Pero estas polémicas no cesaron con la muerte de Marx y la desaparición de la I Internacional, ellas continuaron a lo largo de los años en los cuales Engels sobrevivió a Marx y existió la II Internacional, hasta que ésta también terminó por desaparecer a comienzos del siglo XX debido a las múltiples diferencias ideológicas y políticas entre el oportunismo y el chauvinismo de los viejos dirigentes socialdemócratas europeos y el nuevo bolchevismo de los revolucionarios rusos: entre otras cosas, por las políticas que debían seguir los socialistas frente al problema de la autodeterminación de las naciones, o la conducta que debían adoptar estos partidos frente a la primera guerra ínter-imperialista del año 1914. Según denunciaban los bolcheviques, los partidos socialdemócratas dominantes en la II Internacional hacían un uso dogmático del marxismo, al mismo tiempo que se contentaban con la proclamación solemne pero oportunista de la "igualdad de derechos de las naciones", "encubriendo el hecho de que, en el imperialismo, en el que un grupo de naciones minoritarias vive a expensas de la explotación de otro grupo de naciones, la "igualdad de la naciones" es un escarnio para los pueblos oprimidos" (Stalin, 1977, pp. 68-79). Como era lógico suponer, esa perspectiva de marcado carácter internacional y obrerista, pero al mismo tiempo prejuiciada y utilitaria de los movimientos nacionales, que predominó en la II Internacional, terminó por entregar completamente las banderas del nacionalismo a manos de la burguesía quienes entonces pudieron utilizarlas hábilmente y con entera exclusividad. Por lo demás, según la opinión de autores como Geoff Eley (2003), esta situación no sólo se presentó con las banderas nacionalistas, sino también con muchas otras reivindicaciones [9].
En una tercera etapa, las ideas marxistas relacionadas con la "cuestión nacional" [10] fueron desarrolladas y sistematizadas por Lenin, tomando en cuenta las condiciones históricas de la época del imperialismo y de las luchas coloniales que le tocó presenciar. Según destacaba Stalin (op. cit.), la cuestión nacional del periodo de la II Internacional y la cuestión nacional del periodo del leninismo distaban mucho de ser lo mismo: En primer lugar, con el leninismo ?decía Stalin- "la cuestión nacional dejó de ser una cuestión particular e interna de los Estados [europeos], para convertirse en una cuestión general e internacional, en la cuestión mundial de liberar el yugo del imperialismo a los pueblos oprimidos de los países dependientes y de las colonias". En segundo lugar, "El leninismo ha ampliado el concepto de la autodeterminación, interpretándolo como el derecho de los pueblos oprimidos de los países dependientes y de las colonias a la completa separación, como el derecho de las naciones a existir como Estados independientes". Tercero, "El leninismo ha hecho descender la cuestión nacional, desde las cumbres de las declaraciones altisonantes, a la tierra, afirmando que las declaraciones sobre "la igualdad de las naciones", si no son respaldadas por el apoyo directo de los partidos proletarios a la lucha de liberación de los pueblos oprimidos, no son más que declaraciones hueras e hipócritas".Y cuarto, "El leninismo demostró que el problema nacional sólo puede resolverse en relación con la revolución proletaria y sobre la base de ella" (p. 68 y subs.).
No obstante esto, para Lenin el nacionalismo seguía siendo una reivindicación esencialmente burguesa, aunque de acuerdo con su nivel de desarrollo suela manifestarse de maneras diferentes. Según sus propias palabras: "el principio de la nacionalidad es históricamente ineluctable en la sociedad burguesa y, teniendo en cuenta esta sociedad, el marxista reconoce plenamente la legitimidad histórica de los movimientos nacionales" (Vilar, 1982). Veamos como Lenin sustenta teóricamente su posición:
En el curso de su desarrollo el capitalismo se enfrenta con dos tendencias históricas en lo que a la cuestión nacional respecta. La primera consiste en el despertar de la vida nacional y de los movimientos nacionales, la lucha contra toda opresión nacional, la creación de estados nacionales. La segunda, en la multiplicación de las relaciones de todo tipo entre las naciones, en la destrucción de las barreras nacionales y la creación de la unidad internacional del capital, de la vida económica en general, de la política, de la ciencia, etc.
Estas dos tendencias constituyen la ley universal del capitalismo. La primera domina al principio de su desarrollo, la segunda caracteriza al capitalismo ya maduro y que va hacia su transformación en una sociedad socialista. El programa nacional de los marxistas tiene en cuenta ambas tendencias, defendiendo, en primer lugar, la igualdad de las naciones y de las lenguas, la oposición a privilegios de cualquier tipo a este respecto (propugnando también el derecho de las naciones a la autodeterminación), defendiendo, en segundo lugar, el principio del internacionalismo proletario y de la lucha intransigente contra el contagio por parte del proletariado del nacionalismo burgués, por muy refinado que sea. (Citado por Vilar, op. cit., pp. 179-180).
La idea de Lenin era que el movimiento nacional de los países oprimidos no debía valorarse "desde el punto de vista formal, desde el punto de vista de los derechos abstractos, sino en un plano concreto, desde el punto de vista de los intereses del movimiento revolucionario y de los resultados prácticos dentro del balance general de la lucha contra el imperialismo". Ahora bien, al igual que sus predecesores Marx y Engels, la posición de Lenin no sólo se debía a una cuestión de conveniencias para la revolución proletaria, sino que también respondía a la desconfianza que sentía frente a la conducta política exhibida por la burguesía durante las diferentes revoluciones democrático-burguesas y de independencia nacional en la Europa de mediados del siglo XIX. Como ya se sabe, en todas estas revoluciones la burguesía utilizó la combatividad de la clase obrera para su propio beneficio, pero una vez logrados sus propósitos, temerosa frente a la fuerza y posibilidades de esta clase, siempre terminó por traicionarla, reprimiéndola a sangre y fuego, pactando con la monarquía o llamando a las tropas extranjeras que habían arruinado a su patria (Lenin, 1980). En consecuencia, tal como lo planteaban estos clásicos marxistas, la demanda de la autodeterminación siempre estaba subordinada a la lucha de clases y a la perspectiva de la revolución proletaria, pues, sólo la unión internacional del proletariado podía darle la fuerza suficiente para liberarlos de la explotación del capital y, con ello, abolir la explotación de una nación por otra.
Es evidente que estas tesis de Lenin fueron mayormente aplicadas en lo que se refiere a las políticas de apoyo y solidaridad con los movimientos de liberación nacional de los pueblos coloniales y dependientes. Asimismo, se destaca el reconocimiento que se hizo a la autonomía de las repúblicas que llegaron a conformar la Unión Soviética, algunas de las cuales, por cierto, ayudó a crear. Sin embargo, no puede decirse lo mismo sobre la actitud asumida por sus sucesores (desde el mismo Stalin hasta Chernenko) con los países socialistas del Este de Europa, a los cuales la URSS liberó del salvaje dominio nazi pero terminó sometiéndolos cual potencia imperialista [11]. Tal vez sería de gran interés especular si acaso ese cuestionamiento al "principio de las nacionalidades" y la relativización de las políticas internacionales (la llamada "real-politik"), junto a otros factores internos ya conocidos, también coadyuvaron a la pérdida de credibilidad y al colapso del llamado socialismo "real" en el este de Europa. Pero este último punto es tan extenso y complejo que rebasa el propósito del presente estudio.
"Como el comercio no conoce fronteras nacionales y el fabricante insiste en tener el mundo como mercado, la bandera de su nación tiene que seguirlo y hay que echar abajo las puertas de las naciones que están cerradas ante él. Las concesiones obtenidas por financieros deben ser salvaguardadas por los ministros de Estados, aun cuando en el proceso se ofenda la soberanía de las naciones poco dispuestas a ello. Hay que conseguir o plantar colonias, con el fin de que ningún rincón útil del mundo pase inadvertido o quede sin utilizar". Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos, 1919. Cit. en Chomsky, On Power and Ideology, p. 14.
Desde que el economista inglés Hobson publicara su obra en 1902 no han dejado de desarrollarse estudios sobre el concepto de imperialismo, que desde finales del siglo XIX comenzó a caracterizar y dominar progresivamente el desarrollo económico y político de la humanidad. En estos estudios se ha debatido, por ejemplo, si el concepto se corresponde o no con una determinada organización social o etapa histórica ?el esclavismo, el feudalismo o el capitalismo; si sus causas responden a motivaciones económicas o políticas; si el imperialismo es uno sólo o existen varios imperialismos; incluso se llegó ha plantear una recia discusión entre quienes sostenían la posibilidad de que al final se diera un acuerdo entre los países imperialistas, el llamado "ultraimperialismo" de Kautsky, y quienes como Lenin negaban la posibilidad de algún acuerdo duradero.
Debe advertirse que aquí nos referimos concretamente al actual imperialismo capitalista, al que algunos historiadores también llaman nuevo o moderno imperialismo (ejem: Harrison, et. al., 1996). Los criterios empleados para definir el imperialismo varían según las escuelas y las ideologías (Lichtheim, 1972). De acuerdo con Harrison y sus asociados (p. 182), las explicaciones más tempranas para el nuevo imperialismo fueron económicas. En 1902 Hobson arguyó que el nuevo imperialismo se había originado en el capitalismo industrial en general y en los capitalistas financieros influyentes en particular. Por su parte, Hilferding estableció en 1910 una vinculación entre el imperialismo y el capital financiero, con especial referencia a los grandes bancos de inversión. Desarrollando aún más las ideas anteriores, Lenin argumentó en su famosa obra El imperialismo fase superior del capitalismo, publicado en 1916, que la acumulación y la competencia capitalista producían monopolios, que se veían forzados a buscar en ultramar nuevas áreas para explotar. Su argumento básico era el de que la industrialización demandaba mercados cada vez más amplios, al mismo tiempo que se incrementaba la necesidad de materias primas y la búsqueda de nuevas oportunidades de inversión lucrativas. Que todo esto traía aparejada la tendencia a la dominación y no a la libertad. Particularmente se intensificaba también la opresión nacional y la tendencia a las anexiones, esto es, a la violación de la independencia nacional [12].
Por supuesto, desde que los autores clásicos como Hobson, Hilferding, Kautsky, Bujarín, Rosa Luxenburg, o Lenin, entre otros, escribieron sus tesis el imperialismo ha cambiado, y en algunos aspectos el cambio ha sido muy importante, sin embargo, tal como apunta Atilio Boron (op. cit., p. 28)), a pesar de sus mutaciones, los atributos fundamentales del mismo siguen existiendo y oprimiendo a pueblos y naciones, y sembrando dolor, destrucción y muerte. Pese a los cambios conserva su identidad y estructura, y sigue desempeñando su función histórica en la lógica de la acumulación mundial del capital. Es por ello que después de más un siglo de desarrollo todavía podemos leer que:
El imperialismo, la dominación económico-política y la explotación de los países por medio de la penetración, la intervención y/o la conquista militar es la fuerza dominante en la historia contemporánea. Regiones enteras de la Europa del Este, la desaparecida URSS, África, el Sur y el Centro de Asia así como Latinoamérica han sido convertidas en neo-colonias, colonias o esferas de influencia de los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón (James Petras: www.rebelión.org, 2006).
Por otra parte, están los historiadores que enfatizan los aspectos políticos del fenómeno. Según Lichtheim (op. cit., p. 15)), el término "imperialismo" lo que denota es una relación: concretamente la relación entre una potencia que domina y controla y quienes se encuentran bajo su dominio. No tiene sentido ?afirma este autor- investigar si "corresponde" a tal o cual forma de organización social ?feudalismo, capitalismo, socialismo, o lo que sea- el alentar o el permitir la agresión externa contra Estados más débiles. Lo único que importa a los interesados es la posesión o la pérdida de hecho de su libertad. Si un país se ve invadido por una potencia más fuerte y sus instituciones políticas son destruidas o reestructuradas, dicho país se encuentra bajo el dominio imperial, cualesquiera sean las circunstancias políticas del caso, y tanto si la transición es calificable de "progresiva" o de "reaccionaria" como si no, según el canon de interpretación histórica que se adopte. Análogamente -dice Lichtheim-, es posible que haya ingerencias en la soberanía por medios diplomáticos, mediante tratados o mediante presiones económicas. Un país atrasado al que se le impida por ley desarrollar su industria sufre una pérdida de soberanía que no es menos real porque sea invisible para quien lo contempla. Lo que cuenta es la relación de dominio y sometimiento, que es la esencia de todo régimen imperial.
Volviendo a la exposición de Harrison, debe anotarse que otros historiadores, que también difieren de las interpretaciones económicas, arguyen que la clave para el nuevo imperialismo radica en los nuevos estilos de política y diplomacia, así como en el nacionalismo de las potencias europeas. Señalan que el estallido del nuevo imperialismo ocurrió poco después de la unificación de Italia y Alemania y durante un período en el cual el nacionalismo estaba desarrollándose por toda Europa. Este nacionalismo ?según esos autores- se convirtió en una nueva batalla competitiva por el prestigio internacional entre las naciones del Occidente, el cual se extendió dentro de las áreas no occidentales después de 1880. Sin embargo, parece obvio que este argumento del nacionalismo como causa fundamental del imperialismo si no es interesado por lo menos luce extremadamente candoroso. Ya hemos anotado más arriba que entre las condiciones para que una nación, en la Europa de mediados del siglo XIX, fuese reconocida como tal eran no sólo las dimensiones de su población y territorio sino también su capacidad de expansión y desarrollo, lo que llevó a unos cuantos países a realizar agresivos esfuerzos por anotarse y clasificar en semejante competencia, pero está históricamente comprobado que cuando los diversos ejércitos europeos marcharon hacia tierras extranjeras bajo las banderas y consignas patrias siempre lo hicieron con el claro propósito de conquistar territorios, recursos y mercados para el beneficio de sus propias economías y apetitos imperiales. De tal manera que privilegiar al nacionalismo para relegar las fundamentales causas económicas del imperialismo nos perece un vano intento de ocultar las causas con pretextos.
Claro está que, como destaca Lichtheim, "no hay imperio completo sin un credo imperial en manos de su clase gobernante y un sentido correspondiente de dependencia por parte de sus súbditos". Dentro de este credo ocupa un lugar destacado la relación que se estableció entre el imperialismo como movimiento y la teoría y práctica del nacionalismo. Al respecto, Lichtheim aclara que el imperialismo como movimiento ?o, si se prefiere como ideología- se aferró al nacionalismo porque no se podía disponer de ninguna otra base popular. Aunque también se puede dar la vuelta a esta afirmación al observar que el nacionalismo se transformó en imperialismo dondequiera se le ofreció la oportunidad. Cabe aducir ?continúa este autor- que el patriotismo popular se vio corrompido sistemáticamente cuando se puso al servicio del movimiento imperialista, pero la velocidad con que se realizó la transformación sugiere que no se hubo de superar ninguna resistencia profunda, ni siquiera en Francia, en donde la Revolución había engendrado una fe democrática y universalista en la unidad esencial de la humanidad (op. cit., p 52).
Ciertamente, ese "patriotismo popular" no sólo fue importante en la primera fase del imperialismo europeo, cuando fue utilizado como argumento para las guerras interimperialistas en ambos conflictos mundiales, o como pretexto para las intervenciones coloniales, sino también en las fases posteriores del imperialismo emergente norteamericano, el cual, en su creciente expansionismo, ha sabido soliviantar en múltiples ocasiones el ánimo patriótico y el orgullo nacional de su pueblo para conseguir su apoyo, ya sea para la defensa de su territorio frente a reales o supuestas amenazas como para las numerosas invasiones que este imperio ha llevado a cabo en todo el mundo, bajo el argumento de "la defensa de sus intereses nacionales": Los "intereses nacionales" para los Estados Unidos son los intereses del Estado y las Corporaciones Internacionales norteamericanas, los de las Élites y Estados clientes, así como también los recursos naturales estratégicos para el imperio ubicados en cualquier parte del mundo.
Otro elemento importante del credo imperialista ha sido el de un pretendido "Destino Manifiesto" de sus naciones. Según esta doctrina, que surgió durante la era colonial, toda "nación histórica" que se respetara en el mundo occidental tenia como destino el asegurar y expandir sus fronteras, tanto en el Continente europeo como allende los océanos y mares, para así poder adelantar en el mundo su "alta misión civilizadora". Este destino histórico de las naciones imperiales era otorgado, por supuesto, por la más importante entidad Divina. En el siglo pasado ?relata James Petras (2004)-, los ingleses describían el saqueo de Asia y África como parte de la "tarea del hombre blanco" de llevar la civilización a los "pueblos oscuros". Y, obviamente, tras esta misma "misión moralizadora" andaban también los imperialistas franceses, alemanes, belgas, holandeses, españoles y portugueses.
Tampoco debe olvidarse aquí la doctrina del "Destino Manifiesto", también llamado "Histórico", utilizado por los regímenes fascista, nazi y falangista de mediados del siglo XX. En esta doctrina se hacia una extraña y contradictoria amalgama de nacionalismo revanchista, de retórica "socialista", de ideología antiliberal y racista (en el caso del nazi-fascismo), con una serie de ideas patrioteras, anticomunistas y religiosas (en el caso del falangismo). Como es por todos conocido, con esta doctrina se dio sustento ideológico a una alianza que fundamentalmente perseguía conquistar su respectivo "derecho a un espacio vital" entre las naciones imperialistas, lo que causó dos grandes guerras mundiales con decenas de millones de muertes e incuantificables pérdidas materiales.
En los Estados Unidos la doctrina del "Destino Manifiesto" sostiene que el pueblo norteamericano en su calidad de pueblo elegido tiene el destino manifiesto por Dios para triunfar históricamente y defender los principios de libertad y democracia en el planeta [13]. Esta doctrina justificadora de marcado tono moralista pero evidentemente falsa ha servido a los gobiernos imperialistas estadounidenses, tanto de los demócratas como los republicanos, para ocultar durante mucho del tiempo sus reales intenciones de expansión económica, política y militar. Para este propósito cuentan los Estados Unidos con la construcción de todo un Imperio y su respectivo Estado Imperial.
El Estado Imperial norteamericano ?aclara Petras (2006)- está constituido por tres grandes componentes, cada uno con su específico conjunto de actividades y extensiones en la "sociedad civil" en el extranjero. El primer componente está enfocado hacia las actividades políticas, ideológicas, diplomáticas y culturales, usualmente asociadas con el Departamento de Estado. El segundo componente son las agencias económicas nacionales como los Departamentos del Tesoro, Comercio, Agricultura, y los representantes de los Estados Unidos ante los organismos financieros internacionales, como el FMI o el BM. El tercer componente es el aparato militar y de inteligencia, como el Pentágono y la CIA, los cuales usualmente pero no siempre actúan en conjunto con los componentes económicos y políticos. Este Estado Imperial ?sigue Petras- está en todo momento organizado para expandir y defender los intereses económicos de la clase dominante, promocionando y creando las oportunidades para la inversión, ventas, ganancias, pagos de préstamos e intereses a escala mundial. También opera para crear un ambiente político óptimo para asegurar las ventajas económicas por encima o en contra de los adversarios y competidores nacionales e internacionales. El Imperio no reconoce fronteras, rechaza las soberanías nacionales excepto cuando éstas se ajustan a sus propios intereses, declara la supremacía de sus leyes y el derecho a perseguir a sus adversarios en cualquier lugar y en cualquier momento ?el principio de "extraterritorialidad". Un elemento adicional de este principio imperial es la doctrina de la guerra ofensiva permanente (eufemísticamente llamada "guerras preventivas"), diseñado específicamente para asegurar una indiscutida dominación mundial.
De acuerdo con el bien documentado estudio del periodista argentino Roberto Montoya, intitulado El Imperio Global (El Ateneo, 2003), el presupuesto militar de Estados Unidos para el año 2005 sería mayor que el de todas las naciones del mundo juntas. Es el país que más intervenciones militares unilaterales realizó desde finales del siglo XIX hasta la actualidad; es el financiador e instigador por excelencia de Golpes de Estado y dictaduras militares en todo el mundo; es el entrenador de las fuerzas represivas más crueles y el rey de las "operaciones encubiertas" y las "guerras sucias". Son más de 140 países los que cuentan en su suelo con fuerzas militares de Estados Unidos, incluyendo "asesores" militares y avanzadas de fuerzas especiales. Este país (Estados Unidos), mientras que esgrime su credo imperialista y le impone unilateralmente al mundo la extraterritorialidad de sus propias leyes, es al mismo tiempo el mayor violador de leyes internacionales; de hecho no ha refrendado ninguna.
Evidentemente, esta combinación de visiones mesiánicas y neoconservadoras sobre la supremacía permanente de las naciones imperialistas, de fanatismo religioso, racismo y xenofobia que caracterizan sus políticas de estado, aunado al uso demagógico del poder del nacionalismo, forman un cóctel letal que ha intoxicado a más de un gobierno fascista, causando al mundo graves crisis y múltiples guerras con el terrible saldo de irreparables pérdidas humanas, materiales y ambientales. Sin embargo, esta experiencia negativa del nacional-imperialismo no debe ser utilizada para satanizar y negar el derecho justo de las naciones más débiles a defender sus habitantes, culturas, territorios o sus bienes y recursos. En este sentido, debe quedar claro que aquí existe una diferencia radical entre estas dos situaciones: el nacional-imperialismo es expansivo, en cambio, el nacionalismo antiimperialista y revolucionario es fundamentalmente defensivo. Es por eso que el primero de ellos se mostró siempre en la historia con toda su carga e imagen de chocante agresión hacia otros pueblos; mientras que el segundo apareció luego, precisamente como defensa ante esa agresión expansionista y conquistadora. Sin embargo, es el nacionalismo revolucionario y antiimperialista el que recibe los ataques más recios por parte de los intelectuales y políticos llamados liberales. Por ejemplo, para estos "liberales" las barreras sociales y legales que los países desarrollados ponen a los extranjeros o inmigrantes se justifican en un nacionalismo "legítimo" y "racional", pero cuando otros Estados, particularmente los subdesarrollados, aplican semejante barreras a los ciudadanos o intereses de las metrópolis imperiales, entonces estas medidas son acusadas de un nacionalismo "exacerbado" o "radical". Es como dice Eduardo Galeano: "El patriotismo es, hoy por hoy, un privilegio de las naciones dominantes. Cuando lo practican las naciones dominadas, el patriotismo se hace sospechoso de populismo o terrorismo, o simplemente no merece la menor atención". [14]
- El Imperialismo y "la defensa de los intereses nacionales": El Estado Imperial
- El Reformismo y el nacionalismo liberal: el Estado corporativo.
"Ya es hora de que los industriales alemanes actúen en el sentido de la resurrección nacional de la patria, hacia la que convergen hoy en día todas las fuerzas, a fin de que el trabajo nacional llegue a ser reconocido en todos los gabinetes y en todas las cámaras, en toda la prensa y entre el pueblo como uno de los pilares básicos de nuestra vida nacional. Su propio interés y el interés de la patria son, en último término, idénticos." En el Congreso de los economistas alemanes de 1862. Cf. Pierre Vilar, op. cit., p. 170.
En el siglo XVIII el liberalismo se desarrolló como una de las ideologías más importantes e influyentes, expresando un conjunto de ideas acerca del mundo y de cómo debiera ser según los intereses y las creencias de la entonces nueva clase emergente: la burguesía industrial y comercial, los profesionales y los intelectuales liberales. Según explica J. B. Harrison, las raíces del liberalismo se extienden pasando por la Revolución francesa y la Ilustración hasta el siglo XVIII. Los teóricos fundamentales son numerosos, pero destacan hasta nuestros días las figuras de Locke, Montesquieu, Kant, Rouseau, Humbolt, Constant, Hegel, Kelsen, etc. Sus banderas fundamentales son las libertades civiles y económicas instituidas por la democracia parlamentaria. Sin embargo, y en particular en la primera mitad del siglo XIX, los liberales no eran demócratas, pues estos deseaban limitar el derecho al voto sólo a los poseedores de riqueza y a los educados. Sólo más tarde, al final de ese mismo siglo, y sobre todo bajo la presión de las clases trabajadoras empezaron a favorecer el sufragio universal. Un rasgo distintivo de esta ideología es que en la base del liberalismo está siempre la creencia en la preeminencia del individualismo y la competencia como principios del desarrollo social y económico (J. B. Harrison, op, cit., p. 117).
De acuerdo con Harrison, durante la primera mitad del siglo XIX los liberales, por lo general, también eran nacionalistas, dado que en ese momento ellos se interesaban por liberar a las gentes tanto del absolutismo del Estado feudal como del dominio extranjero, así como les preocupaba la defensa y expansión de sus mercados nacionales. Además, la creación de una economía industrial moderna parecía requerir una unificación nacional, y esto parecía compatible con la soberanía popular, el gobierno constitucional y los derechos del pueblo. Sin embargo eso no siempre fue así. Al igual que las alianzas entre las diferentes clases sociales y fuerzas políticas que se enfrentaban al conservadurismo, las alianzas entre el liberalismo y el nacionalismo fueron por conveniencias y, por lo tanto, muy frágiles. Una vez las fuerzas revolucionarias llegaban al poder, los intereses de los varios grupos eran muy divergentes para sostener estas alianzas, lo que les ocasionó importantes derrotas por parte de la restauración conservadora (Ibídem).
A finales del siglo XIX, después de la unificación de Alemania e Italia, y también a medida que la burguesía y la economía capitalista se hacían en todas partes determinantes, las alianzas entre el liberalismo y el nacionalismo se fortalecieron. De acuerdo con Harrison, en las décadas siguientes a 1861 las dos nuevas naciones-estados se unirían a la competencia por los asuntos internacionales, promoviendo así una tendencia que había llegado a ser real en Francia durante 1850 y 1860. El nacionalismo contribuiría también al nuevo imperialismo de finales del siglo XIX, el cual, a su vez, incrementaría más el poder de la nación-estado y, con el tiempo, ayudaría a extender el nacionalismo no occidental (Ibídem).
El nacionalismo también continuó jugando un papel destacado en la primera mitad del siglo XX, período que comprende tanto las dos crisis más importantes del capitalismo como las dos grandes guerras mundiales. En este período los Estados y las diferentes fuerzas sociales tuvieron que definir sus políticas nacionales frente a los problemas económicos originados por las crisis depresivas, los enormes gastos de guerra y las amenazas del fascismo. Así entonces, nuevamente, el nacionalismo se hace importante aunque diverso: De una parte se encuentran las fuerzas reaccionarias que se hacen del poder en Alemania, Italia, Japón y otro países, agitando un nacionalismo de derechas y revanchista, entre otras cosas producto de las derrotas en la Primera Guerra, que reclaman su derecho a un "espacio vital" entre las naciones imperialistas; Y, por otra parte, surgen los Frentes nacionales y populares, que unen en precaria y temporales alianzas tanto a liberales como socialistas, creadas y dirigidas a enfrentar las agresiones del eje nazi-fascista.
Posteriormente, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo también se vio reforzado al tener los Estados europeos que implementar de manera temporal pero necesaria políticas proteccionistas y de bienestar para superar la debacle social y económica que produjo la guerra. Para tal fin se instrumentó un nuevo Estado dirigido a conformar una situación de equilibrio o compromiso entre las diversas fuerzas sociales, para así poder llevar a cabo esas políticas de bienestar social sin tener que recurrir a soluciones revolucionarias. Este nuevo Estado se denominó "corporativo" en razón a la triangulación de intereses y decisiones que se efectuó entre el Estado, las empresas capitalistas y los sindicatos. Geoff Eley (op. cit., p. 316) explica que este corporativismo: "Produjo un sistema de "capitalismo reformista o dirigido" que ocupaba un lugar central para el trabajo organizado al tiempo que evitaba el socialismo como tal". Así, durante este periodo de la posguerra, varios partidos políticos en el poder, como por ejemplo los laboristas ingleses, emprendieron políticas de nacionalización de algunas industrias y servicios, aunque después estas empresas fueron revertidas al sector privado cuando cambió el panorama económico y los conservadores regresaron al poder. De tal manera que estas políticas proteccionistas y de bienestar, junto a las luchas por la descolonización del Tercer Mundo, que se concretaron al terminar la guerra, enfrentaron una vez más a los nacionalista con los antinacionalistas liberales hasta que finalmente, superada la contingencias de la posguerra, los intereses de las transnacionales y de los liberales conservadores se recuperaron para volver a copar nuevamente el escenario mundial.
Más reciente, propiamente durante los últimos quince años, ha surgido una postura que promueve un nuevo tipo de nacionalismo, también llamado liberal. Según la enciclopedia libre Wikipedia [15], el nacionalismo liberal es un tipo de nacionalismo defendido por algunos filósofos políticos quienes creen que puede existir una forma de nacionalismo que no sea xenófobo y sí compatible con los valores liberales de libertad, tolerancia, igualdad y derechos individuales (ejem: Tamir, 1993; Kymlicka, 1995; Miller, 1995). Ernest Renan (1882) y John Stuart Mill (1861) son considerados como los primeros nacionalistas liberales. A menudo, los nacionalistas liberales defienden los valores de la identidad nacional, expresando que las personas necesitan de una identidad nacional para poder sostener una vida con significado y autonomía (Kymlicka, op. cit.). Asimismo, que las políticas liberales democráticas necesitan de una identidad nacional para que ellas puedan funcionar adecuadamente (Miller, op. cit.) y, según estos autores calificados como "nacionalistas liberales", únicamente en el seno del Estado-nación hay alguna esperanza de implementar los principios democráticos liberales.
Asimismo, los llamados nacionalistas liberales difieren y marcan distancia de los liberales conservadores en torno al problema de las migraciones. Debido al desmembramiento de algunas naciones del este de Europa, así como al éxodo de algunas poblaciones depauperadas del Tercer Mundo, se ha producido una crisis severa en los mercados de trabajo pero también un auge de los prejuicios y la xenofobia en muchos de los países altamente desarrollados: Probablemente, esta realidad lacerante haya llevado a un sector de intelectuales liberales a sensibilizarse y reconocer los derechos que tienen las minorías nacionales. De acuerdo con la lectura que puede hacerse del trabajo de estos filósofos liberales (véase el escrito de J. Vergés, ya citado), una de las ventajas que tendría el nacionalismo liberal sobre el liberalismo antinacional sería que el primero "puede justificar" la importancia de adoptar la perspectiva nacional en materia de ciudadanía y de justicia distributiva, partiendo de una justificación de las "obligaciones o deberes asociativos" que se tiene con los propios conciudadanos frente a las minorías nacionales y los inmigrantes; mientras que el liberalismo antinacionalista no tendría argumentos válidos para dar ningún paso en el sentido de "reconocer y justificar" los problemas creados por las políticas de los Estados frente a esas minorías nacionales.
Sin dudas que el haber llegado a ese "reconocimiento" de la exclusión y la desigualdad ya es algo importante, sin embargo, el problema básico aquí no es el de poder o no poder "reconocer y justificar" la desigualdad y la exclusión de las minorías, ni tampoco aplicar paños tibios mediante simples reformas y retoques a las políticas excluyentes de los Estados, dado que la experiencia ha demostrado tercamente que las posturas moralistas y las simples reformas no bastan porque ellas no resuelven radicalmente las causas de los problemas y, además, son fácilmente revertidas con cada cambio de gobierno conservador. Por lo tanto, aquí debe quedar claro que ninguna de las formas de liberalismo da respuestas convincentes ni soluciones certeras al problema estructural de la explotación y la exclusión creada por el capitalismo, ni al problema del imperialismo y su poder de sometimiento y expoliación de los países semicoloniales, que son en fin de cuentas los factores que originan de manera determinante el atraso, la miseria y el éxodo de los pobladores.
- El Proyecto popular-revolucionario y el nacionalismo integrador: La Patria para todos.
"La patria [?] es el sentimiento del amor, el sentimiento del compañerismo que vincula entre sí a todos los hijos de aquel territorio. Mientras uno solo de vuestros hermanos no esté representado por su voto en el desarrollo de la vida nacional [?], mientras uno solo vegete sin educación entre los educados [?], mientras uno solo, siendo hábil y deseando trabajar, languidezca en la pobreza por falta de trabajo [?] no tendréis una patria tal como debería ser: la patria de todos y para todos". Giuseppe Mazzini (1805-1872). Cf. Las Ideas Políticas: D. Thomson (comp.), Labor S.A., Barcelona, 1967. p. 153.
En lugar de un modelo acabado, realmente se trata en este caso de proyectos nacionales diversos pero que han implicado cambios revolucionarios en las condiciones económicas y sociales de la humanidad; cambios, además, donde el pueblo como actor histórico ha jugado un papel fundamental. No obstante las modificaciones estructurales que evidentemente han sufrido estos elementos en cada etapa histórica, tanto en las características de los cambios como en la composición de clases y fuerzas sociales que los han impulsado, ellos serían los dos componentes fundamentales que definen a estos movimientos nacionales como verdaderas revoluciones populares. Este factor popular sería además un elemento referencial básico para definir las diferentes vías y el carácter democrático que puede seguir determinado proyecto nacional: Así, por ejemplo, si el cambio se gesta desde abajo, o sea, desde el nivel de las masas populares mayoritarias, generalmente se considerará esta opción como un verdadero movimiento popular-democrático; pero, si el cambio es impuesto desde arriba, es decir, desde las instancias del Estado, siempre se verá esto como una solución autoritaria donde determinadas minorías terminan por suplantar la soberanía popular; Otra posible vía, no exenta de ejemplo históricos, sería una conjunción de ambos factores, una relación dialéctica entre el arriba y el abajo, donde el Estado y las masas populares se unen para desarrollar acciones revolucionarias de manera concertada y corresponsablemente.
Por ejemplo, entre los primeros movimientos nacionales exitosos se encuentran la formación de Suiza (siglos XIII y XIV) y la independencia de los Países Bajos (siglos XVI y XVII). Estos procesos independentistas tuvieron una gran importancia histórica debido a que ellos marcaron el comienzo de toda una era de "construcción nacional" en Europa, sin embargo, se considera que estos movimientos no revistieron propiamente las características de populares debido a que los mismos se realizaron desde arriba y en favor de minorías privilegiadas ligadas a intereses mercantiles, en el primer caso, o a intereses religiosos, en el segundo. Igual se puede decir de la gran revolución inglesa del siglo XVII (1648-1688), por cuanto en este caso se trató básicamente de una lucha entre las elites por la reorganización del sistema político existente, de manera que la monarquía, el parlamento y los derechos dinásticos "ajustaran cuentas" a favor del capitalismo.
Otra revolución importante, que también suele mostrarse como popular, fue la independencia de los Estados Unidos de América a finales del siglo XVIII (1776-1781), cuando la gran burguesía exportadora, los colonos agrícolas y pequeños comerciantes de las ciudades, autodenominándose "el pueblo" (pero con la exclusión de los trabajadores pobres de las ciudades y los campos, los esclavos negros, los indios aborígenes, es decir, del llamado "pueblo llano"), se rebelaron contra Inglaterra proclamando la libertad de comercio y las libertades individuales formales, características y necesarias para el régimen de la libre empresa que ya había logrado la metrópolis, o sea, el capitalismo (véase: Juan Brom, 1975).
A continuación, cerrando el mismo siglo XVIII, estalla en Europa la Revolución Francesa (1789-1799). Esta revolución es considerada, con razón, el momento clave del ascenso de la burguesía europea al puesto predominante en la sociedad y en el Estado. Pero además, por la gran variedad de clases y grupos sociales involucrados, así como por la diversidad de objetivos planteados, los historiadores tampoco presentan objeciones en considerarla como una revolución popular, democrática y también, de hecho, una revolución nacional. De acuerdo con Rogers Brubaker (op cit.), estos múltiples significados de la Revolución Francesa se fundamentan en que, entre otras cosas, ella creó el estado nacional así como el marco social y legal necesarios para el ascenso de la sociedad burguesa; estableció la igualdad ante la ley y la consolidación del derecho legal a la propiedad privada; institucionalizó y delimitó formalmente la igualdad civil y los derechos políticos; inventó la institución y la ideología moderna de la ciudadanía, así como también articuló la doctrina de la soberanía nacional y unió los conceptos de ciudadanía y nacionalidad.
La revolución francesa inaugura así el gran ciclo de las revoluciones liberales y nacionalistas del siglo XIX. Intercaladas por períodos de derrotas y restauración conservadora, insurrecciones obreras y revueltas campesinas, ya para finales de aquel siglo las ideas liberales habían alcanzado, bien sea por medio de revoluciones violentas o gracias a soluciones negociadas con el viejo régimen, una serie de victorias en varias partes del mundo. En algunas de ellas, el movimiento liberal se combinó con las tendencias nacionalistas y emancipadoras [16]. En otras fue simplemente un movimiento político dirigido a trastocar las instituciones impuestas por la restauración. El primer período, entre 1789 y 1830, comprende la fase democrática-revolucionaria de la burguesía europea, cuando al rebelarse contra el viejo régimen absolutista esta clase social supo combinar sus intereses particulares con las diferentes aspiraciones políticas, sociales y económicas de otras clases sociales, como la pequeña burguesía radical-republicana, los obreros revolucionarios, los campesinos conservadores, desarrollando así una alianza que bajo su liderazgo se identificó como el pueblo soberano, la voluntad general o "la unidad de la Nación entera". Era la época del patriotismo republicano francés, que unía al pueblo como reunión voluntaria de individuos en un territorio determinado y bajo un contrato social.
Pero en el segundo período, que comprende los años 1830 y 1849, se manifiestan profundas transformaciones en la situación económica y social de Europa. La revolución burguesa y la revolución industrial, con su acelerado desarrollo capitalista, acentuaron de tal modo las diferencias de clases que se produjo una verdadera escisión entre los ideales sociales y económicos de las diferentes clases. Esta situación de choque de intereses de clase, fundamentalmente entre la burguesía y el proletariado, que se presentó ya a mediados del siglo XIX, entre muchas otras cosas dieron como resultado la ruptura de aquellas concepciones democráticas-unitarias de pueblo que predominaron en períodos anteriores y que utilizaban los diversos sectores de la burguesía europea para describir ciertas fuerzas sociales opuestas a los sectores dominantes del clero y la aristocracia. Entonces el uso de la palabra ?pueblo? iba desde una concepción democrático-burguesa, que era utilizada desde el anterior periodo revolucionario, hasta otra concepción liberal-burguesa posterior pero mucho más limitada. Aquí los conceptos de nación y nacionalidad normalmente se vinculaban a los prerrequisitos de identidad territorial y lengua; pero, no obstante los matices, en ambos casos y durante casi todo el siglo XIX, el uso del término pueblo sólo se limitaba a aquellas personas que estaban habilitadas políticamente por ser éstas connacionales, tener patrimonio, ser cultas y además por pertenecer al sexo masculino.
Por otra parte, también existía una amplia gama de grupos constituidos por intelectuales y obreros identificados con el socialismo, desde utópicos hasta marxistas, para quienes la palabra pueblo debía referirse básicamente a las clases trabajadoras. Particularmente, los marxistas han utilizado la palabra ?pueblo? como una categoría socio-política, pero advierten que la experiencia histórica de las revoluciones europeas del siglo XIX ya revelaron las contradicciones existentes dentro de ese concepto y demostraron el hecho histórico de que la sociedad está básicamente dividida en clases sociales, y que, en todo caso, de usarse este término, debe entenderse que las partes integrantes fundamentales que componen ese pueblo son las clases trabajadoras, formadas por el proletariado y los campesinos sin tierras [17].
Más tarde, posterior al concepto jacobino de pueblo soberano utilizado durante la revolución francesa, y el de proletariado originado por el socialismo marxista a mediados del siglo diecinueve, los teóricos liberales de la burguesía pusieron en juego el concepto hegeliano de sociedad civil, como un término que teóricamente designa todos aquellos sectores de la sociedad distintos al Estado, pero que en la realidad consiste de una serie de personajes y organizaciones no gubernamentales, mayormente pertenecientes a las clases medias y altas, que por su naturaleza elitista evitan o no se sienten incluidas dentro del amplio pero esencialmente revolucionario concepto de pueblo.
Ahora bien, al mismo tiempo que se desarrollaban las anteriores definiciones sobre los agentes del cambio, también se operaban cambios sustanciales en la conducta política de estos sujetos sociales. Por un lado, la burguesía europea ya no volvería más a unir sus objetivos de lucha con los de la clase obrera, todo lo contrario, ahora el combate fundamental era precisamente entre la burguesía y el proletariado. Por otra parte, de las experiencias de Hungría y Alemania entre 1848 y 1850 (que resultaron de la acción oportunista de la burguesía y la derrota de las insurrecciones obreras) los socialistas derivaron la lección fundamental de que, de allí en adelante, la revolución futura o cualquier movimiento de emancipación nacional en Europa solamente podría apoyarse en la lucha de clases y en un programa socialista [18]. En efecto, los resultados de los movimientos inicialmente populares y nacionalistas en Italia y Alemania entre 1850 y 1860 y en los Balcanes entre 1870 y 1913, que terminaron siendo escamoteados por la burguesía monárquica, así como la insurrección fallida y cruelmente reprimida de 1871, una vez más en París, parecían apoyar las tesis socialistas.
Sin embargo, no fue hasta ya comenzado el siglo XX con la victoria de la revolución rusa de 1917, en plena guerra imperial, que se tuvo por primera vez la oportunidad de unificar bajo las banderas del socialismo la lucha por la liberación nacional con la emancipación del pueblo trabajador. Con este acontecimiento, se daba entonces inicio a un nuevo ciclo de revoluciones populares y movimientos de emancipación nacional en casi todo el mundo. Algunas de estas revoluciones comenzaron siendo básicamente de carácter agrario, como las revoluciones en México y Centroamérica, pero debido a la reacción de la oligarquía criolla como a la intervención del imperialismo, en este caso el estadounidense, ellas terminaron siendo además revoluciones nacionales y antiimperialistas. Otras que comenzaron siendo de liberación nacional en contra el colonialismo, ya sea europeo, japonés o estadounidense, evolucionaron políticamente y terminaron en el siglo XX adoptando un programa socialista, como en China, Vietnam, Corea del Norte, y más reciente Cuba. En países como la India y otras colonias o semicolonias asiáticas, y de un buen número de países árabes y africanos, se impusieron las ideas nacionalistas enfrentadas al colonialismo y el neocolonialismo; aunque muchos de estos procesos independentistas también recibieron la influencia de las ideas socialistas. Adicionalmente, en la segunda mitad del siglo XX también se presentaron otros tipos de movimientos nacionalistas en diferentes países del Tercer Mundo. Mayormente de origen económico o militar estos movimientos tuvieron, sin embargo, poca audiencia y duración en estos escenarios debido fundamentalmente al carácter impreciso o reformista de sus programas. Pero, en general, se puede afirmar que el siglo XX se caracterizó por ser el siglo en el que se concretó el triunfo de los movimientos por la descolonización y el socialismo en una importante fracción de este planeta.
Pero, igual como sucedió en siglos anteriores, entre los años finales del siglo XIX y comienzos del XX se habían operado ciertos eventos de tal importancia que cambiaron las condiciones de vida y producción de los pueblos en todo el mundo: Las sucesivas revoluciones industriales y científico-técnicas habían ampliado y modificado las características del sistema capitalista y de sus medios de producción en todo el mundo desarrollado, al mismo tiempo que una enorme concentración de capitales financieros e industriales hicieron posible los grandes monopolios por ramas industriales y de servicios dando así origen al fenómeno del imperialismo. Estos cambios, obviamente, tuvieron sus efectos en las prácticas productivas y políticas del siglo XX, así como sobre la estructura y funciones de las clases sociales. Siguiendo la ley fundamental de la concentración del capital y la obtención del mayor volumen de ganancias, el capitalismo ya desarrollado o imperialista lo que logró fue aumentar significativamente la diversificación del trabajo, así como explotación y exclusión de un número cada vez mayor de personas, de tal manera que las diversas franjas de oprimidos se diversificaron y segmentaron en todas las esferas (ingresos, cultura, especialización, profesiones). [19]
Desafortunadamente para la causa del socialismo y para el movimiento emancipador de las naciones en todo el mundo, aquellas tempranas advertencias como las que hicieran Victor Serge [20] y muchos otros, respecto a que las condiciones económicas habían cambiado, que la lucha de clases había perdido el esquematismo del siglo pasado, y que por lo tanto el establecimiento de nuevos regímenes respondía imperativamente a los intereses de las masas humanas, mucho más amplias que las masas obreras, no fueron escuchadas por los principales partidos socialistas del siglo XX. Contradictoriamente, algunos de estos partidos, como los de la URSS y las "democracias populares" del Este de Europa, insistieron dogmáticamente en una serie de principios que ya habían perdido buena parte de la sintonía con las características del nuevo siglo. Este dogmatismo, junto al burocratismo y el partidismo que les son propios, no sólo llevaron a que se perdiera el carácter popular o "soviético" inicial de la revolución, sino que también asfixiaron el gran desarrollo logrado por el campo socialista en importantes sectores, tales como el industrial, científico, cultural, social, médico y educativo, lo que finalmente terminó con a la implosión de esta experiencia socialista y la restauración del capitalismo en esos países.
Otras experiencias socialistas como las de China, Vietnam, o Cuba, también hoy se debaten entre el dogmatismo o la aplicación de algunas reformas necesarias para poder adaptarse a los nuevos tiempos, como también para poder enfrentar la agresividad del imperialismo, situación que ha producido muchas especulaciones acerca de la fuerza y los resultados que podrían tener estas tendencias internas. Pero cualquiera que sea el resultado, es obvio que ni el dogmatismo ni el reformismo solucionarán los problemas que se le plantean al mundo en general y al socialismo en particular en este nuevo siglo XXI. El dogmatismo, por una parte, sólo aporta un cartabón rígido frente a realidades cambiantes y constante evolución, tiende a la parálisis mental cuando lo que se requiere es la creatividad y la voluntad para adaptarse a los cambios, contamina a su vez el cuerpo social y político llenándolo de tal cantidad de taras y vicios que también terminan por paralizar su accionar. El reformismo, por otro lado, sólo son paños tibios a males mayores, o reacciones esporádicas y circunstanciales a problemas estructurales y de larga data. Obviamente, tanto la consecuencia en los principios como las reformas coyunturales son necesarias, en ciertas circunstancias, pero limitarse e insistir en una u otra vía y no presentar una solución adecuada y definitiva de los problemas, de acuerdo con las experiencias históricas, siempre conducirá a la permanencia o a la reanimación del problema fundamental, que en este caso y para el socialismo sería la permanencia o la restauración del capitalismo. Evidentemente, son las soluciones creativas y revolucionarias las que deben tener la prioridad, porque mientras el dogmatismo paraliza el reformismo no logra cambios radicales en las condiciones que originan los problemas, es decir, en las viejas estructuras socio-económicas de la nación y en el poder que las sustentan.
Pero los proyectos populares con inspiraciones socialistas parecen estar lejos de haber sido definitivamente derrotados; hoy también otros países comienzan a transitar caminos distintos al capitalismo y a ensayar nuevos rumbos hacia proyectos integrales de emancipación nacional y social. Algunos lo hacen de una manera incipiente y otros con mayor definición. Pero a diferencia de un modelo con pretensiones de universalidad y homogeneidad como el que impuso el eurocentrismo, incluyendo el socialista, del siglo XX, estos nuevos proyectos procuran reconocer las realidades singulares que revisten a cada época y cada pueblo. En este sentido, hoy generalmente se reconoce que:
El desarrollo de la Nación está indisolublemente ligado al proceso histórico mundial. Sin embargo, las condiciones históricas y materiales en las cuales se gesta cada nación son contingentes, originales y cada sociedad debe tratarlas y transformarlas de acuerdo a sus intereses particulares y a su nivel de desarrollo sociohistórico" (Mario Sanoja e Iraida Vargas, 2005).
Una condición que ya era advertida por Antonio Gramsci por allá en los años treinta del siglo pasado, cuando al respecto escribía que:
En realidad, la relación "nacional" es el resultado de una combinación "original" única (en cierto sentido) que debe ser comprendida y concebida en esta originalidad y unicidad si se desea dominarla y dirigirla. Es cierto que el desarrollo se cumple en la dirección del internacionalismo, pero el punto de partida es "nacional" y es de aquí que es preciso partir (A. Gramsci, 1972; véase el texto completo en el anexo de este estudio).
Siguiendo estas advertencias, hoy los movimientos nacionalistas populares y revolucionarios en casi todo el mundo parecen definirse, en mayor o menor medida, en torno a esas importantes consideraciones. Si se desea observar un ejemplo significativo de este tipo de nacionalismo, entonces leamos algunos puntos de la siguiente declaración:
El nacionalismo popular revolucionario es para recuperar la nación para las clases populares, expresa la conciencia nacional de las mayorías para darle sentido unificado a sus luchas por la liberación nacional contra el imperialismo y contra la burguesía cómplice de cada país?
El protagonista del proceso de liberación nacional y social es el Pueblo. De ahí el carácter popular del nacionalismo revolucionario (?) El carácter popular conlleva lo democrático en su seno, la participación de las mayorías como protagonistas de un cambio revolucionario solo es posible en el marco de la libertad, de la participación y decisión de las mayorías?
El nacionalismo popular toma sentido cuando la lucha popular asume la construcción de la nueva sociedad: el socialismo. Las profundas transformaciones económicas, políticas y sociales necesarias son inviables bajo el sistema de explotación capitalista?
Para los revolucionarios lo nacional es una condición necesaria para potenciar lo internacional del socialismo (?) La base del auténtico internacionalismo es la lucha real y efectiva contra el sistema burgués imperialista en el propio país, -si bien la liberación nacional y social se consolida a nivel mundial se va arribando de revolución en revolución; existe entonces un ligazón interrelacionada entre las revoluciones nacionales y la revolución mundial? ("Principios y objetivos". Página oficial del Movimiento Revolucionario Oriental (MRO) del Uruguay. www.mro.nuevaradio.org/artículo…, 24-09-05. Consulta: el 23-10-07).
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