Mauro camina apresurado, la luz de los relámpagos iluminan a intervalos el sendero-"de seguro no habrá luna"–pensó.
La lluvia y el viento se dejaron sentir con más fuerza, cimbrando a los frailes y pirules que, como fieles guardianes, se levantan imponentes a la orilla del río.
Las parvadas de filomenas con sus graznidos nerviosos revoloteando las gigantes ramas de aquellos árboles y el aullido de los perros, forman un coro lleno de presagios. ¡Señal de muerte!- aseguran los abuelos-.
Para Mauro todo esto no existía, ni siquiera el intenso frío. Su atención esta fija en el carro estacionado al final del camino, justo al borde del río. Repentinamente la tormenta y el viento pararon. Luego, un silencio largo, doloroso, se dejó sentir.
Nada perturbaba aquel silencio. Una espesa neblina se empezó a formar en el ambiente; aún así, Mauro pudo distinguir dos hombres. Uno de ellos le resulta tan familiar, que no quiso pronunciar el nombre para no herirse el pensamiento.
Detuvo bruscamente su paso cuando los hombres bajaron "algo" del carro, "algo" que Mauro ya no quería ver. Corrió hasta un pirul y trepó en él;
Conforme ascendía, su corazón empezó a latir apresuradamente. Como una ráfaga de aire helado se repitió en su mente todos los sucesos que empezaron precisamente unas horas antes, cuando bajó del cerro a cumplir el encargo de la abuela.
Se acomodó en una rama y cerró los ojos. No quería ver más, pues sabía bien lo que vendría; luego gritó con toda la fuerza que le daban sus pulmones.
¡Naaahual!….¡yaaa estoooy listooo!, Déjate veniiiir… ¡Aquí está mi mano chingadooo!…¡quiero mirarte la jeta!.
Fuertes espasmos lo sacuden. Su mirada se pierde en el infinito; una gruesa capa de espuma amarillenta escapa por sus labios. La delgada camisa empapada de sudor se pega en su cuerpo dejando notar su extrema delgadez
– ¡vamos Mauro, dame la mano!- escuchó–.
Abrió la boca para jalar aire y enseguida lanzó un último grito. ¡Abuelitaaa! –
El eco retumbó por las cuatro paredes de la habitación en penumbras y enseguida escapó por la puerta que en esos momentos se abría.
¿Qué pasó, ya le hizo efecto la inyección?- Si doctor ya casi- respondieron en coro los dos hombres que levantaban aquel cuerpo flácido.
– ¡Vamos muchachos! Llévenlo a la sala del electro shock es el único que falta. Ah, y no se les olvide cambiar los focos del pasillo cuatro, con la sesión de ayer, reventaron.
Esta noche, como cada semana, llega el psiquiatra a cumplir su rutina. Como cada semana desde 15 años atrás, Mauro siempre era el último.
¿Cuántos focos se fundirán hoy?.
Afuera la luna empezaba a salir.
Autor:
Juan Manuel Guzmán
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