Descargar

Los tropiezos del afortunado Gabriel (página 2)

Enviado por galup193


Partes: 1, 2

Capítulo 11

A LA BRIGADA

Comprendiendo el punto de vista de Lucía, y con gran disgusto, me inscribí en la brigada. Con ese mismo estado de ánimo lo hicieron otros amigos del barrio y del aula.

Algunos nos confesamos que era un sacrificio inmenso, el apartarse de la familia por tantos meses. Casi un año era mucho tiempo.

Lo que más nos aterraba era el convivir con personas desconocidas, de las que no sabíamos nada, ni de sus hábitos ni costumbres. Íbamos a instruirlas, viviendo alojados en sus casas, como sus huéspedes, comeríamos su comida, dormiríamos en sus camas y, de no tenerlas, en nuestras hamacas.

Además de esa convivencia, que no sabíamos como iba a ser, estaba la ayuda física que aportaríamos en las faenas diarias del campo, tales como ordeñar vacas, recoger vegetales, frijoles, cortar caña de azúcar, sacar agua del pozo, trillar la tierra. Teníamos que desarrollar esas tareas y cumplir con el principal objetivo de la campaña "enseñar a leer y a escribir" mismo que se realizaría generalmente en las noches, a la luz de un farol. ¡Iba a ser una tremenda experiencia!

Comenzó rápidamente el llamado nacional a los solicitantes, los voluntarios fuimos más de 265.000. Nos internaron en unos edificios de apartamentos, que se utilizaban para el turismo y que habían adaptado para ese evento, en la hermosa Playa de Varadero, en la costa norte de la provincia de Matanzas. Estaríamos ahí por un período de 15 días, aproximadamente, en el cual se nos impartirían las instrucciones y orientaciones necesarias para trabajar con los manuales de alfabetización, los que tenían sus marcadas pinceladas de adoctrinamiento.

Mis amigos del barrio y yo fuimos llamados por separado, pero, por suerte, nos ubicaron en el mismo edificio, parece ser que porque procedíamos de la misma ciudad. Lamentablemente, nos hospedaron en distintos dormitorios, pero nos podíamos ver con frecuencia en las clases o en el comedor.

En mi dormitorio éramos 10, y todos excepto dos teníamos la misma edad. Los mayores eran Roberto y Carlos, que decían ser primos, tenían 18 y 19 años, respectivamente.

El día de llegada no me sentí mal del todo, pues tuve la mente muy ocupada organizando mis cosas, no dediqué tiempo a pensar, pero, naturalmente, estaba desajustado, ansioso y muy incómodo por la estrechez de mi litera y el poco espacio disponible; el lugar era especialmente pequeño para mí, que después de los 15 me desarrollé mucho y era muy corpulento.

El que no tuviera cuidado al caminar, siempre tropezaría con algo o alguien, parecía la habitación de una cárcel, sin rejas y con la puerta abierta. La decoración de espanto, creaba un ambiente desagradable.

Pero, al llegar la noche, echado en la litera, comencé a extrañar mis viejecitas, mí casa, mis cosas y me confirmé una vez más que no estaba hecho para este tipo de vida, para departir con personas desconocidas, cuyas conversaciones y puntos de vista me eran tan indiferentes. La situación me hacía reflexionar sobre lo desubicado que estaba en ese lugar y en ese país con su nueva ideología.

Si al menos estuviera un amigo mío en el dormitorio, quizá hubiera sido distinto, hubiera pasado mejor. ¡No encajaba en ese grupo!

Esa sensación no era nueva para mí, siempre fui selectivo y me fue difícil hacer relaciones nuevas, disfrutaba observar con detalle a mi futuro amigo, mucho antes de brindarle mi amistad, era resabioso y por el más mínimo detalle que no entendiera, me dejaba de atraer y cortaba la comunicación. Cuando decidía ser amigo de alguien, ya estaban más que probadas sus

cualidades.

Decidí no continuar atormentándome con mis pensamientos, ni darme más cuerda, tenía que buscar una solución y el sueño. ¡Había que dormir! Tuve un día muy largo y estaba estropeado del viaje que hicimos esa mañana, fueron ocho horas de camino en un camión de carga.

Para tranquilizarme aún más, pensé en hablar al día siguiente con el responsable del edificio, para pedirle que me cambiara al dormitorio donde estaban mis amigos.

Finalmente, entre los ronquidos y el olor a pies mal lavados de alguno que otro compañero de cuarto, logré embelesarme, pero, cuando creía empezar a disfrutar de mi sueño, sentí un ligero sonido en la litera de la esquina, cercana a una gran ventana, por donde pasaba alguna claridad del alumbrado exterior.

Me incliné levemente para ver cuál era la causa del ruido, cuando, para sorpresa mía, vi a Carlos hincado de rodillas al lado de la cama de Roberto, acariciándole suavemente la entrepierna. Me quedé atónito. Resultaba difícil creer lo que miraba y mi posición en la cama no era la más óptima para ver los detalles de lo que estaba sucediendo. ¡No me debía mover! ¡Me quedé

estático! No hice ningún ruido hasta que Carlos finalizara lo que estaba haciendo, no podía apreciar si Roberto dormía o no y pensé que quizás era algún caso de sonambulismo, ya que ellos habían dicho ser familia…

Roberto comenzó a moverse lentamente y Carlos levantó la sábana e introdujo su cabeza por debajo de ésta, por lo que asumo que le estaba besando los muslos, y quizá sus órganos genitales, es decir, chupándole el pene.

Pero, ¡cónchole!, ¡vale!, lo que me faltaba era ese show a esa hora, yo estaba cansado, ansioso y disgustado, sin poder dormir. Además, pensaba: ¿Y si otra persona los sorprende?, ¿habrá alguien más de espectador como yo? Sabía que si los descubrían se iba a formar una bronca de magnitudes colosales.

¡Ahora sí que no voy a poder dormir! ¿Qué pasará mañana? ¡Esto está violento! Me decía. Indudablemente, convivir con personas tan atrevidas en un mismo dormitorio sería muy problemático.

El tiempo transcurrió y la situación en aquella cama se volvió excitante, la respiración de ellos cada vez era más fuerte y yo alcanzaba a oírla.

La incomodidad de mi postura, me creaba un dolor en el cuello, que no me permitiría soportar por más tiempo, pero la curiosidad y el interés por saber cómo se desenvolverían aquellas escenas eróticas, eran mayores…

De pronto, sentí un pequeño murmullo y alcancé a escuchar:

–Para… detente…

Era Roberto que, tomando en sus manos la cabeza de Carlos, lo despegó suavemente de su cuerpo y lo sacó de debajo de la sábana. Carlos, con un gesto contrariado, se levantó del piso y fue en dirección al baño, y Roberto lo siguió unos segundos más tarde. Tenía el pene tan erecto que se marcaba a través del pijama.

A partir de ese momento no alcancé a oír nada más, solamente cuando descargaron el retrete, pero me bastó para convencerme de que lo que había visto y escuchado no era un acto de sonambulismo.

Yo seguía en la penumbra del cuarto, con los ojos semiabiertos, y aproveché la oportunidad para acomodarme en la litera, ya que había cogido tortícolis. Suponía que ahora sí podría dormir, ya que habían dado por terminada aquella relación sorprendente, novedosa e insólita para mí.

Ninguno de los siete restantes compañeros del cuarto se dio por enterado de lo que en la litera número uno había sucedido esa noche. Tampoco descubrieron los encuentros que le siguieron, pues la relación no se interrumpió.

A la mañana siguiente, después de hacer inmensas filas para desayunar, por el gran número de brigadistas, me dirigí a la oficina principal. Buscaba al responsable del grupo mío, para solicitarle que me trasladara al piso superior, en el mismo edificio, donde tenía amigos y había literas desocupadas.

El intento fue inútil, el jefe comentó en plural y casi gritando, como para que las otras personas en la oficina escucharan:

–Acaban de llegar y ya quieren acomodarse, recuerden que no están en sus casas, cualesquiera cambio ocasiona muchos trastornos con los documentos y resulta muy engorroso. ¡Olvídalo!

"¡Qué fatalidad!", me dije a mí mismo, le di la espalda y salí de la oficina. "Tendré que esforzarme para sobrellevar las relaciones con mis compañeros de habitación", iba pensando mientras me alejaba.

Por fortuna, la mayor parte del tiempo la pasábamos fuera del dormitorio, pues el entrenamiento nos tomaba todo el día, en tanto que al anochecer estábamos extenuados.

Teníamos que estudiar en equipo tres noches a la semana, hacer tareas, discutir temas políticos, y, aunque unos éramos más reservados que otros, muchas veces nos quedábamos conversando sobre nuestros problemas personales, y las aspiraciones, el futuro, los deseos de cada cual. Esas reuniones permitieron que nos fuéramos conociendo más y más.

A pesar del acercamiento por convivencia, había alguien que siempre hacía algo fuera de lugar, que daba la nota, usando los cepillos de dientes de otros, tomando las toallas que no les pertenecían y dejándolas empapadas de agua. Lo más curioso del caso era que quienes hacían esas cosas, las consideraban normales y correctas, no pensaban que con sus griterías molestaban a alguien, que estaba durmiendo o estudiando, era una continuación de su forma de vida, de las costumbres de sus casas, de la rutina a la que estaban habituados. Eran seis guantanameros los alborotosos, personas muy abiertas y sencillas. Roberto y Carlos procedían de Isabela de Sagua, Tino de Caibarién y yo de Cienfuegos.

En el comedor conocí a Sonia, ella también era brigadista. Era una chica camagüeyana que me gustó mucho desde que la vi, era muy simpática, inteligente y estaba muy bien.Los dormitorios de los hombres estaban muy distantes del de las mujeres, éstos estaban en los extremos del complejo turístico. El comedor se encontraba en el centro, equidistante, muy bien localizado para ambos grupos, como una división entre los dormitorios.

Como éramos tantos brigadistas, se hacía muy difícil verse sin una previa cita.

El último domingo nos pudimos bañar en la playa, y nos hicimos íntimos, intercambiamos las direcciones de nuestras casas, para no perder contacto y poder comunicarnos cuando estuviéramos fuera del campamento, después de la ubicación en el campo.

En nuestro albergue el olfato se fue adaptando a los olores de todos, teníamos mejores relaciones, nos prestábamos los jabones y el desodorante, pero no los cepillos de dientes, y seguíamos tropezando y dándonos golpes con las literas. Es increíble, como en tan poco tiempo de convivencia, las personas desconocidas se compenetran y se llegan a entender…

Por curiosidad de la vida, los más queridos por el grupo eran los primos y Tino, que formaban un trío de buenos muchachos, nobles y serviciales.

Pasaron las dos semanas, nuestro tiempo llegó a su fin, e inmediatamente nos enviarían a las distintas provincias, donde seríamos recibidos por una comisión en los municipios, encargada de distribuirnos en las casas de los campesinos.

Capítulo 12

EL TRAYECTO

Salimos de Varadero en la madrugada, pues el camino era largo y el transporte muy incómodo. Las 45 personas que viajábamos estábamos apretadas, paradas, sentadas y arrinconadas, en un camión descapotado, sufriendo el viento y el polvo del camino. Parecía un camión que transportaba cerdos, reses o pollos, era algo parecido. Además, de sentir deseos de hacerlo, había que orinar hacia la calle, yendo hasta el final del camión y sacando el pene afuera, para no salpicar al resto de los pasajeros; aquello era un espectáculo, pues rodábamos por encima unos de los otros por llegar a la esquina trasera del camión.

El chofer nos pidió que "aguantáramos las ganas" hasta llegar a la estación de servicios, que él no podía detenerse por cada uno de nosotros que tuviera esa necesidad, pues, de ser así, no llegaríamos a tiempo.

En el trayecto paramos sólo una vez por combustible, pero, para no variar, en la estación de gasolina no había nada para comer, sólo agua para beber.

Después de toda la madrugada en la carretera, arribamos al municipio de Sancti Spíritus, en la costa sur, al este de Trinidad; allí nos esperaban los futuros jefes o responsables nuestros, desde el día anterior, pues les habían informado erróneamente nuestra llegada y estaban contrariados por ese motivo.

Nos llamaron a formar fila y fuimos presentados, nos brindaron café y pronunciaron unas palabras de bienvenida, que desde el inicio estaban llenas de incoherencia y mal dichas.

A Pepe, mi amigo del barrio, no había cosa que le molestara más que escuchar palabras mal pronunciadas y sandeces. Yo, que le conocía bien, lo miré de reojos, provocándole una carcajada, siendo amonestado por uno de los guardias, que lo tomó como una chiquillada.

Después del café, nos organizaron para salir a las montañas, tuvimos que tomar un jeep por cada seis brigadistas, a nuestra elección, por lo que mis amigos y yo corrimos, y tomamos casi por asalto uno de esos jeep. ¡El grupo del barrio se unía finalmente!

Comenzamos a internarnos en la Sierra del Escambray, que es una formación montañosa localizada en el centro sur de la Isla. No muy en su interior, pero sí después del piamontés. El camino fue difícil e intrincado, pasamos riachuelos y abismos, a veces peligrosos. Cuando lo hacíamos, reinaba entre nosotros un silencio fantasmal, cada cual pensaba: "¿Dónde hemos

caído?" Incluso había tramos del camino en los que no veíamos el sol.

Durante el trayecto, el chofer, que era uno de los jefes, nos hablaba de las mejores rutas a tomar para llegar a la escuela rural, en la que nos reuniríamos todos los sábados a las 10:00 AM.

Tendríamos que ir por nuestra cuenta y responsabilidad, o sea, para decirlo simplemente: caminando, a caballo (sí algún guajiro nos lo prestaba), en carreta tiradas por bueyes, en tractor, o, de lujo, en jeep o camión, si nos daban un aventón.

Finalmente llegamos al centro de reuniones sabatinas de los brigadistas del área, nos bajamos y comenzamos a estirar nuestras piernas y brazos.

Sin perder mucho tiempo, nos reunieron con otros grupos de brigadistas y empezaron a explicarnos las características de la zona, los nombres de las personas que había en cada vivienda, y después de la breve charla, nos encaminamos para la casa de los campesinos.

El nivel educacional de nuestros responsables era más que pobre, posiblemente no habían terminado la escuela primaria (tercero o cuarto grado, si acaso), pero estaban muy comprometidos con la revolución, habían sido guerrilleros. También ellos tomarían cursos de superación en esa escuela.

Por suerte, nosotros seis éramos como familia, nos conocíamos de toda la vida, habíamos compartido nuestra infancia y adolescencia, sabíamos que nuestras mentes estaban conectadas, nos hablábamos con la energía que emitíamos, con los ojos, con los gestos sutiles, con nuestra aura. ¡Qué maravilla! Realmente éramos hermanos bien llevados, y nada ni nadie podría destruir esa comunicación, esa era nuestra coraza.

Capítulo 13

DISTRIBUCIÓN DE LA CARGA

Arribamos a la primera casa de un tal Evaristo González, el recibimiento fue ácido.

En la entrada de su casa, parado como si estuviera en guardia, se encontraba ese señor que, gesticulando, le gritó en tono de burla al responsable del grupo, refiriéndose al brigadista:

–Si come mucho te lo devuelvo –y, como le pareció poco, agregó–: ¿Cuál de esos enclenques me va a enseñar a leer y a escribir a mí y a mi familia?

Por suerte, yo me había alejado hacia el jeep en busca de una fruta que recogí en el camino y, cuando regresé, ya estaban dejando a Raúl.

Nosotros no sabíamos quién estaba destinado para cada casa, ni cuál sería mejor o peor, eso no se nos informó, pues podía ser cualquiera. Seguimos el recorrido y nos dirigimos a otro bohío que no estaba muy distante, a unos dos kilómetros de la casa que acabábamos de dejar atrás.

Desde que comenzamos a subir una colina cercana a la casa, todos sus habitantes nos detectaron, y salieron a recibirnos, moviendo las manos, saludándonos. Por lo que me dije: "Esta es la mía, pues parecen buenas personas", el ambiente parecía agradable y, además, tendría cerca a Raúl.

No esperé que el jeep se detuviera por completo, salté y grité:

–Aquí me quedo yo.

El resto del grupo me miró sorprendido, como diciendo: te nos adelantaste cabrón. Recogí mi mochila y me fui presentado a la familia de Leonardo Rodríguez, un hombre de unos 56 años, grueso y alto, con esposa y cinco hijos, cuatro varones y una hembra con síndrome de Down, que era la menor.

El bohío donde vivían me recordaba la casa de mis abuelos en Trinidad, era muy parecido, también por la humildad y la decoración tan similar que tenía.

Todos parecían contentos con mi llegada, querían aprender, eran muy cariñosos. Otros parientes cercanos se unirían a esta familia para las clases, con lo que completaríamos un grupo de 13 alumnos.

Yo me quedé un poco más calmado, pero ignoraba en qué casas habían distribuido a mis amigos, tendría que esperar hasta el próximo encuentro para que me contaran, que suponía sería al sábado siguiente en la escuela, como estaba previsto.

Desde la noche del viernes estaba un poco ansioso, al amanecer me preparé y fui caminando, casi corriendo por tramos, para la escuela. Deseaba tanto hablar con mis amigos, que no veía llegar la hora.

Teníamos mucho que contarnos, debíamos ponernos al día con todos los por menores de cada cual.

Capítulo 14

LA CONVIVENCIA CAMPESINA

En los primeros días tuve que aprender por cuáles senderos y trillos se podía caminar, pues todo era verde, bosques y campos cultivados. Los puntos de referencia se me confundían fácilmente por las grandes extensiones de tierra con sembradíos y las montañas con los cultivos de café.

También había que ajustarse a las costumbres y rutinas de la casa: nos despertábamos a las 5:00 A.M., con la fresca, como dicen nuestros guajiros; ordeñábamos las vacas y, después del desayuno, salíamos a trabajar al campo. Aprendí a amar la tierra, a ararla, a abonarla, a recoger sus frutos y muchas cosas más.

Joseíto, mi amigo y hermano de leche, fue otro de los que tuvo mala suerte, como Raúl. Dónde lo ubicaron le hacían la vida imposible. Zoila, una de las hijas de la familia, se enamoró de él y lo provocaba constantemente, tanto así, que lo vigilaba y seguía por toda la casa, inclusive lo acosaba.

Zoila acostumbraba esconderse detrás del baño, que estaba en las afueras del patio, para husmear, por una abertura en la pared de madera mal hecha, mientras Joseíto se bañaba. Emitía gemidos, como si se estuviera masturbando, para así hacer notar su presencia. Eso excitaba a Joseíto pero, según él, nunca le había abierto la puerta. Para él era evidente que la familia se hacía la desentendida de lo que ocurría.

Cuando nos contó lo que sucedía, le aconsejamos que hiciera un reporte al municipio, para que lo cambiaran. Pero no le hicieron caso, la recomendación del jefe fue que se tirara a la chica, para que no jodiera más, así de plano.

Una mañana, mientras ayudaba a Leonardo a trillar la tierra, éste me comentó que Zoila tenía fama de enamorada e, inclusive, que había roto recientemente con una pareja de dos años y se rumoraba que tenían vida íntima. Con ese historial, mi amigo debía tener cuidado, no fuera a ser que la chica estuviera buscando un marido de la ciudad, o que estuviera embarazada y se lo quisiera achacar a él.

Los días pasaban muy lentamente, la monotonía era de espanto, aún no llevábamos un mes en las montañas y estábamos locos, yo nunca comenté con mi grupo que guardaba la esperanza de no cumplir los largos nueve meses, yo confiaba en Lucía, ella era mi cosuelo.

Leonardo tenía que viajar al pueblo en dos días, a hacer unas diligencias, y me pidió que lo acompañara, lo cual me alegró mucho. Acepté rápidamente, con euforia. Él viajaba periódicamente y yo encantado de la vida de poder hacer esa salida, nosotros congeniamos bien y conversábamos placenteramente.

Nunca antes había visitado al pueblo de Sancti Spíritus, así que cuando fuimos llevaba un montón de cartas mías y de mis amigos, para enviarlas por correo. También quería comunicarme con mi familia por teléfono, escucharla, oír sus voces, saber cómo estaban; había transcurrido mas de un mes sin noticias, ellas tenían que estar tan desesperadas como yo mismo.

Dios me ayudó y pude hacerlo, pero Berta no se encontraba en casa. Lucía se sorprendió con la llamada de larga distancia, le dio un ataque de nervios y comenzó a reír y a llorar. Después de unos minutos, ya tranquilizada, le di mi dirección, la calmé, diciéndole que yo estaba muy bien, en compañía de una buena familia…

–¿Estás seguro? ¿No me mientes? –Me dijo.

–Claro que no, te digo todo tal como es.

Ella me iba a remitir las cartas de Sonia, que habían llegado esa misma semana. Hubo una mala noticia, Nicolás, su cuñado, había sido detenido por el Ministerio del Interior, el G-2, para ser interrogado, a causa de las acusaciones de una mujer, que decía haber sido maltratada en la cárcel, en tiempos de Batista. La mujer mencionaba a Nicolás como testigo ocular.

Este acontecimiento marcó a mi familia y trajo la separación. Lourdes había decidido que cuando su esposo saliera de ese embrollo, presentarían sus documentos para irse del país. La casa de Cienfuegos estaba que trinaba, los ánimos y nervios estremecidos, pero aún con esos problemas, Lucía había sacado tiempo para ocuparse de mí, y ya tenía todo planeado para mi salida justificada de la brigada.

Capítulo 15

FINGIR

El plan era fingir que estaba enfermo, debía representar una escena con convulsiones, pérdida del conocimiento, soltar espuma por la boca, como si fueran ataques de epilepsia. El objetivo era lograr que me llevaran al hospital civil de Sancti Spíritus, donde el neurólogo era amigo de Berta, ya que había trabajado con ella cerca de 25 años y se conocían de toda la vida. Me atendería y obtendría un certificado médico para salirme justificadamente de la brigada.

A Berta nunca se le ocurrió pedir ese tipo de favor, pero a Lucía sí, ella viajó de Cienfuegos a Sancti Spíritus y conversó con el médico, que, sin repostar, le garantizó que si me consultaba, yo quedaría libre.

Mi función era lograr que me llevasen al hospital donde él trabajaba, tenía que ver al doctor Ponce, e identificarme con él lo más privadamente posible, la reputación y el respeto de mi familia garantizaba que en silencio tenía que ser.

¡Manos a la obra! Había que preparar un buen drama de teatro con una actuación y escenografía impecable.

En todo el regreso estuve pensando en la conversación con Lucía, fui recapitulando y analizando el plan, habíamos considerado su ejecución inmediatamente.

Ese médico tenía que estar allí el día que me llevasen al hospital. Y, ¿si no estaba él?, y si descubrían que estaba simulando un show, y que no estaba enfermo… Debo ser muy astuto, un buen actor, tanto como creérmelo yo mismo para que saliera bien.

Considero que la detención de Nicolás, que tenía a mi familia consternada, había revivido el tema de abandonar el país, que había sido discutido intensamente en muchas ocasiones.

Lourdes quería que hiciéramos el trámite para salir del país, todos a la vez, pero sus hermanas tenían el criterio de que el gobierno se caería de un momento a otro.

La realidad era que mis viejecitas se estaban enfrentando, aunque no directamente, a problemas políticos en su propia casa, ellas solas, y yo estaba en el monte, lejos, ayudando a personas desconocidas, mientras mi familia me necesitaba.

En el trayecto de regreso, Leonardo me notó cabizbajo y me preguntó si me había dado nostalgia el haber hablado con mi gente, le dije que sí, que después de escucharlas me dio pesar. Él no estuvo presente cuando yo hablé.

Para sorpresa, a mitad del camino distinguí a Carlos, quien caminaba por el medio de la carretera, cargando un saco grande y pidiendo botella (un aventón) lo reconocí y Leonardo detuvo el camión, lo montamos, me fui con él para el techo, pues no cabíamos los tres en la cabina y conversamos ampliamente.

Su grupo está en un campamento que se llamaba La Vigía, y estaba aproximadamente a unos 15 kilómetros del grupo mío, según él, había un camino vecinal que no estaba malo y en la seca era fácil de andar.

Resulta que lo habían nombrado responsable por 50 brigadistas, a los cuales tenía que supervisar, era una posición intermedia, era algo así como asistente del jefe.

Me comentó muy francamente que trabajaba muy duro, con la intención de lograr una posición futura en la educación, que ése era su sueño. Quería sacar a su familia adelante, ellos habían sido muy pobres, y por generaciones siempre habían trabajando en el mar, pescando y arriesgando la vida.

–Desde niño, al ver mi padre salir por las noches a pescar, dejándonos solos a mi madre y hermana, me dije que cuando yo fuera grande, iba a romper esa cadena generacional. ¡Cuántos padres del pueblo salieron por las noches a pescar y nunca regresaron! Siempre tuve pesadillas cuando pequeño, pues mi madre vivía obsesionada y angustiada con ese presentimiento –me dijo Carlos.

Carlos hablaba claro, y teníamos ideales parecidos. Él me habló de la revolución como el medio, no como la solución, no anduvo con demagogias, ni pretensiones.

En ese trayecto lo conocí más profundamente que en las dos semanas de Varadero, donde lo esquivaba frecuentemente.

Llegamos al entronque, lugar donde nos desviaríamos, Carlos me obsequió unos mameyes colorados que traía en el saco, nos intercambiamos las direcciones y quedamos en vernos el próximo domingo, cuando yo iría por su campamento. Se bajó del camión y nosotros proseguimos para nuestro destino.

Íbamos alejándonos, cuando me percaté de que Leonardo se estaba desviando por un atajo en dirección opuesta a su casa. Después de unos minutos de silencio, le pregunté si íbamos a otro lugar, pues aunque yo era neófito en el área, ya distinguía los caminos, y ése no era precisamente el correcto; titubeando me respondió que tenía que dejar un encargo en una finca

aledaña, que solamente le tomaría unos minutos más.

Seguimos adentrándonos en la Sierra, hasta que llegamos a una pequeña cascada, donde lo esperaban tres hombres mal vestidos y sucios, detuvo el camión, me pidió que no lo ayudara, y que me quedara sentado.

–¡No te bajes! –me dijo.

Saltó al terreno, los saludó afectuosamente, y vi por el espejo retrovisor que iba hacia atrás para bajar unas cajas grandes y un barril de madera, pero no pude escuchar lo que hablaban, ya que susurraban. Pasados unos minutos, regresábamos por el mismo camino.

Leonardo me comentó que no hablara en la casa sobre esa parada, pues a su esposa no le gustaban esas personas, y él no quería incomodarla.

–No se preocupe que no abriré mi boca –le contesté.

–A veces hay que dejar a las mujeres a un lado, entre las cosas de hombres, ellas no entienden de negocios muchas veces y se muestran majaderas –agregó él.

Casi al anochecer llegamos a la casa, donde estaban un poco inquietos por nuestra tardanza, pues parece que Leonardo se había tomado mucho más tiempo de lo acostumbrado.

Leonardo se encerró en su habitación con su esposa, ni siquiera tomó un baño, y ellos estuvieron cerca de una hora solos, yo me hice el desentendido y fui al retrete a bañarme, luego me prepararía algo de comer. Estaba extenuado por los movimientos del camión, pero ilusionado por la conversación con Lucía y con Carlos.

A mediados de semana comencé los ensayos de actuación, mencioné que me dolía la cabeza, posiblemente por tomar tanto sol, y ese día por la noche sentí fatiga, lo achacaron a una mala digestión, me sentí feo al mentirle a esas personas, ellos no eran merecedores de ese teatro, no era justo preocuparlos por una farsa, pero no tenía otra alternativa, era cuestión de elección, yo estaba preparando el escenario para mi salida.

En lo que restaba de semana no me debía volver a enfermar más, pues el domingo tenía la cita con Carlos.

Llegó el día y después del desayuno me preparé, recogí a Tino, que estaba avisado, y nos fuimos para el campamento La Vigía bien temprano, caminando, cuando aún no amanecía, para evitar que nos sorprendiera el fuerte sol del mediodía en el largo recorrido. Llegamos bien, pero no hubo un alma caritativa que nos diera un aventón para ese lugar tan distante y apartado.

Estábamos desfallecidos del cansancio, casi sin piernas y aliento; muertos, pero llegamos.

Para sorpresa mía, uno de los 50 brigadistas era Sonia. Tremenda alegría me dio, sentí saltos en el estómago, se me iluminaron los ojos. ¡Cómo me gustaba esa chica! Y yo a ella también, se unió a nosotros y estuvo todo el tiempo conmigo. Mis amigos la conocían por referencias mías, pero nunca la habían visto en persona.

Después del almuerzo, Sonia me llevó a conocer un riachuelo que pasaba cerca del campamento. Nos fuimos solos y nos amamos intensamente, con una pasión desbordada, era un lugar paradisíaco que incitaba a darle riendas sueltas al deseo.

A pesar de que era la chica de mis sueños, no le comenté nada de lo pactado con Lucía, por supuesto que no, ese tema era tabú.

Sonia estaba inconforme con la casa que le habían asignado, pero comentaba que la revolución la necesitaba allí, y que tenía que cumplir con ese rol, aunque se sintiera disgustada.

Ella hablaba bien de la revolución, igual que nosotros, con la diferencia de que yo no sabía si ella realmente pensaba eso, o si pretendía, como lo hacíamos mis amigos y yo.

Nuestra relación carnal, con matices amorosos, se realizó por encuentros casuales, no furtivos, pero sin el tiempo necesario para el diálogo, había que aprovechar la oportunidad, satisfaciendo nuestros cuerpos.

Confidencialmente, Carlos nos comenta que existían rumores de mal criterio sobre Rey (que era el responsable de mi grupo, el mismo que le recomendó a Joseíto que se tirara a Zoila). Se hablaba de quizá sería trasladado a un lugar más arriba en la Sierra, por su mal trabajo con las relaciones humanas.

El resto de esa tarde fue muy placentera para mí y Sonia, permanecimos echados a la sombra de grandes árboles, comiendo frutas, contando chistes y recordando anécdotas, que, sin pensarlas, salían de nuestros labios.

De pronto nos dimos cuenta de que faltaba Roberto. ¿Dónde estaba?, no lo habíamos visto en el campamento y nos extrañó que no estuviera allí, junto a su primo Carlos.

Carlos nos dijo que, por cosas inexplicables de la vida, y quizá por capricho de un tal Ricardo, dirigente del municipio, habían asignado a Roberto donde el diablo dio las tres voces, es decir, bien lejos, y que nadie se lo podía explicar, pues, todo indicaba que quedaría cerca el uno del otro, por haber entrado a la Sierra en el mismo jeep.

Nos contaba que hasta la fecha sólo se habían podido intercambiar un mensaje verbal, o sea, un brigadista había traído un recado y parecía que por ahora no había una oportunidad de que volviera al campamento. Tino, que se había acercado hacía unos momentos, dijo que si volvía sería algo muy bueno para los dos, ya que eran primos hermanos. En ese instante, y en

confianza, Carlos nos contó que en realidad los primos eran su padre y el de Roberto, por lo que ellos eran primos lejanos.

Me ofrecí para llevarles lo que necesitaran del mundo civilizado, pues, supuestamente, volvería al pueblo con Leonardo (al menos una vez más), por lo que podría hacer algo por ellos, tal vez, comunicarme con sus familiares.

Avanzada la tarde nos preparamos para la partida, pues el regreso iba a ser más latoso aún, y no queríamos nos sorprendiera la noche. Le dejé encomendado a Carlos que cuidara y velara por Sonia, pensé que quizá ella podría remplazarme en un futuro en la casa de Leandro, cuando mi plan triunfara, eso sería bueno para todos ellos. Les haría la sugerencia en el momento

adecuado, nunca antes, siempre después de concluida oficialmente mi baja de la brigada.

Echamos a andar por aquellos trillos y caminos pedregosos, con la convicción de que no encontraríamos a alguien que nos diera un aventón, pues a esas horas iba a ser más difícil que de mañanita.

Caminamos en silencio, con comentarios esporádicos que eran interrumpidos por la falta de aliento, pues íbamos a un paso rápido, era mejor pensar que hablar, queríamos llegar, estaba atardeciendo y temíamos a la oscuridad total, en un lugar sin mucha orientación. Por suerte no llovía y el camino hacía más fácil el andar.

De pronto, entre la maleza, a la distancia, se escuchó relinchar a unos caballos, cuatro jinetes salieron galopando hacia la misma dirección a la que íbamos nosotros, les gritamos, pero aparentemente no fuimos escuchados.

Seguimos caminando y cuando ya habíamos hecho un buen trecho, notamos un incendio en el horizonte, casualmente en la misma dirección que habían tomado los jinetes. El fuego se extendía, nosotros estábamos distantes, pero empezamos a preocuparnos, pues aún teníamos un buen tramo por andar. Las llamas se alzaban más y más, consumían un cañaveral inmenso, todo parecía indicar que había sido un sabotaje.

Aceleramos nuestros pasos, trotábamos sin aliento, se podría mal interpretar nuestra situación, ya que estábamos casi en el lugar de los hechos. Tino resbaló y se torció el tobillo, no era nada grave, pero nos hizo aminorar el ritmo y tuvimos que caminar más despacio. Por el dolor no podía apoyar el pie con firmeza, así que lo tomé por la cintura y él se apoyó en mi hombro, ahora no teníamos más remedio que ir al paso, el asunto era llegar bien, y que nadie nos detuviera en el camino con preguntas.

Cuando llegamos al entronque en el que por la mañana había recogido a Tino, vimos pasar dos camionetas con soldados armados, que iban en dirección al incendio. Ya estaba oscuro y logramos camuflarnos entre los árboles. Después de unos minutos, seguimos para la casa de Rafael, donde esperaban a Tino con nerviosismo, pues se había informado que se encontraban contrarrevolucionarios alzados en el área, y que se esperaban ataques militares en contra del gobierno, en cualquier momento.

Rafael me llevó a caballo para la casa de Leonardo, cuando llegamos, me agradeció que le llevara a Tino hasta su puerta, por la lastimadura del tobillo:

–No es nada, no es nada, él es mi amigo –repliqué–. ¡Gracias por traerme!

Rafael se bajó también del caballo y entró conmigo a la casa, para saludar a la familia Rodríguez conversando con ellos comenzó a hacer conjeturas sobre los rumores de lo que estaba ocurriendo en la comarca. Pero como Leonardo y su esposa no hicieron muchos comentarios, se marchó a los pocos minutos.

Necesitaba un buen baño e irme a la cama a descansar, pues, al día siguiente, lunes, empezaba mi dura semana y la continuidad teatral de mi plan.

Planifiqué para el miércoles volver a tener los mismos síntomas de la semana pasada, tendría que repetirlos periódicamente y acentuarlos cada vez más, lo difícil para mí sería el desmayo y la espuma por la boca, pero iría mejorando mi actuación…

Una tarde, en el campo de cultivo, después de una larga fatiga, pretendí unas convulsiones, acompañadas de espuma blanca, producto de la saliva lechosa por la masa de un coco que había masticado por un rato y que expulsaba lentamente. Me cargaron entre cuatro y me llevaron a la sombra de un bohío, donde se acopiaba el maíz de las aves.

Allí me echaron agua en la cabeza y trataron de revivirme, cuando desperté de mi fingido desmayo, pretendí quedarme muy atontado y sin fuerzas para moverme, por lo que me dejaron allí tranquilo hasta que llegara la carreta para trasladarme a la casa, ya que no podía caminar.

Estando en el almacén de acopio les dije:

–Me siento mejor, gracias por traerme aquí. Ya estoy reaccionando. Esto me está ocurriendo frecuentemente, voy a pedirle a mi jefe que me lleve al médico del pueblo, pues temo sea algo serio, no puedo pensar que el sol y el trabajo rudo me provoquen estos males.

Mientras pretendía seguir dormitado, escuché una conversación de Leonardo con los trabajadores, sonaba como en doble sentido.

–Hay que seguir alimentando a esos cuervos para que vuelen alto –decía uno.

–Las cotorras saldrán despavoridas –decía otro.

Comprendí que las cotorras eran la milicia del gobierno, por su uniforme verde y los cuervos los insurgentes. ¿Tendrían esas personas conexión con los alzados? ¿Apoyarían Leonardo y sus amigos a los guerrilleros alzados? De ser así, ¿por qué habían aceptaron brigadistas en sus casas? Entendí de inmediato que yo no era el único que pretendía, muchos más fingían, era el juego de la hipocresía entre todos.

Pensaba, escuchaba y analizaba a la vez. La conversación aumentaba en seriedad, comprendí que aquel desvío que hicimos en el camino de regreso a la casa, tenía conexión con esos grupos.

¡Leonardo cooperaba con los alzados!

Confiados de que estaba dormido, ido del mundo, la conversación agudizaba su temática, tomaba un tono beligerante de discusión acalorada. De pronto, uno de ellos mandó a bajar la voz y otro, en tono de ordenanza dijo:

–Mejor nos callamos y lo discutimos donde siempre…

"¡Qué lío! ¡Ahora sí que estoy completo! ¿Dónde me he metido?", pensé. Estas personas se mostraban buenas y nobles conmigo, pero, aún así, era un gravísimo peligro estar con ellos, se podía formar una balacera un día de estos y la bala no lleva nombre.

"Tendré que adelantar mi plan de visitar al médico", me dije. Era necesario que saliera de allí lo antes posible, me estaba acobardando, sintiéndome temeroso por estar en el centro de la candela de otros, era una actividad demasiado riesgosa y no estaba en mis planes inmediatos.

Debería esperar la fecha tentativa que le había dado a Lucia para ver al doctor Ponce. ¡Ay Dios mío! ¿Cuántos días faltaban? La cabeza me iba a estallar, tenía tantos pensamientos inquietantes y me agotaba fingir que mi cuerpo estaba desfallecido, inerte; creo que en ese momento me gradué de actor dramático

La conversación pasó a temas agrícolas, pero aún así, no podría despertar todavía, tendría que esperar por la llegada de la carreta.

Esa fue la crisis más fuerte que tuve hasta ese momento, pero lo escuchado me dejó en shock.

¡No podía perder un día más! El próximo sábado, en la reunión, pediría ir al médico del pueblo.

Transcurrieron unos 40 minutos y se escuchó el traqueteo de los ejes de la carreta.

–¡Allí llega! –le dijo Pancho al resto de sus compañeros y, dirigiéndose a uno, agregó–: Vamos, vamos, trata de despertar a Gabriel, muévelo despacio.

–Éste cabrón está tronchudo, grande y fuerte, pero su cabeza jodida –murmuraron silenciosamente entre ellos.

Enseguida me sacudió un poco y gritó:

–Arriba, arriba, que ya llegaron Lucero y Manchado.

Esos eran los nombres de los bueyes que arreaban la yunta. Soñoliento y embobado, me subí a la carreta, sentía que lo estaba haciendo bien, era muy creíble, ya que ellos no tenían dudas de que yo estaba enfermo, y comenzaron a percatarse de que les resultaba un estorbo.

Capítulo 16

El FALSO LICENCIAMIENTO

Al día siguiente, Tino y Pepe se enteraron de lo ocurrido y rápidamente fueron a verme. ¡Cuánto me molestó el haber preocupado a mis amigos! Estuve a punto de confesarles mi plan, para borrarles la cara de susto que tenían, pero no podía contárselo ni a ellos, ese drama tenía que ser bien ejecutado, bien real, no era cosa de juegos de muchachos, había personas mayores involucradas. Tal vez algún día les diría todo…

Mis amigos se encargaron de divulgar lo sucedido a modo de noticia fatídica, pero ni aún así mi jefe fue a interesarse por mí, se comportaba como si no se hubiera enterado.

Llegó el sábado, día de escuchar y discutir necedades, Rey ya sabía lo sucedido y me recibió con una sonrisa de oreja a oreja.

Me comentó que se alegraba de que estuviera bien, puesto que había podido llegar a la escuela, al meeting. Sus palabras me sorprendieron. "¿Pensará él que me quedaré así?, sin ser visto por un médico. Estará loco si cree que no le voy a pedir que me lleve al hospital del pueblo. ¡Está completamente equivocado!", pensé. Entonces, reaccioné rápidamente:

–No lo creas, sigo mal, hice un esfuerzo por llegar, gracias a Rafael, que trajo a Tino y me fue a buscar. Sin ellos no hubiera podido venir, aún estoy débil para caminar tanto. Rey, quiero ir al médico en Sancti Spíritus, al hospital, lo que tengo me preocupa y necesito consultar a un doctor –le dije, con resolución.

–No es tan fácil como tú lo ves Gabriel, aquí hay reglas y debo esperar me den luz verde para llevarte.

–¿Cómo es eso?

–Si, necesito una autorización para sacarte del área.

–No concibo que un enfermo necesite autorización para ver a un doctor, no pueden ser posibles tantas formalidades burocráticas. Sí tú no me llevas, te haré responsable, pero yo iré con autorización o sin ella, así que, por favor, arréglalo todo y ve a buscarme para viajar al pueblo.

–Si tú no puedes ir, entonces busca a alguien que me acompañe –exigí, algo enojado.

–Calma, no te alteres, todo se resolverá a su tiempo –trató de aplacarme Rey.

Pero continué, desaforado:

–El enfermo soy yo, quien no puede rendir a cabalidad soy yo, así que soy yo el que tiene que resolver esto, si tú, como responsable mío, no lo haces.

Mis amigos comprendieron que algo andaba mal en mí, pues cuando me exaltaba de ese modo era porque creía tener la razón, así que se percataron del miedo y preocupación que tenía por mi salud, y se solidarizaron con su apoyo, ejerciendo presión sobre Rey para acelerar el permiso de salida.

Al martes siguiente por la mañana, llegó a la casa un jeep, manejado por Rey y una brigadista amiga de él, quien iban a llevarme al médico. Como fue de sorpresa, sin previo aviso, yo me encontraba en el establo ayudando a Leonardo con las reses.

Me localizaron, y sin arreglarme, mugriento y sudado, me subí al jeep, camino abajo.

–¿Por qué no me avisaste a tiempo? –Le pregunté a Rey.

–Realmente pensé que estarías en la casa y no afuera.

–Bueno, aunque me sienta mal, siempre ayudo en lo que puedo.

–Mira, te presento a Marisa, la compañera es una de las reclutas, un elemento muy valioso para la revolución.

–Mucho gusto –dije.

–Bueno, ¿cómo te has sentido desde el sábado? –me preguntó Rey.

–Regular, no me explico éstos dolores de cabeza.

–Pudiera ser la vista –interrumpió Marisa.

–Nadie sabe, lo mejor es que el médico me examine y me envié medicamentos para funcionar mejor –contesté.

–¡Sí compañero, aún te queda muchos meses por delante para cumplir la meta, hay que estar

saludable para rendirle más a la revolución! –culminó Marisa.

Por momentos hablaban más entre ellos, sin mi participación, pues yo estaba en la parte trasera y no se escuchaba bien.

Confiaba que me conducirían al hospital, allí buscaría al doctor Ponce, el cerebro se me hacía agua de pensar que ese médico no estuviera allá cuando yo llegara, eso sería catastrófico. Pero traté de tranquilizarme, pensando: "Yo tengo un problema neurológico, así que tarde o temprano me tendrá que ver un especialista, y Ponce es especialista".

Otra cosa que debía hacer era llamar a Lucía para actualizarla, pues la premier de la obra se había adelantado a la fecha tentativa, ella tenía que saberlo, de modo que tan pronto como arribáramos a nuestro destino, buscaría la forma de llamar por teléfono a mi familia.

Finalmente terminó el viaje a la ciudad, y nos dirigimos a un centro de alfabetización. Marisa se quedaría en él hasta que pasáramos por ella, al regresar. Desde allí nos dirigimos a un policlínico, donde atendían a los brigadistas y milicianos. Cuando vi aquello que llamaban clínica, se me cayeron las alas del corazón. ¡No podía creerlo! Era como una casa de socorro de mala muerte. ¡Estaba frito! ¡Allí no podía trabajar el doctor Ponce!

Tan pronto llegamos, pedí permiso para ir al servicio a asearme; al regresar, la recepcionista me llamó para que llenara un formulario.

Rey se encontraba a unos pasos míos, conversando con una persona que le comentaba sobre los rumores de su traslado para otro campamento, por su mala conducta, él se defendía diciendo que hacía lo mejor posible. Mientras escuchaba esa conversación, comencé a responder el cuestionario.

Aproveché para indagar sobre el médico especialista que me atendería y, asimismo, sobre si conocían a Ponce. La joven no sabía quién era, no había oído hablar de él. Entonces me explicó que debía ver a un médico de ese lugar y que, si fuera necesario, me remitirían al hospital, donde seguro trabajaba ese especialista.

"¡Ahora sí que le entró agua al coco!", pensé. Comencé a recopilar información: averigüé el nombre del médico que me atendería y la dirección del lugar donde me encontraba. Lo anoté, y mientras esperaba, pregunté por dónde podría hacer una llamada telefónica, por suerte en la cafetería de la esquina había un teléfono público.

Rey seguía con su perorata, pasé por delante de él y lo saludé con un gesto, mientras volvía con la recepcionista. Cuando llegué a su lado le comenté que iba a hablar por teléfono, que, en caso que el doctor me llamara, le avisara que sólo tomaría unos minutos.

Salí corriendo, nervioso. "Dios mío, que el teléfono funcione", me repetía mientras corría. ¡Lo encontré! Alguien terminaba de colgar y le pregunté:

–¿Funciona el teléfono?

–Sí, sí es que no contestó nadie donde llamé.

–Gracias, ¡veré si yo tengo suerte! –exclamé.

Por suerte me pude comunicar, estaban en casa mis viejecitas y rápidamente tomaron nota de la información que les proporcioné: nombre del médico, nombre del centro de salud y su dirección, era todo lo que necesitaban. Yo seguiría con mi actuación y trataría de contactar a mi salvador.

Regresé al policlínico y, por suerte, el panorama seguía igualito, me hice notar por Rey, nuevamente, que no paraba su monólogo con la misma persona, que parecía un maniquí mudo y hastiado.

Saludé a la recepcionista, quien me avisó que me llamaría pronto, y fui para una esquina. Me senté a meditar, cerré los ojos y me concentré en lo que tenía que decir, me autosugestioné, me fui sintiendo frío, transpiró todo mi cuerpo y completé el cuadro que representaría al médico. ¡Ahora sí que tendría que hacer una buena actuación!

Al cabo de un rato me llamaron para la consulta, era un doctor de edad avanzada, astuto e inteligente, me examinó, y se puso a conversar conmigo lentamente, como si no tuviera más pacientes afuera esperando por él, yo no perdí la calma, sereno y firme le describí mis ataques.

Luego de escucharme, el doctor me dijo que para su tranquilidad me iba a ordenar un electroencefalograma, que al principio pensó que necesitaría acudir a un psiquiatra, pero que lo de la espuma por la boca y la pérdida del conocimiento, lo desviaban de su diagnóstico.

–Esos exámenes no los hacemos aquí, sino en el hospital, te tendrás que quedar dos o tres días más por acá. No regreses a la Sierra hasta concluir todas las pruebas –me dijo mientras escribía

las órdenes y una nota para mi responsable.

Le entregué a Rey la nota con fingido pesar y me dije: "Viento en popa y a toda vela ¡Ya tengo cita para el hospital! Necesito que Rey desaparezca, para poder hacer los contactos más libremente".

Salimos para un albergue en el centro de la ciudad, frente al parque central, allí se encontraban unos 15 brigadistas más, de distintos puntos, con problemas de salud. El lugar, una casa intervenida por la revolución, porque sus dueños se habían marchado del país, era muy diferente a los que había visitado antes; era tranquilo y estaba muy limpio.

Debería permanecer por lo menos tres días allí, al cabo de ese tiempo, me darían el resultado de las pruebas médicas. No me enviarían de vuelta al campo sin saber qué pasaba conmigo.

Rey se despidió de mí, pues tenía que recoger a Marisa para regresar a su campamento y me informó que tan pronto todo lo mío estuviera listo, él u otro responsable, pasarían a recogerme

–Hasta pronto, ciao, ciao – le dije, mientras pensaba: "¡Qué respiro! ¡Qué tranquilidad!"

Tuve que controlar mis bríos, me tomé las manos y me las apreté, sentía que mis ojos brillaban.

Tenía que calmarme, serenarme. Me fui a la litera asignada y me acosté, para no estar dando vueltas por la casa, lo que levantaría sospechas; tal vez alguno de los brigadistas de allí tenía la misión de hacer reportes de conducta. Yo estaba enfermo y tenía que actuar como tal.Acostado, visualicé los pasos a seguir: Lo primero era volver a hablar con Lucía, para actualizarla, lo segundo, cuando me llevasen al hospital, localizar al doctor Ponce. Con eso mi misión estaría cumplida, lo demás lo harían otras personas.

Al día siguiente me llevaron al hospital con otros cinco muchachos, fuimos todos al laboratorio para los análisis de sangre y después cada cual se dirigió a un especialista.

Me trasladaron al departamento de neurología; allí no había ningún doctor, pero le pregunté a una enfermera si conocía al doctor Ponce, sorprendida me respondió que sí, que él era el jefe del departamento y que llegaría un poco tarde, porque estaba en el salón de operaciones.

Ahora me encontraba en el lugar preciso, ya estaba en territorio seguro. Como no conocía a Ponce, Lucía me hizo una buena descripción, ella había grabado en mi mente toda su fisonomía, lo que quedaba era esperar mi turno y confiar en que vería al médico antes de entrar.

Pasó una hora y nada ocurrió, todo seguía igual, hasta que me llamaron al salón para prepararme, tuve que quitarme la ropa, usar una bata amplia y acostarme en una camilla. Me ataron con dos cintos de cuero gruesos en el cuerpo, me llenaron la cabeza de conductores y me explicaron que no podía moverme cuando empezara a funcionar el equipo, pues podría alterar la

lectura.

Por supuesto que no iba a obedecer, cada vez que tuviera una oportunidad, cuando no me estuvieran observando haría algo para tratar de afectar el resultado. Pestañeaba fuertemente, movía los cachetes, estiraba la frente, apretaba con fuerza los maxilares, movía los ojos, mientras pensaba todo el tiempo que lograría mi objetivo.

Estaba en la recta final. Aparentemente Ponce no estaba enterado de mi presencia allí, ese día, tenía mi última carta y debía jugarla.

El técnico que operaba el electroencefalógrafo le informó a la enfermera que en unos minutos más terminaría el examen.

–Parece que salió bien, los gráficos están correctos –comentaban entre ellos.

Dirigiéndose a mí, la enfermera me informó que no tendría el resultado hasta que el doctor revisara las gráficas, que por ahora me podía marchar, pero que tenía que regresar el próximo jueves, para una consulta.

Salí del salón, sin saber qué pensar. ¿Cómo era posible que los gráficos estuvieran correctos?

Con todo el movimiento que había hecho. ¡Mis mímicas faciales fueron muchas. ¿Por qué no habían funcionado?

Afuera esperaban por mí y por otro brigadista mas que tenía problemas gástricos, sus pruebas tomaron más tiempo que las mías, pero en, cuanto salió, marcharnos al albergue.

Como había pasado varias horas en el hospital sin probar bocado alguno, estaba desesperado por comer algo, supuestamente nos guardarían el almuerzo en el albergue.

Cuándo nos fuimos acercando a la casa, di un salto en el asiento del jeep, sorprendido porque en el portal se encontraba Berta y Lucía, paradas allí como dos generalas. Pero, ¿y esto qué es?

¡Qué mujeres más intrépidas! Son tremendas, algo serio. Con ellas no hay límites, es aquí y ahora, pensé.

Estando aún en el jeep, les grité para que me detectaran.

–¿Conoces a esas mujeres? –preguntó el chofer.

–Sí, son familiares míos –le respondí.

–¿Viven aquí en Sancti Spíritus?

–No.

Saqué la cabeza afuera del jeep, para que no me hicieran más preguntas. Después de estacionarnos, salí corriendo para alcanzarlas y nos abrazamos los tres fuertemente, como un tronco de Ceiba. Cruzamos al parque para conversar mas privadamente. Habían traído un poco de dinero y un pan con bistec, que me lo comí en un dos por tres, desesperado del hambre.

Aclaramos todos los pormenores, ellas pasarían por el hospital para ver a Ponce, y sino lo hallaban allí, lo contactarían en su casa, pero no regresarían a Cienfuegos hasta concluir el caso.

¡Qué tranquilidad sentía! Ellas eran un bastión inexpugnable, señoras grandes con una fortaleza de espíritu infinito. Yo daba por hecho el plan, ellas no fallarían, lo conseguirían, sólo faltaba esperar la cita.

Regresé al albergue, algunos huéspedes curiosos estaban en el portal observando el cuadro familiar del parque, sabía que a mi llegada alguno que otro nos haría preguntas, pero, si se atrevían a interrogarme, los desinformaría a todos por completo.

La corta espera no tendría fin, apenas faltaban horas para mi liberación, no debía pensar en ello para no angustiarme, de todas formas no podía hacer nada más, sólo esperar al jueves sin impacientarme.

Entre los enfermos de la casa, conocí a un buen jugador de ajedrez, con el cuál compartí mucho tiempo; las horas pasaban sin darnos cuenta, en una competencia tras otra, aprendí mucho de él, nunca lo pude vencer, siempre me daba jaque mate. Él movía sus piezas lentamente, tenía grandes heridas en las manos, le habían cortado los tendones de su mano derecha con un

machete, en una riña con unos hombres que estaban molestando sexualmente a una brigadista; él había ido a socorrerla.

La joven también estaba allí hospedada, pero iba a ser reenviada a su lugar de origen. Se desconocía que les había ocurrido a los violadores.

Cada uno de nosotros tenía una historia distinta, siempre pensábamos que la nuestra era la más importante y trascendental, pero esa pobre chica tenía una expresión de susto permanente en su rostro; sus mayores heridas estaban en el corazón…

Continuamente entraban y salían brigadistas, en esa casa los huéspedes permanecían poco tiempo.

Llegó el día deseado, mi cita con el doctor, desde muy temprano me encontraba bañado, vestido y desayunado, listo para no perder un minuto más en ese lugar.

Había lavado mi uniforme y limpiado mis botas el día anterior, para que estuvieran presentables.

Confiaba en que me enviarían para Cienfuegos ese mismo día, a más tardar al mediodía, no tenía ninguna pertenencia en el albergue, cargaba las pocas cosas en mi mochila. ¡Era mejor así!

Cuatro brigadistas y el chofer nos dirigimos al hospital, una sensación extraña invadía mi mente, pensaba en cómo se sentiría el doctor, diagnosticando algo falso, faltando a su juramento hipocrático, aunque le debiera muchos favores a mi familia o tuviera mucha amistad con nosotros, internamente debería sentir una fea sensación, era como un deshonor.

Yo también me sentía mal por mí, por mis amigos, mi familia, inclusive por el doctor, por esa falsedad. ¡Por fingir! Fingía y me sentía mal, pero ahora creo que es la sociedad totalitaria, con sus falsos engranajes y sus sucios chantajes, la que conduce y empuja a los ciudadanos que están en desacuerdo a buscar una salida, una alternativa, sea cual sea el modo de llegar a ella.

En eso vislumbré los jardines del hospital, estábamos entrando en sus instalaciones.

Puntualmente llegué a la consulta del médico, pero éste aún no había comenzado a atender.

Después de una larga espera, se abrió una puerta y apareció un hombre vestido de blanco, me nombraba en alta voz:

–Gabriel Corral Del Valle. Aquí, pasa, por favor, siéntate. ¿Cómo estás?

–Bien, gracias.

–En unos minutos estoy contigo…

Me senté frente a él en su escritorio, tomándome las manos por debajo del buró, sin que me viera. Estaba más serio que una tusa de maíz, tenso hasta más no poder, no sabía con quién estaba tratando, el médico que tenía frente a mí no se había presentado, ni tenía su nombre escrito en la chaqueta. Asumía que era el doctor Ponce, pero…

Hice rápidamente una retrospectiva de su fisonomía, según la explicación de Lucía, pero tenía tanto nervio que no atinaba, no quería mirarlo fijamente, sentía vergüenza de lo que se estaba cocinando…

Terminó de leer unos documentos.

–Bueno, ya estoy listo –me dijo seriamente–. Fíjate, el encefalograma revela un foco de actividad cortical en el parietal izquierdo. Esto, realmente, no es grave, pero sí tienes que atenderte.

Comencé a sentirme más contraído que antes y aún más serio, no entendía lo que me decía. ¿Se habría equivocado de paciente? Quizá todos mis movimientos el día de la prueba surtieron efecto. ¿Sabría quién soy yo? ¿Tendría un expediente que no es el mío? "Le preguntaré su nombre", pensé.

–¿Qué te ocurre? Te noto muy callado. Te repito que no es nada grave.

El doctor parecía haberse percatado de que mi semblante estaba fuera del mundo.

–Bueno, te voy a dar unas pastillas que tengo aquí de muestras, y te vas a tomar dos al día, mientras haces cita con el doctor Gómez, en Cienfuegos, tu pueblo, pues él continuará atendiéndote allá. Tú necesitas tratamiento periódico.

También expedí este certificado para tu baja de la brigada, debes presentarlo en la municipalidad, tan pronto salgas de aquí. Por último, toma estos dos sobres, guárdalos bien y entrégaselos al destinatario cuando llegues a tu pueblo. Es todo, puedes irte. Cuídate, buena suerte. Adiós.

Salí de la consulta disparado como un cohete, busqué un servicio para encerrarme a leer los sobres y el certificado, pero de nada valieron. El certificado decía confidencial y estaba sellado, los otros dos sobres iban uno dirigido al doctor Gómez y otro a Berta. ¡Oh, Dios, qué tranquilidad!

Él sabía quién yo era, el sobre de Berta me llenó de júbilo, me serenó casi de inmediato.

Pero, ¿por qué esas pastillas? Definitivamente, la máquina no hizo la lectura correcta, yo no tenía que tomar nada para disminuir los ataques de epilepsia. ¿Cuál epilepsia? No las iba a tomar, ¿por qué tomar una medicina que no necesitaba?

Salí y fui al encuentro del grupo, aún faltaba un brigadista por unirse a nosotros, le enseñé la carta del médico al chofer, y le pedí me llevara a las oficinas de la municipalidad.

–Sí, tan pronto como estemos todos listos –contestó.

Mientras esperábamos, le compré unas frutas a un vendedor ambulante y las guardé en la mochila, para mi viaje de regreso a casa.

Llegamos a la oficina central y me condujeron con el director, que con actitud de desconfianza le comentó a su secretaria, mientras abría el sobre:

–Otro desertor justificado, una manzanita por fuera y podrido por dentro.

Me hice el desentendido, mejor ni hablar…

Comenzó a leer el reporte del médico y, a modo de mandato, me dijo que podría continuar alfabetizando en mi pueblo, porque el certificado sólo mencionaba que tenía que tener acceso rápido a un hospital, en caso de crisis.

–No podrás estar en las montañas, ni en los campos, pero sí puedes trabajar en la ciudad. Así que te prepararé tu reubicación y mañana, antes de irte para Cienfuegos, pasas por aquí a recoger estos papeles y los presentas allá. Ahora puedes irte.

"¡Qué barbaridad! Otro día más aquí. ¡Esto se estira como el elástico!", pensé.

Pero enseguida cambié mi actitud a positivo, lo importante era que iba a estar pronto con mi familia, las podría ayudar, ahora que lo necesitaban más que nunca, con la partida de Lourdes.

Estando en mi pueblo, todo sería diferente, teníamos muchos amigos y conocidos. Ir a un lugar para alfabetizar diariamente, a modo de trabajo, no me menoscababa, por el contrario, de todas formas, los cursos escolares estarían cerrados por muchos meses más, y la tarea de ayudar tenía un sentido humano grande y reconfortante. Lo haría allá, en mi pueblo, cerca de mi familia, dormiría todos los días en mi casa, en mi cama, comería lo que me gustaba, estaría con mis cosas y en mi ambiente.

Regresamos al albergue que pensé no volvería a ver más, fui directo a mi litera, me tiré en la cama vestido y dejé mi mochila en el suelo. Meditaba y rogaba a Dios que no dilatara más esta situación, que el día siguiente fuera el último día de angustias.

Bernardo, el ajedrecista, me llamó para jugar un partido, me pareció excelente forma de pasar el tiempo y nos incorporamos en la batalla del rey, caballo, reina, peón y torre, moviéndolos inteligentemente en sus escaques.

Su brigadista protegida se acercó para observarnos jugar, hoy parecía más dispuesta, e interesada en aprender.

La tarde transcurrió en un ir y devenir de piezas, la mente transportada a un campo de batallas…

Decidimos hacer un descanso, ya que había que estirar el cuerpo y hacer una pausa para refrescarse, porque llevábamos varias horas sentados, concentrados en el tablero. Entonces les ofrecí las frutas que traía en la mochila. Teníamos nísperos, naranjas y guayabas, todas deliciosas, dulces y jugosas.

Al incorporarme, me encontré a la chica leyendo una carta, reconocí inmediatamente el sobre rasgado, era la carta de Berta, que, al sacar las frutas, se me había caído de la mochila.

–¿Qué haces? –le pregunté, algo inquieto.

–Nada, vi el sobre con mi nombre y pensé que era para mí, como dice: "Para Berta", yo soy Berta Ramírez –me respondió.

–No, no es para ti. ¿De dónde lo tomaste?

–Estaba en el suelo.

–Entrégamelo, por favor, es un encargo que tengo para alguien que va a pasar por aquí a recogerlo, ahora tendré que buscar un sobre para sustituirlo por el abierto. ¿Tú tienes algún sobre limpio?

–Creo que sí, disculpa, ¡qué pena!, no fue mi intención.

–Está bien, una confusión es una confusión.

Por suerte, ella tenía un sobre similar, que podía utilizar, ya que posiblemente en el mercado no hubiera sobres. Lo guardé en la mochila para, tan pronto termináramos con el partido, colocar la carta en el nuevo sobre.

Como el sobre estaba abierto, podría leer lo que decía. Eso no era correcto, yo no estaba educado para meter mis narices en algo que no fuera mío, pero pensé que el doctor mencionaría algo de las pastillas que me había recetado, tenía una espinita atravesada en la garganta sobre el foco de actividad cortical, un nombre muy largo, que sonaba feo, para un actor

amateur como yo.

Terminó la merienda y nos dispusimos a continuar con nuestra contienda.

Bernardo volvió a darme jaque mate, ¡qué bárbaro!, era un genio, ¡qué destreza en sus jugadas!, no pude tomar revancha.

–Bueno, será para la próxima –me dijo con sonrisa de vencedor.

–No te preocupes, he conocido tus mañas y me las aprendí, ya llegará el día en que estemos empatados. Ciao, ciao, hasta mañana, que descanses.

Fui derechito al baño, me senté en el retrete a husmear la carta para Berta, decía: "Querida mía:

Te escribo sólo unas líneas para decirte que todo está bien, espero estés complacida, ese es mi deseo. Gabriel es todo un hombre. Pronto estaré por Cienfuegos, espero verte. Siempre tuyo.

Ponce."

Eran unas líneas tranquilizadoras y muy cariñosas, sonaban como si ellos fueran más que amigos. Juzgué esa carta como inapropiada para una señorita. Quizá sentía celos.

No recordaba la cara de Ponce, no creía haberlo conocido antes. Entonces, ¿cuándo había sido esa relación? No le conocía a ninguna de ellas un amor, y me hubiera gustado tanto que hubieran tenido no-uno, sino muchos amores, que hubieran sido más felices, tal vez, casadas, amadas, que hubieran tenido más familia, pero eran sus vidas y sus decisiones…

Traté de copiar el nombre de Berta en el sobre, lo más parecido que pude. Lo cerré y lo volví a guardar.

Al día siguiente, pasaron a buscarme muy temprano para ir a la municipalidad. Desde allí iríamos a Cienfuegos, me despedí, por supuesto, de Bernardo y Bertica, que ya estaban despiertos, dejé saludos para otros dormilones y me fui lleno de fe y esperanza.

Recogí los documentos en un dos por tres, bajé las escaleras rápidamente, se me olvidó enseguida que estaba enfermo y fui saltando dos y tres escalones a la vez. Nos marchamos hacia el oeste, en dirección a la Perla del Sur, Cienfuegos, mi pueblo natal.

Mi familia no sabía nada de mi regreso, no quise avisarles, les daría una gran sorpresa, tal como la que me dieron ellas a mí.

A la entrada del pueblo se volvió a romper el jeep, que ya se había descompuesto antes en Trinidad, ésta vez no se pudo solucionar el problema del carburador, estaba muerto, no arrancaba ahora ni para atrás ni para adelante.

Había que comunicarlo a la base (las oficinas) pero no teníamos teléfono por todo aquello a la redonda, el tiempo pasaba… El chofer hizo la sugerencia de que como yo conocía el pueblo, siguiera adelante hasta la municipalidad, para reportar lo sucedido, y ellos se quedarían allí, esperando por ayuda.

–Muy bien, muy bien. Hasta pronto, ciao, ciao –contesté rápidamente sin titubear.

Me pareció excelente idea, salí trotando y tomé atajos para desaparecer por arte de magia, por si se arrepentían de su decisión. ¡Conmigo no se empatarían más nunca!

Sabía de una ruta de ómnibus que pasaba no muy cerca del lugar, pero tenía la noción de alcanzarla para que me llevara al centro; allí le daría el mensaje a tres o cuatro personas en la municipalidad, para asegurarme que hicieran algo, y me iría para mi casa, en paz, sin pestañar.

Cuando llegué estaban preparando la cena.

–Qué alegría poner otro plato en la mesa –dijo Lucía–, ¡estos frijoles me sabrán hoy a gloria!

Expliqué con detalles todo lo sucedido en el hospital, les mostré las pastillas y sobres. Berta se retiró privadamente a leer su misiva. Después de unos minutos se incorporó, susurrándole algo a Lucía y ambas comenzaron a reírse, sin poder contenerse.

–¿Qué ocurre? ¿Cuál es el chiste? Díganmelo a mí, para reírme también.

Resulta que, como buena enfermera, Berta sabía que las pastillas no eran droga, sino vitamina C, y el tal doctor Gómez era un colega, del cual Ponce siempre había estado celoso y que se había marchado para los Estados Unidos, al principio de la revolución. Su sobre sólo contenía una hoja en blanco.

–Pero, ¿qué clase de juego es este? Yo pensé que ese médico era más serio, ustedes parecen colegiales más alocadas que yo, en vez de personas mayores; yo estuve atormentado pensando en ese foco en el cerebro, y me hacen esta broma pesada, como si yo fuera a descubrir al doctor, esto es desconfianza.

Se me subió lo de gallego a la cabeza, y me sublevé al pensar que me estuvieran subestimando,

¿cómo podrían pensar que yo haría un comentario comprometedor? Si era yo el beneficiado.

–Cálmate, mi hijo, ya todo pasó. Ponce es muy serio y conservador ahora, pero en su juventud gustaba hacer esa clase de bromas con mucha frecuencia; algo bueno le estará pasando para que él actúe de esa manera, su ánimo sube y su válvula de escape es la jocosidad.

Convencidas estamos de que él nunca dudó de tu integridad, él sabía que tú no cometerías una indiscreción o un error, en esto, que es tan serio, él sabía por nosotras la clase de joven que tú eres. Así que baja esos ánimos y vamos a cenar en paz, dándole las gracias a Dios por tu

regreso.

Capítulo 17

LA REUBICACIÓN

Al día siguiente me presenté en el municipio para la reubicación. Cuando pasaron tres días, me habían asignado un aula con 20 alumnos, en la que debía enseñar cuatro horas diarias, de lunes a sábado.

Me sentía mucho mejor, era como del día a la noche; los jefes tenían mejor nivel educativo, estaban mejor preparados, era un ambiente profesional, que hacía más positivo el rendimiento del trabajo.

Como era más placentero el trabajo, muchas veces dediqué más tiempo del requerido, para ayudar a los más lentos en el aprendizaje.

Desde el punto de vista personal, no perdería mi certificado de brigadista, el cual me ayudaría a terminar el bachillerato y posteriormente la universidad. Allí estaría hasta culminar la campaña de alfabetización.

La comunicación con mis amigos en la Sierra se mantenía firme, a través de las familias del barrio, o directamente entre nosotros, a través de cartas, y, alguna vez, por teléfono.

A veces las noticias llegaban tarde y casi siempre completamente distorsionadas, lo que se escribía en las cartas no siempre era lo que sucedía, por el temor de que éstas fueran interceptadas.

Los últimos acontecimientos eran que Zoila estaba embarazada y, tal como sospechábamos en un principio, quería achacarle la criatura a Joseíto.

Sonia no pudo remplazarme en la casa de Leonardo (lo cual me tranquilizó), pues, para suerte de ella y desgracia de Leonardo, se descubrió la actividad contrarrevolucionaria que éste hacía con sus cuñados.

Resultaba que quienes estaban alzados en la Sierra eran los hermanos de su mujer, y toda la familia estaba involucrada. En esa casa todo el mundo fue para la cárcel, hasta las vacas fueron decomisadas.

A Carlos y Roberto los sorprendieron en sus relaciones amorosas, en una de las visitas, por lo que se habían hecho públicas, y les habían hecho un meeting de repudio, en presencia de todos los brigadista del campamento. Asimismo, los denunciaron, por lo que habían sido expulsados deshonrosamente; enseguida se olvidaron del buen trabajo de Carlos como asistente y de todo su sacrificio por la campaña, les importó más donde él metía su pene.

Ambos fueron castigados con trabajos forzados en un centro de rehabilitación.

Raúl me contaba que Sonia había creado un comité de vigilancia, para denunciar a todo aquel que traficara con comida o ropa de contrabando. Era un organismo que delataba a la gente involucrada en estas actividades ante la municipalidad, hablando en cubano: echándolo pa’lante.

Até cabos y comprobé por otras cartas que había recibido de ella, que su perorata sobre la revolución era cierta, ella sentía lo que decía, era sincera consigo misma y con los demás.

Simpatizaba con la revolución.

Esa era su elección, y no me correspondía a mí abrirle los ojos, ni convencerla de algo distinto, no podía hacerlo, pero sí podía alejarme de ella. En adelante, tardaría más en contestar las cartas y sería menos romántico, para que notara un enfriamiento en mí, por la distancia y por el tiempo, que iría pasando.

Capítulo 18

LA DESPEDIDA DE LOURDES

Después de una larga espera, unida a una tormenta de verano, le llegó a Lourdes, su esposo e hija la salida definitiva del país, tan ansiosamente deseadas por ellos.

Recordaba que Nicolás había sido batistiano, es decir, partidario de la dictadura anterior, por lo que varias veces fue molestado por el G-2, que, no obstante, nunca había podido demostrar algo en su contra.

Estar en la mirilla del G-2 no dejaba de tener un alto riesgo, y representaba un grave peligro para él, aunque no tuviera un historial delictivo, ni se le conociera ningún acto injusto o criminal. Eran sólo sus ideas, diferentes a las del gobierno, que en cualquiera otra parte del mundo civilizado hubiera pasado inadvertidas.

Esa situación, en el momento de ebullición revolucionaria que se vivía, con el país descontrolado, tomando un rumbo equivocado y en el que la anarquía se apoderaba de los derechos civiles de la gente, pisoteando los valores y las libertades del pueblo, forzaba, directa o indirectamente, a tomar el camino del exilio a todo aquel que pudiera, como una solución,

supuestamente, temporal.

Las personas se marchaban del país seguro de que regresarían pronto, ya que los Estados Unidos no podían permitir el comunismo a 90 millas de sus costas.

Como Lourdes vivía en la misma casa, los agentes de inmigración no le hicieron inventario de sus pertenencias (a todo el que dejaba el país se le incautaban sus efectos personales: joyas, muebles, equipos eléctricos, etcétera, como condición para concederles el permiso de salida del país). A ellos les decomisaron su cuenta de banco y el auto, y luego les dieron los documentos para su salida…

Tomaron rumbo a la capital, La Habana y desde allí salieron para Madrid, ellos habían presentado solicitud para dos países distintos. En España estarían en lista de espera, ya que querían ir a Miami, Estados Unidos, refugio de los cubanos en el exilio.

¡Dejarlo todo!, familia, casa, una vida, las pertenencias, los amigos y enfrentarse a un mundo nuevo, para empezar la vida desde cero, con deudas en los bolsillos, ese es el común denominador para la mayoría de los compatriotas que salen de Cuba.

Lucía y Berta cayeron en profunda depresión, la casa se les caía encima, y yo temía por su salud, ya que notaba un deterioro galopante. Para agudizar ese estado de ánimo, a Lucía le intervinieron su pequeño taller de costura y le decomisaron las cuatro máquinas de cocer, los maniquíes, unos cuantos metros de tela, y hasta los carreteles de hilo y los paquetes de aguja.

Sin previo aviso, se presentaron en la casa tres hombres, con la orden de intervención, dijeron algo así como: "Manos arriba. ¡No toquen nada! ¡Esto está intervenido!"

Increíble actitud del ignorante desdichado, esas personas, según me contaron, se portaron de lo peor. Yo no estaba en la casa y cuando llegué del instituto me encontré con ese panorama, lo menos que le dijeron es que la revolución había acabado con la explotación del hombre por el hombre, refiriéndose a que ella tenía dos costureras ayudándola. ¿Qué tal? ¿Cómo lo ve? ¿Qué se podría hacer? Nada.

No se pudo hacer nada, no podías protestar, no había abogado que te defendiera, era parte del robo autorizado, era la nacionalización que continuaba a su escala más pequeña…

Tomaban lo que no les pertenecía, lo almacenaban en algún lugar, pues no sabían qué hacer con eso, lo vendían o regalaban a un compañero o simplemente lo tiraban en el rincón de cualquier sitio, hasta que el tiempo lo destruía. El asunto era que había que expropiar, para ayudar a crear la ilusa igualdad entre los hombres.

¡Cuántas casas fueron intervenidas!, modificaron sus fachadas, estructuras, destruyeron sus salones, con obras de arte, adornos, lámparas, por ignorancia, por envidia, por sentimientos vanos, por seguir la corriente.

Capítulo 19

LA DEPRESIÓN

Los días pasaban lentamente… y ellas no mejoraban anímicamente, se pasaban mucho tiempo en la cama, haciendo largas siestas, les faltaba el apetito; y yo, con exámenes finales en el instituto.

Estaba culminando el bachillerato, mientras veía a mis seres queridos consumirse por la depresión.

Joseíto recibió cartas de Roberto, en las que le contaba que ya habían salido de la rehabilitación, que estaban destruidos físicamente, delgados y anémicos, como si hubieran salido de un campo de concentración, deseaban vernos y nos invitaban a ir a sus casas en vacaciones. Ahora ellos tenían más espacio, pues parte de su familia se había marchado del país en bote.

Me pareció buena idea cargar con mis viejecitas para Isabela de Sagua, al mar del norte, hacer como una excursión, podríamos alquilar un hotel para que estuvieran más cómodas. Como no sabía qué hacer, se me ocurrió esa idea para ver si provocaba un cambio de actitud en ellas, para sacarlas de la monotonía.

Pero primero había que estudiar día y noche, para pasar los exámenes finales, con excelentes calificaciones, después, las convencería de hacer el viaje.

Por más de dos años, trabajaba como maestro de matemática en educación de adultos por las noches, para mantenerme y ayudar con los gastos de la casa. Fui el único estudiante del aula que estudiaba y trabajaba simultáneamente.

Varias veces fui propuesto como aspirante a las organizaciones revolucionarias juveniles; para los Jóvenes Rebeldes primero y para los Jóvenes Comunistas después. Nunca acepté tal propuesta, con la excusa verdadera de mis ideas religiosas y de que no disponía de tiempo para participar en sus continuas reuniones de chismes y vigilancia.

La Unión de Jóvenes Rebeldes duró pocos años, siendo sustituida por la Unión de Jóvenes Comunistas, tan pronto se declaró el carácter comunista de la revolución cubana.

En ese entonces, todo estudiante que tuviera ideas religiosas era mal visto, por lo que era repudiado y vigilado por esas organizaciones.

Berta se había retirado algún tiempo atrás y Lucía, desde la intervención del taller, no coció más, así que vivíamos de la pensión de su padre, lo que yo aportaba y lo poco ahorrado.

Periódicamente llegaban noticias de Lourdes, aún seguía en España, pero feliz, porque su hija había encontrado pareja y ellos se habían encaminado a medias, pues aunque trabajaban, era sin permiso legal. Habían acumulado algún dinerito, para cuando pasaran a Estados Unidos.

En esa época, un evento iluminó nuestra casa, fue mi graduación del bachillerato. Mis amigos y yo pasamos los exámenes finales brillantemente, para pesar de alguno que otro dirigente estudiantil.

Ahora, podríamos tomar las vacaciones, antes de encaminarnos a la Universidad.

Capítulo 20

EL PUEBLO DE ISABELA DE SAGUA

Convencidos de que ese viaje nos iba a hacer bien a todos, salimos para Isabela de Sagua.

Coordinamos bien cada detalle con Carlos y Roberto, y para allá fuimos un batallón de gente, integrado por Lucía, Berta, Joseíto, María, su mamá, y yo.

Ya desde ese entonces, todos los ciudadanos cubanos teníamos una libreta de abastecimiento asignada por el gobierno, a través de la cual se controlan los productos que pueden consumir: comestibles, sanitarios, ropa, etcétera. Las cantidades están bien limitadas y realmente no alcanzan. Para completar la canasta familiar, hay que acudir a la bolsa negra.

Al preparar nuestro viaje tuvimos que comprar comida en conserva de contrabando, llevamos latas de carne china, ajíes rellenos búlgaros y carne rusa (que sabía a piltrafa), pues no podíamos consumir los alimentos que tenían asignados a la familia de esos muchachos, eso sería injusto y no lo hubiéramos aceptado, por lo que fuimos con nuestro propio avituallamiento.

Atravesamos la isla de sur a norte, un tramo relativamente corto, quizás 140 kilómetros.

En la estación de ómnibus nos esperaban Roberto, Carlos y Regina, su hermana, a la que sólo conocía de oídas. Fue un recibimiento caluroso, nos ayudaron a cargar los paquetes y valijas, y continuamos caminando varias cuadras, hasta llegar a sus casas.

Ellos vivían en casas separadas, pero una al lado de la otra; ambas estaban bordeadas por una pequeña ensenada, que se comunicaban por un patio sin cerca de división. Allí, se encontraban los botes, las redes y todo lo necesario para la pesca, el patio era como un taller, un pequeño astillero de reparaciones, que se conectaba por un canal al mar abierto.

Había muchas casas en situación similar, era un barrio de pescadores, tenían, inclusive pequeñas casas flotantes sobre el mar, sostenidas por pilotes.

Nos repartimos entre las dos casas, los varones nos fuimos para la casa de Roberto, allí dormiríamos y tendríamos el equipaje. María, Lucía y Berta se quedarían en casa de Carlos.

Después de acomodarnos, comenzaron los preparativos de la cena, tenían marinado ricos manjares del mar, fresco, como hacía años no saboreaba, y otros platos deliciosos.

En la sobremesa, los jóvenes nos marchamos para estar más en privado; queríamos escuchar lo sucedido a Carlos y Roberto de sus propias voces.

Fue terrible para ellos confesarnos su relación amorosa, pero más espantosos fueron los castigos que recibieron, como si fueran delincuentes, ladrones o asesinos. Según Roberto, estaban en un campo de concentración, similar a los vistos en las películas, la única diferencia con los de Europa era que no tenían cámaras de gases.

Tuvieron castigos corporales, tales como ser enterrados en la tierra, con sólo la cabeza afuera, sin comer, día y noche, circundados de ratas, insectos y cangrejos, que les picaban la cara, imposibilitados como estaban de espantarlos.

A veces, colocaban a varios en celdas sin ventilación ni luz, y tan pequeñas, que sólo se podía estar de pie, si alguno se sentaba, los demás tenían que arrinconarse, había que turnarse para hacerlo.

Teníamos conocimiento de esas atrocidades, por comentarios de un vecino de Tino, pero ahora, dicho directamente por una persona conocida, que lo había vivido en carne propia, sonaba diferente, escalofriante, la prensa, censurada, no divulgaba esas noticias y sólo la parte del pueblo que padecía esas aberraciones las conocía.

Decidimos tener ese tipo de conversaciones cuando estuviéramos solos, en la playa turistando, y nunca en presencia de las personas mayores. Sus padres no sabían la relación amorosa de los muchachos, ni que habían estado presos por homosexuales, la versión que les habían dado era que habían tomado un curso de superación que duró mucho tiempo.

Las cartas estaban sobre la mesa, y fue propicio el momento para mí, de confesarles que sabía de su romance, pues había sido testigo en Varadero.

–La osadía de unirse corporalmente entre ustedes, con otras personas en la habitación, dormidas, pero presentes, fue algo brutal, sinceramente muy arriesgado. ¿Por qué actuaron de esa manera tan irresponsable? ¿Qué les sucedió? –Le pregunté a Roberto.

–Primeramente, déjame decirte que me dejas lívido con lo que cuentas. Siempre pensamos que todos estaban dormidos, muertos de cansancio, y como roncaban… ¿Cómo íbamos a pensar que tú estabas despierto? Pero bueno, lo que ocurrió, pues ocurrió. ¡No lo podemos borrar!

Es que teníamos un temor grande y ese temor se hizo realidad. Fue el de estar separados, la angustia de no vernos por la separación, pues siempre hemos estado juntos, desde muy jovencitos, desde la pubertad. Nosotros nos amamos infinitamente, y la sola idea que nos distanciaran tantos meses, nos hizo reaccionar de esa forma inapropiada…

Pero, fíjate Gabriel como son las cosas de la vida, salimos ilesos de Varadero, pero no de la Sierra. Todo gracias a la encarnación que tenía conmigo Ricardo, un importante teniente, dirigente en la municipalidad, que, desde que me vio, no me quitó los ojos de encima. Fue aquel que no permitió que me quedara en el mismo campamento de Carlos, por estúpidas excusas, que sólo él entendía.

Él flirteó conmigo desde que llegué, enseguida me percaté de sus sutiles insinuaciones y miradas, que uno, como es entendido, capta rápidamente. Aunque le mostré de inmediato mi desinterés, él, abusando de su jerarquía y poder, me buscaba por razones frívolas, hasta que un día en que me encontraba sólo, se me lanzó encima para toquetearme, pidiéndome que estuviera con él.

Aquello fue una indignación para mí, lo empujé, le quité las manos de mi bragueta y le di dos puñetazos, que le partí el hocico, aún así, me abrazó y no me soltaba. Realmente él era más fuerte que yo, pero comprendí que no quería pegarme, sé enamoró de mí, como un caballo, pero yo sólo tengo ojos para mi primo, y ninguna otra persona me llama la atención.

Entonces, en el segundo permiso que me dieron para visitar a Carlos, parece que ya me había mandado a vigilar, y en el momento preciso nos sorprendieron con las manos en la masa. A nosotros nos atraparon in fraganti por la sucia revancha de Ricardo, que me mandó a seguir.

Gabriel, déjame darte las gracias por tu discreción, por no delatarnos en Varadero. Pero en ese tiempo no éramos amigos, ¿por qué lo hiciste?

–Muy sencillo, porque era algo que no tenía que ver conmigo. La primera noche me preocupé mucho, fue un shock, hasta llegué a pensar que Carlos era sonámbulo, y que tú dormías y no sabías lo que te estaban haciendo. Pero, después, cuando vi la conjura del trato, no les hice más caso…

Y nos echamos a reír todos, haciendo un gran choteo de la situación.

Regina, la hermana de Carlos, lo sabía todo con puntos y comas, ellos tenían una excelente comunicación como hermanos, aunque físicamente no se parecían, interna y genéticamente era como gemelos. La chica era lista e inteligente, gustaba de la lectura, por lo que siempre tenía un libro bajo el brazo. Hicimos buenas migas, nos entendíamos y compartíamos criterios similares, sentí que íbamos a ser más que amigos…

Próximo al pueblo se encontraba el balneario de Elguea, que tenía un modesto hospedaje y un pequeño restaurante, muy económico, y decidimos llegarnos a verlo. Fue un viaje corto, fuimos todos, menos los padres de Roberto y Carlos, que ya lo conocían y les molestaba el olor a ácido sulfhídrico de las aguas del lugar.

En el trayecto, Regina y yo nos sentamos juntos y platicamos mucho, el sudor de nuestros cuerpos se mezclaban con el aire caliente, exhalando unos olores sensuales, que me excitaron inevitablemente.

Regina se percató del movimiento en mi portañuela, y algo sonrojada, me miró fijamente a los ojos, como tratando de averiguar si había algo más que deseo en esas vibraciones.

Esa visita cambió mucho a mi familia, a ellas les encantó la tranquilidad y sobre todo los efectos terapéuticos de sus aguas térmicas para el cuerpo, decían que las ayudaría con la artritis y el reuma.

Nos quedamos dos días, con el convencimiento de que regresaríamos pronto, por un período más largo.

Los días en Isabela fueron inolvidables, sus playas cercanas parecían vírgenes, con aguas limpias y transparentes, el olor a mar, tan cerca a uno, alimentó nuestro espíritu y calmó los nervios de mi familia.

A un costado de la casa se encontraban atracados dos pequeños botes, que a veces salían por la costa, las pequeñas ondulaciones hacían que tropezaran y golpearan el muelle que colindaba con las paredes de la casa, era algo diferente. La suave brisa, perfumada ligeramente con alga marina, era como un aromaterapia, que, además de aumentar mi apetito, despertaba sensaciones deliciosas y sensuales.

Por momentos hubiera deseado cambiarme para la casa de Carlos, donde dormía Regina, y estar sólo con ella, los dos desnudos, disfrutando de nuestros cuerpos, amándonos… ¡Pura fantasía!, esa chica no era fácil de convencer. ¡Tenía principios firmes como una roca!

En total pasamos 16 días, casi salvajes, por lo natural del ambiente. Vestíamos con ropa ligera y siempre listos para la playa, para echarnos en la arena, despreocupados de todo.

Las mujeres, como herencia patriarcal, se encargaron de la casa, la preparación de la comida, pero sin apuros, a su paso, todo muy relajante, sobre todo para nosotros los jóvenes.

Capítulo 21

LOS AUSENTES INESPERADOS

Regresamos a Cienfuegos con más energías y sonrisas que antes, mi familia había transmutado la rutina del aislamiento, y de las siestas largas. Era un renacer para ellas, comenzaron nuevamente a visitar a sus amigas y tenían más disposición ante la vida.

Por mi parte, me había enamorado de Regina, se lo hice saber tres días antes de la partida, ella no me respondió de inmediato, pero me dijo que me escribiría, que lo pensaría…

Tomamos rumbo sur, sin estar convencidos de lo que hacíamos, hubiéramos preferido quedarnos por una semana más; yo estaba encantado de la vida, aún más porque me había declarado a Regina.

El dueño de casa nos rogó que no nos fuéramos, se sentían muy felices y realmente no invadíamos en nada su privacidad, deseábamos prolongar nuestra estadía, pues nos sentíamos como turistas en familia, había química entre todos. Pero las provisiones de alimentos que habíamos llevado se había agotando y no pudimos comprar más de contrabando, porque no

conocíamos a nadie en ese pueblo. Por otra parte, la familia se negaba rotundamente a que contribuyéramos económicamente con esos menesteres, por lo que levantamos el campamento, no sin antes invitarlos a que ellos fueran a Cienfuegos, para retribuirle la visita, nosotros volveríamos después.

Mucho aconteció en nuestra ausencia, hacía sólo cuatro días que la familia de Pepe, mi amigo del barrio, había huido del país por la base naval de Guantánamo. Les vinieron a buscar y tuvieron que marcharse, a veces la oportunidad no toca dos veces a tu puerta, pero esa fue una huida muy bien planificada.

Nosotros no sospechábamos nada de sus intenciones, ni por la mente nos cruzó que harían cosa igual, ahora sólo quedaba esperar a recibir noticias de ellos, y rogarle a Dios por su seguridad.

Otro suceso fue el fallecimiento de mi supuesta abuela Rosa, que padeció muchos años de artritis generalizada.

Echaría mucho de menos a Pepe en el barrio y en la Universidad, pues los dos teníamos la misma intención de matricular ingeniería civil, y, de acuerdo con nuestras calificaciones, estábamos en condiciones de ingresar.

Pasaron varias semanas sin noticias, hasta que al fin llegó una carta con todos los detalles, ellos se encontraban bien y seguros en Panamá, salieron como polizontes en un buque de carga con esa bandera, el cual tuvieron que tomar en marcha en plena bahía de Guantánamo. Fue una odisea.

Escribieron cinco cartas iguales, dirigidas a distintos amigos, en fechas diferentes, para asegurarse de que alguna nos llegara y pudiéramos saber de su situación. Por suerte llegaron dos cartas y por eso nos enteramos.

Capítulo 22

LA UNIVERSIDAD

Comenzó el período de matrícula en la universidad y tuvimos que ir para Santa Clara, ya que allí se encontraba la más próxima a nosotros, las otras dos estaban, una en La Habana y la otra en Santiago de Cuba.

María tenía una hermana viviendo en Santa Clara y, de no poder resolver la matrícula en un día, ella nos albergaría en su casa por los días que fuesen necesarios, fuimos: Joseíto su sobrino, Raúl y yo.

Llegamos llenos de ilusión y confiados (por nuestros expedientes académicos) en que nos matricularían en las carreras, pero rápidamente llegó el descontento, y la desilusión nos invadió, pues estaban ocupadas todas las carreras que teníamos seleccionadas como primera opción, por nuestra vocación e interés. ¡Vaya, ni uno de nosotros pudo matricular en lo que le gustaba, qué mala suerte!

Pasados dos días, Raúl y yo pudimos resolver que nos admitieran a él en Veterinaria y a mí en Bioquímica, quedaba Joseíto pendiente, quien estaba muy nervioso por la espera, pero al día siguiente logró matricular en Licenciatura en Lengua Alemana.

Teníamos la alternativa de solicitar beca por no residir en esa ciudad, a través de la cual se nos facilitaría dormitorio y comida. Eso sonaba bonito, y a algunos les pudiera resultar perfecto.

Para nosotros tres, que ya teníamos la experiencia de lo que eran los dormitorios y los comedores como los de Varadero, preferimos buscar otras alternativas, aunque fueran más difíciles y complicadas, serían menos dependientes de las obligaciones que te impondrían por ser becado.

Entre los alumnos de cursos más avanzados nos enteramos de que había casas de huéspedes para los estudiantes, eran casas particulares, que aún no habían sido nacionalizadas, y que alquilaban cuartos. Incluían la comida y el desayuno, por lo que tenías que transferirles la libreta de abastecimientos para que ellos la administraran por ti.

Pedí traslado de trabajo en la intendencia de educación, y pasé al principio a trabajar como maestro sustituto. Después de unos pocos meses, obtuve la plaza fija, y con ese salario pagaba la casa de huéspedes, que me cobraba $ 70.00 al mes por cuarto y comida, por lo que me quedaba muy poco para otros gastos del mes.

Mi dormitorio estaba en la esquina de un salón en la planta alta. Ramona, la dueña, había seccionado toda el área, aprovechando hasta el más mínimo espacio, para crear cuartos sin baño, que le alquilaba a hombres solamente.

El mío tenía dos paredes firmes, propias de la casa, pero las otras dos eran sábanas, colgadas de unos tubos de cañería, como si fueran cortinas, por lo que cualquier persona podía entrar, con sólo levantar la tela. Aún así, en esas condiciones, prefería este lugar a los dormitorios escolares.

"Es el principio, con el tiempo, conoceré mejor la ciudad y me cambiaré para una casa más cómoda", pensaba.

Teníamos una cocinera jamaiquina, negra, gorda, simpática y muy complaciente, que, con lo poco que le daban por nuestras libretas de abastecimiento en el mercado, inventaba sabrosas comidas y nos tenía a todos contentos. Esa mujer dedicada y leal a Ramona, sufría, cuando sus posibilidades culinarias se limitaban por la carencia de algo que necesitaba para la preparación de sus platos, ella adoraba inventar y hacer milagros en la cocina, con lo poco que tenía.

Joseíto se quedó a vivir con su tía, y se ganaba su dinero dando clases de idioma, para ayudarla económicamente, en tanto, Raúl había encontrado una casa de huéspedes mucho mejor que la mía, a poca distancia. Él hacía trabajos con el ganado, como auxiliar de veterinario, en las afueras de Santa Clara.

Capítulo 23

LOS VIAJES DE RUTINA

Los primeros meses fueron de ajuste, nosotros no permitíamos que nuestras familias nos ayudaran, aún necesitándolo. En mi caso, mientras viví en casa de Ramona, nunca le mostré a Berta ni a Lucía mi cuarto, con el pretexto de que no se permitían visitas en las habitaciones, por ser un piso sólo para hombres, los que casi siempre estábamos ligeros de ropa.

Nos visitábamos dos veces al mes, ellas iban a verme a principio de mes, mientras que yo viajaba a Cienfuegos sobre el día 15, siempre que me fuera posible.

En cada encuentro había acontecimientos nuevos e inesperados que contar: Alguien que fallecía, alguien que se había ido del país, nuevos noviazgos, noticias del extranjero, los cuernos, los divorcios, etcétera.

Me enteré de que en Trinidad, mi abuelo materno había pasado a mejor vida y un tío había tenido un serio accidente.

Violeta, Alberto y mi hermana Agustina, presentaron sus papeles para salir del país por México, pues un hermano de éste vivía allá y lo había reclamado, como era de esperar, en ese grupo familiar no entraba yo.

En cada visita mensual a Cienfuegos encontraba más deterioro, y más caras extrañas, eran menos las personas conocidas o familiares que quedaban. ¡Ya era un desconocido en mi vecindad!

El círculo se iba cerrando, el aislamiento moral se agigantaba, llegaban nuevos inquilinos a ocupar las casas dejadas por sus dueños al irse del país, la mayoría eran personas que venían de lugares apartados de la provincia de Oriente, con costumbres un poco diferentes a los del centro.

El barrio ya no era el mismo y progresivamente se menoscababa.

Lucía y Berta mantenían su postura de no abandonar Cuba, a pesar de mi insistencia, ellas me pedían cordura, que no me buscara problemas en la universidad, para que pudiera terminar la carrera.

Ese era mi único entusiasmo, mis estudios, y ya estaba a punto de culminar el primer año.

Finalmente, Lourdes y familia habían logrado entrar a los Estados Unidos, después de unos años de espera, pero ahora la familia había aumentado, pues Lourdita se había casado y estaba embarazada.

Otra gran alegría fue que Pepe y su familia también entraron a los Estados Unidos, habían llegado a Miami hacía tres meses, y recién nos enterábamos por una carta que acababa de llegar.

Tomé las direcciones para escribirles a ambas familias, pero, como siempre, pondría otro remitente, era necesario que ellos se contactaran.

Capítulo 24

LA NAVIDAD PROHIBIDA

Se aproximaba diciembre, mes en el que tradicionalmente la familia se reunía para celebrar la navidad, hacíamos una gran cena de Noche Buena con los amigos y algunos vecinos, pero hacía algún tiempo esa costumbre había sido prohibida por el gobierno marxista-leninista. Era un acto ilegal.

Todo evento que tuviera un matiz religioso fue eliminado del calendario, por lo que ese año decidimos irnos para Isabela de Sagua, con la familia Duarte. Allí, por estar las casas más separadas las unas de las otras, era más fácil reunirse y hacer la pequeña celebración, sin el temor de ser descubiertos.

Mi relación con Regina se encontraba en pleno apogeo, ella finalizaba el bachillerato y pensaba ir para Santa Clara conmigo, para continuar sus estudios de Sicología. Ese era nuestro plan, por lo que, antes de ponerlo en práctica, unas vacaciones en su casa serían geniales. Podrían durar hasta después del día de Reyes, pues las fiestas del triunfo de la revolución eran el 1 y el 2 de enero, que caían entre semana, por lo que se podía extender un puente festivo.

Al comité de defensa de la revolución (CDR) de la cuadra, hubo que informarle que saldríamos de Cienfuegos por 15 días, más o menos, pues un pariente en Caibarién estaba enfermo.

Hubo que cambiar el nombre del pueblo e inventar un pariente, pues ya no había amigos en nuestro vecindario, ya no era las personas conocidas de toda la vida, esas ya se habían ido del país.

Como no podíamos decir que nos íbamos a celebrar la navidad, inventamos un problema familiar…

Nuestra estancia en Isabela fue fabulosa, como siempre, a la semana de estar allá Lucía y Berta se fueron para el balneario de Elguea por 10 días, y en mi camino al sur, las recogí para seguir a casa.

Capítulo 25

LOS VISITANTES INESPERADOS

A nuestra llegada nos encontramos la puerta y ventana que daba a la calle abiertas, pensamos que había entrado algún ladrón, cuando observamos que en la sala se encontraba la presidenta del CDR con otras personas desconocidas.

–¿Qué ocurre? ¿Qué hacen en mi casa? –Dijo Lucía enfurecida.

–No se preocupen, todo está bien –exclamó Esperanza, la presidenta del CDR–, no hubo que romper ningún llavín, pues mi sobrino es tan delgadito, que pudo entrar por el patio del fondo, logró pasar por los balaústres de la cocina y abrió la puerta.

La presidenta hablaba con la calma más inaudita del mundo. Así nos explicó que a la familia Roy la habían enviado desde Bayamo, para la casa que pertenecía a los González, vecinos nuestros, pero ocurría que no tenían agua, electricidad, ni gas para cocinar. Entonces el CDR decidió que mientras nosotros estuviéramos afuera, como nuestra casa estaba vacía, ellos

podían utilizarla, hasta tanto se les resolviera el problema de suministros…

–Óyeme Lucía, lo que determinó que el CDR corre unánimemente por esta emergencia, ya que la familia Roy tiene dos niños pequeños. Por ellos fue, principalmente, que se tomó esa medida de darle albergue en tu casa, que es tan grande para ustedes dos solas, por unos días solamente, hasta que solucionen abastecimiento. ¡Es que no tienen nada en esa casa!

Pensamos que ustedes no tendrían inconvenientes en prestar esa ayuda, ya hace una semana que están aquí y aún no han venido a hacer las conexiones, mañana hay que volver a la oficinas para preguntar por qué tanta demora. Los ubicamos en el departamento que era de Lourdes, para no mover nada de la parte de ustedes y así ocasionarles menos molestias…

Berta enmudeció. ¡No lo podíamos creer!, invasión a la propiedad, en forma autorizada. ¿Cómo reaccionar ante esa irrupción?

Lucía se transformó y actuó rápidamente, haciendo de tripas corazón, nos presentó a todos, y les dio la bienvenida a la casa por el tiempo que faltara.

–Para eso son los vecinos, para ayudarse los unos a los otros –recalcó y agregó–: Lo que ocurrió, Esperanza, es que nos tomaron por sorpresa. Cuando llegamos pensé en un robo, o que se sé yo, un incendio, desplome, no sé cuantas cosas pasaron por mi mente en un minuto, menos mal que nada de eso sucedió.

Pasaron tres días más para que les restablecieran todos los servicios a esas personas, en casa todo estaba en orden, no habían movido nada de su lugar y no se había extraviado nada, todo aparentemente estaba en su sitio.

Capítulo 26

EL CAMBIO DE PENSIÓN

Regresé a la universidad para incorporarme al nuevo curso, empezaba el segundo año de la carrera, con la buena noticia de que se había desocupado un cuarto en la casa de huéspedes de Raúl, por la misma renta que pagaba en el mío y con un dormitorio de verdad, con cuatro paredes sólidas, un lavamanos y su puerta firme, con llave, para mí eso sonaba asombrosamente increíble.

¡Para luego es tarde! Me dirigí de inmediato a ese lugar, a hablar con el dueño, al que conocía por mis frecuentes visitas a Raúl, me lo alquiló sin titubeos y esa misma tarde cargué con mis libros y ropa.

Lo único que echaría de menos era la comida de mi querida jamaiquina, ya me había acostumbrado a su sazón y complacencia, ella, en ese año de convivencia, se había portado muy bien conmigo.

Regina logró la matrícula y beca en Sicología, ahora estaría en la misma ciudad y nos podríamos ver con más frecuencia, dentro de su horario y el mío.Nuestro grupo crecía con las novias de Joseíto y Raúl, pensábamos que tendríamos un año fuerte en estudio, pero agradable por la compañía de las amadas, gracias a Dios.

Los meses pasaron velozmente y cada uno de nosotros estábamos más involucrados en nuestras respectivas carreras y trabajo, de pronto, se destapa una consigna revolucionaria: Estudio, trabajo y fusil, que obligaba al estudiantado a participar en trabajos voluntarios y en entrenamientos militares para la defensa del país. Se hablaba constantemente de una invasión

norteamericana, por lo que había que estar listo para la guerra. Entonces todos comenzamos a hacer ejercicios militares, guardia de madrugada y a vestir uniforme de miliciano, había que participar de todas todas, gustándote o no, deseándolo o no, estabas obligado, era el único modo de que no te señalaran y de que pudieras terminar tu carrera.

Entonces llegó la intervención de las casas de huéspedes por el INIT (Instituto Nacional Industria Turística). De entrada efectuaron algunos cambios: Eliminaron la posición de cocinero y cerraron la cocina por completo, la comida la traían hecha en cantinas individuales, casi siempre fría e incomible. Asimismo, aumentaron un poco la renta. Cambiaron la decoración

de la casa y llenaron las paredes de propaganda revolucionaria.

También crearon un escalafón, para permitir el cambio de cuarto o de casa, se podría permutar, como lo hacían los residentes de casas o departamentos.

Por Cienfuegos seguía la misma rutina de noticias, menos buenas y más desagradables, habían detenido al padre de Joseíto, acusado de contrarrevolucionario, por estar vendiendo artículos en la bolsa negra. Le dieron una pena de tres años a trabajos forzados, en una granja avícola, próxima a la ciudad de Santa Clara.

A mi familia comenzó a molestarla la organización llamada Reforma Urbana (RU), esa entidad se encargaba de la vivienda, ocupando las casas de los que se iban del país y promoviendo las permutas, o sea, cambiando familias numerosas para viviendas más grandes y familias pequeñas para viviendas más reducidas.

Un oficial de la RU se apersonó en casa, insinuando que ellas deberían permutar la casa por otra más pequeña, pues era una casa muy grande para dos mujeres solas, habiendo muchas personas necesitadas de vivienda (se había producido una migración del campo para la ciudad).

Lucía le contestó que ellas habían nacido en esa casa, y que jamás habían pensado dejarla, por trabajoso que fuera su mantenimiento.

Sentir la presión del gobierno para que abandonen su casa, aumentó su malestar, ya apenas tenían con quien desahogarse, cada vez eran menos los amigos que quedaban en el pueblo…

Al enterarme de lo ocurrido, decidí adelantar mi viaje mensual para verlas, y volvimos a tratar el tema de la salida del país.

Cada día que pasaba se hacía menos tolerante el sistema comunista, tenían menos tranquilidad.

Le habían intervenido su taller de costuras, le invadieron su casa por sorpresa, hospedando personas desconocidas, y ahora querían desalojarlas de su propiedad, y que se mudaran a otra casa o departamento más pequeño; esto se unía a las carencias y a los bombardeos ideológicos permanentes por radio y TV.

Decidieron esperar un tiempo y seguir pensando qué hacer, busqué la gaceta oficial, donde se registraba la Ley de la Reforma Urbana, para saber si tenían derecho a quitarles su propiedad y cambiarlas para otra.

El papel aguanta lo que le escriben, legalmente no existía ese derecho, pero nosotros vivíamos en un país sin derecho civil.

Capítulo 27

EL DESPOJO FINAL

Para ver éste y los siguientes capítulos seleccione la opción "Descargar" del menú superior

Copyright: All reserved, Txu 1-071-567

DEDICATORIA

AL PUEBLO DE GANDER

Pudiera ser que algunas personas no conozcan a Gander. Para mi tiene muchos significados, pero, siendo general, se puede decir que es un pequeño pueblo en la Isla de Newfoundland, conocida por los hispanos como Terranova, que está localizada al NE de Canadá, y es, en efecto, la provincia más oriental del país.

Su hospitalaria población vive principalmente de su importante aeropuerto, que por su estratégica posición geográfica fue un punto clave para los aliados, durante la Segunda Guerra Mundial, y hoy es Centro de Control del Tráfico Aéreo del Atlántico Norte.

Muchas líneas aéreas hacen escala técnica para reabastecerse en sus convenientes instalaciones, y en los tiempos de la guerra fría fue un hogar que acogió y dio abrigo a muchos hombres y mujeres, perseguidos políticos, aterrorizados, provenientes de grandes ciudades del Este de Europa y Cuba principalmente, que aprovechaban la escala, para escapar y solicitar asilo.

Otras acepciones de la palabra Gander: Ganso, oca, ánsar. Para mí, además: Libertad y esperanza.

 

Ernesto Mesa

Profesor de Geografía Maritima

Partes: 1, 2
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente