Servicio invisible de represión y exterminio (El otoño del patriarca de Gabriel García Marquéz)
Enviado por Rafael Bolivar Grimaldos
- Tuvo la valentía de decirme que yo no era un militar
- Lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto
- Quedé a merced de aquel bárbaro vestido de príncipe
- Primer abono del acuerdo
- Las primeras seis cabezas cortadas
- Un negocio de hombres, general
- Acabaremos cuando ellos se acaben
- Lord Kóchel entra donde yo entro
- Qué sucede en esta casa de cementerio
- Apenas si gobernaba
- Su poder
- Nadie volvió a morirse en las telenovelas
- Todo el mundo era feliz en los libretos
- Alguien se anticipaba en sus tareas rutinarias
- Sus movimientos en las tinieblas de la noche
- La noche histórica del 12 de agosto
- Fuente
Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 – ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.
Tuvo la valentía de decirme que yo no era un militar
cuando tuvo la valentía de decirme que yo no era un militar sino por conveniencia,
porque los militares son todo lo contrario de usted, general, son hombres de ambiciones inmediatas y fáciles,
les interesa el mando más que el poder y no están al servicio de algo sino de alguien,
y por eso es tan fácil utilizarlos, dijo, sobre todo a los unos contra los otros,
y no se me ocurrió nada más que sonreír persuadido de que no habría podido ocultar mi pensamiento ante aquel hombre deslumbrante
Lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto
a quien dio más poder del que nadie tuvo bajo su régimen después de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar a quien Dios tenga en su santa diestra,
lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado,
un servicio invisible de represión y exterminio que no sólo carecía de una identidad oficial sino que inclusive era difícil creer en su existencia real,
pues nadie respondía de sus actos, ni tenía un nombre, ni un sitio en el mundo,
y sin embargo era una verdad pavorosa que se había impuesto por el terror sobre los otros órganos de represión del estado
desde mucho antes de que su origen y su naturaleza inasible fueran establecidos a ciencia cierta por el mando supremo,
Quedé a merced de aquel bárbaro vestido de príncipe
ni usted mismo previó el alcance de aquella máquina de horror mi general,
ni yo mismo pude sospechar que en el instante en que aceptó el acuerdo quedé a merced del encanto irresistible y el ansia tentacular de aquel bárbaro vestido de príncipe
Primer abono del acuerdo
que me mandó a la casa presidencial un costal de fique que parecía lleno de cocos y él ordenó que lo pongan por ahí donde no estorbe en un armario de papeles de archivo empotrado en el muro,
lo olvidó, y al cabo de tres días era imposible vivir por el tufo de mortecina que atravesaba las paredes y empañaba de un vapor pestilente la luna de los espejos,
buscábamos el hedor en la cocina y lo encontrábamos en los establos,
lo espantaban con sahumerios de las oficinas y les salía al encuentro en la sala de audiencias,
saturó con sus efluvios de rosal de podredumbre los resquicios más recónditos
a donde no llegaron ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la peste,
y estaba en cambio donde menos lo habíamos buscado en el costal que parecía de cocos que José Ignacio Sáenz de la Barra había mandado como primer abono del acuerdo,
Las primeras seis cabezas cortadas
seis cabezas cortadas con el certificado de defunción respectivo,
la cabeza del patricio ciego de la edad de piedra don Nepomuceno Estrada, 94 años,
último veterano de la guerra grande y fundador del partido radical,
muerto según certificado adjunto el 14 de mayo a consecuencia de un colapso senil,
la cabeza del doctor Nepomuceno Estrada de la Fuente, hijo del anterior, 57 años, médico homeópata,
muerto según certificado adjunto en la misma fecha que su padre a consecuencia de una trombosis coronaria,
la cabeza de Eliécer Castor, 21 años, estudiante de letras, muerto según certificado adjunto a consecuencia de diversas heridas de arma punzante en un pleito de cantina,
la cabeza de Lídice Santiago, 32 años, activista clandestina, muerta según certificado adjunto a consecuencia de un aborto provocado,
la cabeza de Roque Pinzón, alias Jacinto el invisible, 38 años, fabricante de globos de colores, muerto en la misma fecha que la anterior a consecuencia de una intoxicación etílica,
la cabeza de Natalicio Ruiz, secretario del movimiento clandestino 17 de octubre, 30 años, muerto según certificado adjunto a consecuencia de un tiro de pistola que se disparó en el paladar por desilusión en amores,
seis en total, y el correspondiente recibo que él firmó con la bilis revuelta por el olor y el horror pensando madre mía Bendición Alvarado este hombre es una bestia,
quién lo hubiera imaginado con sus ademanes místicos y su flor en el ojal,
Un negocio de hombres, general
le ordenó que no me mande más tasajo, Nacho, me basta con su palabra,
pero Sáenz de la Barra le replicó que aquél era un negocio de hombres, general,
si usted no tiene hígados para verle la cara a la verdad aquí tiene su oro y tan amigos como siempre,
qué vaina, por mucho menos que eso él hubiera hecho fusilar a su madre,
pero se mordió la lengua, no es para tanto, Nacho, dijo, cumpla con su deber,
así que las cabezas siguieron llegando en aquellos tenebrosos costales de fique que parecían de cocos
y él ordenaba con las tripas torcidas que se los lleven lejos de aquí mientras se hacía leer los pormenores de los certificados de defunción para firmar los recibos, de acuerdo,
había firmado por novecientas dieciocho cabezas de sus opositores más encarnizados
la noche en que soñó que se veía a sí mismo convertido en un animal de un solo dedo que iba dejando un rastro de huellas digitales en una llanura de cemento fresco,
despertaba con un relente de hiel,
sorteaba la desazón del alba sacando cuentas de cabezas en el estercolero de recuerdos agrios de las cuadras de ordeño,
tan abstraído en sus cavilaciones de viejo que confundía el zumbido de los tímpanos con el rumor de los insectos en la hierba podrida
Acabaremos cuando ellos se acaben
pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible que sean tantas y todavía no llegaban las de los verdaderos culpables,
pero Sáenz de la Barra le había hecho notar que por cada seis cabezas se producen sesenta enemigos y por cada sesenta se producen seiscientos y después seis mil y después seis millones, todo el país,
carajo, no acabaremos nunca, y Sáenz de la Barra le replicó impasible que durmiera tranquilo general, acabaremos cuando ellos se acaben, qué bárbaro.
Nunca tuvo un instante de incertidumbre,
nunca dejó un resquicio para una alternativa,
se apoyaba en la fuerza oculta del dobermann en eterno acecho que era el único testigo de las audiencias
Lord Kóchel entra donde yo entro
a pesar de que él trató de impedirlo desde la primera vez en que vio llegar a José Ignacio Sáenz de la Barra cabestreando el animal de nervios azogados
que sólo obedecía a la maestranza imperceptible del hombre más gallardo pero también el menos complaciente que habían visto mis ojos,
deje ese perro fuera, le ordenó, pero Sáenz de la Barra le contestó que no, general,
no hay un lugar del mundo donde yo pueda entrar que no entre Lord Kóchel,
de modo que entró, permanecía dormido a los pies del amo mientras sacaban cuentas de rutina de cabezas cortadas
pero se incorporaba con un palpito anhelante cuando las cuentas se volvían ásperas,
sus ojos femeninos me estorbaban para pensar,
me estremecía su aliento humano,
lo vi alzarse de pronto con el hocico humeante con un borboriteo de marmita
cuando él dio un golpe de rabia en la mesa porque encontró en el saco de cabezas la de uno de sus antiguos edecanes que además fue su compinche de dominó durante muchos años,
carajo, se acabó la vaina, pero Sáenz de la Barra lo convencía siempre,
no tanto con argumentos como con su dulce inclemencia de domador de perros cimarrones,
se reprochaba a si mismo la sumisión al único mortal que se atrevió a tratarlo como a un vasallo,
se rebelaba a solas contra su imperio,
decidía sacudirse de aquella servidumbre que iba saturando poco a poco el espacio de su autoridad,
ahora mismo se acaba esta vaina, carajo, decía, que al fin y al cabo Bendición Alvarado no me parió para recibir órdenes sino para mandar,
pero sus determinaciones nocturnas fracasaban en el instante en que Sáenz de la Barra entraba en la oficina y él sucumbía al deslumbramiento de los modales tenues:
de la gardenia natural
de la voz pura
de las sales aromáticas
de las mancuernas de esmeralda de los puños de parafina
del bastón sereno
de la hermosura seria del hombre más apetecible y más insoportable que habían visto mis ojos,
no es para tanto, Nacho, le reiteraba, cumpla con su deber,
y seguía recibiendo los costales de cabezas, firmaba los recibos sin mirarlos,
Qué sucede en esta casa de cementerio
se hundía sin asideros en las arenas movedizas de su poder preguntándose
a cada paso de cada amanecer de cada mar
qué sucede en el mundo que van a ser las once y no hay un alma en esta casa de cementerio,
quién vive, preguntaba, sólo él, dónde estoy que no me encuentro, decía,
dónde están las recuas de ordenanzas descalzos que descargaban los burros de hortalizas y los huacales de gallinas en los corredores,
dónde están los charcos de agua sucia de mis mujeres lenguaraces que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y lavaban las jaulas y sacudían alfombras en los balcones
cantando al compás de las escobas de ramas secas la canción de Susana ven Susana tu amor quiero gozar,
dónde están mis sietemesinos escuálidos que se cagaban detrás de las puertas y pintaban dromedarios de orín en las paredes de la sala de audiencias,
qué se hizo mi escándalo de funcionarios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios,
mi tráfico de putas y soldados en los retretes,
el despelote de mis perros callejeros que correteaban ladrando a los diplomáticos,
quién me ha vuelto a quitar mis paralíticos de las escaleras,
mis leprosos de los rosales,
mis aduladores impávidos de todas partes,
Apenas si gobernaba
apenas si atisbaba a sus últimos compadres del mando supremo detrás del cerco compacto de los nuevos responsables de su seguridad personal,
apenas si le daban ocasión de intervenir en los consejos de los nuevos ministros nombrados a instancias de alguien que no era él,
seis doctores de letras de levitas fúnebres y cuellos de paloma que se anticipaban a su pensamiento
y decidían los asuntos del gobierno sin consultarlos conmigo si al fin y al cabo el gobierno soy yo,
pero Sáenz de la Barra le explicaba impasible que usted no es el gobierno, general, usted es el poder,
Su poder
se aburría en las veladas de dominó hasta cuando se enfrentaba con los cuartos más diestros
pues no lograba perder una partida por mucho que intentaba las trampas más sabias contra sí mismo,
tenía que someterse a los designios de los probadores que sopeteaban su comida una hora antes de que él la comiera,
no encontraba la miel de abeja en sus escondites, carajo,
éste no es el poder que yo quería, protestó, y Sáenz de la Barra le replicó que no hay otro, general,
Nadie volvió a morirse en las telenovelas
era el único poder posible en el letargo de muerte del que había sido en otro tiempo su paraíso de mercado dominical
y en el que entonces no tenía más oficio que esperar a que fueran las cuatro para escuchar en la radiola el episodio diario de la novela de amores estériles de la emisora local,
lo escuchaba en la hamaca con el vaso de jugo de frutas intacto en la mano,
se quedaba flotando en el vacío del suspenso con los ojos húmedos de lágrimas por la ansiedad de saber si aquella niña tan joven se iba a morir
y Sáenz de la Barra averiguaba que sí general, la niña se muere, pues que no se muera, carajo, ordenó él, que siga viva hasta el final y se case y tenga hijos y se vuelva vieja como toda la gente,
y Sáenz de la Barra hacía modificar el libreto para complacerlo con la ilusión de que mandaba,
así que nadie volvió a morirse por orden suya,
Todo el mundo era feliz en los libretos
se casaban novios que no se amaban,
se resucitaban personajes enterrados en episodios anteriores
y se sacrificaba a los villanos antes de tiempo para complacer a mi general,
todo el mundo era feliz por orden suya para que la vida le pareciera menos inútil
Alguien se anticipaba en sus tareas rutinarias
cuando revisaba la casa al golpe de metal de las ocho y se encontraba con que alguien antes que él había cambiado el pienso a las vacas,
se habían apagado las luces en el cuartel de la guardia presidencial,
el personal dormía, las cocinas estaban en orden, los pisos limpios,
los mesones de los matarifes refregados con creolina sin un rastro de sangre tenían un olor de hospital,
alguien había pasado las fallebas de las ventanas y había puesto los candados en las oficinas a pesar de que era él y sólo él quien tenía el mazo de llaves,
las luces se iban apagando una por una antes de que él tocara los interruptores desde el primer vestíbulo hasta su dormitorio,
Sus movimientos en las tinieblas de la noche
caminaba en tinieblas arrastrando sus densas patas de monarca cautivo a través de los espejos oscuros
con calces de terciopelo en la única espuela para que nadie rastreara su estela de aserrín de oro,
iba viendo al pasar el mismo mar por las ventanas, el Caribe en enero,
lo contempló sin detenerse veintitrés veces y era siempre como siempre en enero como una ciénaga florida,
se asomó al aposento de Bendición Alvarado para ver que aún estaban en su puesto
la herencia de toronjil, las jaulas de pájaros muertos,
la cama de dolor en que la madre de la patria sobrellevó su vejez de podredumbre,
que pase buena noche, murmuró, como siempre, aunque nadie le contestaba desde hacía tanto tiempo muy buenas noches hijo, duerme con Dios,
La noche histórica del 12 de agosto
se dirigía a su dormitorio con la lámpara de salir corriendo cuando sintió el escalofrío de las brasas atónitas de las pupilas de Lord Kóchel en la sombra,
percibió una fragancia de hombre, la densidad de su dominio, el fulgor de su desprecio, quién vive, preguntó, aunque sabía quién era,
José Ignacio Sáenz de la Barra en traje de etiqueta que venía a recordarle que era una noche histórica, 12 de agosto, general,
la fecha inmensa en que estábamos celebrando el primer centenario de su ascenso al poder,
así que habían venido visitantes del mundo entero cautivados por el anuncio de un acontecimiento al que no era posible asistir más de una vez en el transcurso de las vidas más largas,
la patria estaba de fiesta, toda la patria menos él,
pues a pesar de la insistencia de José Ignacio Sáenz de la Barra de que viviera aquella noche memorable en medio del clamor y el fervor de su pueblo,
él pasó más temprano que nunca las tres aldabas del calabozo de dormir,
pasó los tres cerrojos, los tres pestillos, se acostó bocabajo en los ladrillos pelados
con el basto uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza
para que le sirviera de almohada como habíamos de encontrarlo carcomido por los gallinazos y plagado de animales y flores de fondo de mar,
y a través de la bruma de los filtros del duermevela percibió los cohetes remotos de la fiesta sin él,
percibió las músicas de júbilo, las campanas de gozo,
el torrente de limo de las muchedumbres que habían venido a exaltar una gloria que no era la suya,
mientras él murmuraba más absorto que triste madre mía Bendición Alvarado de mi destino, cien años ya, carajo, cien años ya, cómo se pasa el tiempo.
Fuente
El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués
Texto adecuado para facilitar su lectura.
Enviado por:
Rafael Bolívar Grimaldos