- Duche, Walter: "Todos tenemos derecho a escribir nuestra historia", en La Prensa Buenos Aires, 18 de julio de 1999.
- Korn, Francis: op. cit.
- Cosentino, Olga: "La Argentina de los deseos", en Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.
- Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras. Buenos Aires, Planeta, 2000.
- Cosentino, Olga: "La Argentina de los deseos", en Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.
- Mansilla, Lucio V.: citado por Colegio Schönthal.
- Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
- Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
- Urien, Paula: "Revisar el futuro", en La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de julio de 2002.
- Gálvez, Lucía: Panel en la muestra Aquel siglo XX. Biblioteca Manuel Gálvez.
- Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
- Giardinelli, Mempo: op. cit.
- Roca, Agustina: "Historia de Vida", en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.
- S/F: "De generación en generación", en Clarín, Buenos Aires, 19 de marzo de 2000.
- Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.
- Hernández, José: Martín Fierro. Testo originale con traduzione, commenti e note di Giovanni Meo Zilio. Buenos Aires, Asociación Dante Alighieri, 1985.
- Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
- Anzorreguy, Chuny: El angel del capitán. Biografía del capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
- Fornaciari, Dora: "Reportajes periodísticos a Syria Poletti", en Taller de imaginería. Buenos Aires, Losada, 1977.
- Cela, Adelina C.: "Madre Patria", en La Capital, 5 de septiembre de 1999.
La religión fue muy importante para los inmigrantes. Constituía una fuente de fortaleza frente a la adversidad, al tiempo que significaba un vínculo con sus tierras de origen.
Santa Francisca Javier Cabrini es venerada por quienes dejaron su tierra. La religiosa "recorrió Europa y las tres Américas, fundando colegios, orfanatos, hospitales, asistiendo a los presos, mineros, y en particular a los inmigrantes más indigentes, por eso el Papa Pío XII la proclama ‘Patrona de los Emigrantes’ el 8 de septiembre de 1950" (1).
El 13 de octubre se realiza la Procesión náutica de los molfettenses en La Boca, en honor a la Virgen de los Mártires, y el 10 de diciembre, la comunidad italiana se congrega en una procesión por las calles de Floresta en honor a San Sebastián. En esa oportunidad, la orquesta ambulante La Píccola Italia ejecuta piezas frente a las casas de los paisanos. En mayo de 2000, la colectividad italiana de Mar del Plata honró las reliquias de San Antonio de Padua Los sicilianos marplatenses son devotos de María Santísima della Scala, cuya imagen hicieron entronizar en 2001 en esa ciudad. Mi familia materna veneraba a San Alfonso, en Lombardía; esa devoción llegó a América.
La Navidad es una ocasión muy especial, que se recuerda, por lo general, vinculada a la infancia de quienes debieron dejar su país. Ennio Carota recuerda la Navidad en Italia, en relación con la figura protectora de la nona: "Sólo esas abuelas de ayer daban a las fiestas un toque tan especial. Un mes antes ya estaba haciendo sus galletitas y yo, junto a ella, pelando uvas para il vino cotto, un típico dulce de su Apulia natal. Eramos pobres, pero había alegría, había amor y todo ello nos hacía olvidar la pobreza" (2).
Canela evoca esa festividad en el mismo país, durante la guerra: "Nací en 1942, fui la última de once hermanos y mis recuerdos son de finales de la Segunda Guerra Mundial. Hacía muchísimo frío y al regreso de la Misa de Gallo había un tentempié –algo de nueces, almendras-, porque lo importante llegaba en el mediodía del 25, alrededor de la mesa familiar. (…) Mi madre amasaba fideos y los servía en caldo bien colado" (3).
Agata, la inmigrante creada por Dal Masetto, describe sus sentimientos en esos días: "La llegada de la Navidad me colmaba de un manso entusiasmo. La sentía acercarse en el correr de los días y era como si estuviese a punto de acceder a un descubrimiento. Pensándolo bien, jamás ocurría nada nuevo, pero el acontecimiento tal vez estuviese justamente en esa expectativa, en la posibilidad no concretada de un cambio casi milagroso, en esa fiebre que me ponía en el corazón y en las venas una impaciencia feliz. Así había sido siempre. La noche anterior a Navidad solía haber gran movimiento en la casa: se preparaba el almuerzo del día siguiente. Carlo y yo disfrutábamos de aquel clima febril, ayudábamos en lo que podíamos y antes de acostarnos colocábamos un plato vacío en la ventana. Por la mañana encontrábamos un turrón, dos o tres naranjas, algunas mandarinas, castañas, maníes (en una oportunidad en mi plato hubo también un par de zuecos). Juguetes, jamás. Pero incluso con tan poco nos sentíamos contentos y festejábamos como si nos hubiésemos topado con un tesoro. El resto de la jornada se deslizaba en aquel clima apacible y era como si se hubiese establecido una tregua en las inquietudes o en las confusiones del resto del año" (4).
La Navidad en la nueva tierra es evocada por los inmigrantes, a veces comparada con la de sus países de origen. La italiana María Cuda escribe: "Desde que vivo en la Argentina, mi Navidad es distinta, porque a pesar de ser gran parte de la población de Capital y Gran Buenos Aires de origen europeo, mantiene sus costumbres en forma muy variada. Tal vez por eso y más allá del respeto a los preceptos religiosos que la gente continúa observando, me resulta contradictorio encontrar el clásico pavo, las frutas secas y el pan dulce, en un clima netamente veraniego. Encuentro la justificación en la nostalgia, la tradición y el amor que el inmigrante siente por su tierra lejana, pero tan cercana aquí en el corazón. Por eso, las Fiestas mantienen, también en este país, el espíritu de unidad familiar y son motivo de intercambio de presentes. Algunas expresiones cambian y, en vez de ser la ‘Befana’ y medias, son los zapatos, el pasto, el agua para los camellos de los tres Reyes Magos. Finalizando, diría que el espíritu común es el deseo de buenos augurios y el sentimiento compartido de la creencia en Dios, Nuestro Señor" (5).
Un funeral católico es evocado por Cambaceres, quien, en su novela En la sangre, describe con desprecio el funeral del tachero italiano. Dice que los amigos del finado "habiéndose pasado la voz para el velatorio, poco a poco fueron llegando de a uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros de panza de burro y botas negras recién lustradas". El comportamiento de los paisanos, afligidos, le merece un comentario despiadado: "Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban contra el umbral al entrar, levantaban la pierna y volvían la cara" (6).
María Teresa Andruetto evoca un funeral de la colectividad piamontesa en Córdoba: "Alguien nos alzó/ hacia el tufo de la muerta/ (se llamaba Elizabeta),/ para que viéramos" (7).
En "Buenos Aires 1910 – Memoria del Porvenir", vimos una foto de un funeral que nos llamó la atención. En medio de una familia, sentado en una silla está ¡el muerto!. Parece que se sacaban así la foto para mandarla a la tierra natal, para que vieran que efectivamente el fallecido ya no pertenecía al mundo de los vivos (8).
Junto a la religión, llegó a América la superstición. Gabriel Corrado, nieto de italianos, expresó: "Los padres transmiten la enseñanzas básicas; entre ellas, algunas difíciles de explicar, como no abrir un paraguas bajo techo o caminar para atrás si te cruzás con un gato negro, que yo recibí de mis ancestros sicilianos" (9).
Notas
- Folleto entregado en 2002 en el Hotel de Inmigrantes.
- Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La Nación, Buenos Aires, 23 de diciembre de 2001.
- Becker, Miriam: op. cit.
- Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
- Cuda, María: "En Argentina", en DANTE Noticias, N° 68/ Octubre-Noviembre 1998.
- Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
- Andruetto, María Teresa: .Kodak. Córdoba, Ediciones Argos, 2001
- Lacroix, León: en"Buenos Aires 1910, Memoria del Porvenir", en Shopping Abasto, 1999.
- Baduel, Graciela: "Por la vuelta", en Clarín, 24 de octubre de 2000.
Muchos inmigrantes y quienes escribieron sobre ellos nos hablaron de los oficios que desempeñaban en su tierra natal. Salvo contadas excepciones, es constante la referencia a la pobreza de estos hombres y mujeres que buscaron en América una nueva vida.
En El mar que nos trajo, dice Griselda Gambaro que Agostino "Cada atardecer, salvo que el tiempo lo impidiera, salía en barca bajo patrón en jornadas que, según la pesca, concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se trabajaba mucho y se ganaba poco. (…) Ellos estarían condenados al mismo ritmo de trabajo toda la vida: la pesca, la venta a precios viles y el ocio destinado al arreglo de las redes" (1).
En La noche lombarda, Atilio Betti evoca los oficios de sus mayores: la cría de ganado, la caza de ranas, la hilandería, la tintorería y el cultivo del arroz. Se refiere asimismo a los trabajadores golondrina, quienes viajaban "de Europa a América, de la Argentina a Italia, para ganar el jornal en la época de la cosecha" (2). (Alberto Sarramone afirma que posiblemente fue el escritor Víctor Gálvez, el que les dio el apelativo, pues decía en 1888, ‘Hay extranjeros que se asemejan a las golondrinas, son aves de paso, vienen cuando el invierno está en sus bolsillos" (3) ).
Mempo Giardinelli escribe, en Santo Oficio de la Memoria, que, en Filetto, los nativos eran pescadores, viñateros, cosechadores de olivas (4). Agricultores y pastores eran los Dal Masetto en su tierra lombarda. Lo relata el hijo en un reportaje: "Cuando retozaba por las montañas de Intra, su padre Narciso y su madre María eran campesinos. Cultivaban todo tipo de verduras y frutas: hileras de vid para hacer vino. (…) él era el encargado de sacar a pastar las ovejas y las cabras" (5).
En el orfanato italiano en el que vivía Agata, el personaje de Dal Masetto, trabajaban desde muy corta edad: "Todas las mañanas nos levantábamos a las seis para asistir a misa. Después concurríamos a clase y el resto del día teníamos que trabajar. Las mayores bordaban y tejían. Sabíamos que el orfanato vendía esa producción afuera. A las más chicas nos hacían arrancar yuyos, juntar ramas secas, cuidar los animales, acarrear baldes de agua, apilar el heno. Pero lo peor era cuando me mandaban a cuidar que la vaca, mientras pastaba, no se pasara a la parte sembrada. Le tenía miedo".
De vuelta en su casa, Agata colabora en la vendimia: "No eran más que un par de días, pero estaban tan llenos de acontecimientos que se me antojaban semanas. Venían dos primas mías a ayudarnos, las hijas de mi tía Giulia, que tenían más o menos mi edad. Se quedaban a dormir y por lo tanto la agitación seguía inclusive durante la noche. Nos enloquecíamos corriendo entre las vides, cortando los racimos y cargando los canastos. Después nos descalzábamos, nos metíamos en la tina y, entre risas y empujones, íbamos pisando la uva".
A los trece años, Agata empieza a buscar trabajo: "En realidad, otras personas, amigas de mi padre o de Elsa, lo buscaban por mí. Hablaban con jefes y encargados, venían a vernos para contarnos los resultados de las conversaciones. Tarni no era un pueblo grande, pero había muchas industrias. (…) Para mí la fábrica era (nadie me había sugerido lo contrario) el elemento que aseguraba el salario, la imagen que sostenía una oscura ilusión de progreso" (6).
Había también inmigrantes con alguna formación. Un "extraño oficio", heredado de su abuela, ejercía Syria Poletti en Friuli: escribía cartas para quienes se habían marchado (7). El anarquista Severino Di Giovanni -dice Osvaldo Bayer- "había sido maestro en Italia, pero sus estudios no eran universitarios" (8), y se había iniciado en el oficio de tipógrafo en su tierra. Había sido maestro asimismo Valentín Bianchi, quien luego sería empresario en Mendoza: "La escuelita en la que Valentín ejerce su profesión de maestro queda a poca distancia del pueblo. La responsabilidad asumida lo entusiasma. Su medio de movilidad para llegar a la escuela es una bicicleta que domina con admirable habilidad. La ruta no es fácil por sus pronunciadas bajadas, subidas y curvas a todo lo largo del trayecto" (9).
Algunos inmigrantes pagaron el pasaje con su trabajo. Miguel Frías recuerda que su abuelo trabajó durante la travesía en la cocina del barco" (10).
El polizón Deyacobbi quedó "a cargo del panadero del barco que le enseñó su oficio y le dio al llegar a Buenos Aires una recomendación para la empresa Molinos Río de la Plata". Esa vinculación gravitaría en su futuro: en Molinos, "comenzó como corredor de comercio y por azar conoció los pagos de Mar del Plata al llegar con un barco cargado de harina que demoró más de un mes en descargar. Su primer emprendimiento fue la compra del Molino Luro en sociedad con Guillermo Roux" (11).
El padre de Juan Bautista Vairoleto considera que "era posible costearse el viaje trabajando en el mismo barco, como habían hecho otros, paleando carbón en las calderas" (12).
En muchos de los textos que leímos aparece el inmigrante como una persona laboriosa, que logra un bienestar económico valiéndose de su habilidad en distintos oficios o en el comercio. En América, ellos trabajarán duro para lograr un bienestar y para brindarles a sus hijos un futuro mejor, aunque algunos de estos hijos –como los que presentan Cambaceres en su novela En la sangre (13) y Félix Lima en Pedrín (14)- no sepan agradecerlo. Muchos inmigrantes se ocuparán en la misma tarea que en sus países de origen; otros, deberán aprender nuevas formas de ganarse la vida.
Marío Bunge destaca la laboriosidad de los inmigrantes, cuando dice: "Me hubiera gustado vivir mi vida adulta entre 1880 y 1930. Esa fue la Edad de Oro del País. Fueron los tiempos en que vinieron montones de gallegos y gringos a trabajar duro y a enseñar a trabajar con su ejemplo. Entonces fue cuando nacieron la agricultura a gran escala, la industria nacional y el Estado moderno. En esa época se pasó de la barbarie a la civilización. (…) Es verdad que también se cometieron crímenes tales como la guerra genocida y rapaz contra los indios. Pero en definitiva lo bueno pesó más que lo malo" (15).
"En esa época –afirma Carlos Ibarguren en La historia que he vivido- aparecían millonarios que pocos años antes habían llegado al país sin un centavo en el bolsillo o con muy poco capital. Era el caso de Carlos Casado del Alisal, español; de Pedro Luro, vasco francés; de Ramón Santamarina, vasco español; de Eduardo Casey, irlandés, propietarios todos ellos de enormes extensiones de campo; o de Nicolás Mihanovich, dálmata, que empezó como botero y ya era dueño de varias empresas de transporte fluvial, algunas con sede en Londres; o de Antonio De Voto, italiano, fundador de un barrio en Buenos Aires, al igual que Rafael Calzada, español, o de Francisco Soldati, italiano y muchísimos más cuyos apellidos hoy figuran en los rangos de la más alta sociedad".
Evoca el sentimiento que impulsaba a todos por igual: "Un optimismo irresistible, un frenético entusiasmo contagiaba a todos. A los argentinos, que veíamos la súbita transformación de nuestra modesta República en una nación rica y opulenta. Y también a los extranjeros que estaban embarcados en la aventura fascinante del progreso, la riqueza y la mágica transformación de sus vidas" (16).
"Los argentinos conocemos bien las virtudes de los inmigrantes: Quien se sobrepone a grandes dificultades será, posiblemente, una persona valiosa para el país que lo recibe", escribe Clara Obligado (17).
Los escritores del 80 se refirieron al trabajo que los inmigrantes realizaban en Buenos Aires. En Juvenilia, Miguel Cané –cuyo nombre se recuerda vinculado con la Ley de Residencia- evoca al enfermero que trabajaba en el Colegio Nacional de Buenos Aires: "Era italiano y su aspecto hacìa imposible un càlculo aproximativo de su edad. Podìa tener treinta años, pero nada impedìa elevar la cifra a veinte unidades màs. Fue siempre para nosotros una grave cuestiòn decir si era gordo o flaco. (…) Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traìa a la idea la confusa y entremezclada vegetaciòn de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara; veìamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas ralas y gruesas como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un ser de razòn para el infeliz, que estoy seguro jamàs conociò aquella secciòn de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencia y frutos nos traìa a la memoria un ombù frondoso".
"El cuerpo, como he dicho, era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasiòn hacia las dèbiles piernas por las que se hacìa conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsiòn materna que lo habìa dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumìa un cuero de baqueta entero. Un dìa, nos confiò en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que obtenìa, fabricadas a medida, excedìan siempre los precios corrientes".
Recuerda el personal castellano del enfermero: "Debìa haber servido en la legiòn italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algùn soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la època en que fue portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algùn corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciaciòn especial: Levàntasi, muchachi,/ que la cuatro sun/ e lo federali/ sun venì a Cordun. Perdiò el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres que, hacièndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de calle".
Sobre sus aptitudes para el trabajo, afirma: "Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un spècimen màs completo que nuestro enfermero. Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien habìa tomado un miedo feroz y de cuya conciencia mèdica hablaba pestes en sus ratos de confidencia". (18).
En la casa de Quilito, protagonista que da título a la novela de Ocantos, trabajaba una italiana: "Un apetitoso olor de guisado salía de la cocina abierta, donde una genovesa cerril movía espátulas y zarandeaba cacerolas, envuelto en el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas"" Más adelante dirá de esta mujer que cantaba "un aire de su país, con acompañamiento de platos y cacerolas". Habla también Ocantos de un "italianito vendedor de diarios" y de Rocchio, un corredor de Bolsa, "un hombrazo con muchas barbas, italiano con sus ribetes de criollo". Al igual que la genovesa, este hombre es descripto por Ocantos con rasgos animales: "un italiano atlético, cuadrado, con las crines erizadas, cuya voz era un rugido; (…) Trabajador, eso sí, como una mula de carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía un minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo más de su cuenta del mes" (19).
En "La casa endiablada", de Eduardo L. Holmberg, aparecen italianos de humilde condición, carreros y verduleros, holgazanes y supersticiosos (20). Despectiva es la imagen del tachero italiano que Cambaceres nos presenta en En la sangre, un hombre vulgar cuya herencia genética será nefasta, a criterio del escritor. Idéntico desprecio manifiesta hacia los paisanos del tachero, hacia el gallego portero de la universidad y hacia un bearnés, a los que considera seres indignos de integrar la sociedad argentina (21).
En "Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura", escribe Francis Korn: "todos los habitantes de este edificio con tres patios tenían ocupaciones variadas, los hombres y las mujeres. Había sastres, modistas, hojalateros, vendedores ambulantes de diversas mercancías, albañiles, lavanderas, verduleros, almaceneros, empleados de zapatería" (22).
Carolina de Grinbaum recuerda, entre los habitantes del conventillo, a un italiano que había alcanzado bienestar: "Llegada la hora en la cual los vecinos que compartían nuestro patio se sentaban a la mesa, nosotros también lo hacíamos. Al tiempo, los ajenos aromas deliciosos me invadían por entero, en especial los desprendidos de las viandas bien surtidas de la familia de don José, en bonachón italiano, de abultado vientre, propietario de un floreciente puesto de frutas y verduras en el Mercado de Abasto (simbolo de prosperidad en esa época)" (23).
Hizo la América el italiano evocado por Luis Pascarella en El conventillo: "Don Pascuale trataba de igual modo a todos los inquilinos del conventillo, sobre todo a sus paisanos. Mocetón, de 31 años, más bien bajo de estatura, fornido, con grandes mandíbulas, nariz abultada y ojos duros y saltones, hacía mucho tiempo que se dedicaba a la explotación de conventillos e gran escala. Mal sastre en sus comienzos, dejó el oficio improductivo para dedicarse a su nuevo negocio, cosechando en pocos años una mediana fortuna" (24).
Rubén Héctor Rodríguez evoca, en "Extraño chamuyo", a otro propietario: "En el conventiyo del tano Giacumín/ se armó la de San Quintín/ a causa de extraño y sórdido chamuyo. (…) Me buchonearon con el patrón/ y, cabrero, desalojó el jaulón" (25).
Pero no todos veían cumplidas sus expectativas. Esto es lo que destaca Renata Rocco-Cuzzi: "En los mismos años 30, el hermano de ‘Discepolín’, Armando, escribe sus grotescos denunciando el primer fracaso en la Argentina del ascenso social. El fundador del grotesco ríoplatense describe cómo los inmigrantes que vinieron a ‘hacerse la América’ en realidad quedaron encerrados en los conventillos hablando en cocoliche" (26).
Esa lengua hablarían los personajes que evoca Gustavo Riccio, en su "Elogio de los albañiles italianos" (27). Precisamente a uno de estos trabajadores peninsulares, establecido en Mar del Plata, canta Eduardo Martín La Rosa: "Probaste todos los trabajos./ Al fin, la cal y el rojo ladrillo/ se metieron en tu sangre./ Volabas por los andamios./ Tu silbido triste, enamoraba a las nubes" (28). Italianos eran, asimismo, quienes fabricaban ladrillos. Relata Luis Alposta que los primeros pobladores de Villa Urquiza, en la ciudad de Buenos Aires, fueron "Los 120 obreros traídos por Seeber para extraer la tierra, en su mayoría de nacionalidad italiana. Ellos terminaron arraigándose y construyendo sus hogares con los ladrillos fabricados por ellos mismos" (29).
Duro era también el trabajo del abuelo de Orlando Barone, quien se había empleado en el puerto (30).
Otros italianos eran barrenderos; la Avenida de Mayo "de continuo era recorrida por las ‘victorias de plaza’ cuya caballería impuso la necesidad del barrendero municipal, aquel a quien los chicos le gritaban ¡Musolino!, sin saber el por qué del apelativo itálico" (31). Por esa avenida, transitaban el vendedor de "escobas y plumeros, por lo general italiano con bigotes de carabinero" (32) Fray Mocho describe, entre sus muchos personajes a un italiano vendedor de longanizas (33).
Hubo bomberos entre los italianos. "El 2 de junio de 1884 la colectividad italiana fundó el Cuartel de Bomberos Voluntarios de La Boca, el primero del país. (…) El segundo cuartel de bomberos voluntarios en el barrio surgió el 9 de enero de 1935, cuando Francisco Carbonari, capitán de los Bomberos Voluntarios de La Boca, se alejó por diferencias que hoy nadie sabe precisar y fundó el cuartel de Vuelta de Rocha en lo que era su sodería. Cuenta la leyenda que el hombre empezó yendo a apagar los incendios con su camión de reparto y que su primer socio y fundador fue el pintor Quinquela Martín" (34).
Y pasteleros, como los fundadores de "Los dos chinos". Corría 1862 cuando "dos inmigrantes, recién llegados de Italia, transitaban por el húmedo empedrado de Buenos Aires y al detenerse en la esquina de Chacabuco y Potosí, decidieron que ése sería el lugar para fundar su pastelería" (35).
El padre de Roberto Raschella, establecido definitivamente en la Argentina en 1925, se dedicó a la sastrería. Cuenta el hijo en un reportaje: "En un viaje anterior, mi padre se había iniciado en el oficio de sastre, con un maestro legendario, Cirillo, un italiano que murió de la ‘mala enfermedad’. Yo nací en el mes de la revolución del 30. Después llegaron años duros para la familia, nos mudábamos constantemente, siempre a casas con buena luz natural. Era común entonces ver a un sastre trabajando detrás de una ventana" (36). Sastres e italianos eran, asimismo, el padre de Antonio Berni (37) y los abuelos de José Marchi (38) y Griselda García (39).
El italiano que llega a la Argentina, en Santo Oficio de la Memoria, abre una funeraria con su socio, sospechado después de asesinarlo. Ya viuda, su mujer lava ropa para los vecinos, y el hijo de ambos trabajará después en la compañía de trainways y en los Ferrocarriles del Oeste (40). Fue italiano Angel Alfonso Di Césare, el inventor del colectivo.
Las mujeres de escasa instrucción, además de trabajar en el hogar y ocuparse de la crianza de los hijos nacidos allá o acá, se dedicaban al lavado y al planchado. Lava la italiana que evoca Amalia Olga Lavira en "Estampita": "Friega lienzos, camisas y vestidos,/ en el fondo, la donna, en la pileta/ y en fuentones y tachos florecidos/ hormiguitas de sol hacen gambeta" (41).
Otras son las ocupaciones de las peninsulares que evoca Oscar González en "La anunciación": "Pronto supo que América/ No regalaba nada/. Y tranqueó el empedrado camino del taller./ O sentada a la Singer enfrentó los aprietes./ O resistió en las chacras heladas y granizos" (42).
De Italia vinieron quienes luego serían empresarios: Valentín Bianchi, Gaetano Brenna, Deyacobbi,Torquato Di Tella, Luis Fasoli, Gargantini, Franco Macri, Atilio Marasco, Juan Giol, Antonino Mastellone, Agostino Rocca y Alide Speziale.
Eran italianos los arquitectos Tamburini, Meano, Gino, Aloisi, Juan B. Arnaldi, Juan Antonio Buschiazzo, José y Nicolás Canale, Luis Caravatti, Pedro Fossati, Francisco Gianotti, Luis Giorgi, Raúl Levacher, Carlos Morra y Francisco Salamone, los constructores Udina y Mosca, los ingenieros Constantino Devoto, Alula Baldassarini y Di Tella. Es italiano, asimismo, el arquitecto y pintor Clorindo Testa (43).
Vinieron de Italia los escultores Líbero Badíi, Beatriz Cazzaniga, Pietro Costa, Juan Del Prete, Víctor De Pol, Luis Giorgi y Alcides Gubellini. Y los pintores Alfredo Lazzari -maestro de Quinquela y Lacámera- (44).Vito Campanella, Juan Cingolani, Víctor Cúnsolo, Arturo De Luca, José De Monte, Lorenzo Gigli, Mara Marini y Ester Pilone.
Científicos de esa nacionalidad inmigraron. Entre ellos, Victorio Angelelli, Guido Boggiani, Guido Bonarelli, Egidio Feruglio, Enrique Fossa Mancini, Gino Germani, José Imbelloni, Beppo Levi, Ardoino Martini, Aldo Mieli, y Clemente Onelli. Y las médicas Eugenia Sacerdote de Lustig y Julieta Lantieri, primera sufragista latinoamericana.
También filósofos -José Ingenieros y Rodolfo Mondolfo- y educadores: Pedro Scalabrini, Matías Calandrelli, Victoria Gucovsky de Fikh, Josefina Passadori, Lidia Peradotto, Fabiola Tarnassi de Schilken.
Inmigraron los religiosos Juan Cagliero, Alberto De Agostini SDB, Marcos Donati, Rafael Gobelli, Mario Pantaleo, Antonio Quarracino, y Artémides Zatti.
Syria Poletti llegó en 1945, contratada para enseñar italiano en la Asociación Dante Alighieri. Nora Candiani, protagonista de su novela Gente conmigo, es traductora pública (45). También fue traductor el siciliano Antonio Aliberti. Inmigraron los escritores Antonio Dal Masetto, Martina Gusberti, Renata Donghi de Halperín, Roberto Giusti, Julián Centella, Enriqueta Lebrero de Gandía, Alfonsina Storni, José Portogalo, Antonio Porchia y Roberto Tálice, y el editor Vicente Bucchieri.
A la música se dedicó Santo Discépolo, el napolitano llegado a Buenos Aires a los veinte años, padre de Armando y Enrique Santos (46). Y Feliciano Brunelli, Pascual De Rogatis, Angelo Ferrari, José Libertella, Arturo Luzzatti, Adolfo Morpurgo, José Zaninetti, Vicente Scaramuzza, Silvano Picchi y Pascual, Miguel y Domingo La Salvia.
Inmigraron los actores: la familia Podestá, Pierina De Alessi, Guido Gorgatti, Gianni Lunadei, Diana Maggi, Iris Marga, Delfy de Ortega, Angelina Pagano, Gino Renni, Darío Vittori, Rodolfo Ranni, y la periodista Canela, entre otros. También los cineastas Federico Valle, Luis César Amadori, Mario Gallo, Mario Soffici y Angel Mentasti, el director teatral Elio Gallipolli y el productor Nino Fortuna Olazábal, los cantantes Ignacio Corsini, Roberto Maida, Alberto Marino, Alberto Morán y Piero, y los fotógrafos Florencio Bixio, Angel Paganelli y Benito Panunzi, pionero de la fotografía.
Vinieron los anarquistas Severino Di Giovanni, Francesco y Pedro Guerri, Luis Casimir y Aquiles Segabrugo, entre otros.
En las provincias, los italianos desempeñaron distintos oficios. En el discurso pronunciado con ocasión de otorgársele la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina, dijo Ernesto Sábato: "En el siglo pasado, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar una tierra de promisión. Se instalaron en la ciudad de Rojas, donde tuvieron un pequeño molino harinero" (47).
Los inmigrantes trabajaron asimismo en el adoquinado de las calles. Lo recuerda José Luis Corsetti, quien afirma: "De las canteras de Tandil salió gran parte del empedrado de las calles de nuestro país. Los picapedreros españoles, italianos, montenegrinos y yugoslavos fueron, desde 1870, personajes entrañables que dejaron cuerpo y alma, cuando no la vida, en cada cincelada" (48).
Hugo Nario describió la dura vida de los picapedreros: "Despeñarse, quedar aplastado por el desprendimiento de piedras o cascajo, perder un ojo reventado por una escalla o por un pinchote mal templado, morir destrozado por una voladura imprevista, caer bajo las ruedas de las zorras que bajaban cargadas de material desde lo alto de la pendiente, o carros cuyo control de descenso se perdía, y volcando arrastraban por el precipicio a caballos y conductor. Y en todo tiempo, el arresto, el allanamiento, las redadas, días y meses de encierro, la amenaza de la deportación, a veces sin proceso" (49).
Estos hombres fueron alcanzados por la muerte de a decenas, en un tórrido verano porteño. Escribe Vázquez-Rial: la gente "caía muerta en las calles: los cadáveres eran ya cuatrocientos cuando el casi eterno presidente Roca visitó la Asistencia Pública: la mitad correspondía a trabajadores del empedrado público. No había enfermedad: era el sol. Se suspendieron todas las actividades entre las once y las cuatro, y se recomendó higiene y ropa holgada" (50).
Los italianos trabajaron en los frigoríficos de Quilmes, La Plata y Berisso. "En la localidad de Berisso estaba el frigorífico Armour La Plata S.A. que inició sus operaciones en 1915. Entre dicho año y 1930, el 60% de su población obrera estaba constituida por hombres y mujeres provenientes de Europa y Asia" (51).
Algunos logran un buen pasar. En prosperidad vive el personaje de José Luis Cassini -"Ya nadie lo sabe; él mismo ha olvidado que es el dueño del conventillo y de la primera usina eléctrica del pueblo" (52).
Fausto Burgos y Abelardo Arias evocan a los italianos agricultores que se establecieron en Mendoza. El primero refiere en El gringo (53), los abusos de los que eran víctimas los trabajadores –nativos y extranjeros-, mientras que Arias, en Alamos talados (54), describe el trabajo de los viñateros italianos.
En su poema "La Condra", Fulvio Milano canta: "Así la llamaba el abuelo italiano. No sé/ qué significa este nombre. Condra,/ la yegua blanca que atábamos al sulky./ ¿Qué voy a hacer, Dios mío, con este/ nombre raro/ a través de la gente, a través del olvido?/ La Condra, impredecible de caprichos en/ los caminos rurales,/ batía al aire los remos nerviosos, disparaba/ por fantásticos ríos/ tronaba el abuelo, y yo veía palidecer/ en tambaleante escorzo el angustioso sueño/ de la llanura" (55).
"Generalmente todos decían que eran agricultores –manifestó el profesor Jorge Ochoa de Eguileor-, porque una de las condiciones para poder venir a la Argentina era que fuesen agricultores. Nunca habían visto la tierra, y los que la habían visto, la habían visto en su pequeña casa del caserío donde tenían su cerdo, y donde tenían su vaca y alguna gallina" (56). Así fue como se vieron obligados a aprender un oficio que les resultaba desconocido, para poder subsistir en la nueva tierra.
En la memoria de la Colonia San José, donde vivieron piamonteses, afirma Alejo Peyret: "He visto en esta Colonia, montañeses que nunca se habían aproximado a un buey y les tenían un miedo espantoso, por más mansos que fueran. Habían arado con caballos, y había también algunos que nunca habían arado. Habían solamente carpido algunas varias cuadras de tierra en las faldas de los Alpes. Venían pues a América a hacer su aprendizaje de agricultura" (57).
El esfuerzo de mucho tiempo se veía destruido por la plaga de langostas. Y el indio era una amenaza siempre presente: "Vista a la distancia, la epopeya de la inmigración parece aureolada por la leyenda y el heroísmo. Cruzar el mar, arar la tierra, levantar el trigo rubio como el cabellos de los inmigrantes, todo suena a poesía y así es presentado el período fundacional por escritores y poetas, como por ejemplo José Pedroni, que cantó como pocos a la gesta civilizadora y sobre todo al nacimiento de Esperanza. Pero si en un principio los agricultores araban con el Rémington a la espalda, teniendo en el horizonte el fantasma del indio, es de imaginar la cantidad de dramas y de fracasos, de renunciamientos y de miedos que se sucedieron y que debieron ser superados para llegar a la victoria final", afirma Hugo Mataloni (58).
La finalización de los contratos ocasionaba que familias enteras se trasladaran en busca de otro campo para trabajar. En un viaje por Santa Fe, Gladys Onega y su padre ven a "los expulsados de la tierra": "vimos un carrito del que tiraban una mujer y un hombre, cada uno de su vara; en ese carrito pequeño y angosto llevaban su casa. Allí habían cargado los muebles, los hierros de labranza, un baúl, atados de ropa y todavía cabía una cama donde unos chicos y la nona se amontonaban y se tapaban del sol con la colcha blanca de algodón ahora ennegrecido, que había formado parte del ajuar europeo y que tantas veces había visto en las casa de chacareros, atada por sus cuatro puntas al respaldo y a la piesera de hierro de la cama. Debajo de ese toldo trataban de salvarse del terrible castigo del sol y del bochorno de la tarde con el aire que debía soplar por los costados libres. Detrás del carrito venían unos muchachos que empujaban aliviando el esfuerzo de sus padres" (59).
En Santa Fe se instalan los Vairoleto. El padre, Vittorio, "encontró diversas ocupaciones temporarias y también fue arrendatario, con variada suerte. (…) tuvo que buscar conchabo en obras de construcción de las líneas ferroviarias y otras tareas estacionales. Para la trilla se tomaban horquilleros, carreros o ‘pistines’, fogoneros y aguateros; el trabajo era de sol a sol, y los maquinistas lo pagaban a su antojo. También se conseguían changas para embolsar y coser, o en el transporte y almacenamiento de las estaciones, pero había que deslomarse hombreando bultos de setenta kilos por el ‘burro’ y subir al trote cuando se cargaban los vagones" (60).
Los agricultores inmigrantes fueron tema de poesías. Alfredo Bufano canta a los italianos: "¡Salud a ti, fuerte hijo de la loba romana,/ hijo del heroísmo y de la santidad,/ el que a su espada, dueña de milenaria gloria,/ trueca en armas benditas de trabajo y de paz!/¡Salud a ti, el de la estirpe de César/ y de Virgilio, el que pone el mismo afán/ al labrar tierra propia y al labrar tierra ajena,/ o al esparcir semillas que otros cosecharán!/ ¡Salud a ti que derramas el resplandor de Roma/ por los caminos del mundo con manos de eternidad!" (61).
En "Ese inmigrante", Virginia Rossi canta: "Se llenaba de espigas/ los puños y los brazos/ y su paso medía/ la soledad del campo" (62).
Pero no todo era trabajar la tierra. Un italiano aplica aquí su vasto conocimiento musical. Luigi Gusberti, protagonista de El laúd y la guerra, escrito por su hija, Martina, fue "director de la Banda Sinfónica en la capital de la provincia del Chaco y fundador de las bandas musicales del colegio Don Bosco", entre otras actividades (63). Otro italiano, Antonino Malvagni, creó las bandas militares de Tucumán y la Banda Municipal de Buenos Aires.
En su mayoría sin estudios, los inmigrantes se las ingeniaron para que sus hijos pudieran estudiar. Haciendo lo que sabían o aprendiendo nuevas labores, encontraron una vida digna, en la que el esfuerzo tuvo frutos. El país les ayudó, pero ellos no cejaron.
Notas
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- Chumbita, Hugo: op. cit
- Bufano, Alfredo: "En el día de la recolección de los frutos", en Para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino. Buenos Aires, Clarín..
- Rossi, Virginia: "Ese inmigrante", en Capítulos, Editorial Nueva Generación.
- Gusberti, Martina: El laúd y la guerra. Buenos Aires, Vinciguerra, 1986.
Los inmigrantes nos hablan, en sus testimonios, de su alimentación en los países de origen. Salvo muy contadas excepciones, la idea de la exigüidad de las comidas se reitera.
Canela recuerda: "Nací en 1942, fui la última de once hermanos y mis recuerdos son de finales de la Segunda Guerra Mundial". Consumían "En verano, una sopa de harina quemada con pan tostado. Había tortilla de flores de zapallo y criábamos caracoles de jardín en cajas, que después ella purgaba para hacer unos exquisitos guisos. Salíamos al campo en busca de la planta diente de león, que se agregaba sin su flor a la polenta con panceta".
Había asimismo pequeños placeres, que luego la escritora transmitirá a sus hijos: "Se aprendía a sobrevivir con lo que había, tanto para comer como para abrigarse, pero nuestra gran alegría eran los crostoli, una golosina de pobres hecha con masa bien fina y dulce. Cuando mis hijos eran chicos, les hacía algo de mi tiempo, unos caramelos de azúcar quemada con almendras, aunque en mi región se hacían con avellanas que se encontraban en los parques. Y por supuesto, el pan con chocolate cuando había pan y había chocolate" (1).
La pobreza llega a extremos patéticos en la novela Stéfano de María Teresa Andruetto. La madre del protagonista ha encontrado un ave. Años después, el hijo recuerda: "La veo en la cocina: saca agua de la que hierve en un latón, echa el agua sobre la torcaza muerta y la despluma con dedos diestros, luego la chamusca sobre la llama y la desventra. Lava víscera por víscera, desechando sólo la hiel amarga. Cuando está limpia, la divide en cuatro y dice: Tenemos para cuatro días. Yo no digo nada, sólo miro cómo separa una de las partes y luego oigo que me envía a guardar las tres restantes sobre el techo de la casa, para que el sereno las mantenga frescas. Cuando regreso, está sacando de la bolsa harina de maíz. Mete la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace el tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto. Para esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá" (2).
Estos alimentos tan significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros italianos. Cuando viaja a Italia, el protagonista de La noche lombarda –novela de Atilio Betti-, ve que los descendientes acaudalados de los campesinos desprecian las comidas típicas de la región: "A mí me apetecían las ranas. Me apetecían todos los alimentos que nutrieron a mi padre; pero Anna los había proscripto de su mesa. No a la ordinariez de la polenta, no a la selvaggina, los patos silvestres" (3).
Durante la guerra, los italianos se veían obligados a consumir animales domésticos: "Hasta ese momento la guerra sólo había sido sucesivas noticias de invasiones, amenazas lejanas –recuerda Agata, el personaje de Dal Masetto. En realidad, nos dimos cuenta de que la situación se estaba poniendo mala a medida que comenzaron a escasear los alimentos. Cuando nació mi hija Elsa ya faltaba de todo. El pan, el azúcar, la carne, la harina estaban racionados. Cierta vez que estuve enferma, para obtener unos gramos extra de una carne negra y casi incomible hubo que presentar una receta médica. Pagando muy caro, se conseguían algunos productos en el mercado negro. Había gente que se enriquecía con eso. (…) Llegó el momento en que cierta gente comenzó a comer perros. Eso me comentaba Mario. Que los gatos fuesen a parar a la cacerola era común. Quedaban pocos. Aquellas familias que todavía poseían uno lo cuidaban para que no se lo robaran" (4).
Pura, la protagonista de Diario de ilusiones y naufragios, de María Angélica Scotti, narra: "Había en ese barco, a la vez, mucho hacinamiento y revoltijo. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier rincón (5).
Contrapuestos a la evocación de la pobreza que se vivía en el país de origen, encontramos pasajes en los que se alude al asombro de los inmigrantes ante la cantidad de comida que había en la Argentina.
En Guido, Andrés Rivera recrea los relatos de quienes regresaban a Italia: "Contaban que había más vacas en una sola de las provincias argentinas que en todas las estrechas lenguas de tierra europeas conquistadas por las legiones romanas. Vacas y vacas y vacas. Y trigo, y más pan del que hubiera podido comer la familia desde los bisabuelos para acá. Había pan en esa tierra, decían, desde la creación del mundo" (6).
En Tantas voces, otra historia, estudio acerca de los judíos italianos emigrantes, Smolensky y Vigevani Jarach destacan que "Asombraba la limpieza de las veredas, la buena presencia de la gente, la ausencia de mendigos tanto como las desproporcionadas porciones de comidas servidas en los restaurantes y las ‘yapas’ ofrecidas por los carniceros y verduleros. La visión de los tachos de basura, repletos de restos de comida, suscitaba pruritos moralizadores de respeto por ‘los niños que no tienen qué comer en el mundo’ y soplar o besar el trozo de pan caído al piso antes de comerlo" (7).
La alimentación de quienes dejaron su tierra -además de ser un tema recurrente en la literatura- ha sido estudiada por renombrados especialistas. En "La huella del inmigrante", Fernando Devoto se refiere a la cocina nativa como un modo de diferenciarse: "Aunque los inmigrantes estuvieron inicialmente deslumbrados por la abundancia de carne mantuvieron sus hábitos alimentarios. Lo revelaban las estadísticas de comercio exterior y el surtido de los almacenes. Aspiraban tanto a conservar sus tradiciones como a diferenciarse socialmente a través de sus consumos. No se producía una fusión o ‘crisol’ culinario con la cocina nativa sino más bien una yuxtaposición. Los distintos componentes coexistían en un menú sin mezclarse en un mismo plato".
La influencia foránea no tardó en hacerse sentir: "Algunas de las cocinas de inmigración tuvieron una gran capacidad de irradiación. Sobre todo la italiana, que era una combinación de cocinas regionales con predominio septentrional" (8).
"Desde el Hotel de Inmigrantes, su primera escala en el país, los hábitos gastronómicos de la inmigración invadieron el país. El protagonismo fue de las pastas en todas sus variaciones formales: ravioles, ñoquis (y por supuesto la preparación de los del 29 y el dinero debajo del palto), canelones, tallarines, macarroni, capelletti, fettuccini, agnolotti y lasagnas; seguidamente la pizza- impulsada por la migración del Mediodía-, la milanesa, el pesceto, los escalopes, los fiambres, los risottos, las salsas de tomate como acompañamiento (bolognesas, parmesanas, filetto), el pesto, el aceite de oliva, las frutas secas, y la difusión del consumo de aceitunas, quesos (parmesano, gorgonzola, pecorino, caciocavallo, fontina, ricotta) y vinos (nebiolo, barbera, chianti, toscano). Si la oferta local no proporcionaba los ingredientes adecuados, se importaba de Italia la mortadela de Bologna, el salame de Milán o el queso de Parma" (9).
"La población que emigraba de Europa trajo su cultura culinaria. Los españoles querían garbanzos y arvejas, y un montón de cosas que aquí no se cultivaban. El gran consumidor de los fideos y los tomates fue el italiano. Todo esto se iba concentrando en los barrios, que se agrandaban cada vez más. Entonces se empiezan a establecer los puestos de las ferias dedicados exclusivamente a vender jamón cocido o jamón crudo, o costillares de vaca, de cerdo, además de las verduras, las frutas, los garbanzos…" (10).
En el Hotel de Inmigrantes se desayunaba "café con leche, mate cocido y pan horneado en la panadería del hotel escribe Horacio Di Stéfano-; los almuerzos consistían en "sopas, guisos, maíz pisado o legumbres, puchero criollo, estofado…". Había "colas para la entrega de vituallas, luego el cocinero servía los alimentos, y las largas mesas de comensales quedaban ocupadas en medio de un incesante murmullo de voces y chillido de vajillas" (11).
John Argerich afirma que los inmigrantes italianos cazaban pajaritos: "se los morfaban con polenta, como hacían los nonos, dejando sin gorriones la zona de Retiro, en que se erigía el Hotel de Inmigrantes, única posada del mundo donde daban catrera y chupi sin pagar" (12).
Según lo que comían, Santiago de Estrada podía reconocer la procedencia de los habitantes de los conventillos: "Encienden carbón en la puerta de sus celdillas los que comen pucheros: esos son americanos. Algunos comen legumbres crudas, queso y pan: esos son los piamonteses y genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y gallegos. El conventillo es el reino de la ensalada cruda" (13).
En La isla se expande, de Carolina de Grinbaum, la pequeña protagonista evoca sus sensaciones ante la comida de una familia italiana: "Mi olfato hambriento extendía los tentáculos a fin de transferir los perfumes de la comida cercana, hasta mi desabrido plato. Escudriñaba las sopas que deglutían, el caldo sustancioso rumoreante como las olas del mar, los enormes fideos dedalito que flotaban como infinidad de barcos veleros, el abundante queso rallado, que esparcían como lluvia generosa –esa lluvia que deja un olor feliz sobre las tierras secas" (14).
Ya centenaria, María Luisa Cuccetti, hija de un músico genovés inmigrante, recordó en una entrevista la alimentación de sus primeros años. En La Boca, "los cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate caliente. Y todo se hacía en casa, lo que más se comía era risotto. Eso sí, el mejor paseo era ir de noche al puerto a comer castañas calentitas…" (15). Un plato inmigrante es evocado por Marina Gambier, a propósito de una muestra pictórica inspirada en ese barrio. Acerca de los cuadros dice: "Ellos nos traen al presente esos conventillos con la ropa secándose al viento, las grúas de carbón, y la alegría de los marineros genoveses comiendo tallarines y cantándole al paese desde una típica cantina del puerto" (16)
"Luca Filiziu tiene 82 años y es uno de los primeros inmigrantes italianos que a mediados de siglo pasado trajo al país esa costumbre gastronómica que para los nativos resultaba extraña. Ahora ha vuelto a despuntar el vicio: a falta de quinta, cría caracoles en el balcón de su departamento, en el barrio de Constitución. ‘En la Argentina tenemos que buscar los platos con nuestro propio estilo’, dice, mientras saca del horno una fuente con brochettes de caracoles envueltos en panceta y otra con lumaches (como se denominan en italiano) en salsa picante" (17).
Los abuelos de la poeta Griselda García eran calabreses. La nieta evoca en un poema los alimentos que cocinaba la italiana: "mi abuela preparando conservas/ de casi cualquier cosa que crezca/ en la tierra del fondo;/(…) mi abuela obligándonos a terminar el plato,/ haciendo bocaditos fritos con las sobras porque/ ‘ustedes por suerte no conocen lo que es la guerra, el hambre…’;/ (…) secando en grandes fuentes/ aceitunas, tomates, maníes,/ y otros comestibles que se vendan baratos por kilo;". El abuelo, por su parte, cuidaba los sembrados y criaba conejos (18).
Petra, una de las "ingratas" de Henestrosa empleada como cocinera en una pensión, rechaza las críticas de los comensales italianos: "El minestrón era la principal fuente de conflictos: los italianos aseguraban que la española era incapaz de captar la naturaleza sutil de la sopa de verduras y que cortaba la zanahoria en rodajas demasiado gruesas. Petra no iba a soportar esas críticas. Ante la menor queja retiraba los platos con el gesto desairado de un artista incomprendido y los inconformes se quedaban con la cuchara suspendida en el aire y sin caldo donde sumergirla. La patrona hacía caso omiso de los desplantes de la cocinera: por su guiso de lentejas hubiera soportado cualquier humillación" (19).
En casa de María Rosa Lojo, hija de un gallego y una madrileña, se consumían alimentos que resultaban extraños para los chicos con los que ella se relacionaba, los cuales consumían, a su vez, alimentos que rara vez se veían en casa de estos españoles: "durante la infancia y adolescencia consideré como elementos exóticos las pastas y la pizza –‘clásicos’ para un recetario argentino, definido por su neta hibridez ítalo-criolla-. (20).
La confluencia de inmigrantes de distinta procedencia y de criollos permite que confraternicen y que conozcan sus cocinas típicas. En una calle porteña vivió doña Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida evocación que escribe poco después de la muerte de la rumana, comenta que la anciana "De sus vecinos -españoles, italianos, argentinos del interior-, había descubierto que el mejor arroz con pollo lo hacía doña María, la gallega, pero sin panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de doña Pepa eran mejores que con la picada común" (21).
Décadas más tarde, Magdalena, uno de los personajes chaqueños de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria, disfruta de la prosperidad. Se interesa por los platos de diferentes colectividades y, cuando los cocina, es digna de elogios: "Todas cosas judías, deliciosas, bien condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes, madre mía, para chuparse los dedos. Y no solamente judías porque también hacía unas paellas que te dejaban de cama. Y no te cuento las mermeladas que preparaba: de rosa mosqueta, de grosellas, de granadas, de higos. O las ravioladas con salsa a la bolognesa o la Príncipe di Nápoli, mamma mía. También hacía unos guisos carreros que le enseñó tu papá, muy delicados, porque tenían las dosis exactas de hierbas, especias exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho con amor, el morfi con amor es otra cosa" (22).
En Mendoza, los Bianchi se las ingeniaban para procurarse sustento: "Lo que más motivaba la admiración de Valentín hacia su mujer era cuando, durante el crudo invierno, ella se dedicaba a cazar pajaritos con su viejo rifle de municiones. Colocaba maíz mojado en el patio, frente a la puerta de la cocina, y mientras preparaba el almuerzo, las pequeñas avecillas se aglomeraban ansiosas por comer el alimento que asomaba entre la nieve. Entonces Elsa, de un solo disparo, hacía una buena cacería. Enseguida, con la ayuda de sus pequeños Bibi y Nino, limpiaban las presas obtenidas. Luego doña Teresa se dedicaba a la preparación de una exquisita polenta con pajaritos, que era la delicia de toda la familia" (23).
En la pobreza o en la abundancia, los inmigrantes mantuvieron la tradición culinaria como una forma más de vincularse a la tierra añorada, de preservar su cultura, y de transmitirla de generación en generación, al tiempo que veían en la cocina nativa un medio para diferenciarse en una sociedad cosmopolita.
Notas
- Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La Nación Revista, 23 de diciembre de 2001.
- Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
- Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.
- Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida: Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
- Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
- Rivera, Andrés: Guido., en Para ellos, el Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2000.
- Smolensky, Eleonora M. y Vigevani Jarach, Vera: Tantas voces, una historia. Buenos Aires, Editorial Temas, 1999.
- Devoto, Fernando: "La huella del inmigrante", en Clarín, Buenos Aires, 2 de julio de 2000.
- Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A la mesa. Buenos Aires, Grijalbo, 2000.
- González Toro, Alberto: "El tímido regreso de las ferias de Buenos Aires", en Clarín, Buenos Aires, 2 de marzo de 2003.
- Di Stéfano, Horacio: "El Hotel de Inmigrantes: albergue para la nostalgia…", en TANGO SHOW El lugar del Tango en internet. 1999.
- Argerich, John: "Los grandimbento deste mundo", en elamasijo.htm
- Estrada, Santiago: Viajes y otras páginas literarias. 1889. Citado por Jorge Páez en El conventillo, Buenos Aires, CEAL, 1970.
- Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.
- Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.
- Gambier, Marina: "La Boca. Un barrio en color", en La Nación Revista, 4 de agosto de 2002.
- S/F: "La estrategia del caracol", en Página 12, 25 de agosto de 2002.
- García, Griselda: poema inédito.
- Henestrosa, María: Las ingratas. Buenos Aires, Clarín-Alfaguara, 2002.
- Lojo, María Rosa. "Mínima autobiografía de una ‘exiliada hija’ ", en Sitio al margen. Noviembre de 2002.
- Becker, Miriam: "La última idische mame", en La Nación Revista, 23 de marzo de 1997.
- Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
- Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, edición del autor,
"La Capital Federal, en 1936, tenía el 88% de extranjeros o hijos de extranjeros –afirma la socióloga Susana Torrado. Es decir, entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX era un pedazo de Europa en la Argentina" (1). La actriz Rita Cortese recuerda la presencia inmigrante en la sociedad: "Cuando yo era chica, los inmigrantes europeos eran algo vivo y cercano. Tanos y gallegos, como decíamos, estaban allí, al lado nuestro, en la calle, en el barrio. Pesaba su manera de ser y de hablar, sus costumbres, comidas, espectáculos. Formaban parte de nuestra vida cotidiana" (2).
De sus países de origen trajeron los inmigrantes sus costumbres, las que perduraron en la nueva tierra. La crianza de los hijos, la celebración de los acontecimientos familiares, la forma de llorar a sus muertos, diferenciaban a las colectividades y, aún hoy, se siguen observando los mismos lineamientos que hace décadas, aunque influenciados por el medio en que se desarrollan.
La ética era un valor fundamental para los inmigrantes. Lo afirma Eduardo Mignogna, autor de La fuga: "Nuestros padres, nuestros abuelos, amaban el apellido, la ética, la responsabilidad civil de tener un trabajo y de hacerse cargo de sus hijos y dejarles un apellido. Con su muerte se pierde un sentido de la ética y el país es testigo de esto. Los nietos saben que no tienen el primer referente a quien pedirle explicaciones y aparece la plata dulce, la financiera, esos hombres con apellidos en los diarios sin que les importen las manchas en una política macabra de robos e impunidad" (3).
La solidaridad era otro de los bienes espirituales de la inmigración. Nacido en Berisso, Esteban Peicovich recuerda la localidad como "una sociedad compuesta por treinta y siete etnias diversas que, en medio de la crisis, hacía de la vida vecinal un acto religioso. No piqueteaban. Se defendían con el trueque, la huerta y la mano pronta al caído en desgracia mayor. Una red de asistencia que permitía preservar la costumbre traída: mantener lo genuino y sostener a los hijos en medio de la adversidad" (4).
Esta condición de los inmigrantes es resaltada por la actriz María Rosa Fugazot: "la hija de la legendaria actriz de teatro, revista y cine María Esther Gamas y del músico Antonio Fugazot recordó: ‘De chica, mamá vivió en un conventillo; decía que era como la casa grande de una gran familia. Había un matrimonio siciliano y otro napolitano cuyas mujeres vivían peleando. El marido de una era motorman de tranvía y el de la otra, portuario. ¡Ah, Santa Madonna!, que al marido di questa lo strafuque il tranvia e que non quede niente di niente!, exclamaba la napolitana revolviendo su negra melena. E, que il tuo marito se caiga al aqua e se ahogue, contestaba la siciliana. Sin embargo, cuando llegaba un momento difícil, cuando un hijo se enfermaba o alguno se accidentaba, todos se unían para proteger al que lo necesitaba" (5).
En el Hotel de Inmigrantes se agrupaban los recién llegados según su procedencia. Comenta el profesor Jorge Ochoa de Eguileor: "Aquí había inmigrantes de diferentes países, con diferentes idiomas, que hacían sus grupúsculos ya entre sí, se juntaban e iban al mismo lugar del comedor, habían logrado estar en el mismo dormitorio y salían en conjunto a la calle, porque tenían libertad de salir del hotel hasta las siete de la tarde. Las señoras también se juntaban de acuerdo a la nacionalidad en los jardines con los chicos, esperando a sus maridos, se pasaban la mañana en el jardín, en los grandes jardines" (6).
"La llegada del migrante siempre está cargada de esperanzas e incertidumbres. Y la asociación con sus connacionales es una de sus estrategias para cubrir sus necesidades culturales y recreativas –opina Lelio Mármora, director de la Organización Internacional para las Migraciones. Así surgieron entidades que dieron a los recién llegados espacios solidarios en un medio extraño, y varias resultaron centro de excelencia para los argentinos" (7).
La preocupación por los hijos está ligada a la inmigración. Es lógico, si pensamos que muchos de los inmigrantes no veían a sus hijos en años. En Italia deja la madre a Syria Poletti y a su hermana mayor, quienes llegarán al país mucho después (8); lo mismo sucede a la inolvidable madre de "De los Apeninos a los Andes", de Edmondo D’Amicis (9). Otros, no llegan a ver nunca a sus hijos, como la italiana de Santo Oficio de la Memoria, que tanto los echó de menos (10).
. Pensemos en las penurias que pasaron esas familias en sus países de origen, durante la travesía y hasta que lograron una mínima situación económica. A la Argentina –escribe Graciela Montes-, "fueron llegando los inmigrantes. Solteros y muy jòvenes, algunos casi niños, venìan a ‘hacer la Amèrica’. Provenìan de España, de Italia, de Turquìa, de Rusia, de Francia, de Polonia, de Yugoslavia, en general eran muy pobres y estaban dispuestos a trabajar duro… Algunos regresaron a sus pagos, pero la mayorìa, màs de un millòn, se quedò. Para esos inmigrantes, los hijos eran valiosos. El triunfo de esos hijos en la vida era la certificaciòn de su propio èxito" (11).
Marcelo A. Moreno considera que "En nuestro país el amor hacia los chicos constituye una especie de culto nacional. Casi nada está tan bendecido en nuestra sociedad como hacer cosas –sacrificios incluidos- por nuestros hijos. Desde las historias de inmigración el amor a los chicos se erige en sentimiento supremo y hasta sirve no pocas veces de coartada" (12). Recordemos al respecto un concepto de Guillermo Jaim Etcheverry, quien afirma que, en esa clase de familia, "los niños y los jóvenes adquieren un papel dominante. Lo hacen al convertirse en el lazo de unión que vincula a los mayores con el nuevo entorno que, a menudo, les resulta hostil". La función de los menores es la intermediación: "Los jóvenes, que se adaptan a gran velocidad, son los encargados de traducir la nueva cultura a sus padres". La familia así conformada, cambia su estructura original: "Cuando esa tarea de condescendiente intermediación se convierte en imprescindible, esos jóvenes terminan ejerciendo un poder real sobre sus mayores" (13).
Los padres inmigrantes son homenajeados por sus hijos. Alfredo Conte evoca a su padre, que llegó desde Cosenza en 1887: "Mi viejo, vos hiciste el mundo nuevo/ abriste surcos, criaste hijos/ y fuiste solamente un inmigrante/ No sé cómo decirlo en dos palabras" (14).
Antonio Dal Masetto, en el libro El padre y otras historias, "apela a dos herramientas con las que, en obras anteriores, buscó arrancarle al mundo algunas certezas en forma de literatura: la memoria que desanda imágenes de un pasado ligado a la tierra, y la observación de un presente urbano, plasmada en acuarelas de pinceladas certeras que trazan el perfil de personajes noctámbulos y marginales, habitantes de un territorio bien delimitado y reconocible: la zona del Bajo" (15).
El periodista Santo Biasatti expresó: "mi viejo fue un inmigrante que llegó y estuvo un día en el hotel de inmigrantes de Retiro. Llegó un viernes, el sábado salió, el domingo fue a comer a casa de unas personas del pueblo y el lunes fue a laburar. Y nunca habló bien castellano. Pero como él no había podido quería que su hijo fuese al colegio y se rompió el traste para que su hijo pudiese estudiar" (16).
En "Ochenta" Orlando Mario Punzi evoca a su madre: "A Dios, conmigo se le fue la mano.// Me dio todo: la mamma de primera,/ los amigos en tanda y un hermano,/ y ya de pibe le saqué temprano/ cien sonetos, o más de la galera" (17). También Oscar González, en "La anunciación", evoca a la madre italiana: "Y fue la mamma gringa,/ Querendona y bravía, que entregó sus/ cachorros./ A otra tierra y otra lengua" (18).
En América, por lo general, la familia estaba integrada solamente por los padres y los hijos, ya que los demás habían quedado en la tierra de origen. Con el correr del tiempo, esa realidad irá cambiando.
La abuela es una figura muy fuerte en la familia inmigrante. Del Piamonte vino la abuela de María Teresa Andruetto, quien contaba a sus nietas los relatos que ella reunió en el libro Benjamino. La escritora dedica este libro, en el que reescribe dos cuentos tradicionales, "a la nonna Felicitas". Sobre ella expresa: "Mi abuela Felicitas, la mamà de mi mamà, fue colchonera, en el tiempo en que los colchones eran de lana, se apelmazaban y debìan desarmarse y rehacerse cada tanto. De ella recuerdo casi todo, porque la tuve hasta que fui grande: su casa de Arroyo Cabral, donde nacì, el piso fresco de ladrillos de esa casa, las màquinas de tisar lana, sus amigas hablando en una lengua desconocida para mì, sus comidas deliciosas (¡el dulce de leche azucarado!), su cara gordita, las mejillas coloradas, el pelo blanco que prendìa con horquillas en un rodete… Horquillas, rodetes, colchones apelmazados, màquinas de tizar lana… nombres de cosas que ya no existen".
Comenta el origen de los dos cuentos incluidos en el libro –"Benjamino" y "Zapatero pequeñito"-: "Ella habìa nacido en un pequeño pueblo del Piamonte, al norte de Italia, y de esa regiòn vinieron hasta mì las aventuras de Gioaninn ca boija (Juancito, el que se las ingenia) y Ciavtin cit (el zapatero pequeñito) que nos contaba, tal vez para mostrarnos que, por màs pequeño que uno sea, puede, con algo de astucia y un poco de suerte, engañar a los lobos y a los ogros" (19).
Era italiana la abuela de la poeta Griselda García, cuyas costumbres la nieta evoca: "cuidando de no tirar/ bolsas, corchos, plásticos,/ tapas, bandejas, frascos,/ cartones, papeles, piolines/ porque todavía pueden servir;". Así vivía la mujer a quien "trajeron al país engañada/ diciéndole que iba a vivir en un castillo". De su abuelo italiano, afirma la poeta: "mi abuelo, que cuando mataba algún conejo nos decía:/ vayan con tu hermana a dar una vuelta/ y en cambio nos dejaba mirar la muerte/ en los ojos de las ratas atrapadas en tramperas,/ escuchar sus chillidos de bebés diminutos/ cuando el agua hirviendo les caía encima". La poeta los corona con un emocionado elogio: "más que mis padres,/ abuelos,/ ancianos sabios,/ abuelos,/ ángeles en el camino" (20).
De su nona Francesca, dice la actriz Virginia Innocenti: "era perfecta. Estaba casada con el abuelo Francesco. Era la típica abuela italiana, de pelo blanco, que jamás se puso una gota de maquillaje; zurcía la ropa, preparaba dulce de uvas y cappelletti. Esa era la mamá de mi papá" (21).
Cumpleaños, onomásticos, casamientos, eran fiestas en las que se evidenciaban las costumbres que los inmigrantes traían de sus tierras. Los cumpleaños se festejaban en la colectividad italiana con manjares caseros. Lo recuerda María Luisa Cuccetti. Cumplidos ya los cien años, relata: "La Boca era un lugar muy lindo a principios de siglo, lleno de inmigrantes y marinos genoveses. Los cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate caliente" (22).
De la colectividad italiana es el festejo que recuerda Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha casado Darío Nicodemi: "el casamiento fue celebrado con una fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta; de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo espumante enardecían los ánimos sin distinción de edad, sexo ni nacionalidad; y aún recuerdo cómo nos atrajo a los muchachos la bella Carlota, hermana del desposado, que resultó esa noche, reina indiscutida de aquel regocijo meridional" (23).
"Según una difundida leyenda -comenta Alejandro Dolina-, el Carnaval fue alguna vez una fiesta popular, con personas disfrazadas, música, baile, bromas y murgas. En verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del almanaque a las que la terquedad general insiste en adjudicar la condición de carnavalesca. Esos días son utilizados no ya para festejar sino más bien para reflexionar y añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se ve, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia, de la pasión a la meditación, de la alegría a la tristeza" (24).
Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra desbordó todo orden institucional, la mascarita se independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de fenomenal creatividad individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa lucían su solvencia con el molde y la aguja".
Una vez disfrazado el niño, debía fotografiárselo, para enviar esa imagen al país de origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en Pascale, bajo el sol calcinante de febrero, ese que aseguraba con el resplandor de la primera tarde los mejores contrastes en la vidriada galería de pose del estudio. ¿Cómo testimoniar sino allá en el terruño el prodigio de costura, las costumbres, el crecimiento y la belleza de los chicos, engalanados y maquillados?"
El afianzamiento de la inmigración hizo que cambiaran los disfraces elegidos por las madres para sus hijos: "Viejas fotos. Sólo eso queda de aquella magnífica pasión por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los años 20 en que las colectividades tomaron peso propio. De allí en más predominaron los baturros, toreros y gaiteros asturianos, las majas, las gitanas, y los vascos pelotaris con sus paletas en miniatura, o su versión lechera con los tarros también a escala. Napolitanas, damas venecianas, y polichinelas certificaban el amor a Italia."
Fotos que se enviarían a los parientes que tanto se extraña: "Atrás unas líneas ya casi ilegibles: ‘Cara mamma: le invio una fotografia del mio Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua cara figlia, Renza’. En la foto, un pequeño soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida mirada melancólica" (25).
Se enviaban, para ocasiones especiales, postales con retratos familiares, editadas por los estudios de fotografía. "Hoy, los coleccionistas aún las encuentran circulando en mercados de Italia y España con sellos argentinos: habrían sido enviadas por familiares que emigraron al país" (26). "Los improvisados –comenta Andrés Carretero- preferían cubrirse con una sábana, lucir algún antifaz o pintarse la cara con corcho quemado. El disfraz más frecuente en todos los corsos fue el de Oso Carolina. También eran comunes los disfraces de Martín Fierro o Juan Moreira, los más valientes aparecían incluso montados a caballo, ganándose el aplauso del público". Pero no todos los disfraces estaban permitidos: "Las disposiciones municipales prohibían el uso de disfraces de monja o sacerdote y aquellos trajes que parodiaran uniformes militares en vigencia o que representaran costumbres obscenas" (27).
Uno de los personajes de Mempo Giardinelli relata, en Santo Oficio de la Memoria: "Era una joda este país, y los carnavales no te cuento: se jugaba con agua todas las tardes y a la noche meta milonga" (28). Máximo Yagupsky, un carnaval bonaerense: "siendo muchacho –estaba en segundo año del secundario nacional- iba a acompañar a un tío mío que organizó un remate en la provincia de Buenos Aires, en Maza, cerca de La Pampa. Era Carnaval. Y en Maza vivían a la sazón muchos italianos. En esa oportunidad nos han hecho gozar de las canciones líricas italianas como nadie. Aquella noche de carnaval la pasaron viviendo en Italia" (29).
A la clase alta no le gustaba esa clase de festejo. Cuenta María Rosa Oliver: "En Europa el carnaval nos había pasado inadvertido, quizá porque cae aún en invierno, pero aquí, como broche del verano, era una fiesta. Una fiesta larga e importante que tercamente mis padres y parientes trataban de pasar por alto como, al leer los diarios, salteaban las páginas en que, con semanas de anticipación, se informaba sobre los preparativos para que llegaran a su máximo esplendor las carnestolendas o el reinado del dios Momo, nombres sugestivos que en casa nadie pronunciaba pero que en las revistas iban enmarcados entre guardas que evocaban las futuras serpentinas".
A la pequeña María Rosa le gustaban las máscaras: "Me gustaban las que iban a los bailes infantiles de disfraz organizados en el Hotel Bristol de Mar del Plata. Pero la única vez que a duras penas, y después de insistentes súplicas, nos permitieron ir a la fiesta nos la aguaron bastante porque ‘…eso de ponerse disfraz ¡qué esperanza…! Lo único que faltaría… Eso, jamás…" (30).
La ética, la solidaridad, el amor por los más pequeños, el respeto por los mayores, el recuerdo de quienes quedaron en la tierra natal,, son las constantes en las costumbres inmigrantes, que aún perviven en los descendientes americanos.
Notas
- Roffo, Analía: "La familia argentina se diseñó contra toda presión", en Clarín, 27 de febrero de 2000.
- Gaffoglio, Loreley: "Me acordé de un viejo amor", en La Nación, Buenos Aires, 21 de julio de 2002.
- Boccanera, Jorge: "A dos puntas", en Clarín, 26 de septiembre de 1999.
- Peicovich, Esteban: "Volver a Berisso", en La Nación Revista, Buenos Aires, 24 de febrero de 2002.
- Cosentino, Olga: "Cosecharás tu siembra", en Clarín, Buenos Aires, 18 de octubre de 2000.
- Markic, Mario: "En el camino", en TN, 12 de septiembre de 2002.
- S/F: "Un pedacito de la tierra natal", en Clarín Viva, Buenos Aires, 27 de febrero de 2000.
- Poletti, Syria: "El tren de medianoche", en Mi mejor cuento. Buenos Aires, Orión, 1974.
- D’Amicis, Edmundo: "De los Apeninos a los Andes", en Corazón.
- Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
- Montes, Graciela: "La infancia y los responsables", en Machado, Ana Marìa y Montes, Graciela: Literatura infantil. Creaciòn, censura y resistencia. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
- Moreno, Marcelo A.: "El país de los chicos felices", en Clarín, Buenos Aires, 2 de abril de 1997.
- Jaim Etcheverry, Guillermo: "Los nuevos emigrantes", en La Nación, Buenos Aires, 7 de abril de 2002.
- Conte, Alfredo: Pascualino. Edición homenaje. Buenos Aires, 2001.
- Dal Masetto, Antonio: El padre y otras historias. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
- Masci, Florencia: "Santo Biasatti. Un reflejo de nosotros mismos", en Noticias de Luján, Año I, N° 53. 27 de junio de 2002.www.lujanargentina.com/www.lujanargentina.com.ar.
- Punzi, Orlando Mario: "Ochenta", en La Nación Revista, Buenos Aires, 26 de octubre de 1997.
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- Andruetto, María Teresa: Benjamino. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
- García, Griselda: poema inédito.
- Guerriero, Leila: " Virginia Innocenti. Melodía para actriz y piano", en La Nación Revista, 4 de noviembre de 2001.
- Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.
- Ibarguren, Carlos: La historia que he vivido. Buenos Aires, Biblioteca Dictio, 1977.
- Dolina, Alejandro: "El corso triste de la calle Caracas", en El Tiempo, Azul, 23 de febrero de 2003.
- Kartun, Mauricio: "El siglo disfrazado", en Clarín Viva, 20 de febrero de 2000.
- Muzi, Carolina: "Fina estampa", en Clarín Viva, Buenos Aires, 21 de julio de 2002.
- Carretero, Andrés: Vida cotidiana en Buenos Aires. Planeta.
- Giardinelli, Mempo: op. cit.
- Diament, Mario: Conversaciones con un judío. Buenos Aires, Fraterna, 1986.
- Oliver, María Rosa: La vida cotidiana. Buenos Aires, Sudamericana, 1969.
No todo era trabajo para los inmigrantes y sus descendientes. También tenían sus entretenimientos, a los que se dedicaban en compañía de coterráneos y argentinos, o en la soledad propicia a la lectura y a la música.
A los inmigrantes les gustaba reunirse. En sus ratos libres se encontraban para comer, conversar, bailar y recordar la tierra que dejaron.
Iban al cine. En Buenos Aires, "Ibamos mucho al cinematógrafo –recuerda uno de los personajes de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria-, que era la moda más impactante. Veíamos las cintas de Clár Gáble, que a mí me volvía loca. Yo soñaba con Clár. Blanquita, pobre, se enamoró de Rodolfo Valentino la única vez que fue al cine, pobre. Me acuerdo y me pongo toda. Y el amor de Micaela era Yón Bárrimor. También veíamos las películas argentinas con Alippi, Arata, Rosita Quintana, las de Gardel las vimos todas…".
En el Chaco, el cine era un entretenimiento para los descendientes de italianos. Escribe Giardinelli: "Papi y mami hacían además una vida social muy intensa, esteee, muy linda. Salían casi todas las noches, especialmente en verano. El más amigo de papi era Américo Ferrachia, el oculista. Siempre iban al cine juntos. Al Terraza Chaco iban, esteee, que se llamaba así porque era un cine al aire libre que ocupaba media manzana en pleno centro. Iban con Margarita y con mami y llevaban espirales contra los mosquitos que se ponían entre las piernas, esteee, y también abanicos para apantallarse y a veces hasta sangüichitos. Y Américo que era bastante extravagante solía incluso llevar su termo con agua caliente y el mate preparado. De manera que ir al cine para ellos era como hacer un picnic nocturno".
El cine es un recuerdo asociado al entierro del padre de uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria. El hombre evoca, muchos años más tarde: "Yo no podía dejar de pensar que justo esa tarde en la matinée del Marconi pasaban los nuevos capítulos de ‘El Llanero Solitario’ –o era ‘El Zorro’, o era ‘Flash Gordon’?- y que los iba a perder, y tendría que esperar una semana para ver dos capítulos juntos, y por eso sentía una culpa que no me dejaba en paz, y el calor ahí adentro, y mi hermano cómo jodía".
Los italianos escuchaban la radio. Uno de los personajes de Giardinelli relata: "a la noche cuando éramos más chicas, cuando todavía estaba mi mamá, nosotras nos quedábamos en la casa tejiendo y escuchando ‘Chispazos de tradición’ que era un programa gauchesco. Y vieras cuando empezaba como todas hacíamos silencio. También pasaban programas de teatro, directamente desde el Cervantes, el París y otras salas que ya no están. Entonces escuchar la radio era algo muy serio, muy importante" (1).
En La Pampa, "Juancito Vairoleto iba a menudo al pueblo, donde había funciones de circo o de teatro, proyectaban películas mudas o venían a actuar diversos conjuntos musicales. Entre las anécdotas de ese tiempo, nunca olvidaría la vez que llegó Carlos Gardel en gira artística, interpretando aquellos primeros tangos que lo fascinaron, a él y a otros amigos con quienes después aprendió a bailar sus compases con cortes y quebradas. El artista se presentó en el teatro-cine Colón, y aunque todavía no era tan famoso, el recuerdo de su visita se iría agigantando con los años" (2).
Javier Villafañe evoca los teatros de tìteres a los que asistìan los italianos de La Boca: "Teníamos entre diecisiete y diecinueve años y descubrimos los títeres de La Boca, con Wernicke, José P. Correch y José Luis Lanuza. Era un teatro estable con muñecos de origen italiano –‘los pupi’- que hablaban y decían los textos en genovés… A ese ámbito llegué por primera vez a los diecisiete años. ¡Qué impresión, quedé maravillado! Estos marionetistas representaban episodios de obras que duraban hasta un año. En estos espectáculos de los títeres de San Carlino, las marionetas pesaban entre 20 y 30 kilos y eran manipuladas por una barra. Este descubrimiento de los títeres de La Boca, tal vez, selló mi camino. Desde ese momento visité reiteradamente a don Bastián de Terranova y a su mujer doña Carolina Ligotti –eran una pareja muy hermosa-, descendientes de antiguas familias marionetistas –titiriteros sus abuelos y sus padres-, quienes tenían en Sicilia uno de los más famosos teatros de marionetas. Representaban obras clásicas: Ariosto, de Torcuato Tasso, episodios de las aventuras de Orlando y Rinaldo, que duraban en episodios un año entero, y casi siempre, era su público –el mismo público- viejos italianos, nostálgicos marineros, obreros del puerto de La Boca y algunos curiosos como yo y como Raúl González Tuñón, que me había dedicado su libro El violín del diablo, en plena calle y con quien desde ese entonces, además de frecuentar el teatro de San Carlino, nos hicimos muy amigos".
Recuerda la relación que lo unió a los titiriteros: "Estos viejos titiriteros de La Boca se convirtieron en grandes amigos míos. Los frecuentaba, y fui testigo de cómo, al igual que sus abuelos y padres, envejecieron y murieron al lado de sus marionetas. Conservo aún fresco en mi memoria el recuerdo imborrable de estos dos pioneros inmigrantes que despertaron en mí la pasión más perdurable por el teatro de muñecos. Desde ese instante y hasta hoy, con 80 años, sigo firme y fiel a ese mandato de la historia en constituirme en un humilde difusor de este arte milenario que es el títere".
"También por esos años –relata Pablo Medina- descubrió (Villafañe) el teatro de Vito Cantone, de Catania, Italia, que se instaló en La Boca, en la calle Necochea 1339, sobre el ‘camino viejo’. Ahí estaba el Teatro Sicilia: teatro de títeres, seres de ficción construidos en madera, vestidos y ornamentados con terciopelo, seda y otras telas de múltiples colores. Cantone provenía de una dinastía aggiornada y muy antigua de la historia de los títeres sicilianos. Llegó a la Argentina con la gran inmigración de 1895" (3).
En los recuerdos de los inmigrantes se reitera la alusión al gusto que sus mayores sentían por la narración. De estos padres que narran sus historias de la tierra natal, nacen hijos que las relatan profesionalmente, o que las escriben en libros. La vocación se transmite; sólo cambian los medios de expresión. La tradición oral es cara a los italianos. Lo relata Laura Pariani, lombarda nieta de un emigrante: "Mis estudios me alejaron de la cultura campesina; sin embargo, esa cultura quedó ligada al mundo de mi infancia, de los recuerdos, de los afectos, o más bien, de los cuentos. Cuando yo era chica, la única diversión era escuchar historias. Yo me crié rodeada de mujeres que contaban cuentos. Ellas eran las herederas de la tradición oral, las que transmitían el pasado. Como en todas las zonas pobres, los hombres jóvenes se iban solos para encontrar un trabajo mejor y luego nunca regresar. Nosotras permanecíamos apegadas a los hechos que nos llegaban de boca en boca. Mi pueblo estaba diezmado por la partida de los hombres, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Las mujeres casadas eran las viudas blancas, abandonadas para siempre, como mi abuela, cuyo marido vino de joven a este país" (4). Ese gusto por la narración llegó a América.
Cuando se le otorgó a Ernesto Sábato la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina, expresó el escritor con respecto a sus padres: "Al igual que tantos hijos de inmigrantes, crecimos oyendo sus mitos, sus leyendas y sus cantos tradicionales, viendo casi sus montañas y sus ríos de los cuales mi padre me hablaba por las tardes, cuando yo era apenas un niño sentado en sus rodillas" (5).
Para Dal Masetto, ser hijo de inmigrantes fue un conflicto que tardó en resolver. Cuando lo logró, se abocó a escuchar historias: "La inmigración es un tema. Yo nunca había escrito nada sobre eso. Supongo que durante cuarenta años estuve tratando de pelear para que no me confundieran con un extranjero. Quizás un psicoanalista me hubiera resuelto este problema más rápidamente. Decidí entonces rendir un homenaje a toda esa gente que vino desde tan lejos, y también a mi madre. Un día llegué a Salto y le dije que me contara todo lo que sabía. Al sacar el grabador, la campesina se asustó. Lentamente fue desgranando recuerdos" (6).
Griselda Gambaro se basó en el pasado de sus mayores para escribir su novela de inmigración: "Desde hacía unos años experimentaba el impulso de escribir la historia de mi familia a partir de su origen, no porque en ella se hubieran producido hechos resonantes, sino porque esa familia guardaba para mí el secreto de sus sentimientos. (…) Develar el secreto, intentar comprender fue mi propósito". Lo logró, ya que al finalizar la escritura, se sentía más cercana a ellos: "Cuando concluí El mar que nos trajo percibí el peso y significado de esas raíces que todos tenemos y a las que no prestamos especial atención. En mi caso, los seres borrosos que estaban en mi origen se tornaron presentes y vivos, y pude comprenderlos en sus alegrías, desazones y sueños. Experimenté una especie de gratitud porque de algún modo sentí que me habían preparado el camino, alisado las piedras para que yo pudiera recorrerlo más fácilmente. Agradecí incluso la dura pobreza que marcó sus vidas porque esa pobreza, al cabo de años, me permitió identificarme, no sólo desde el razonamiento sino desde la sangre y su deseo de justicia, con los que en esta época sufren parecidos pesares" (7).
Así como les gusta contar, a los inmigrantes también les gusta cantar. Cantan en su tierra, en el barco, y cantarán también en la tierra nueva. Villoldo evoca al gringo que canta: "Sos para el canto, che, gringo/, como para el bofe el gato/ tomá una grapa d’Italia/ y descansemos un rato" (8). En el tango "La Violeta", de Nicolás Olivari, encontramos al inmigrante nostálgico que bebe y canta (9). En el poema "Antiguo Almacén ‘A la ciudad de Génova’", Olivari evoca al italiano Miquelín, quien "Mientras le duraba la plata cantaba,/ cantaba las lejanas canciones milanesas de su tierra/ y hombreaba recuerdos como hombreando cereal…/" (10).
Otra canción es la que evoca, en "Celestes ojos italianos", el poeta Francisco de Madariaga, quien pregunta a su madre fallecida: "¿Estarás cantando la canción que cantaban/ tus celestes ojos italianos?/ ¿O estarás escuchando cómo canta mi corazón,/ que fue la única maravilla en tu terror a/ los viejos gauchos bandoleros y en tu/ fracaso?" (11).
En el cantar se advierte una espontánea vocación artística, y una memoria que no quiere fenecer.
La música era también un entretenimiento para los inmigrantes y sus descendientes. Encontraban en ella esparcimiento y consuelo, ya que los unía a sus países de origen. En uno de sus poemas, María Teresa Andruetto recuerda la afición musical de su padre: "El padre toca el banjo en la cocina/ de la casa (…) El padre toca rumbas,/ habaneras, canciones italianas" (12).
En el Hotel de Inmigrantes, los hombres se entretenían con diversos juegos. Escribe María Teresa Andruetto: "Por la tarde, después de comer y limpiar, después de averiguar en la Oficina de Trabajo el modo de conseguir algo, los hombres se encuentran con sus mujeres. Un momento nomás, para contarles si han conseguido algo. Después se entretienen jugando a la mura, a los dados o a las bochas" (13).
Los italianos jugaban a los naipes. Recuerda Fernando Sorrentino que "Juan Carlos Rizzo, entonces niño de nueve o diez años, testimonia el uso, hacia 1940,del cocoliche (no literario sino espontáneo) por parte de los italianos ( los tanos) que jugaban a los naipes en el comercio de su padre. (Los criollos) jugaban al truco, al mus y al tres siete mezclándose con los tanos. Era gracioso escucharlos cuando imitaban los dichos de los gringos tratando de traducirlos… O cuando, a la inversa, eran ellos los que, acriollándose en una imitación muy graciosa del decir de nuestros paisanos, improvisaban sus versos" (14).
Así se entretenían los inmigrantes y sus hijos en la nueva tierra, en los momentos en que descansaban de esa dura tarea de "hacer la América".
Notas
- Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
- Chumbita, Hugo: op. cit.
- Medina, Pablo: "Historias de ida y vuelta", en Villafañe, Javier: Antología. Obra y recopilaciones. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
- Patat, Alejandro: "El país de los sueños perdidos", en La Nación, 28 de abril de 2002.
- Sábato, Ernesto: "La memoria de la tierra", en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.
- Roca, Agustina: "Historia de vida", en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.
- Gambaro, Griselda: "Crónica de una familia", en Clarín, Buenos Aires, 25 de febrero de 2001.
- Villoldo, citado por Colegio Schönthal
- Olivari, Nicolás: "La Violeta" citado por Gustavo Cirigliano, en "Disquisiciones tangueras", en El Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.
- Olivari, Nicolás: en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
- Madariaga, Francisco: en La Nación, Buenos Aires, 10 de mayo de 1998.
- Andruetto, María Teresa: Kodak. Córdoba, Ediciones Argos, 2001.
- Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
- Sorrentino, Fernando: "Del italiano al cocoliche", en Centro Virtual Cervantes, 31 de marzo de 2003.
Más allá de los logros obtenidos en la nueva tierra, la nostalgia acompaña siempre al inmigrante. En el hospital del Hotel de Inmigrantes –afirma Horacio Di Stéfano-, los médicos se enfrentaban a un mal incurable: "lo irremediable era la tan común patología de los ‘enfermos de añoranza’, lejos de sus raíces, con la hermosa y triste vista al río que los envolvía desde los ventanales" (1).
La evocación de la tierra natal se asocia, generalmente, a la de la infancia, en la que quien emigró se sentía protegido, a pesar de la pobreza o las guerras que pudieran apenarle. La nostalgia por el país de origen se trasunta en relatos, canciones, comidas típicas, costumbres, tradiciones que se heredan imbuidas por ese sentimiento.
A la nostalgia se refirió Ernesto Sábato, en "La memoria de la tierra", discurso pronunciado al recibir en 1999 la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina. Dijo en esa oportunidad: "Yo fui el décimo hijo de una familia de once varones a quienes, junto con el sentido del deber y el amor a estas pampas que los habían cobijado, nuestros padres nos transmitieron la nostalgia de su tierra lejana".
El sentimiento se transforma en literatura: "Ese desgarro, esa nostalgia del inmigrante le he volcado en un personaje de Sobre héroes y tumbas, el viejo D’Arcángelo, que extrañaba su viejo terruño, sus costumbres milenarias, sus leyendas, sus navidades junto al fuego". Y se asocia a una etapa de la vida: "¿Cómo no comprender la nostalgia del viejo D’Arcángelo? A medida que nos acercamos a la muerte nos acercamos también a la tierra, pero no a la tierra en general sino a aquel ínfimo pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia. Así también mi padre, descendiente de esos montañeses italianos acostumbrados a las asperezas de la vida, en sus años finales, para defenderse de lo irremediable con el humilde recurso del recuerdo, evocaba la Paola de su infancia. Aquella misma Paola de San Francesco, donde un día se enamoró de mi madre" (2).
Rigueto, un personaje de José Luis Cassini, también se enamoró en Italia, y a causa de ese amor, decidió emigrar. "Es un viejito dulcemente flaco y de una mirada insostenible; un océano de tristeza se adivina queriendo salírsele por los ojos. Cuando el sol declina, afila su guadaña a golpe de martillo, como le enseñaron los piamonteses en la guerra. Ya nadie lo sabe; él mismo ha olvidado que es el dueño del conventillo y de la primera usina eléctrica del pueblo. Pero a veces toma unos vinos en los que remoja tiras de pan y recuerda lejanos ensueños: Casuchas al pie de una montaña; el tallercito de su padre, el sastre; la tarde en que Blanca dijo que sí, que correspondía a su amor adolescente y aceptaba casarse" (3).
En el tango "La Violeta", de Nicolás Olivari, también es el vino el compañero en la nostalgia. Dice del inmigrante: "Con el codo en la mesa mugrienta/ y la vista clavada en un sueño,/ piensa el tano Domingo Polenta/ en el drama de su inmigración. Y en la sucia cantina que canta/ la nostalgia del viejo paese/ desafina su ronca garganta/ ya curtida de vino carlon" (4). El investigador Sergio Pujol analiza ese sentimiento en los tangos: "se ha insistido en que ese aire quejumbroso del tango-canción no es ajeno a los italianos nostálgicos, tan afines a la cultura operística y a las canzonettas" (5).
La ginebra consuela a un siciliano. Don Pico Sanzone, personaje de Gabriel Báñez, salía de noche con un vagón negro; "lo que en verdad ocurría era que Sanzone sacaba el fúnebre para emborracharse y terminar descarrilado en alguna curva. Mataba la nostalgia de Sicilia con ginebra y manivela, y terminaba llorando como un chico hasta que los compañeros lo sacaban de la cabina y se lo llevaban a dormir la mona ‘Su la vía sento macanudo’, gemía mientras era arrastrado" (6).
La nostalgia aparece asimismo en el poema del marplatense Eduardo Martín La Rosa, "El sueño de don Juan (un inmigrante)", atenuada por el reencuentro con su familia: "Te cautivó esta ciudad virgen./ El sol dibujando caminos de plata/ sobre el mar./ Sus campos y montañas tapizados de pino./ El desarraigo fue menos doloroso!. (…) Mirabas el mar… Siempre… el mar./ Hasta que una inolvidable noche/ desembarcaron los tuyos (7)".
Un inmigrante echa de menos su pueblo: "¡Bagnasco! Nunca hubiera creìdo que extrañarìa tanto ese pueblo contra el que tanto habìa despotricado, las tardes con Franco y Luigi mojando los anzuelos en el Tanaro mientras soñaban con tierras lejanas, aventuras, ciudades, fortunas" (8).
Juan Caferra deja Chieti en 1897. Trae una higuera: "Entre sus ropas, Juan traía una plantita, con sus rapices apretujadas por un puñado de tierra fuerte y gentil. Era una higuera muy pequeña, que en la despedida la recibió Juan de manos de su hermano, plántala allá en la Argentina, crecerá tanto hasta alcanzar el amor fraterno que por ti siento, le dijo. Juan le prometió cumplir con ello. Por eso en el viaje la protegió, la regó varias veces, algunas hasta con lágrimas de duda" (9).
Una italiana trae un puñado de tierra de su patria; es la madre de Antonio Dal Masetto (10).
En Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli, la nostalgia no está referida a un lugar, sino a los hijos pequeños que una madre debió dejar. Narra el hijo mayor, refiriéndose al padre: "Llegaron casados, ya. Conmigo. El decidió que Vincenzo y Nicola se quedaran allá. Luego los buscaría, dijo. No atendió el llanto de Angela. No escuchó las razones de nadie. Nunca. (…) El sabía cuanto sufría ella por los hijos que dejaron en Italia, pero jamás hizo nada por traerlos. Cómo un hombre puede ser así, es algo que yo no me explico. Fue terrible, eso". Otro personaje relata que el hombre también pensaba en i bambini: soñaba que en la nueva casa "habría rosas en los floreros y comerían bien, tres veces al día, o cuatro, con todos los chicos, porque iban a traer a Vincenzo y a Nicola de Italia. El país progresaba a pesar de todo, y él también" (11).
En la novela En la sangre de Cambaceres, la inmigrante siente más apego por el hijo argentino que nostalgia por la familia dejada en la tierra natal: "-¿A Italia yo… dejarte a ti, mi hijito, irme tan lejos enferma y sola… estás loco, muchacho… y si me muero y si no te vuelvo a ver?…" (12).
Doménico, un campesino italiano herido durante una huelga en Buenos Aires, en 1919, siente nostalgia de su país. El personaje creado por María del Carmen García "Se quedó pensando en su casa de Pescara, la casa de sus padres, las paredes amarillas, las viejas tejas rotas, descoloridas, que cobijaban en una cocina y en una sola habitación a una numerosa familia de doce almas. Su casa estaba entre colinas, de forma que desde allí no podía ver el mar, pero bastaba con que subiera hasta una cumbre vecina para que apareciera, como en una visión divina, el brillo enceguecedoramente azul de las aguas del golfo, la alta y diáfana línea del horizonte, tan alta que daba la impresión de un mar suspendido en el aire. Y los barcos de todos los calados y los veleros con una fiesta de velas al viento que semejaban una eterna despedida. (…) Esa tarde de verano, agobiante y triste, en que se sentía tan solo y tan dolorido, el recuerdo de su ‘paese’ lo envolvía en una nube dulce de nostalgia" (13).
"Regresar, sin embargo, no redime de la nostalgia", afirma Mónica López Ocón en "Interior italiano", uno de los textos ganadores en el certamen convocado por la Asociación Premio Grinzane Cavour y los diarios Clarín y La Repubblica. ""La nostalgia no se cura porque sólo se curan los males –continúa- y mi nostalgia figura en el inventario de los bienes heredados. A su vez, alguien la heredará de mí" (14).
La nostalgia los embargaba; canta Cristina Assenato en "País de inmigrante": "-porque comimos el pan triste/ y la sal quemó ciertas noches/ porque tu hijo y el mío/ caben en el proyecto del pájaro/ y están allí reunidos/ en la curva del trigo,/ en el signo abierto de la gran ciudad" (15). Aún así, contribuyeron al engrandecimiento de la nación que los recibió.
Notas
- Di Stéfano, Horacio: en TANGOshow
- Sábato, Ernesto: "La memoria de la tierra", en La Nación, 5 de diciembre de 1999.
- Cassini, José Luis: "El mar en los ojos", en Rotary Club de Ramos Mejía. Comisión de Cultura. 1994.
- Olivari, Nicolás: "La violeta", citado por Cirigliano, Gustavo, en "Disquisiciones tangueras", El Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.
- Pujol, Sergio A.: "Diáspora y bandoneón", en Clarín, Buenos Aires, 29 de noviembre de 1998.
- Báñez Gabriel: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.
- La Rosa, Eduardo Martín: "El sueño de don Juan (un inmigrante)", en La Capital, Mar del Plata, 10 de septiembre de 2000.
- Ayala; Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.
- Blanco, Antonio: "Crónica de mi abuelo inmigrante", en Escritores de Ensenada.htm.
- Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
- Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix-Barral, 1991.
- Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
- García, María del Carmen: "Cuentos de gringos", en Cuentos de criollos y de gringos, en colaboración con Fanny Fasola Castaño. Buenos Aires, Vinciguerra, 1996.
- López Ocón, Mónica: "Interior italiano", en Clarín, Buenos Aires, 8 de septiembre de 2001.
- Assenato, Cristina: "País de inmigrante", en El Tiempo, Azul, 21 de febrero de 1999.
Gran parte de los italianos que se establecieron en nuestro país, sólo pensó en hacerlo por un tiempo. Como relata Roberto Cossa en Gris de ausencia, la idea era más o menos ésta: "E el barco se movía e il mio hermano Anyelito mi dicheva: "A la Aryentina vamo a fare plata… mucha plata… E dopo volvemo a Italia" (1). Pero no siempre será fácil regresar.
Un inmigrante –el abuelo de la escritora Laura Pariani- deja su tierra temporariamente y no puede volver a ella. Cuando le es dado regresar, ya no lo hace (2). Hay quienes, como la calabresa Adelina C. Cela, abrigan durante todas sus vidas el deseo de regresar al país de origen, aunque más no sea, en el más allá. En el poema "Madre Patria", expresa la italiana: "Por eso quiero pedirte/ que mis cenizas, un día/ descansen en tus raíces/ ¡las que me dieron la vida!" (3).
Algunos emigrantes regresan espiritualmente a su tierra natal por medio de su obra, como el italiano Tomás Ditaranto, quien emigró en 1904, a los cuatro años, fue aprendiz de herrero a los ocho, y llegó a ilustrar la edición polilingüe del Martín Fierro. Por iniciativa de su hijo, Hugo, surgió en 1983 el Museo Epeo, en Nocara, Italia, que consta de tres salas en las que se exhiben setenta obras. "No fue fácil lograr ese objetivo. Hugo se conectó con parientes de Tomás que habitaban el pueblo donde nació el artista, Montescaglioso, con la idea de armar el museo allí, pero se enteró de que en una ocasión la mafia robó un cuadro de su padre de la Basilicata, entonces, por razones de seguridad y hasta contar con las medidas correspondientes para una exposición permanente, no consideraron oportuno recibir la donación de las ciento cincuenta obras de Ditaranto prometidas por Hugo. Actualmente, se está reconstruyendo la Abadía Benedictina –sumamente importante en Italia- donde es probable que puedan dedicar una sala a las obras de Don Tomás (4).
Otros sí regresan, aunque temporariamente. En 1899, María Giacoboni vuelve a su tierra. La acompañan dos de sus hijos; uno de ellos es Lino Enea Spilimbergo. Van al Piamonte, a visitar parientes en la Roverazza y San Sebastiano Cerone. Retornan a la Argentina en 1902 (5).
El recuerdo de la guerra el que motivó a viajar a un italiano, deseoso de recorrer los lugares en los que había luchado. En El laúd y la guerra, se narra el viaje de Luigi Gusberti, quien vuelve a Italia a los ochenta y ocho años, acompañado por su hija y su yerno. Escribe Martina Gusberti: "Después de varios viajes a su itálico terruño, cuando todos creíamos que había sentado cabeza, manifestó su deseo de reincidir. Era éste el proyecto más acariciado por mi padre, quizás el último y el de más difícil solución, por su avanzada edad". A pesar de la negativa familiar, el anciano insistía: ""¡Qué bello volver a Italia, visitar los lugares donde luché en la primera guerra mundial, recorrerlos paso a paso, ver cómo estarán hoy…!" (6).
Milena Gastaldo Brac, sicóloga social, explica el efecto que el viaje tuvo en su espíritu: "ese barco que una vez me trajo de Italia estaba siempre ahí y aparecía ante cualquier anécdota como si fuera un hueco sin tapar. Tenía una enorme sensación de orfandad, de carencia". Hasta que viajó y "el milagro sucedió en la iglesia, con la nieve cayendo sobre el pueblo: ya no sentí más el vacío en el pecho, ni la necesidad de Italia; la había aprehendido. La pude juntar, tomar y metérmela en el alma, en el gran cofre de los dulces recuerdos junto a los villancicos navideños. En ese mismo momento sólo ansié volver a Buenos Aires, al calor de mi país nuevo y de mi familia nueva, de hijos y nietos argentinos" (7).
El actor triestino Rodolfo Ranni emigró a los diez años. Cuarenta y siete años después, volvió a su casa. Tardó tanto porque "Creía que el día que volviera se me iban a terminar los recuerdos. Pero ahora es peor: recuerdo más que antes, y me gusta vivir con esos recuerdos. Aunque algunas cosas me desilusionaron bastante: Italia y los italianos no son como hace 50 años. Es un golpe para uno, porque, por ejemplo, no nacen chicos; de seguir así desaparecerá la población italiana. Han perdido la tradición, las canciones. Los italianos de verdad viven fuera de Italia. Todo lo que la gente piensa e imagina de Italia, está fuera de allí" (8).
El empresario fasanès Valentìn Bianchi encontrò la muerte en una ruta de su pueblo: "A medida que avanzaba, una sensación extraña lo llevó a recordar, como nunca, su niñez. Sentía que retrocedía en el tiempo, y por su mente desfilaban aquellos domingos felices, cuando iba al mar en busca de los escurridizos pulpitos. Una sublime serenidad embargaba su ser, era como si su alma vagara en el espacio. El pequeño auto poco a poco se deslizaba a mayor velocidad, como si deseara ávidamente llegar. La mirada de Valentín se perdía en el horizonte, donde el mar y el cielo se unían en el infinito. De pronto, en una curva de la ruta, el suave bramido del motor cesa, y el auto, en una alocada carrera, se lanza por la rocosa pendiente del camino, bordeado por los centenarios olivares de Fasano. Luego de unos violentos tumbos, el ímpetu del vuelco arroja con fuerza a Valentín fuera del vehículo. Su cuerpo queda tendido para siempre en la gris tierra natal" (9).
A veces, son los descendientes los que regresan, en busca del paisaje añorado por sus mayores. Acerca de esta clase de travesía, dice Juan Bedoian: "Quizás ese viaje es como mirarse al espejo por primera vez, recuperar una parte nuestra que nunca puede desaparecer: las semillas de lo previo. Y es también el viaje más importante que uno puede hacer porque es un viaje que nos nombra, un viaje que no cesa en el tiempo ya que siempre estuvo en nuestros sueños y quedará allí para siempre, sin adioses, intocado como el relato de un viejo que cuenta cómo era su casa en su aldea de Italia, qué hacía en el campo, cuándo y con quién llegó a la Argentina" (10).
El viaje se relaciona en algunas oportunidades con la creación literaria, a la que precede o de la cual es consecuencia. En un reportaje, afirma Roberto Raschella, autor de Si hubiéramos vivido aquí: "Viajé a Italia, el pueblo de mis antepasados, y al volver empecé a escribir la que fue mi segunda novela. La época anterior y posterior al viaje va a ser la base de mi tercera novela" (11).
En la tierra incomparable, el italiano Dal Masetto narra la visita de una emigrante a su pueblo, cuarenta años después. En una entrevista, aclara quién viajó: "En realidad, fui yo el que regresó. Allí se dio algo interesante desde el punto de vista del oficio: me propuse contarlo desde la visión de Agata y mi esfuerzo fue tratar de ver todo con los ojos de ella. Ese cambio de personalidad me obligaba a cierto tipo de asombro. Mi mamá -por ejemplo- nunca subió a un avión" (12).
Griselda Gambaro también escribió remitiéndose a sus vivencias. Para El mar que nos trajo, "En lo que respecta a Italia, acudí a mis propios recuerdos de los lugares que se mencionan: (…) Recordaba particularmente la isla de Elba, donde sucede el relato cuando se traslada a Italia. La había visitado hacía muchos años, conocido a los descendientes de Agostino, quienes me acompañaron al pueblo bajo cercano a la playa y al alto, sobre la cumbre de una colina, a ‘la playa de arena y piedras romas’" (13).
A Italia viaja Atilio Betti en 1967. También lo hace el protagonista de La noche lombarda, su novela, premiado por el Gobierno de la península. El personaje vive su premio como una revancha: "Mi padre me había negado la educación. Me había condenado, por no querer trabajar bajo su mando, en su fabrica, a una juventud de lucha. A defenderme a puñetazos por las calles y las oficinas, con tal de salir con la mía. Y ahora me hallaba allí, en viaje hacia Italia, en calidad de invitado y futuro huésped de su patria. Libre y solo. Solo, sí, pero libre y triunfante" (14).
Canta a su padre Alberto Perrone, cuando llega a la casa europea del inmigrante: "Padre hoy conocí tu tierra de vides y olivos./ Conocí a tu hermana y encontré tu joven retrato/ que aún preside allá, la casa" (15).
Volver puede ser el tema de un texto premiado. Sobre su viaje a Prepezzano, "un pueblito de la provincia de Salerno que no figura en ningún mapa", escribe Mónica López Ocón su "Interior italiano", uno de los textos ganadores del certamen "El mito del viaje", organizado por la Asociación Premio Grinzane Cavour y los diarios Clarín y La Repubblica: En esas páginas expresa: "Mi viaje era en realidad un regreso. El pueblo que me mostraron era una réplica del que yo llevaba dentro. Paradójicamente, era el pueblo el que me habitaba desde mucho antes de que pudiera habitarlo yo. Por eso, reconocí de inmediato el olor, el sabor y la textura de las uvas negras que Alfredo cortó del huerto. Bajo su piel enlutada guardaban un sol escandaloso. Parecían arrancadas de la sombra por el luminoso pincel de Caravaggio y tenían el sabor indescriptible que sólo pueden tener las uvas que se añoran" (16).
En el pueblo del que partieron los ancestros, se encuentran latentes las raíces. A Ottobiano, "un pueblito de Lombardía que ni siquiera puede dar pruebas de su existencia: no hay trenes que pasen por ahí y fue olvidado hasta por los cartógrafos", viajó Miguel Frías. De allí partió su abuelo en 1913, a los doce años. El nieto se aproxima al pueblo: ""Verlo acercarse por fin en una mañana de bruma, entre árboles sin hojas y campos labrados por fantasmas, no lo hace más real: la cúpula de la iglesia está a salvo de la niebla, pero el resto tiene el contorno de un sueño. Acabamos de recorrer el breve paraíso de mis cuentos infantiles" (17).
En 1991, Gabriel Corrado viajó a Italia para grabar en Roma y Sicilia. Años más tarde, expresa lo que sintió cuando una pareja lo reconoció en la Vía Condotti: "Se me vino encima el abuelo, que había hecho el camino inverso, los doce mil kilómetros, Zamudio 4230…" (18). Por una circunstancia fortuita, se reencontró espiritualmente con su antepasado.
El viaje permite, en algunas oportunidades, vivir de cerca la dura vida que se llevaba antes de emigrar. Y, en los tiempos que corren, significa la posibilidad de empezar de nuevo, porque, como escribe el nicaragüense Sergio Ramírez, "Ahora que tantos argentinos descuajados de la normalidad de sus vidas se quieren subir a los viejos barcos en que sus antepasados llegaron desde Calabria, o desde Marsella, o desde Vigo, a buscar un refugio quizás imposible frente a la catástrofe que la repetida corrupción ha traido sobre la Argentina, el rollo de la película es echado a andar, pero hacia atrás" (19). "La tierra generosa se ha vuelto marchita –escribe Héctor Gambini. Y la nueva inmigración se está volviendo. Y muchos de los hijos de la vieja inmigración también se quieren ir. A la aventura de cruzar el océano al revés que los abuelos" (20).
Sea cual fuere la motivación y los posteriores efectos en el espíritu del que lo realiza, los testimonios acerca de la vuelta a la tierra de origen o a la de los mayores se suman día a día, hablándonos de una nostalgia y de una inquietud que pervive en el tiempo.
Notas
- Cossa, Roberto: Gris de ausencia. Citado en "Bajaron de los barcos", Colegio Schönthal. www.edu.red
- Patat, Alejandro: "El país de los sueños perdidos", en La Nación, 28 de abril de 2002.
- Cela, Adelina C.: "Madre Patria", en La Capital, Mar del Plata, 5 de septiembre de 1999.
- Alfie, Sol: "Tomás Ditaranto. Un homenaje merecido", en Magazine Actual, Año 3, N° 12, Diciembre de 1998.
- Spilimbergo. Htm.
- Gusberti, Martina: El laúd y la guerra. Buenos Aires, Vinciguerra, 1996.
- Moreno, Liliana: "El regreso a la tierra de uno", en Clarín, 17 de octubre de 1999.
- Gaffoglio, Loreley: "El teatro me contuvo", en La Nación, Buenos Aires, 20 de diciembre de 1998.
- Bianchi, Alcides J.: Valentìn el inmigrante. Santiago de Chile, Ediciòn del autor, 1987.
- Bedoian, Juan: "El viaje sentimental", en Clarín, 17 de octubre de 1999.
- Ingberg, Pablo: "El amor a los vencidos", en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de 1999.
- Roca, Agustina: "Historia de vida", en La Nación, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.
- Gambaro, Griselda: "Crónica de una familia", en Clarín, Buenos Aires, 25 de febrero de 2001
- Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1974.
- Perrone, Alberto: "Amores por la vuelta. El que una vez partió", en Hotel de Inmigrantes, 2002.
- López Ocón, Mónica: "Interior italiano", en Clarín, 8 de diciembre de 2001.
- Frías, Miguel: "Noticias del mundo", en Clarín, 3 de septiembre de 2000.
- Baduel, Graciela: "Por la vuelta", en Clarín, 24 de octubre de 2000.
- Ramírez, Sergio: "Yo quería ser argentino", en El Tiempo, Azul, 15 de septiembre de 2002.
- Gambini, Héctor: "Cuando la historia se muerde la cola", en Clarín, Buenos Aires, 16 de mayo de 2002.
Trabajo enviado por
Lic. María González Rouco
Lic. en Letras UNBA, Periodista Profesional Matriculada
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