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ETAPA PROBATORIA

La etapa probatoria se iniciaba con una sentencia interlocutoria de prueba por la cual los inquisidores declaraban finalizada la anterior etapa procesal y otorgaban a las partes un plazo, regularmente de nueve días, para presentar sus pruebas. Los principales medios empleados eran la prueba testifical y la confesión. La primera, incluía los testimonios de cargo y de abono; la segunda se podía producir en cualquiera de las etapas del juicio e, inclusive, antes de su apertura. Su consecuencia inmediata era dar fin al proceso, permitiendo pasar a la etapa decisoria.

A) La prueba de testigos

La presentación de pruebas la solía iniciar el fiscal con sus testigos de cargo, a los cuales previamente se les sometía a juramento para que declarasen solamente la verdad. Su testimonio era tomado de manera reservada e individualmente. Cada testigo era interrogado sobre los asuntos que estaban contenidos en el escrito acusatorio del fiscal. Los inquisidores hacían constar expresamente la conveniencia de mantener en secreto las identidades de los declarantes para prestarles las seguridades que los pusiesen a salvo de cualquier represalia. Sólo podían asistir al interrogatorio, además de los testigos, los inquisidores, el notario, el alguacil, el receptor u otros oficiales del Santo Oficio. Los testigos concluían su declaración afirmando la veracidad de lo manifestado, después de lo cual se les preguntaba si el acusador actuaba por odio o animadversión contra el supuesto hereje. Los interrogatorios se caracterizaban por su objetividad y para su realización, entre otras consideraciones, se tenía en cuenta lo siguiente:

– Era obligatorio que los testigos fuesen examinados en presencia de los inquisidores.

– Los testigos debían realizar la ratificación de sus declaraciones. En tal acto no podían estar presentes los oficiales que habían participado en el interrogatorio sino solamente los inquisidores y otros religiosos.

– Las declaraciones debían quedar asentadas debidamente en los libros y registros del Santo Oficio.

Al respecto, las instrucciones de Torquemada señalaban que las ratificaciones se exigiesen especialmente en los procesos en que la condena al reo se basaba únicamente en declaraciones de los testigos de cargo, sin haberse obtenido la confesión del acusado. Inicialmente se volvía a citar a todos los testigos con la intención de que se reafirmasen en sus declaraciones, lo que se hacía en presencia del inquisidor y de dos personas honestas. Sólo se tomaba en cuenta a los testigos que se ratificaban en la prueba definitiva.

El proceso sufría dilaciones tanto por la ratificación de testigos -que muchas veces vivían en zonas alejadas- como por las declaraciones de los reos, quienes solían embrollar más aún el juicio. Los testigos que habían declarado falsamente contra el acusado, por alguna animadversión o interés personal, se convertían en merecedores de la misma sanción que hubiese recibido la víctima de su calumnia. En algunas oportunidades los fiscales se limitaban a presentar como prueba de sus acusaciones los testimonios extraídos de otros procesos inquisitoriales. En estos casos lo habitual era que se recogiese al menos un extracto individualizado de la declaración de cada testigo de cargo en un documento denominado "publicación". Excepcionalmente también podía suceder que en los expedientes sólo se colocasen los nombres de los testigos, la fecha de su declaración y el folio de registro inquisitorial en que estaba inscrito su testimonio.

Cuando concluía el interrogatorio de los testigos de cargo el fiscal declaraba ante los inquisidores que no presentaría más testimonios, por lo que consideraba conveniente que se hiciese publicación de los mismos. A partir de las reformas de Torquemada la publicación se refiere únicamente a las pruebas del fiscal, mientras la presentación de los descargos de la defensa se realizaba en la etapa posterior. Al producirse la publicación se agravaba la situación jurídica del sospechoso al considerarse que no colaboraba con la rápida solución del proceso. Aun así, este tenía las garantías necesarias para demostrar su inocencia si aportaba suficientes pruebas de la misma. En cambio, de demostrarse su culpabilidad, se haría merecedor de una sanción enérgica. Por ello, antes de realizarse la publicación de las pruebas, los inquisidores advertían al procesado de que aún podía confesar sus faltas con efectos atenuantes sobre la sentencia.

La publicación se verificaba, generalmente, a pedido del fiscal y previa aceptación expresa de la defensa, requisito sin el cual los inquisidores no accedían a ella. Una vez otorgada no se corría traslado inmediato de los testimonios de cargo a los defensores sino, más bien, se volvía a intentar la confesión voluntaria del acusado. Para ello se le sometía a un nuevo interrogatorio, el cual se realizaba basándose en los cargos incluidos en los testimonios reunidos en su contra. Si el procesado persistía en negar las acusaciones los inquisidores procedían formalmente a trasladar las pruebas reunidas por el fiscal a los abogados del reo para que preparasen su defensa. Cuando los testimonios eran numerosos, sólo se incluían extractos en el acta de publicación.

El acusado podía solicitar audiencia a los inquisidores durante el desarrollo del juicio cuantas veces lo considerase conveniente. La defensa debía basar su actuación en la prueba testifical reunida por el fiscal. A los procesados les resultaba difícil tachar a los testigos que los denunciaban debido a que sólo conocían el tenor de las denuncias en su contra, sin comunicárseles en ningún momento la identidad de los autores de las mismas. Esta se les ocultaba para proteger a los testigos contra las posibles represalias de los parientes y amigos del reo. A pesar de ello en numerosos procesos la defensa logró tachar los testimonios presentados contra el procesado, llegando a identificar plenamente a los autores de las acusaciones y a explicar el motivo de su animadversión. Contra la opinión común la mayor parte de las acusaciones no provenían de los enemigos personales del reo sino más bien de las personas más allegadas al mismo, sus propios compañeros de herejías, lo mismo si se trataba de judíos, protestantes, alumbrados, hechiceros, etc. Todo ello hacía muy difícil a los reos poder probar la enemistad de aquellos a los que siempre consideraron personas de su entera confianza.

La defensa, por su parte, en el plazo que los inquisidores le otorgaban para verificar la prueba -generalmente de nueve días- debía presentarles una relación de preguntas con carácter previo a la lista de testigos de abono. Dichos interrogantes debían planteárseles durante su interrogatorio. Recién después de la presentación de la lista de preguntas la defensa entregaba una relación de testigos de abono, los que debían de declarar a favor del acusado. En ella se especificaban las preguntas que debían realizarse a cada uno de estos, los cuales eran citados por los inquisidores. Presentes en la fecha indicada y previo el juramento que los obligaba a contestar con la verdad a las preguntas que se les hiciesen, eran interrogados por separado. Adicionalmente, la defensa solía presentar un escrito refutatorio de los cargos formulados al supuesto hereje.

El interrogatorio de tachas se presentaba en la forma siguiente: primero, la defensa entregaba una lista de preguntas y luego una relación de las personas a interrogar; sólo eran entrevistados los testigos cuya identidad era descubierta por el acusado. En algunos casos, la tacha de testigos se realizaba antes de la presentación de los cargos por el fiscal. De resultar acertada la relación presentada por el procesado la validez de las declaraciones en su contra podía quedar anulada o disminuida. En este último caso, si eran insuficientes las pruebas para decidir su inocencia o culpabilidad, el reo podía ser sometido a un nuevo interrogatorio. En algunas ocasiones la defensa presentaba un segundo cuestionario para los testigos de cargo o para ser respondido por una nueva relación de testigos de abono. Sus respuestas también se registraban debidamente. Este instrumento probatorio solía ser de gran eficacia, pues la cantidad y calidad de los testigos de abono que presentaba la defensa era un argumento importante a su favor. A partir de las instrucciones de Torquemada la prueba de testigos perdió parcialmente su importancia en la definición de los procesos, por cuanto dichas normas implicaron una marcada tendencia a basar las sentencias en las confesiones de los reos y a valorar más las declaraciones de los testigos de abono.

El primer acto formal de la defensa era la presentación de un escrito en el que se contestaban en forma general las acusaciones realizadas por los testigos de cargo, sin tachar a ninguno de estos. Cuando el procesado no quería defenderse o aceptaba haber cometido los hechos de los que era acusado pero rechazaba su carácter delictivo, limitaba su respuesta a esta declaración de carácter formal. Del escrito en mención se corría traslado al fiscal, al cual los inquisidores otorgaban un plazo de tres días para que realizase las observaciones pertinentes. Tras la actuación probatoria de la defensa, tanto el fiscal como los defensores podían solicitar la ampliación de pruebas. Para ello el primero solicitaba una prueba de abono de sus testigos y los segundos un plazo para llevar a cabo las tachas correspondientes.

En los procesos posteriores a las reformas de Torquemada aparecieron algunas innovaciones relacionadas con la presentación de la prueba de testigos por la defensa. Una de ellas consistía en la presentación de una segunda prueba de abonos, por medio de la cual la defensa intentaba demostrar la veracidad de sus declaraciones anteriores. Otra modalidad probatoria fue la "prueba de indirectas", por la que se intentaba demostrar, por vía testifical, la falsedad de algunas de las afirmaciones incluidas en los testimonios reunidos por el fiscal. De lograrse tal demostración, se dejaba seriamente comprometida la credibilidad del testigo. La prueba de indirectas se utilizaba antes de las tachas y abonos o simultáneamente.

El procesado tenía a su disposición otros medios de defensa para probar la falsedad de las denuncias en su contra; entre ellos, la presentación de objeciones contra los jueces, procedimiento conocido como recusación. También podía alegar varias circunstancias atenuantes como embriaguez, locura, extrema juventud, etc. La etapa probatoria se cerraba con los escritos de conclusiones del fiscal y del abogado defensor, con excepción de los casos en que los acusados confesaban. Si se producía esto último los inquisidores fijaban un plazo para dictar sentencia. Si la defensa otorgaba pruebas en descargo de las acusaciones presentadas por el fiscal, los inquisidores daban a este la posibilidad de replicar. De presentar el fiscal el escrito de réplica los inquisidores concedían también un turno análogo a la defensa. Luego, declaraban concluida la etapa probatoria y el proceso visto para su sentencia.

B) La confesión. El empleo del tormento

Dentro de la concepción de la época, la Inquisición tenía una intencionalidad claramente benefactora al buscar obtener el arrepentimiento de los herejes y, por ende, la salvación de sus vidas, honras, patrimonios y, sobre todo, de sus almas. Para ello se esforzaba por obtener la confesión plena y total del acusado, prueba única e indispensable de que tal arrepentimiento existía. Con tal intencionalidad en casos extremos el Tribunal podía ordenar el empleo de la denominada cuestión de tormento. Al respecto, hay que tener presente que la tortura era un procedimiento común en los tribunales de la época y, en lo que respecta a la Inquisición, esta no inventó ningún instrumento nuevo, más bien empleó los de uso general. Al actuar de esta forma el Tribunal no hacía más que utilizar un método entonces aceptado universalmente. El Derecho Romano lo prescribía para investigar la veracidad del delito, sus posibles implicancias y los probables cómplices; de allí pasó a formar parte de la legislación de los estados europeos durante la Edad Media. En sus inicios la Inquisición medieval no había hecho uso del tormento hasta que fue autorizada por el Papa Inocencio IV, en el año 1252, por medio de la bula Ad extirpanda. La Inquisición española siguió la práctica que, reiteramos, era entonces habitual.

"La realidad en los tribunales seculares era muy distinta: por una parte se convirtió en uso habitual la costumbre de dar tormento a los reos inmediatamente después de su detención, cuando, interrogados, no confesaran la comisión del delito. Un contemporáneo de Simancas de formación teórica tan sólida y tan buen conocedor, por propia experiencia, de la práctica judicial castellana como Castillo de Bovadilla, no sólo justifica la tortura del reo en la fase sumaria, cuando ni siquiera tiene conocimiento de los cargos que se le imputan, sino que confiesa que él la ha practicado así sin haber sido reprendido por ello…".

Así resulta que, contrariamente a lo que suele creerse -como Charles Lea y otros autores han demostrado- el Santo Oficio era más benigno en el empleo del tormento que la mayor parte de los tribunales de entonces. De hecho jamás era usado antes de la acusación fiscal pues el objetivo del Tribunal era obtener confesiones voluntarias que demostrasen el cabal arrepentimiento del sospechoso. Al respecto, Henry Kamen señala certeramente:

"Las prisiones secretas estaban destinadas sólo para la detención y no para el castigo, y los inquisidores tuvieron especial cuidado de evitar la crueldad, la brutalidad y el maltrato. El empleo de la tortura, por lo tanto, no fue considerado como un fin en sí mismo. Las instrucciones del año de 1561 no establecieron reglas para su uso pero insistieron en que su aplicación debería ser de acuerdo a la «conciencia y voluntad de los jueces nombrados, siguiendo la ley, la razón y la buena conciencia. Los inquisidores debían fijarse mucho de que la sentencia del tormento fuese justificada y precedida de legítimos indicios». En una época en que el uso de tormentos era común en los tribunales criminales europeos, la Inquisición española siguió una política de benignidad y de circunspección lo que la favorecía al compararla con otras instituciones. La tortura fue usada como último recurso y aplicada solamente en la minoría de casos. A menudo el acusado era colocado «in conspectu tormentorum», cuando la vista de los instrumentos de tortura podía provocar la confesión".

Resulta claro que la tortura no se utilizaba en todos los procesos ni tampoco en la mayoría de los mismos. Las investigaciones contemporáneas -manejando abundantes fuentes documentales- han calculado que, en España, fue empleada en aproximadamente un 5% de los casos; mientras que en las colonias indianas su utilización fue menos frecuente. En los juicios de la época de Torquemada casi no se utilizó. A partir del segundo tercio del siglo XVI se le aplicó con mayor frecuencia, mientras que en el siglo XVII su empleo disminuyó y de hecho en el siglo XVIII casi desapareció.

"Las historias espeluznantes de sadismo imaginadas por los enemigos de la Inquisición sólo han existido en la leyenda".

Las instrucciones de Torquemada regularon detalladamente el uso del tormento como instrumento procesal. Estas señalaban que las sentencias, tanto absolutorias como condenatorias, debían basarse en la confesión del reo. Por tal motivo se aceptaba que si el procesado no confesaba de manera voluntaria, los inquisidores podían intentar obtener su declaración por la fuerza. Sin embargo, antes de emplear el tormento estaban obligados a presionar a los acusados para que confesasen voluntariamente mediante consecutivos interrogatorios. Solamente se podía aplicar la tortura a los reos que hubiesen sido debidamente testificados como para ser declarados culpables. El acusado era sometido a tormento sólo si los delitos que se le atribuían previamente estaban semiplenamente probados y siempre que los inquisidores y el ordinario del lugar estuviesen de acuerdo en la conveniencia de su empleo. Las instrucciones de Valdés establecieron que dicho procedimiento debía ser ordenado mediante la respectiva "sentencia de tormento" la cual, a su vez, era pronunciada en presencia de los inquisidores y el ordinario quienes, para evitar excesos de los verdugos, debían estar presentes durante su ejecución.

Cuando concluía la prueba de testigos y habiendo sido aprobada la aplicación de la tortura, leíase al reo la respectiva sentencia. Este tenía el derecho de apelar a la Suprema, a cuyo efecto le ayudaba su abogado. No obstante, en la práctica, tal recurso surtía efecto pocas veces, sea porque los tribunales provinciales no lo consideraban procedente o la Suprema solía ratificar lo actuado. Seguidamente se efectivizaba la sentencia. Los encargados de aplicarla eran los verdugos del Tribunal pero, antes de su realización, el médico debía examinar al reo para dictaminar si podía soportar la prueba. No se hacían distingos de posición social, sexo o edad; el reo sólo podía ser eximido por su confesión o si su estado de salud no lo permitía.

Después de emitirse el auto de sometimiento a tortura el sospechoso era conducido a la cámara de tormentos. A ella, además del reo, ingresaban los verdugos, un notario y los inquisidores. Antes de comenzar la sesión, estos últimos amonestaban al procesado para que confesase la verdad, advirtiéndole que de no hacerlo tendrían que someterlo a tormento y que, si algún daño se le causaba, sería solamente por su obstinación en negarse a confesar. Si el procesado se mantenía en su negativa, después de estas advertencias, comenzaba la sesión. Al inicio del suplicio los inquisidores disponían que el procesado fuese desnudado en su presencia. Al mismo tiempo le advertían al verdugo que no ocasionase el mutilamiento de los miembros ni la efusión de sangre. Mientras los verdugos desvestían al reo los inquisidores le pedían que dijese la verdad para evitar el daño que se le podría ocasionar. En muchas oportunidades el reo confesaba ante la simple presencia de los instrumentos de tortura. Por el contrario, si el reo persistía en su negativa, se iniciaba el suplicio.

El tormento se basaba en el principio de producir dolores agudos sin causar heridas ni daño corporal de consideración. Por esta época, aunque en diferente forma y grado, era común en todos los países del mundo la aplicación de la tortura. Por ejemplo, en el procedimiento criminal alemán la tortura incluía la dislocación de miembros o el descuartizamiento; cosa igual ocurría en Inglaterra y el resto de Europa. Por su parte, las torturas que más empleaba la Inquisición española eran el cordel, el potro, el castigo del agua y la garrucha.

Por lo general el tormento se iniciaba con el empleo del cordel para lo cual el reo era colocado en una especie de mesa, sujetándosele a ella muy fuertemente. Después de esto se daba vueltas al cordel sobre sus brazos comenzando por las muñecas. Antes y durante el tormento el inquisidor lo incitaba a confesar y si persistía en su negativa disponía que se ajustaran aún más los cordeles y así sucesivamente; primero en un brazo y luego en el otro. En algunas oportunidades se llegaba a varias vueltas sin haber obtenido la confesión del sospechoso. Si el tormento del cordel había sido inútil se solía continuar con el del agua, que a su vez se combinaba con el castigo del potro. En cuanto al primero, estando el reo echado sobre una mesa de madera, totalmente inmovilizado, se le colocaba sobre el rostro un lienzo muy fino denominado toca, sobre el cual se vertía agua lentamente lo que le impedía respirar. De cuando en cuando se interrumpía el castigo para solicitarle su confesión. Por lo que al potro se refiere este consistía en una tabla ancha sostenida por cuatro palos, a manera de patas, en medio de la cual había un travesaño más prominente. Sobre este se ubicaba al procesado, dejando su cabeza y piernas algo hundidas. Seguidamente, se le colocaban dos garrotillos en cada extremidad. Si no confesaba se le iba ajustando, uno por uno, cada garrote. En menor proporción se utilizaba la garrucha. El reo era atado con las manos en la espalda y lo elevaban utilizando una soga y una polea, luego lo dejaban caer en forma violenta, deteniéndole antes de que tocase el piso; ello le producía dolores agudísimos. Como parte de este tormento podía añadirse a los pies alguna pesa con lo que el dolor se hacía mucho mayor.

Cuando el tormento podía poner en peligro la vida del reo, era suspendido inmediatamente. También se suspendía si este realizaba alguna confesión. La tortura en la Inquisición española no podía exceder una hora y cuarto de duración y sólo se empleaba en una oportunidad por el mismo motivo. Según sus causas procedían dos tipos de tormentos:

a) Tormento in caput proprium

Era el que se empleaba para obligar a confesar al reo en lo referente a su propia causa.

b) Tormento in caput alienum

Era utilizado para que un reo declarase como testigo en un proceso ajeno. Solamente se empleaba cuando el reo se negaba a informar sobre los hechos que los inquisidores, por las demás pruebas que tenían reunidas, daban por seguro que aquel conocía.

Para que las declaraciones realizadas por los reos bajo tormento tuviesen validez tenían que ser libremente ratificadas días después. Si el acusado se desdecía el delito no quedaba "cumplidamente probado". La no ratificación del reo lo liberaba de la pena a que se hubiese hecho merecedor. Entonces los inquisidores debían obligarlo a abjurar públicamente de los errores por los que había sido infamado y sospechoso. En estos casos la pena era reducida a alguna penitencia, actuándose benignamente. Las ratificaciones se iniciaban con la lectura de las declaraciones realizadas bajo tormento por el acusado, a quienes los inquisidores preguntaban si era verdad lo sostenido. El tormento también podía ser aplicado cuando el reo se contradecía notoriamente en sus declaraciones o había confesado lo suficiente como para sospecharse su culpabilidad sin que su confesión fuese lo suficientemente completa como para justificar una sentencia condenatoria.

PROCESOS ESPECIALES

A) A ausentes (contumacia)

Este tipo de procesos se iniciaba con la declaración del fiscal ante los inquisidores señalando la existencia de alguna denuncia o rumor acusatorio contra el supuesto hereje, lo que lo llevaba a solicitar que fuese citado por edicto. Los inquisidores, a su vez, pedían al fiscal que los rumores estuviesen avalados por declaraciones de testigos u otras pruebas. Si tales requisitos eran cumplidos los inquisidores citaban por edicto al acusado. Este era leído a través de un pregón pronunciado en la plaza principal del último lugar en que hubiese residido el ausente. Adicionalmente se enviaba una notificación notarial a su último domicilio y se fijaba el edicto en la puerta principal de la respectiva parroquia. El citado tenía un plazo de treinta días, dividido en tres términos de diez días, al final de cada cual el fiscal ratificaba la no comparecencia del inculpado. Transcurridos estos plazos el fiscal daba lectura al libelo de denunciación. Tras la lectura del escrito los inquisidores citaban al encausado para que contestase los cargos en su contra en un plazo de tres días. Cumplido este el fiscal lo acusaba nuevamente de rebeldía y los inquisidores procedían a abrir el período de pruebas. El fiscal presentaba a los testigos de cargo, en conformidad con los procedimientos ya explicados. Los inquisidores volvían a citar al ausente para que respondiese a los testimonios en su contra. Vencido este nuevo plazo el fiscal solicitaba a los inquisidores que lo tuviesen por rebelde. La fase probatoria concluía con la solicitud del fiscal para que el procesado sea notificado a fin de que se apersone a hacer los correspondientes descargos. Luego de esto los inquisidores daban por concluido el procedimiento y fijaban un plazo para dictar sentencia.

Producida la condena del acusado, por el voto unánime de los miembros de la junta de revisión, se realizaba una nueva citación notarial al procesado, primero en la sala de audiencias de los inquisidores y luego en el último domicilio conocido del encausado. Si este seguía sin aparecer el fiscal solicitaba la promulgación de la sentencia. Los ausentes eran condenados a la pena de muerte pero, lógicamente, por el hecho mismo de no haberlos podido ubicar, sólo se relajaban sus estatuas. Adicionalmente se les aplicaba la excomunión mayor y la confiscación de sus bienes.

El que una persona fuese condenada en estatua, es decir quemada en efigie, no significaba que si se le hallaba o se presentaba voluntariamente se le tuviese que ejecutar. En tal caso, tendría que ser sometida a un proceso en regla. Un ejemplo es el juicio a Manuel Ramos, quemado en efigie por el tribunal de Lima en el auto de fe del 13 de marzo de 1605, quien fue apresado tres años después, siendo entonces enjuiciado y absuelto.

Las instrucciones de Torquemada modificaron la realización de estos procesos. En ellas se establecía que los acusados debían ser citados por edicto, el que, después de haber sido pregonado, debía fijarse en la puerta de la iglesia principal del último lugar de residencia conocido. Había tres opciones: la primera, citando a los acusados para que se defendiesen so pena de incurrir en excomunión mayor. En este caso, de no aparecer el sospechoso, los inquisidores ordenarían al fiscal que acusase su rebeldía. Si durante un año mantenía tal conducta era declarado "hereje en forma". La segunda, se daba cuando el delito cometido por el ausente se podía probar cumplidamente. En tal caso se citaba al encausado por medio de un edicto en el que se le concedía un plazo de 30 días. Los inquisidores tenían la obligación de citar reiteradamente a los ausentes en cada una de la etapas del proceso hasta la sentencia definitiva. La tercera forma consideraba el delito que no estaba cumplidamente probado. Comenzaba con la promulgación del edicto dirigido al acusado, instándole a que se presentase a purgar canónicamente los errores que se le atribuían, so pena de darlo por convicto. Otra opción prevista por las instrucciones era la posibilidad de que los ausentes se presentasen durante el período de gracia, en cuyo caso serían admitidos a reconciliación, con la consiguiente benignidad.

B) A difuntos

La Inquisición, al igual que los tribunales reales en los delitos graves -como la traición contra el soberano- estaba facultada no solamente a juzgar personas vivas sino también, si es que existían pruebas contundentes de su culpabilidad, a fallecidas. Tales procesos se iniciaban con la petición del fiscal por la que solicitaba a los inquisidores la publicación de un edicto contra la memoria y fama del sospechoso, dirigido a sus hijos, herederos u otras personas que pretendiesen defender su prestigio y bienes. Los inquisidores, después de pedir al fiscal la información reunida al respecto, accedían a su solicitud. Para ello citaban por edicto a los interesados en asumir la defensa, salvo que se conociese los nombres de sus hijos o herederos, en cuyo caso se realizaba una notificación notarial personal; de no ser así, los inquisidores nombraban un defensor de los intereses del difunto.

Seguidamente, el fiscal daba lectura al acta acusatoria, de la que se corría traslado a la defensa para que presentase el escrito de descargo. Este solía ser calificado por el fiscal a fin de declarar oportuna o no su admisión antes del período probatorio. Luego continuaban los mismos procedimientos utilizados en los juicios inquisitoriales. La condena de un difunto conllevaba la quema de sus restos, su excomunión y la confiscación de sus bienes. A todo esto se añadían las inhabilitaciones de los hijos por línea materna e hijos y nietos por línea paterna. Cuando la sentencia era absolutoria se restituía al acusado su buena fama así como la conservación de sus bienes por sus hijos o herederos.

CONCLUSIÓN DEL PROCEDIMIENTO

La culminación de la etapa probatoria y la apertura de la fase final del proceso se realizaba de manera formal, pidiendo ambas partes el cierre del procedimiento y el dictado del veredicto.

A) Revisión del proceso

Concluida la etapa probatoria, los inquisidores trasladaban el proceso a una junta de asesores -cuya misión era hacer la revisión total de lo actuado- quienes determinaban si todo el procedimiento había sido efectuado correctamente. Después de ello emitían un dictamen sobre la inocencia o culpabilidad del acusado, veredicto sin el cual los inquisidores no podían dictar sentencia. A partir de las instrucciones de Torquemada se generalizó esta práctica: la inocencia o culpabilidad de los procesados no era fijada por los inquisidores sino por sus asesores. Así, los primeros vieron reducidas sus atribuciones a dirigir los procedimientos y los segundos a determinar las responsabilidades.

Los asesores eran tanto religiosos como civiles, especialistas en Teología o Derecho. El número de miembros de la junta de asesores era variable, llegando en muchos casos hasta diez. La relación de sus integrantes aparecía detallada en las actas de los procesos y muchas veces incluía a los inquisidores. Cuando se condenaba a un procesado a muerte, la decisión debía ser tomada por unanimidad. Si uno solo de los asesores votaba en contra no se le sentenciaba a tal pena. Esta es una de las razones que explica por qué, a partir de las instrucciones de Torquemada, se redujo el número de condenados a muerte. En las sentencias que no incluían tal pena el veredicto se decidía por mayoría simple. Con el tiempo se generalizó la remisión de las actuaciones a la Suprema.

B) Compurgación

Tras la calificación realizada por los asesores inquisitoriales en ciertos casos, en cumplimiento de la misma, se dictaba la sentencia. En otros, en cambio, el veredicto de los asesores requería que, antes de emitirse el fallo definitivo, los inquisidores procediesen a realizar algún acto previo. El acusado era sometido a compurgación cuando las pruebas en su contra resultaban insuficientes para dictar sentencia. Por medio de la compurgación el reo conseguía su absolución si rechazaba, bajo juramento, los cargos presentados en su contra. Esta etapa estaba normada en forma detallada. Se ordenaba a través de una sentencia interlocutoria en la cual se solía disponer dos penas distintas. De estas, se aplicaría una, según el reo lograse o no obtener los testimonios a su favor. Se concedía a la defensa un plazo prorrogable para que presentase a los compurgadores. Si el acusado no colaboraba con los inquisidores para realizar la compurgación estos podían darla por no realizada, imponiendo al encausado la pena más severa dispuesta por los asesores. Estos últimos, determinaban el número de testigos compurgadores que debía presentar el reo, variando según la gravedad de las sospechas. La relación de compurgadores era aprobada por los inquisidores antes de citarlos.

El acto en sí se iniciaba con la presentación del procesado y sus testigos, procediendo aquel a reconocer a estos así como a reafirmar su voluntad de ser compurgado por ellos. Luego se daba lectura a las acusaciones y se tomaba juramento al acusado para que declarase la verdad. Seguidamente, los inquisidores preguntaban al reo si se declaraba inocente y, después de la respuesta, lo enviaban a su celda. Después de ello los inquisidores recibían el juramento formal de los compurgadores de decir solamente la verdad. Luego, separadamente, preguntaban a cada uno de ellos acerca de si creía que el acusado había dicho la verdad. Si los testimonios de los compurgadores eran favorables se entendía que el reo había aprobado la compurgación, por lo cual los inquisidores le impondrían la más leve de las penas propuestas por los asesores.

C) Sentencia

Después de los escritos de conclusiones del fiscal y la defensa, en caso de que el voto de los asesores resultase adverso, los inquisidores leían el veredicto en presencia del procesado. Las sentencias podían leerse en privado -lo que ocurría cuando era absolutoria- o en público, en el curso de un auto de fe o de un autillo. El notario era el encargado de realizar la lectura. Luego los inquisidores pronunciaban de modo solemne la fórmula "así lo pronunciamos e declaramos".

Si el reo era declarado inocente se le comunicaba inmediatamente, a través de la respectiva sentencia absolutoria, la cual solía ser breve. En ella el Tribunal expresaba que, al no haberse probado las acusaciones del fiscal, el procesado quedaba libre después de haber jurado mantener el secreto sobre las actividades del Santo Oficio. Justamente este carácter reservado del proceso inquisitorial así como, en general, de las actividades de la institución, generaba una mezcla de temor, curiosidad e intriga en la sociedad, dando margen a las más descabelladas historias en la intimidad de los hogares.

Cuando surgía el peligro de un grupo herético organizado, en alguna localidad, el Santo Oficio solía ser más severo. Pasado ese momento recuperaba su conducta habitual al considerar superada ya la amenaza para la fe y la tranquilidad pública. Las sentencias se basaban principalmente en:

1. La confesión del acusado;

2. La no comparecencia;

3. La tacha de testigos.

La condena a muerte se perdonaba a todos aquellos que se mostraban arrepentimiento y confesaban, conmutándose por otras penas. Muchos procesos posteriores a la reforma de Torquemada concluyen sin sentencia, tan sólo con el veredicto de la junta de revisión. En otros juicios, la razón del fallo se hace constar en forma sumaria, dejando la motivación principal incluida en el veredicto de los asesores. Eymerich definió con precisión los posibles veredictos de los inquisidores:

1. Si no se habían hallado pruebas concretas de la culpabilidad del procesado este tenía que ser absuelto.

2. Cuando no existían pruebas formalmente acusatorias pero sí indicios:

Si se sustentaban en rumores se debía someter al reo a una compurgación;

Si el acusado se había contradicho en sus declaraciones los inquisidores podían someterlo a tormento para despejar las dudas en torno a su inocencia o culpabilidad.

3. Cuando los indicios eran más consistentes -más o menos inculpatorios- debían condenarlo a que abjure como sospechoso de herejía leve, fuerte o violento.

4. En las oportunidades en que existían pruebas concretas, se procedía a imponer las respectivas sanciones canónicas. La gravedad de las mismas dependía del arrepentimiento o persistencia del reo así como de que fuese o no reincidente.

VEREDICTOS Y PENAS

Los veredictos y las penas se basaban en la demostración de la inocencia o culpabilidad de los procesados así como -en el segundo de los casos- en la gravedad de los delitos atribuidos. De sentenciarse la inocencia, el encausado era absuelto mientras que de fallarse su culpabilidad los inquisidores señalaban las sanciones correspondientes. Cabe añadir que tanto las de carácter físico -azotes, prisión, destierro o muerte- como las de carácter económico -pago de alguna multa o confiscación de bienes- eran las mismas que aplicaban los tribunales civiles no sólo de España sino de cualquier otro país europeo. La particularidad inquisitorial en esta materia, se manifestó en las penas de carácter espiritual: reprimendas, abjuraciones, reclusión para ser instruido en la fe, comparecencia durante un auto de fe en hábito de penitente, suspensión de los clérigos en su ministerio o degradación de las órdenes religiosas, etc.

A) Absolución

Aunque en sí no era una pena, por ser uno de los veredictos posibles de la sentencia la vamos a incluir y explicar previamente. Constituía la declaración, por parte de las inquisidores, de la inocencia del procesado. Se otorgaba cuando este -considerando su confesión, las evidencias de los hechos presentados por el fiscal y las declaraciones de los testigos- no resultaba culpable de los delitos que se le imputaba.

B) Abjuración

Se denominaba así al acto por el cual el procesado se retractaba de las creencias contrarias a los dogmas católicos que se le atribuían. Tal acto se realizaba antes de la imposición de cualquier otra pena. Solamente se exceptuaba a los absueltos y a los condenados a ser entregados al brazo secular. La abjuración se efectuaba antes de que se produjese la lectura pública del veredicto condenatorio. En algunas oportunidades el acto abjuratorio era impuesto en una primera sentencia por la cual el reo era admitido a reconciliación, siempre y cuando rechazase los errores que motivaron su proceso. Después de ejecutada la abjuración se le imponían, mediante la sentencia definitiva, las sanciones correspondientes. Existían los siguientes tipos de abjuraciones:

a) Abjuración de levi

Se aplicaba a aquellos procesados contra los cuales se habían hallado sospechas leves de haber hereticado. Ese tipo de abjuración podía ser público o privado, dependiendo de si las sospechas sobre la conducta del reo hubiesen trascendido o no a la población. Las abjuraciones privadas se realizaban en la sala de audiencias del Tribunal, mientras que la públicas se efectuaban en el transcurso de la misa dominical. Inmediatamente después de la abjuración el reo quedaba en libertad. Si reincidía en la herejía era condenado como relapso.

b) Abjuración de vehementi

Este tipo de abjuración era impuesto cuando existían sospechas vehementes de herejía sin haberse llegado a probar totalmente las mismas. En este caso, se imponía al reo otras penas adicionales: prisión por tiempo determinado, vestir el sambenito durante la ceremonia de abjuración, pago de alguna multa, etc.

c) Abjuración de formali

Era impuesta cuando los procesados, mostrándose arrepentidos, confesaban haber incurrido en actos propios de herejes o haber sostenido proposiciones heréticas. Se le agregaban otras penas.

d) La retractación

Se realizaba cuando se condenaban una serie de proposiciones consideradas heréticas por los inquisidores y de las cuales el procesado se había hecho sospechoso. En estos casos los enjuiciados hacían abjuración de tales proposiciones.

C) Penas pecuniarias

Eran graduadas según la calidad del delito y la fortuna del reo. La principal pena de carácter pecuniario era la confiscación de todos los bienes del procesado. Se efectuaba en los casos de herejes persistentes, relapsos y condenados a cadena perpetua; en los otros casos, la sanción incluía la imposición de multas las que, si no eran canceladas, daban lugar a la confiscación de los bienes del procesado hasta por un monto equivalente a la deuda.

D) Penas privativas de la libertad

Las celdas eran de diferentes tipos y a ellas se enviaba a los procesados según la gravedad de sus delitos. Durante el proceso, las más agradables se asignaban a los sospechosos de haber cometido faltas leves, mientras que las más lóbregas se reservaban para los casos más graves. Los condenados por faltas graves incluían en su respectiva sentencia algún período de internamiento en las celdas del Tribunal o en el lugar que este determinase; por ejemplo, los inquisidores podían señalar por prisión las casas de los condenados.

A los condenados a cárcel perpetua se les sometía a un régimen penitenciario indulgente. Sin embargo, esta pena conllevaba la confiscación de todos los bienes del sentenciado así como el impedimento para que los hijos y nietos pudieran poseer o ejercer dignidades y oficios públicos. A esto se añadía la prohibición de utilizar distintivos que indicasen posición social tales como llevar trajes de seda y joyas, portar armas, montar a caballo, etc. La única forma de exonerarse de estas inhabilitaciones era a través de la compra de una dispensa. Asimismo, un alto porcentaje de penas de prisión era conmutado por sanciones de carácter penitencial.

Las celdas secretas eran cárceles preventivas que se utilizaban, solamente, durante el proceso. Deben su nombre a que en ellas el reo permanecía incomunicado hasta el dictado de su respectiva sentencia. Asimismo, el Tribunal utilizaba para el cumplimiento de sus sentencias las denominadas celdas públicas o de penitencia. La prisión secreta a la que iba a parar el procesado era un lugar más desagradable que la casa de penitencia, en la que sería encerrado si llegaba a ser condenado a encarcelamiento. A pesar de ello es innegable que los calabozos no eran antros de horror como ha sostenido una campaña mal intencionada destinada al desprestigio del Tribunal. De hecho, los reos de la Inquisición eran mucho mejor tratados que los de las prisiones reales. Por ello, en numerosas oportunidades, presos comunes fingieron cometer delitos de herejía tan sólo para lograr ser trasladados a los locales del Santo Oficio. A los que estaban en las cárceles públicas se les permitía recibir visitas de sus familiares más cercanos. La comida era proporcionada de manera regular y adecuada, cierto es que a sus propias expensas, incluyendo pan, leche, frutas, carne y vino. Los detenidos debían llevar consigo la cama y el vestuario que utilizarían. Los gastos de los pobres eran cubiertos por el Tribunal. Las prisiones inquisitoriales eran las mejor organizadas de su época, admitiéndose que eran limpias, holgadas y provistas de ventilación y luz. En líneas generales, el trato era tolerable y muy superior al de las celdas civiles.

Según las normas inquisitoriales en las celdas públicas los presos casados, por ejemplo, podían recibir a sus cónyuges y hacer vida marital. Se les permitía a los condenados realizar labores productivas a fin de que lograran ganar su sustento diario. En la época de auge de la Inquisición el sentenciado no estaba colocado en celdas individuales pero en la etapa de decadencia la situación cambió radicalmente debido a la poca cantidad de procesados.

En líneas generales se puede decir que la Inquisición contó con prisiones adecuadas para el cumplimiento de sus funciones. En algunas de las principales ciudades de España utilizó castillos fortificados, los que tenían celdas muy seguras. El tribunal de Zaragoza residía en Aljafería, el de Sevilla en Triana (en 1627 se trasladó dentro de la ciudad) y el de Córdoba en el Alcázar. En todos estos edificios los calabozos estaban en buenas condiciones, lo que nos explica por qué las celdas de la Inquisición se consideraban menos duras que las prisiones reales. Ante la contundencia de los hechos y contra la falsa imagen sostenida por la interesada leyenda negra sobre el Santo Oficio, autores totalmente adversos al Santo Oficio como Guy Testas, han terminado reconociendo:

"Sin embargo, un médico examinaba regularmente a los detenidos. Estaba previsto un presupuesto suficiente que garantizara una nutrición decente a los prisioneros: pan, vino, leche y carne. Podía obtenerse que algunos prisioneros gozaran de determinados regímenes alimenticios, y los parientes podían hacer llegar al inculpado una comida más refinada y abundante. El detenido tenía con que escribir para preparar su defensa y entretener sus ocios".

Otra pena privativa de la libertad utilizada por la Inquisición española era el denominado castigo de galeras, establecido por disposición real ante la escasez de mano de obra para tales labores -indispensables para la comunicación marítima, sobre todo con las colonias hispanas- y para la seguridad del reino. La Inquisición medieval nunca la utilizó. Sus orígenes se remontan a los tribunales seculares de la época, los que solían condenar a algunos delincuentes a galeras, por períodos de tiempo variados, incluyendo la cadena perpetua. Por disposición del Rey Fernando el Santo Oficio también comenzó a emplearla pero, a diferencia de los tribunales civiles, jamás se condenó a reo alguno a un período superior a los diez años. A mediados del siglo XVIII, el Tribunal dejó de emplear esta sanción.

E) La pena de muerte

"La relajación se hacía con base en que el Tribunal no condenaba a nadie a muerte, pues hacía lo posible por salvarlo, puesto que era su fin principal, y al no lograr el arrepentimiento del inculpado no le quedaba más remedio que entregarlo al brazo secular para que el Estado lo juzgara conforme a las leyes civiles".

El factor determinante para que se produjese una condena a muerte era la persistencia del hereje en el error. Esta pena podía ser conmutada si se producía el arrepentimiento del procesado, aunque fuese de última hora e inclusive si se encontraba camino del suplicio. Si sucedía así, las autoridades civiles debían devolverlo a los inquisidores, quienes realizaban un proceso de comprobación dirigido a verificar la autenticidad de tal conversión. En él se exigía al reo que hiciese la denuncia inmediata y voluntaria de sus cómplices; asimismo, que mostrase su disposición a perseguir a la secta a la cual había pertenecido. Luego se le pedía la abjuración de estilo. Si realizaba todo esto satisfactoriamente los inquisidores le conmutaban la pena de muerte por la de prisión perpetua. En el caso opuesto, si la conversión era disimulada, el reo era devuelto al brazo secular para que aplicase la condena ya dictada anteriormente. A los relapsos o reincidentes no se les otorgaba una conmutación de última hora. Sólo debían ser relajados los penitentes relapsos y los impenitentes. Sin embargo, los reos cuyos delitos hubiesen sido probados en forma contundente -a pesar de lo cual se habían negado a confesarlos en el transcurso del proceso- podían hacerse merecedores de la condena al quemadero. En tales casos con sólo cambiar de actitud podían salvarse de sufrir tal pena, aun en el momento mismo de la ejecución. De ser así, eran condenados a prisión por algún tiempo determinado.

El Tribunal no condenaba directamente a muerte a ningún reo. En tales casos las sentencias inquisitoriales dirían "entregado al brazo secular" o "relajado al brazo secular". Tal acto consistía en la entrega formal de los reos pertinaces por los jueces inquisidores a los jueces reales ordinarios. La justicia real les impondría las penas que señalasen las leyes civiles: muerte en el quemadero. La entrega al brazo secular se realizaba a instancias del fiscal, quien la solicitaba a los inquisidores. Es interesante resaltar que, a partir de las Instrucciones de Torquemada, se impusieron cada vez mayores restricciones para la adopción de la condena a muerte. De hecho sólo se aplicaba excepcionalmente e iba acompañada de otras sanciones: la excomunión mayor, la confiscación de los bienes del procesado y la inhabilitación de hijos y nietos por línea paterna e hijos por línea materna para ocupar cargos públicos, ejercer ciertos oficios, llevar vestidos de seda, joyas, portar armas y montar a caballo. Debo agregar, en honor a la verdad, que la pena de muerte en el quemadero no era exclusividad de la Inquisición puesto que la justicia real la imponía en los delitos de sodomía, bestialidad y adulteración de moneda.

Si después de leída la sentencia a muerte el procesado se arrepentía, el Tribunal le cambiaba tal sanción por la de prisión perpetua. Sin embargo, si se trataba de un reincidente, como medida de misericordia se le aplicaba el garrote y luego sus restos eran quemados. Bernardino Llorca considera que en toda la historia del tribunal hispano fueron condenados a muerte unos 220 protestantes, de los cuales una docena murió en las llamas. Adicionalmente, según diversos autores, el número total de sentenciados al quemadero en los tres siglos y medio de existencia del tribunal hispano -desde 1480 hasta 1834 en que fue abolido- fluctuaría entre mil quinientos y dos mil.

"Nosotros mismos hemos visto a los inquisidores en varios casos, en el siglo XVII, hacer todo lo posible por no quemar a un relapso o a un pertinaz que, según derecho, no podían escapar al último suplicio. Se le bombardea con misioneros, se espera lo que haga falta para darle tiempo a convertirse, sin hacerse ilusiones sobre su sinceridad…

Actitud comparable a esa escena que, a partir del siglo XVI, no tiene nada de excepcional: en el curso de un auto de fe un condenado a las llamas cae a los pies del inquisidor proclamando su conversión y arrepentimiento. Y el juez le hace levantarse, lo indulta in extremis y lo vuelve a enviar a su celda donde se le mantiene en observación unas semanas antes de reconciliarlo. Ciertamente hay la parte publicitaria, porque el efecto sobre la multitud es inmenso. Pero estaba prohibido por el reglamento.

Relativamente pronto, pues, el Santo Oficio vacila en matar. En la mayoría de los casos graves la pena normal es la reconciliación, con la confiscación de los bienes, esto último por lo demás no siempre aplicado en la práctica, y la prisión perpetua. Pero, atención, en lenguaje inquisitorial, perpetua quiere decir cuatro años como máximo…".

F) Otras penas

Entre las otras penas también utilizadas por el tribunal hispano cabe señalarse el sambenito, la vergüenza pública, los azotes, el destierro y las penitencias espirituales. Una de las sanciones vergonzantes consistía en llevar puesto, por algún tiempo determinado, el sambenito, túnica o escapulario de color amarillento, con una cruz roja sobre el pecho y la espalda. Este era un distintivo infamante que luego de cumplida la sentencia se colocaba en la parroquia del procesado.

La flagelación pública solía ejecutarse el mismo día de la lectura de la sentencia. El reo salía montado en un asno, llevando de la cintura para arriba solamente la camisa, con un dogal en el cuello y mordaza, recibiendo en el trayecto la cantidad de azotes dispuestos en la sentencia. En cuanto al destierro, se realizaba días después. También era graduado a la gravedad de las faltas atribuidas al condenado, al que se le podía desterrar: de la corte, de la ciudad, de la región, de la provincia o del virreinato, etc.

Asimismo, existían diversas sanciones espirituales tales como asistir a peregrinaciones, guardar ayunos, rezar oraciones, acudir a misa en calidad de penitente, etc. Cuando los sancionados pertenecían al estamento religioso eran suspendidos en sus oficios por un tiempo determinado, se les prohibía celebrar misa o se les recluía en un monasterio.

Sobre los descendientes de los condenados a muerte o cárcel perpetua -hijos por línea materna e hijos y nietos por línea paterna- recaían las inhabilitaciones. Estas les impedirían ocupar cargos públicos y eclesiásticos en España y sus colonias. Asimismo, utilizar prendas suntuosas tales como vestirse con sedas, lucir adornos de oro, etc. Contrariamente a lo que se cree, la infamia también recaía sobre los descendientes de los procesados en algunos juicios efectuados por los tribunales civiles como, por ejemplo, cuando los jueces reales juzgaban a los que consideraban traidores a la corona. Sin embargo, lo cierto es que el crimen de herejía deshonraba a la persona que lo cometía y a sus familiares, tanto es así que decirle a uno hereje era insultarlo gravemente.

LOS AUTOS DE FE

"Entre las pruebas que avalan el éxito histórico alcanzado en su cometido por el Tribunal del Santo Oficio de España se halla la de su definitiva identificación universal con la ceremonia a través de la que eran hechas públicas sus sentencias. En prueba de la eficacia de tales métodos publicitarios, la impronta de su huella social ha quedado grabada de modo indeleble, hasta el punto de que mucho más que el tan denostado secreto procesal y a un paso del supuesto monopolio de la Inquisición en el empleo del tormento como procedimiento judicial, el auto de fe con harta frecuencia confundido con la ejecución en la hoguera de las penas capitales impuestas a los delincuentes relapsos, se ha convertido para muchos extranjeros, y en bastantes casos también para ciertos hispanos poco versados en las cosas de nuestro pasado, en confuso sinónimo de actuación inquisitorial. Y decimos que ello es prueba de la fortuna del método por cuanto fue precisamente el auto el lugar y circunstancia que mejor contribuyó, a lo largo del tiempo, a introducir en la conciencia de los súbditos de la Monarquía Católica y de sus vecinos lo incuestionable de la eterna victoria sobre el error de la verdad religiosa en que se sustentaba su programa político, en cuya prueba tenían lugar aquellas ceremonias. El éxito del procedimiento inquisitorial se hacía finalmente patente en forma de invencible miedo frente a su autoridad, tutora de conciencias, bienes y famas. Sentimiento de miedo que soliviantaría primero sesgadamente las sensibilidades de nuestros visitantes europeos, excesivamente olvidadizos para con los espectáculos que rodeaban a las ejecuciones públicas en sus propios países, y que más tarde se transformaría en el denuesto caracterizado con que los políticos liberales dieron forma a la leña que de la Cruz verde caída hicieron en folletos, discursos y controversias".

En sí los autos de fe eran ceremonias en las que se producía la lectura pública y solemne de las sentencias dispuestas por el Tribunal de la Fe. Eran, pues, manifestaciones solemnes de la religiosidad católica -religión única y oficial del Estado y del pueblo español- en las que se reafirmaba la misma a través de la pública sanción a los condenados por el Santo Oficio, sobre todo por el horrible delito de herejía. Recordemos que el Tribunal dedicaba sus esfuerzos no sólo a investigar las culpas de los sospechosos sino a extraer de ellos confesiones penitenciales. Esto significa que el auto era esencialmente un acto de fe, una expresión pública de penitencia por el pecado más grande de todos: el pecado contra Dios, la herejía. Estrictamente no formaba parte del proceso, pues la suerte del reo quedaba definida por el dictamen de los asesores de la junta de revisión. Su importancia radicaba en dar trascendencia pública a las condenas, aumentando así su eficacia. El hecho mismo de que el proceso tuviese un carácter secreto, hacía indispensable la publicidad de las sentencias, para lo cual estas eran leídas en presencia de los pobladores en el transcurso del auto de fe. Los autos son una manifestación más de la naturaleza político-religiosa del Santo Oficio hispano:

"Confuso como vemos el terreno de la religión y la política, equivalentes con frecuencia a pecado y delito, no lo era menos el fundamento -sacro en última instancia, como sacro era el del poder regio- de la inexcusable vindicta que reclamaban ciertos delitos. Los más atroces ofendían genéricamente a la Majestad real como encarnación del estado, pero también a Dios por contravenir su ley. La herejía, por su parte, fuera de su aspecto propio de rebeldía contra Dios y su Iglesia, implicaba también en el fondo un atentado a la lealtad básica debida al soberano, cuya fe servía de respaldo al buen gobierno de la república, introduciendo el desorden y la discordia entre sus súbditos. Nada tiene de extraño por todo ello que el ritual del castigo de los reos de delito contra una u otra Majestad se ajustase a unos principios comunes y se desarrollase siguiendo unos esquemas parecidos".

Los puntos centrales del auto de fe eran la procesión, la misa, la lectura de las sentencias y la reconciliación de los pecadores. En las ciudades sedes de un tribunal de distrito se solía reunir una cierta cantidad de sentenciados a diversas penas, solicitando la licencia necesaria al Consejo de la Suprema para celebrar el auto. Los preparativos y expectativas de la población iban en relación con la trascendencia de los reos que comparecerían en la ceremonia. En ocasiones especiales -el descubrimiento de algún nuevo foco de herejía- la solemnidad era mayor. Un mes antes desfilaba por las calles de la ciudad una procesión de familiares y notarios de la Inquisición proclamando, a través de la lectura de un pregón, la fecha de la ceremonia. En el mismo, además de anunciarse el acto, se invitaba a la población a que lo presenciase a cambio de indulgencias. En el intermedio se realizaban los preparativos propios del caso, se daban órdenes a los carpinteros y albañiles para que alistaran el andamiaje para las tribunas, se preparaba el mobiliario y el decorado. Asimismo, se procedía a preparar las milicias que resguardarían la ceremonia. La noche anterior al auto de fe se organizaba un desfile especial, conocido como procesión de las cruces verde y blanca, en el cual familiares y otras personas llevaban los símbolos del Tribunal hasta el sitio en que se iba a realizar la ceremonia. Estos eran instalados en lo más alto del estrado y del cadalso respectivamente. En el transcurso de esa noche se hacía el rezo de oraciones y se completaban los preparativos. Quedaba de guardia toda la noche la milicia inquisitorial.

El día señalado para la realización del auto, aún de madrugada, se procedía a la preparación de los reos. Para ello, se les colocaba las vestimentas que deberían llevar durante la ceremonia. Los inquisidores entregaban las órdenes respectivas al alcaide para que conduciese a los sentenciados al lugar donde se celebraría el auto. A primeras horas de la mañana comenzaba la ceremonia con el desfile de los reos -escoltados por la milicia inquisitorial y elementos del estamento eclesiástico- desde el local de la Inquisición hasta la tribuna preparada para ellos. Delante iba la cruz alzada de la parroquia a la que pertenecía el tribunal acompañada del clero y cubierta, en señal de luto, de un velo negro. Cada reo iba acompañado por dos familiares del Santo Oficio. El orden en que salían variaba pero generalmente era el siguiente:

1. Estatuas de ausentes o fallecidos;

2. Penitentes;

3. Reconciliados;

4. Relajados.

Por lo que respecta a su vestimenta, esta se disponía según la respectiva condena:

1. Las estatuas llevaban, cada una, un rótulo -con el nombre y delito de la persona que representaban- coroza y sambenito. Las estatuas de difuntos, adicionalmente, portaban unas cajas con los huesos de los condenados a la hoguera.

2. Los penitentes, descubiertas las cabezas, sin cinto y una vela en la manos. Algunos rodeaban su garganta con sogas en señal de que serían azotados o irían a galeras.

3. Los reconciliados, vistiendo sambenitos con grandes aspas.

4. Los relajados, llevaban sambenitos con llamas y coroza o capirote.

Cerraban el cortejo las autoridades civiles, con los funcionarios y familiares del Santo Oficio. Durante el desfile estos últimos servían como escolta a los reos, mientras que los inquisidores iban detrás llevando consigo su estandarte. En la plaza mayor se levantaban dos tribunas. En una de ellas se colocaba a los reos, al predicador y al lector de sentencias; en la otra -normalmente frente a la anterior- habían asientos para las principales autoridades: la familia real, incluido el rey; los inquisidores, miembros del ayuntamiento y del cabildo así como otros personajes importantes del reino. En el estrado destinado a los reos, estos eran colocados según la gravedad de sus delitos: en la parte más alta los condenados al brazo secular, en el medio los reconciliados y en la parte baja los penitentes. El pueblo espectaba la ceremonia ubicado en tribunas de menores dimensiones y desde todos los rincones de la plaza o los balcones de las casas vecinas.

El auto se iniciaba con el juramento solemne de todos los asistentes de mantener la absoluta fidelidad a la fe católica y al Tribunal. Si estaban presentes los miembros de la familia real eran los primeros en prestarlo. Así, todo un pueblo y el propio estado reafirmaban su compromiso religioso. Luego seguía el sermón, pronunciado por un orador prestigioso. En él, acomodándolo a las circunstancias, se hacía ver lo errores que conllevaba el alejarse de las creencias católicas. Continuaba, a la señal de la campanilla del inquisidor decano, la lectura de las sentencias, la cual ocupaba la mayor parte del día y se realizaba en el siguiente orden: reconciliados en forma; fallecidos absueltos; ausentes fugitivos relajados en efigie; fallecidos condenados a ser relajados y quemados en huesos; y, relajados en persona. En el estrado principal, concluida ya la lectura de las sentencias, se exigía a los reos que realizasen las abjuraciones del caso. Luego, el inquisidor procedía a absolver a los penitenciados. Los condenados a muerte eran bajados del estrado, tras lo cual el secretario inquisitorial los entregaban al corregidor. Seguidamente, en procesión y hacia el quemadero, iban las estatuas y los relajados. El auto y la ejecución de las penas se llevaban a cabo en lugares distintos. La ceremonia solía culminar con la celebración de la misa, dándose por concluido el auto de fe.

El cumplimiento de las demás sentencias se realizaba después -generalmente al día siguiente por la mañana- y estaba a cargo de las autoridades civiles. Estas se encargaban de aplicar las condenas a los sometidos a vergüenza pública, azotes, etc., para lo cual los llevaban en procesión por las calles de la ciudad. Durante ella se ejecutaba la pena. Un secretario de la Inquisición, acompañado por otros empleados, presenciaba la ejecución. Luego se enviaba a cumplir sus sanciones a los condenados a destierro o prisión. Finalmente, una procesión realizaba la devolución de las cruces verde y blanca a sus correspondientes santuarios y se disponía la disolución de la milicia. Debido a lo complicado de la ceremonia, los autos de fe tendían a ser muy costosos, lo cual constituyó una poderosa razón para disuadir al Tribunal de celebrarlos con asiduidad. Los autos particulares o autillos -que solían realizarse en la sala de audiencias, en la capilla del Tribunal o en alguna iglesia- eran más sencillos y demandaban menor gasto. Cabe destacar que para los autos de fe o autillos se reservaban las causas más importantes, mientras las faltas leves eran sentenciadas directamente en la sala de audiencias. René Millar, en cuanto a las razones que motivan la publicidad de las sanciones, señala algunas importantes similitudes de la Inquisición con las justicias reales:

"También era un elemento importante en el proceso penal de la monarquía la publicidad de la sanción. Incluso, con las diferencias del caso, la aplicación de las penas a grupos de condenados a veces daba origen a una especie de espectáculo público que guardaba cierta relación con los autos de fe. Esto se explica porque los tribunales de las dos jurisdicciones consideraban que la pena tenía una función eminentemente ejemplificadora".

La solemne atmósfera religiosa, alimentada por el espíritu de caridad, penitencia y piedad que predominaba en los autos, propició en numerosas oportunidades la conversión, en el último instante, de herejes obstinados. Quizá, algunos se convirtieron tan sólo por el temor a ser quemados pero fueron más los que marcharon con alabanzas sinceras en sus labios por la fe nuevamente encontrada.

MODIFICACIÓN DEL VEREDICTO

A) Revisión de la condena

Las sentencias podían ser conmutadas por los inquisidores -quienes tenían en esta materia una discrecionalidad casi absoluta- aun después de producida su lectura pública. La conmutación sólo procedía cuando el reo había sido admitido a reconciliación. De no ser así, solamente el Consejo de la Suprema y General Inquisición, previa ratificación del Inquisidor General, podría disponerla. El condenado la podía solicitar, transcurrido cierto tiempo desde el comienzo del cumplimiento de la sentencia. Los inquisidores, considerando la solicitud escrita del interesado y su conducta personal, podían disponer la aplicación de una serie de penas canónicas a cuya realización quedaba sujeta la suspensión de la primera condena. También estaban facultados, en razón de una causa específica, a ordenar la suspensión de la condena. De no ser concedida, el interesado podía apelar ante la Suprema y, por último, ante el Inquisidor General.

B) La apelación

Era la solicitud de anulación de la sentencia impuesta por un inquisidor, mediante el recurso a un juez de mayor jerarquía, alegando alguna irregularidad o injusticia. Las apelaciones solían proceder cuando las sentencias se habían basado en pruebas insuficientes o si involucraban a personas de notoriedad. Podían interponerse por escrito en cualquier fase del proceso si se dirigían contra una sentencia interlocutoria o al final del mismo si cuestionaban el veredicto. Tanto la defensa como el fiscal estaban facultados a utilizar estos recursos. Los inquisidores, a su entera discreción, podían admitirlos o rechazarlos. Si la apelación presentada por la defensa era rechazada, esta tenía la posibilidad de interponer el correspondiente recurso ante la Suprema.

"La frecuencia de las apelaciones, al principio al Inquisidor General y más tarde a la Suprema, aumentó. Así no podemos más que ratificar la opinión de Lea que considera que casi siempre la intervención del Consejo llevaba a una suavización de la pena".

LOS ÍNDICES DE LIBROS PROHIBIDOS

La censura ha sido una práctica muy común, desde la antigüedad. A mediados del siglo XVI se acentuó su empleo debido, en gran parte, al desarrollo de la imprenta la que dejó de lado a los copistas amanuenses y propició la difusión de todo tipo de obras. La multiplicación de publicaciones fue recibida por los estados con una actitud dual, mezcla de entusiasmo y recelo. Por ello, apoyaban los aspectos culturales pero ejercían control, en diferentes grados y formas, sobre los contenidos ideológicos y políticos que directa o indirectamente afectasen a los gobernantes. Por su parte, la Iglesia tuvo que enfrentarse a los incesantes ataques de Lutero y los demás dirigentes protestantes, quienes emplearon asiduamente la imprenta para sus fines proselitistas en desmedro del catolicismo.

La censura propiamente eclesiástica, entre sus primeros antecedentes, tuvo el establecimiento de la licencia previa de impresión en la diócesis de Metz en 1485. El Papa Alejandro VI, por su parte, la dispuso para las diócesis de Colonia, Maguncia, Tréveris y Magdeburgo en 1501. Fue generalizada en la Iglesia Católica por León X.

En España la licencia anterior a la edición de las obras, por disposición de la corona, fue extendida a todo el territorio. El Consejo Real fue absorviendo el manejo de esta facultad a pesar de que los arzobispos de Toledo y Sevilla, al igual que los obispos de Burgos y Salamanca, tenían atribuciones para extender este tipo de licencias según una pragmática de 1502. El paso definitivo lo dieron las ordenanzas de la Coruña de 1554 que reservaron tales actividades al Consejo Real. Así, la censura previa resultaba manejada por el Estado. Como este tipo de permisos concedidos para la impresión de una publicación resultaba insuficiente, porque muchos libros ingresaban a pesar de no tener la licencia estatal ni la eclesiástica, se fue haciendo necesaria la censura a posteriori y el control de la circulación y difusión de los textos. Las actividades inquisitoriales, por lo que respecta a esta materia, tuvieron sus inicios en las primeras décadas del siglo XVI cuando el Inquisidor General Adriano de Utrech prohibió la lectura de los escritos de Lutero. El Papa Paulo III en 1539 ratificó las facultades del Tribunal para proceder contra los lectores de libros prohibidos. La censura de las obras de Lutero fue reafirmada por el Santo Oficio en diversas ocasiones. También se prohibieron las de Huss, Lambert, Malancton, Mustero, Wicleef, Zuinglio, etc. Con ello, la Inquisición se limitó estrictamente a cumplir las prohibiciones ya decretadas con anterioridad por el Emperador Carlos V en Flandes. El monarca también prohibió las obras impresas desde 1519 en las que no figurase el autor, el impresor, el lugar y la fecha de la impresión; así mismo, las imágenes injuriosas para la religión y la moral pública. Las listas o relaciones de textos prohibidos constituyeron el antecedente de los respectivos índices.

Los continuos ataques de las sectas obligaron al Tribunal a redoblar esfuerzos para evitar los daños que conllevaba la extensión de la herejía. En tal sentido, desde 1532 mandó publicar edictos conteniendo la lista de los textos prohibidos la que era colocada en las puertas de las iglesias. Para lograr el cumplimiento de sus disposiciones la Inquisición vigilaba a los libreros, inspeccionando permanentemente sus establecimientos y controlando las bibliotecas públicas y privadas. A mediados del siglo XVI las obras remitidas a tierras americanas eran registradas en la Casa de Contratación de Sevilla. En los puertos y fronteras el comisario de la Inquisición controlaba los libros que ingresaban al reino.

Al interior de la Península Ibérica existían otros controles. La censura, por ejemplo, se hizo más rigurosa a partir de la Real Cédula publicada por la Regente Juana el 7 de setiembre de 1558. En ella se prohibió la introducción de toda clase de libros extranjeros traducidos al español y se obligó a los impresores a solicitar las respectivas licencias del Consejo de Castilla. También se ordenaron penas durísimas para el contrabando de libros prohibidos, las que incluían la confiscación de las propiedades de los infractores y la aplicación de la pena de muerte. La censura organizada por el Santo Oficio coexistió con la de las autoridades reales y se expresó principalmente en la edición de índices de obras heréticas. La censura inquisitorial hispana graduaba los libros de acuerdo con la extensión de sus errores. En tal óptica, se tachaba tan sólo algunas líneas de los escritos, se condenaba la obra completa o el íntegro de las publicaciones.

Las sanciones eclesiásticas fueron determinadas por el Pontífice Julio III quien decretó la excomunión de los lectores de libros prohibidos. Así, el estado y la Iglesia unieron sus esfuerzos en el combate contra la herejía y la acción disociadora de los grupos subversivos, inspirados en la necesidad de defender la fe común y el orden público. La Inquisición, al tomar a su cargo la censura de libros, lo hizo en cumplimiento de una función de competencia estatal no sólo en España sino también en todos los demás países y no exclusivamente en esta época sino más bien hasta en nuestros propios días. La censura eclesiástica continuó existiendo paralela a la del estado y, aunque pueda parecer más importante la segunda, de hecho el índice inquisitorial gozaba todavía de tal autoridad a finales del siglo XVIII que sus dictados no podían ser ignorados fácilmente.

Desde mediados del siglo XVI las listas de textos prohibidos se convirtieron en catálogos o índices. Los primeros fueron los de la Sorbona (1544 y 1547), los de la Universidad de Lovaina (1546 y 1550), Luca (1545), Siena (1548) y Venecia (1549). Se supone que el primer índice utilizado por el Santo Oficio peninsular data de 1547 siendo en realidad una reedición del índice de Lovaina. El primer índice propiamente hispano fue el de 1551. Los índices españoles eran controlados sólo por las autoridades peninsulares, no guardando ninguna relación con el índice de Roma que empezó a redactarse en el siglo XVI. No obstante, en numerosas oportunidades, las listas españolas contenían obras también prohibidas por Roma. En 1583 se publicó un Índice y expurgatorio cuyo aspecto prohibitorio era una continuidad de los anteriores índices. Su novedad radicaba en el aspecto expurgatorio: no se prohibía una obra sino algunas frases, párrafos o partes de la misma lo que, previa corrección, permitía la publicación del libro en cuestión. Fue elaborado por la Universidad de Salamanca como producto de quince años de pacientes investigaciones. En 1612 se publicó otro índice elaborado esta vez por una comisión de especialistas en la materia. A partir de entonces los índices de libros prohibidos fueron elaborados por las denominadas Comisiones del Catálogo.

En los índices figuraban las biblias escritas en lenguas vulgares (hasta que se levantó tal prohibición en 1782) para evitar la difusión de versiones tergiversadas que podrían alimentar el surgimiento de nuevas herejías. La censura general de biblias fue promulgada en 1554 y fue preparada, principalmente, con la intervención de las universidades de Salamanca y Alcalá. Sin embargo, las ediciones contenidas en esta censura podían circular, siempre que hubiesen sido sometidas a la corrección inquisitorial. Esta se limitaba a eliminar los comentarios o añadidos. El fondo del asunto no era ni podía ser prohibir la Biblia, lo que nunca se les ocurrió a los inquisidores por ser uno de los pilares básicos e indiscutibles de la fe católica, sino la tergiversación interesada de la misma para utilizarla contra la Iglesia.

El objetivo de la censura inquisitorial era doble: por un lado identificar la herejía en autores, obras o proposiciones, según fuera el caso; y, por otro, controlar la propagación de la misma. Cabe reiterar que el índice de la Inquisición española -a pesar de ser independiente del romano que promulgaban los pontífices- lógicamente mantenía numerosos elementos comunes con el mismo. En ambos, se prohibían los libros de los heresiarcas y líderes de secta tales como Lutero, Calvino y Zuinglio; en cambio, se permitían las refutaciones ortodoxas a los mismos así como las traducciones que hicieron los herejes sin exponer sus ideas. También estaban vedadas las publicaciones hostiles a la religión cristiana como el Talmud, el Corán, los libros de adivinación, supersticiones, nigromancia, etc. Por otra parte, eran permitidos los Padres y Doctores de la Iglesia anteriores a 1515 y también los libros de los herejes antiguos, los de autores escolásticos, inclusive Pedro Abelardo y Guillermo de Occam, con excepción de sus libros contra Juan XXII. No mencionaban los índices a los filósofos de la Antigüedad ni de la Edad Media fuesen cristianos, árabes, judíos o de otras creencias. Estaban permitidos los renacentistas italianos, inclusive Giordano Bruno, Galileo, Descartes, Leibnitz, Tomás Hobbes, Benito Espinoza y el propio Bacon con algunas enmiendas. En cuanto a los libros de ciencias la Inquisición española jamás prohibió a Copérnico, Galileo, Newton, ni ningún científico serio. En letras también fue tolerante, pues cabe recordar que la época de apogeo de la Inquisición fue la de mayor desarrollo y progreso cultural de España. Podemos mencionar numerosos ejemplos tanto del desarrollo intelectual, como del espíritu científico y crítico peninsular, en el período en referencia, pues el establecimiento del Tribunal coincidió con la época de oro de las letras castellanas en los diferentes campos del conocimiento. Con justicia Menéndez y Pelayo afirmaba:

"Nunca se escribió más ni mejor en España que en esos dos siglos de oro de la Inquisición. Que esto no lo supieran los constituyentes de Cádiz, ni lo sepan sus hijos y sus nietos, tampoco es de admirar, porque unos y otros han hecho vanagloria de no pensar, ni sentir, ni hablar en castellano. ¿Para qué han de leer nuestros libros? Más cómodo es negar su existencia".

Al respecto Tuberville, refiriéndose a los defensores de la Inquisición sostuvo que:

"Les asiste también la razón al repudiar la extendida opinión expresada en la frase de Prescott de que España era un país «en tinieblas», y que en la época en que la Inquisición tenía más poder, España era, a consecuencia de su intolerancia, un país de ignorancia y oscurantismo. Esta idea es una grotesca parodia de la realidad, y sólo puede basarse en el desconocimiento de los hechos, puesto que lo cierto es que el siglo XVI es la época de mayor gloria de España, tanto en la esfera del pensamiento como en la de la acción. Salamanca y Alcalá se contaban entre las ilustres universidades de Europa. De los humanistas de Europa ninguno, salvo el mismo Erasmo, fue más brillante que Juan Luis Vives, tan admirado por aquél. Francisco Sánchez no fue menos distinguido. Francisco de Vitoria, predecesor de Grocio, Domingo de Soto y Francisco Suárez, fueron los más grandes maestros en la jurisprudencia de su tiempo, y este último «prodigio y oráculo de esta época», como se le llamó, fue filósofo y teólogo. Hubo también destacados pensadores entre los jesuitas españoles, como Molina y Fonseca. En las letras clásicas, teología, filosofía y derecho, España dio algunos de los hombres más originales y destacados del siglo. La época siguiente puede haber sido una era de decadencia política; pero no fue una cultura decadente la que creó Don Quijote, los más grandes poemas de Lope de Vega, los dramas de Calderón y las obras maestras del Greco, Rivera y Velásquez".

Julián Juderías añadía con respecto al papel e influencia que le cupo desempeñar al Santo Oficio, con una mayor dosis de vehemencia y convicción pero no falto de razón, que:

"No creemos que influyó tampoco de la manera que se dice en el desenvolvimiento intelectual de los españoles, y no lo creemos por la razón sencilla de que los tres siglos de Inquisición corresponden precisamente al período de mayor actividad literaria y científica que tuvo España y a la época en que más influimos en el pensamiento europeo. Todo eso que se suele decir de que nuestra intolerancia levantó una barrera entre España y Europa son cosas que ya no creen ni los niños de la escuela. Las traducciones de obras españolas de todo género que se hicieron en el extranjero, hasta en las naciones más remotas, como Suecia y Rusia, demuestran precisamente lo contrario. Tampoco creemos que la Inquisición persiguiera a los sabios por ser sabios, ni que los merecedores de este nombre perecieron en la hogueras inquisitoriales…".

En cuanto a las formas de circulación de los libros prohibidos señalaremos las siguientes:

1. Instrumentos empleados:

Comerciantes y vendedores ambulantes;

Eclesiásticos autorizados y otras personas de la misma condición que en ocasiones o sistemáticamente las prestaban a individuos no autorizados;

2. Ocasiones especiales:

Por transmisión de herencia;

En las ventas de libros de difuntos;

3. Medios:

Obras expurgadas que en realidad no lo habían sido.

En lo que respecta a los poseedores de libros prohibidos estos solían ser:

1. Eclesiásticos autorizados por el Santo Oficio;

2. Particulares, principalmente de la clase media, que contaban con la respectiva licencia del Tribunal, así como otros que, sin tal condición, igualmente los poseían;

3. Mercaderes (hasta 1706 no existe ninguna mención de libreros en Indias);

4. Libreros;

5. Funcionarios de gobierno;

6. Médicos.

Durante los primeros siglos de funcionamiento del Tribunal predominaban las obras de carácter religioso situación que cambió en la segunda mitad del siglo XVIII en que destacaron las de carácter filosófico y político. Aun así la censura inquisitorial hispana abarcó permanentemente los siguientes tipos de escritos:

1. Heréticos: es decir aquellos que iban directamente contra la fe católica;

2. Injuriosos: los contrarios a la Iglesia, las autoridades eclesiásticas y las órdenes religiosas;

3. Políticos: los que eran, en alguna forma o manera, contrarios al monarca o al reino;

4. Supersticiosos: los que difundían supersticiones;

5. Filosóficos: los contrarios a los dogmas católicos; y,

6. Los elaborados por autores indiscutiblemente católicos, de los que sólo se expurgaban algún o algunos párrafos que podían motivar interpretaciones dudosas e incitar a la herejía.

Cabe destacar que la Inquisición española no era enemiga de la cultura. Por el contrario, era una de las principales conservadoras de la misma y de una civilización con marcada mentalidad religiosa, producto de la propia historia española. El Santo Oficio ayudó a conservar no sólo la Religión Católica sino, inclusive, sirvió para promover la producción intelectual. Numerosos inquisidores fueron protectores de los más importantes genios de entonces: fray Diego de Deza respaldó a Cristóbal Colón; Cisneros, fundador de la Universidad de Alcalá -editor de la primera Biblia políglota y de las obras de Raimundo Lulio- fue protector de Nebrija, de Juan de Vergara, de Demetrio -el cretense- y de los helenistas del renacimiento español; asimismo, Alfonso Manrique, se constituyó en defensor de Erasmo; Fernando de Valdés, fundó la Universidad de Oviedo; Bernardo Sandoval promovió a Miguel de Cervantes y Vicente Espinel. Por su parte Lope de Vega fue familiar del Santo Oficio; Rodrigo Caro consultor; y, en líneas generales, los funcionarios del Tribunal estuvieron entre las personas más doctas de su época.

En el siglo XVIII la principal actividad que quedaba al Santo Oficio -cuando era ya más que evidente su decadencia- era la censura; sin embargo, ni siquiera esta estaba del todo bajo su dominio. La Inquisición era libre de publicar listas condenatorias de libros pero la mayor parte de la verdadera censura estaba bajo el control del Consejo de Castilla. El poder del Consejo para otorgar licencias le había sido concedido por primera vez en 1544, lo que fue reafirmado en 1705 y 1728. Años más tarde, Fernando VI reforzó los poderes de censura del Consejo de Castilla haciéndolo absoluto e invariable respecto de todos los impresos.

La mayor diferencia que podemos encontrar entre los primeros y los últimos índices del Tribunal radica en que, en el primer caso, la principal preocupación se centró en los escritores protestantes y otros herejes. Estos índices estaban llenos de nombres de teólogos secundarios que habían incurrido en la censura. En el segundo caso, en cambio, eran más políticos que teológicos y nos muestran al Tribunal actuando principalmente como institución política, defensora del orden público.

Durante el reinado de Carlos III, una cédula librada el 16 de junio de 1768 afirmó el control civil de la censura y estableció reglas liberales por las que se concedió a los autores el derecho a ser oídos antes de procederse a la censura de sus escritos. Además, se permitía la circulación de estos hasta que se hubiera emitido el respectivo dictamen. Sin embargo, todas las prohibiciones debían ser aprobadas previamente por la corona. Finalmente, en 1773 se privó a los obispos del derecho de conceder el imprimatur, el que se reservó al gobierno. Por lo tanto, todo el aparato de control y censura pasó a manos de seglares que, en general, solían ser intelectuales bien informados, miembros del Consejo de Castilla.

Estas eran manifestaciones del espíritu que alimentaban el despotismo ilustrado hispano. Además, paralelamente, el desarrollo de las ciencias llevó a la multiplicación de las concesiones de licencias para leer textos prohibidos.

"La difusión de textos científicos así como las publicaciones de los nuevos descubrimientos médicos, químicos, etc., hace que la mayoría de los profesionales médicos y farmacéuticos de España, se inquieten e intenten participar de estos grandes adelantos. Recurren por ello a la solicitud de esas licencias y bien con carácter individual o con un sentido colectivo piden al Consejo de la Inquisición que le sea lícita la tenencia de textos referentes a las últimas investigaciones de sus respectivas áreas de trabajo".

Los sangrientos sucesos acontecidos en Francia, a raíz del estallido revolucionario, hicieron variar esta situación. En 1789 Carlos IV, alarmadísimo por el giro que tomaban los asuntos en el vecino país, llegó a la conclusión de que los principios revolucionarios eran heréticos per se. La Inquisición, actuando rápidamente bajo este parecer, ordenó que todos los periódicos, al igual que el resto de literatura subversiva proveniente del otro lado de los Pirineos, fuesen entregados a sus representantes. Resulta evidente que la intención principal de tales medidas era evitar que los desórdenes sociales y las revueltas se extendiesen también a España. Así, fueron razones esencialmente vinculadas a la defensa de la tranquilidad y el orden público -razones de Estado o políticas- las que llevaron a revitalizar la censura en sus diversas formas, incluyendo, por supuesto, la ejercida por el Santo Oficio. Reiteramos, la Inquisición no centró su censura en obras científicas, como se suele creer comúnmente, pues el cristianismo no sólo no fue un obstáculo para las ciencias sino sentó las bases de su desarrollo:

"Entenderlas solamente partiendo de su separación de los poderes religiosos significa olvidarse de su unión elemental con la forma de entender al mundo creado por el cristianismo. Con su forma de pensamiento religioso por primera vez se presenta en la historia una actitud espiritual, en la que el ardor de la vivencia emocional y el rigor del conocimiento se amalgaman en una nueva unidad. El pensamiento abstracto-teórico, que no había recibido impulso alguno en la cultura politeísta, ante la simple visualización de los dioses, o que fue tratado con desconfianza por el sentimentalismo de la vivencia religiosa, como en la Iglesia oriental, o que se agotó en la especulación trascendente, como en el budismo, aquí por primera vez recibió la magnífica tarea de formar el elemento de unión de aquel sistema ordenado que abarcaba a Dios y al mundo. La escolástica emprendió la tarea de crear aquella Summa, que debía señalar su posición respectiva determinada en el universo a la naturaleza, a la vida social, al Estado y a la economía. Con la adopción de principios de la filosofía antigua el cristianismo medieval creó así aquella forma de pensamiento abstracto-especulativa orientada hacia el todo del cosmos en la que se basa nuestra ciencia moderna. Esta fundamentación es decisiva para su entendimiento y no debería haber sido ocultada por la posterior independización de los métodos. Jamás una simple separación de ataduras religiosas habría ya puesto en movimiento este desarrollo, si su suelo no hubiera sido preparado para ello. Así también sólo en terreno del cristianismo occidental se llegó al desenvolvimiento de una ciencia con orientación universal y determinada por lo teórico-racional. Hoy ya no podemos ver a la ciencia como mero oponente de lo religioso. Más bien encuentra ella misma su última condición original en aquella forma de pensar cristiana metafísica de la que nacieron las ciencias empíricas en transición continua".

 

 

 

 

Fernando Ayllón Dulanto

Partes: 1, 2
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