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Lo rural maravilloso en la narrativa de Guillermo Morón (página 2)

Enviado por enrique viloria vera


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  1. Redivivo regresa entonces el narrador a la aldehuela de sus mocedades trujillanas, lo primero que hace, luego de años de ausencia, es visitar la soleada plaza "frente a la Iglesia de San Rafael porque San Rafael es el patrón del pueblo" y escuchar regocijado el vuelo de las campanas de la Iglesia que al viento, con magistral oficio, echa Mano Suncia: "el Ángel del Señor anuncia como si fuera una rumbera a María, ya no suenan las campanas para las cuatro esquinas de la plaza sino que suben, calle arriba, por todo el pueblo, primero se meten en La Joya donde vive Trinidad hacedora de chimó, curvea el repique hacia el rumbo izquierdo, atraviesa la quebrada sin mojarse, alerta a Rafaela Cañizales que en ese momento saca una acema aliñada del horno, sigue por el empedrado que llena el gran recodo del pueblo dominado por las tiendas, pulperías y portones de los Lucena, los hombres de negocio se paralizan a la entrada de sus pulperías y ablandan el gesto, la canción campaneril de Mano Suncia sigue su camino por la mitad de la calle, detiene el torno de Don Diego Picón cuando remata tres trompos de guayabo ya listos para enclavar, las dos campanas se oyen en la Capilla del Calvario, donde Francisco Ochoa está sentado sobre la media pared de cemento a la espera del grito de la Negra Vargas es hora de cenar y el repiqueteo sube por los potreros del solar de Don Cleofe López hasta llegar a las Cuatro Esquinas; Santos Vargas endereza su silla, se pone de pie y también saluda el Ángel del Señor anunció a María, todo el pueblo se detiene, en los portones de las casas, en la escalera de las aceras de los Martos, en las pulperías, en las cocinas con fogón, en las plumas de agua que son dos en todo el pueblo, en la subida por el camino de la quebrada, paralelo y por detrás de la calle real, se santiguan las mujeres, se santigua Don José D’Apollo el letrado y consejero legal, se santigua el Coronel Paredes amigo y compadre del Teniente Vizcaya, los muchachos detienen los trompos delante de la casa de las Coronado que son un mujerío…"

    No hay caserío sin sus mujeres hacendosas y peculiares, las doñas y las misias que con su donaire, su garbo, su tolerancia, su apostura o su bondad, contribuyen a conformar la idiosincrasia del poblado, el espíritu del lugar, ese elemento inmaterial e intangible que se convierte a la larga en signo inequívoco de que se está en ese sitio y no en ningún otro. Morón así lo sabe y así lo registra: "Estaban las mujeres del pueblo. Se quiere decir aquí que sin las mujeres el pueblo no era el pueblo. El mujerío que se reúne en la misa, en aquella iglesita fundada por las mujeres (…) Porque son las mujeres las que llenan la vida del pueblo. Estaban doña Emeteria, doña Ramona, doña Chagua, doña Ezequiel, doña Catalina, mamá vieja sentada en su mecedora, en el zaguán, la bendición mamá vieja (…) Y Doña Josefina, doña Olga, Estefanía, Filadelfa, Honorina también doña, y doña Dolores, doña Amalia, doña Pascuala. Fíjate, todas las mujeres en fila para la misa de seis. Las mujeres, sin cuyas largas faldas, y el romantón, y las negras "andaluzas" para ir al templo no tiene nada de sabor el pueblo."

    Tampoco hay poblado trujillano: Boconó, Miticún, Guaramacal, Niquitao, Batatal, Motatán, Escuque, Betijoque y hasta el mismo Cuicas que no se precie de su quebrada de agua límpida, fría y jovial: "La Quebrada, ése es su nombre único y ésa es su presencia en la tierra fértil de la memoria, La Quebrada es el referéndum del pueblo, pues de ella, de su ruido diurno y de su murmuración nocturna, vive el pueblo todo; yo creo desde toda la vida que si no fuera por el permanente referéndum de La Quebrada este pueblo de Cuicas no existiría; si se fundó, fue para eso, para que La Quebrada le diera vida y viceversa, el pueblo se fundó, para darle existencia a La Quebrada:" Así que con todo el tiempo que un caserío sin prisas permite, el reaparecido andariego toma el camino de La Quebrada, de la suya, que no es como la Quebrada de San Miguel, ni la de Cote, ni la de Segovia, ni la de la Encomienda, pero tampoco nada tiene que envidiarles. Relata entonces nuestro visitante, transfigurado ahora en su fraterno Oscar, que: "Baja de su casa, por la bajada de frente a las Ramos, silba cuando pasa frente a donde vive el señor Manzanilla que le cortaron una pierna gangrenada, sin dormirlo, sólo borracho con el miche que le dio Don Virgilio para cortarle la pierna con cuchillo de matar reses, llega a la pulpería de Roque y se va por la pluma de agua, que está cerca de la quebrada, por detrás de las casas de la Calle Real, hasta enfrente de El Recreo, porque se ahorra camino por la vereda hasta llegar a la casa de Doña Eleuteria, la mamá de José Róger, Oscar va a jugar con el morrocoy de José Róger (…) El morrocoy de José Róger camina por el patio, con su concha como una jamuga de burro; el morrocoy de José Róger camina con Oscar encima, como si fuera un burro rucio, lo pasea por el patio, arre morrocoy, arre burro, arre mono, burrito, el animal levanta su lenta cabeza y camina despacio, con Oscar encima, sentado, por todo el patio de la casa de José Róger, cerca de la quebrada".

    Tiempo y más tiempo dedica el retornado vivo, y no como muerto para Cuicas, a jugar y jugar, a divertirse sin limitaciones. Se distrae con el morrocoy – burro ajeno, come guayabas verdes, con gusanos y sin ellos, se admira y comparte la habilidad de su amigo Pedro Carrasco, quien con su honda artesanal – "de goma gruesa de tripa de caucho, de caucho de camión, dos tiras de goma negra (…) se la fabricó él mismo, con cuero de res pelada, cruda, la honda para las piedras, una horqueta de guayabo cortada (…) alisada por el propio Pedro Carrasco, las gomas de caucho de dos jemes amarradas con guaral a las puntas de la horqueta" – calcula, apunta, se asegura, y ¡zás! dispara la guaratara para cazar a su antojo "conejos, perdices, arditas y pájaros de todos los colores de Cuicas y en todos sus caseríos, incluido Arenales."

    Cuando se aburre de tanto divertirse en la magnética quebrada, en la quebrada embrujada, hechizada, encantada, de su pueblo: "vos habéis visto los caballitos del diablo en el pozo de la quebrada cuando vais y cuando venís de Arenales a pie, o en burro, los caballitos del diablo revolotean siempre en la quebrada, se paran en las piedras resbalosas, se paran en las hojas de guaje, se pasean por las orillas del monte, revolotean encima del agua y se paran en el agua sin mojarse", Francisco, Oscar, Guillermo, el que antojado pretenda ser el escritor en esos intransferibles momentos de infantil evocación, se va a los matorrales del otro lado del pueblo a comer frutas de árboles de enrevesados nombres y prolijo color; con el cuidado debido para que no se peguen a su cuerpecito las garrapatas que se chupan, ávidas y desaforadas, la sangre de las vacas que pastean en los potreros vecinos, se encamina hacia los jumangales, cerca de Las Frutas Coloradas. Para llegar hasta allá, a ese pequeño paraíso en medio del edén de Cuicas, el narrador, baquiano experimentado, explica: "hay que bajar detrás de la casa del Calvario, por el camino de las vacas de Don Cleofe, pasar por debajo del manzanito que echa manzanitas amarillas (…) y más allá están los jumangues, las frutas coloradas, jugositas, dulces, los árboles como si fueran guayabos, pero colorados los troncos, las ramas, las hojas y los jumangues, cuando hay jumangues no hay manzanitas."

    Hasta el bienvenido cansancio infantil, una y otra vez, incesantemente, exhausto de felicidad, recorre alborozado el escritor los conocidos y circunscritos espacios urbanos del caserío para recrearse a sus anchas fuera de ellos, especialmente en las rurales cercanías, en sus encantados alrededores, en sus maravillosas proximidades: "el empedrado abarca como tres cuadras de la calle, aunque en este pueblo de Cuicas no se cuentan las distancias por cuadras (…) las distancias se cuentan por nombres, Pueblo Abajo, La Joya, El Quebradón, Pueblo Aparte, Pueblo Arriba, El Calvario que es por donde viven las Vargas, Campo Lindo y sigue hacia arriba, por el cerro todo el caserío, en el otro solar es donde está la memoria, aquella casita que construimos Mano Chuy y yo cuando éramos muchachos, para jugar de verdad…"

    Pero ninguna felicidad es eterna, invariablemente llega el momento de alzar velas, de decir adiós y dejar atrás ternuras, amores y afectos, la seguridad y la certeza de lo conocido, para coger el hatillo personal, los escasos bártulos, y partir solitario en busca de un mejor futuro que haga valedera la esperanza. Así un día de un mes de agosto, Francisco se despidió del pueblo de Cuicas. "Subió en el camión de estacas de Víctor Artigas. No se despidió de Celmira, ni del busto de Simón Bolívar. Cuando atravesó el puente por donde se van los cuiqueños para no volver jamás, vio a Juan Lucena tirado en el suelo, amanecido con moscas en la cara, muerto de tanta porquería bebida en el garito de Benita (…) Se lo comieron las moscas durante tres días con sus tres noches en las últimas vacaciones de Francisco en la casa de su pueblo trujillano, mucho juicio hijo mío dijo la maestra, tú eres pobre, pero honrado, trabaja mucho, estudia mucho, aquí estaré esperando tu regreso. Ya eres un hombre."

    Lustros después, estudiando mucho latín y griego en plena bruma londinense, el escritor compara inviernos y rememora el día de su partida de Cuicas para Carora: "no tienen hojas los árboles de Londres, en todo caso se secan por este tiempo llamado invierno aunque no llueva, lo cual es también una gran diferencia porque invierno allá en Cuicas significa lluvia, un aguacero del diablo, de día y de noche, llovió mucho en Cuicas cuando Francisco se fue del pueblo, como si se hubieran puesto a llorar, todo el día y toda la noche, mamá dijo en su carta que aquí comenzó a llover y no escampa, de triste que se puso todo el mundo por la noticia de aquella partida sin regreso; en los árboles pelones de Colville Garden, que se ven desde esta ventanita del altillo cuando hay luz, no cae la lluvia de Cuicas ni mis lágrimas de lejanía y soledad, sino que le caen encima las propias nubes llamadas curiosamente la nieve del invierno."

    En sus maduras recordaciones, Morón tiene también presente otros caseríos "con sus ringleras de casas de palma, muy poquitas, de paja brava casi todas", y, en especial, un rancherío que difícilmente alcanza la ya reducida categoría de caserío de la que goza con toda propiedad Cuicas y tantos otros de la comarca del escritor. En efecto, en la vivencia y opinión del escritor sobre Arenales, el trujillano, ese poblacho "de arenas secas, gruesas, amarillas", porque que en las sequedades de la geografía nacional hay otros Arenales esparcidos por estos senderos patrios que nada tienen que ver con este también caserío afectivo de nuestro narrador: "…Melanio es el más viejo del pueblo, suponiendo que este pedazo de pueblo de Arenales sea un pueblo y no un rancherío, bueno vamos a darle la importancia que tiene de caserío con sus cuatro casas grandes de tejas, un chiquero para los puercos que tampoco son muchos y un gran pajonal que sirve de potrero, para cuando llega un viajero con su caballo, o una mula, o tal vez un par de burros cargados con sal, quién sabe para qué sirve la sal, aquí comemos todo simple, hasta el caldito de caraotas con plátano sancochado nos lo comemos simple."

    Además de Cuicas es la villa Nuestra Señora de la Madre de Dios de Carora la población que convoca los recuerdos más sentidos y emotivos del escritor que hizo también de ella auténtica patria chica y orgulloso gentilicio estricto. Esa ciudad habitada por "godos grandes carajos, por cara – coloradas hijueputas", fue la que albergó tanto las travesuras naturales como las lecturas decisivas de nuestro narrador, quien a muy temprana edad "estuvo en la tienda de Polo a buscar un libro de Historia, los libros están apilados en la trastienda, sopotocientos libros, impresos en España, impresos en una ciudad que es la más grande de todas las ciudades fundadas por los españoles cuando fundaron también a Carora, llamada Buenos Aires."

    Carora se jacta de conservar intactos los mismos linderos desde su fundación, el 15 de octubre de 1569, así como de exhibir el linaje de unos apellidos – Riera, Zubillaga, Perera, Oropeza, Álvarez, Herrera y los que faltan para completar los veinte recogidos por el genealogista de la villa – que se mezclan entre sí, se entrecruzan una y otra vez, para dar origen a ese caroreño blanco, godo, colorado y peculiar, muchas veces genuino pero no legítimo: " de sangre azul conocida, cristianos viejos probados, ni turcos ni negros ni judíos ni indios ni protestantes, Jesús amén, sólo caroreños antiguos y principales " y nunca a los otros, los ilegítimos, los pecaminosos, "los hijos naturales ni los pardos del siglo XVIII que aunque se hacían pasar por honorables y blancos eran todos negros, descendientes de esclavos, que las familias les permitían usar sus nombres y apellidos."

    En fin, ese caroreño genuino, blanco y legítimo también se caracteriza por proferir palabras gruesas y agresivas, no necesariamente malas palabras, aunque sí gritadas: "como si tiraran pedrugones con la lengua." En efecto, recuerda el escritor: "cuando un Álvarez habla por el teléfono de manigueta desde la hacienda que tienen en El Blanco, en las cabeceras del río, se escucha el escándalo en Carora y en los pueblos vecinos, no necesitan usar el teléfono ni mandar recados para los peones, se ponen a gritar y todo el mundo se entera de que no llueve en la hacienda, que los pozos de agua están secos, de que esos carajos peones son unos perezosos, que si no aumenta el precio de la leche a esto se lo llevó el diablo, que cómo va a ser eso de dejar entrar al Club Torres a ese negraje de Barrio Nuevo, Carora se acabó, no puede ser, entonces nos tendremos que ir de aquí, los vozarrones de los Álvarez aumentan el calor de la ciudad, ah buena vaina, carajo."

    Carora es sinónimo de agobiante e inclemente calor – "continuo, día y noche, desde enero a diciembre, apenas bate el viento por la tarde, con cierto ruido de borrasca" – sólo comparable con el de los desiertos más inclementes del planeta: el conocido Sahara, el inquieto Sahel o el más lejano Gobi: "Porque lo que pasa lo sabe todo el mundo, aquí abajo en esta maldita tierra y allá arriba en ese maldito cielo, un cielo maldito, que no hace sino relumbrar, echar sol como si no tuviera otro oficio, como si en lugar de ser el cielo fuera el infierno." Francisco ha sudado ese calor, a chorros lo ha sentido correr por su pequeño y enjuto cuerpo de niño precoz, dotado de "unas nalgas poco atractivas, más bien flacas, los huesos se adivinan debajo del pantalón sin calzoncillos, carne magra, como un firulí el cuerpo pequeño de Francisco, pero reluciente el rostro, ágiles los movimientos, oscuros y brillantes como estrellas los ojos, el pelo negro, el perfil de su abuela materna, respingada la nariz, te pareces a Simón Bolívar le dijo la maestra Teresa Molero y desde ese día sus compañeros le pusieron chapa de oro con el está bien, Bolivita, hola Bolivita, Francisco tuvo que agarrarse de nuevo cuatro horas en El Pajón con Amorfiel Martínez para quitarse la chapa de encima."

    Un calor permanente y un río agazapado caracterizan a esa villa de Carora que Francisco se conoce de memoria, al dedillo, de pe a pa, en cada uno de sus detalles, de tanto recorrerla, caminando, dando brincos, saltando de una acera a la otra, a pleno sol o en la cómplice oscuridad de las sombras, volando ligero: "tomé la decisión de mirar desde arriba todas las casas, en vuelo despacio, no como los pájaros, sino agachado, agarradas las piernas con las dos manos. Pero la mano derecha, suelta para pasar por encima de las maporas de la plaza y más alto que la torre de San Juan", en fin, vagando a sus anchas por unas calles que conoce al pelo y que puede recitar, una a una, con los ojos cerrados, visitarlas de nuevo con la imaginación como si estuviera consultando un preciosista portulano o las vías mostradas en pantalla por el más eficiente buscador satelital. Rememora Francisco las calles de la ciudad de poniente a naciente: "la calle Bolívar, la Zamora, la Torres, la Carabobo (…) la calle de La Paz, la Miranda, la Democracia que le cambiaron el nombre, la Libertad que también le pusieron otro nombre por si acaso y no se alcen los caroreños son todos gobierneros, por eso hay que mudar los nombres federales de las calles transversales, la Calle Falcón, ¡quién ha visto! que es la primera cerca del río, paralela claro está a la calle del Comercio las dos capillas en sus puntas, luego la calle real y principal, que es la de San Juan, toda hecha con casas sagradas (…) la calle Bruzual quién será ése, la Sucre más arriba que no le han cambiado el nombre al Mariscal de Ayacucho, Monagas cuál de los dos será, debe ser el libertador de los esclavos, que nos echó ese tronco e vaina de dejarnos sin esclavos, la calle Federación ésa sí ya dejó de llamarse así (…), y la última que era la calle Independencia, porque de ahí para arriba ya es el trasandino y la carretera trasandina de tierra…."

    Pero no hay calle verdadera, genuina, sin sus habitantes y sus moradas, esas edificaciones, esas viviendas de particular estilo que le otorgan especial identidad a Carora, verdaderas casas sagradas que el escritor visita con ánimo de urbanista del espíritu, de antropólogo de la historia caroreña. Siempre dispuesto a trasladarnos vivazmente a la villa de sus afectos a través de sus emotivas evocaciones, Morón explica minucioso, detallista, reparón, que una casa sagrada caroreña tiene: "portón y anteportón, con lo cual se da existencia de presente al zaguán. Las casas sagradas de la ciudad, donde viven los godos, tienen todas zaguán (…) todas las casas caroreñas tienen y deben tener esa entrada entre el portón que es la puerta principal de la morada y el contra – portón o segundo portón que es la puerta con acceso final hacia el interior sagrado de la casa (…) en Carora hay como mil casas, unas doscientas serán casi sagradas, donde viven los blancos de la plaza, las diversas clases de godos, que unos son llamados Chuios y otros son llamados Chuaos, eso no quiere decir gran cosa sino que unos son más godos que otros, no es que sean más blancos ni más caracolorás, sino que lo hacen para pelear los puestos públicos."

    El sol y el calor de la ciudad son objeto de variadas y sudorosas imágenes que dejan su indeleble mancha sobre las páginas que garrapatea el escritor. Morón advierte con estricta crudeza acerca de las consecuencias fatales que pueden producir los furibundos rayos solares del cielo de Carora sobre cualquier mortal negligente o irreflexivo. Para que estemos prevenidos aconseja: "a las diez aprieta el sol, hay que llevar sombrero aludo porque de lo contrario se achicharra la cabeza y se pueden quedar los huesos pelados entre los tejos de la playa, como huesos de chivo muerto, se mueren de sed, se los comen los zamuros y se quedan los cachos en la cabeza pelada en un sitio, más allacita las costillas y por los lados, todos regados, los huesos de las patas, todos ruyíos, desmigados por el calor, por eso hay que ponerse sombrero de cogollo bien alón, para que el sol no haga de las suyas y lo convierta a uno en chivo muerto."

    Las villas poseen para temor de niños y adultos sus propios espíritus, sus apariciones o aparecidos, sus fantasmas: El Silbón, La Llorona "que llora inconsolablemente la muerte de su hijo muerto sin haber nacido porque ella misma le dio un gran manotón y el hombrecito (porque era macho, veis) le gritó desde adentro, ¿por qué me matáis antes de tiempo?", el hombre del carretón, El Salvaje, La Sayona, El Maniador, pero solamente Carora muestra con orgullo a su espanto fundamental y sin comparación: el mismo Mandinga, un demonio sin amarras, el propio Diablo que todavía anda suelto en Carora. A tenor de lo narrado por Morón, la presencia permanente y libertaria del diablo en la ciudad infernal se debe justamente al calor insoportable que la define y le es consustancial: "El calor se aposentó en la ciudad, el calor soltó al diablo, el diablo estaba bien amarrado en el solar del convento de Santa Lucía, el convento franciscano; allí lo había dejado tuerto Santa Lucía de un bastonazo que le dio, cuando el diablo entró al oratorio donde estaba la santa dedicada a sus oraciones (…), en el convento estaba amarrado el diablo desde cuando se fundó el convento, tuerto y amarrado con fuertes cadenas en el tronco de un cují seco, con el rabo mocho, un franciscano se lo pisó, cuando Santa Lucía le saltó un ojo de un bastonazo, y entre los frailes lo dominaron a palos, lo amarraron con las cadenas de amarrar negros y lo dejaron en el solar, amarrado, sin darle de comer, más de doscientos años estuvo el diablo amarrado en el convento, hasta que se soltó y la culpa la tiene el calor, porque el día en que se soltó el diablo en Carora hacía más calor que en el propio infierno, cómo haría de calor que los caroreños, se acostaron, desnudos, empapados en sudor, a las diez de la mañana, como si fueran las dos de la tarde, que es cuando se duerme la siesta después de almorzar mondongo de chivo, cabeza de ovejo, caraotas caldúas, lomo prensado, longanizas, tajadas fritas, suero, queso raspado, arepas, y un chocolatico caliente, como hacía tanto calor, los caroreños decidieron desayunar como si fuera el almuerzo y todo el mundo se echó en sus chinchorros a dormir la siesta con ese inmenso calorón, todas las barrigas caroreñas repletas de mondongo ocuparon los chinchorros, sin una gota de aire, caliente el sol, despiadado encima de las tejas, implacable en la plaza y en las calles, los árboles se quedaron pasmados de calor, un gran silencio entró a las casas sagradas, el silencio del calor y de la siesta, todo el mundo con la barriga desnuda, la paloma apagada, los brazos colgando fuera del chinchorro, el calor se hizo dueño de la ciudad, para que el diablo soltara sus amarras, para que el diablo endemoniara el convento, nueve muertos con calor y sudor dejó el diablo en Carora el día que se soltó y ya no lo han vuelto a amarrar, porque el convento se cayó, los godos de Carora expulsaron al último fraile y Santa Lucía se quedó ciega…"

    Sin embargo, otros entendidos en el asunto del Diablo de Carora como Don Pedro Nolasco de Álvarez dicen, en boca de Francisco y con los presuntos cachos del diablo bien sujetos en sus manos: "El diablo se soltó de sus cadenas. Y comenzó a realizar acciones heroicas, de muy diversa naturaleza. Para vengarse de Santa Lucía que lo había amarrado en el tronco del cují, en el patio de su convento, comenzó a poner ciegos a todos los curas de la ciudad, y principalmente al Padre Francisco Ramos, que era Doctor en cánones, para que no pudiera ver quién era quién y así mandara para el infierno a los inocentes y remitiera en sacos de lona a los culpables para el cielo; luego el diablo confundió a unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí. A unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí, como en efecto se mataron, los Alcaldes Ordinarios pasaron por las armas al Juez de Comisos y el teniente Justicia de la Compañía de Volante, que también era el Buenaventura, le dio de puñaladas a los presos, de tal manera que se armó la sampablera. Y también el diablo, sólo por fuñir, sin otra intención, comenzó a cogerse a todas las mujeres de la ciudad, de lo cual se aprovecharon algunos maricos viejos y sabios y otros maricos jóvenes e inexpertos para hacerse pasar por mujeres, sólo por aprovechar. De modo que el convento de la Consolación, fundado en el barrio de la Greda, donde la ciudad repetiría su propia historia, con casas y todo, tuvo muchas reclusas santas, hijas adulterinas del diablo. Nada de esto se puede decir en voz alta porque es absolutamente pecaminoso y forma parte del Capítulo Décimo titulado De las Prohibiciones y Fornicaciones en el Libro Secreto escrito con mucho cuidado, amor de Dios, santo celo y curiosa preocupación, por el Ilustrísimo Señor Obispo Don Mariano Martí, cuyo capítulo se refiere íntegramente a la ciudad de Carora visitada por el Obispo, inmediatamente después de la fecha en que el diablo se soltó en Carora."

    Sea como sea, cuéntese como se cuente, entiéndase como se entienda, nárrese como se narre, desde aquellos lejanos, confusos y aciagos días en el convento de Santa Lucía, ningún visitante de la villa pregunta por el Dios de la ciudad, sino por el distinguido, célebre, famoso y suelto, Diablo de Carora.

    Culminados con excelencia sus estudios en la ciudad donde el diablo continúa suelto: "yo soy estudiante de puros veintes en todo, también en conducta, aunque tengo que pelear en el recreo", más adulto, más persona, más seguro, con la indoblegable esperanza puesta, desde el instante mismo en que partió de Cuicas, en el logro de un porvenir diferente, el escritor, al momento de pasar por el Trasandino con destino a Caracas, en la parte alta de Carora, no quiso divisar la villa de su adolescencia: "no quería ver las casas sagradas, cuando sea rico y doctor volveré, dijo a los catorce años Francisco, camino de la flor amarilla del araguaney, la flor del araguaney es amarilla, florea el árbol todo entero, se caen las hojas y la flor amarilla llena frondosamente las ramas. La flor del araguaney se cae al suelo a los quince días. Sólo quince días dura la flor del araguaney. Francisco no tuvo tiempo de recordar su infancia."

  2. La maestra ejemplar

…y es en la pensión Bolívar donde vive la maestra más bella del mundo, la maestra de pelo largo, no se lo puedo

contar a mi mamá, porque es en la Pensión Bolívar donde vive y espera a Francisco, todos los días, la maestra

Teresa Molero.

Entre maestras y profesores discurrió, desde su propio nacimiento, la existencia del escritor, hasta llegar él mismo a convertirse en un maestro, en el sentido más estricto del vocablo, reconocido por la calidad y pertinencia de los múltiples y variados productos de su conocimiento e imaginación, como bien lo define el DRAE: "Dícese de la obra de relevante mérito entre las de su clase". Su mismísima madre, Doña Rosario, acunó, desde muy joven la vocación espiritual por el magisterio que luego, producto de las circunstancias de la muerte de la abuela de Guillermo Francisco, tuvo que ejercer anticipadamente y sin aviso previo.

Imagina el narrador una supuesta pero muy posible conversación de sus abuelos acerca del eventual destino de la hija, su madre: "La maestra de escuela no era todavía la maestra de escuela. En aquel tiempo era solamente la hija. No ve usted, doña Rosarito, que la hija no pasa sino en eso de leer todo el tiempo. Ya se leyó los libros que hay en la alacena y también los que están en la repisa (…) que te digo yo que esa niña va a ser maestra de escuela, mira tú que ya escribe versos y todo".

Esa pasión temprana por el saber, ese deseo irrefrenable de conocer, de adentrarse en la pulpa de las ideas, llevo a Doña Rosario, la madre de Francisco, a ser en el Colegio La Esperanza de Carora: "la única estudiante del sexo femenino, delante de todos los demás que eran varones, dos varas delante de la primera fila, con su camisón largo, de medio luto, con la cabeza cubierta con su media mantilla recogida en nudo al cuello como corresponde a una señorita decente, que usa botines y medias para ocultar, en lo posible todo el cuerpo y dejar descubierto solamente el rostro, reflejo de las virtudes de nuestra sociedad, católica, apostólica, romana, republicana y federal." Esa joven y talentosa estudiante era llamada por don Ramón Pompilio, el sempiterno maestro, "al frente, para que dé la lección rosa, rosae, rosarum."

Pero la fatalidad arriba, súbita, despeñada, el día menos pensado, y cambia el curso de ríos, rutas y vidas: "ya llega Zapata por el camino de Carache para dar el aviso, no necesita Zapata dar ningún aviso, trae la mala noticia escrita en su cara, el caballo trotón de Zapata (…) el caballo de Zapata trae pintada la mala nueva en la frente y en los ojos, y usted señorita, ha quedado marcada por la prematura muerte de su mamá".

Rosario la joven, la maestra anticipada, la madre después, doña Chayo para la familia. tuvo entonces que hacer pronta y efectiva la temprana y manifiesta vocación por el saber para convertirla abruptamente en docente oficio, todavía recuerda el escritor lo que le dijo sin reservas el boticario en Carora, no el de Cuicas: "usted lo conoce mamá, porque él me lo dijo el otro día, mírame a ese muchacho tan inteligente y tan estudioso, me dijo, también felicito a tu mamá que tenía su escuelita para niñas, allí mismito, cerca de mi casa en el Calvario, esa casita azul en la esquina de la calle Contreras."

Y casa tuvo también la madre maestra, la maestra madre, en Cuicas, sita en la misma orilla del empedrado de la calle se alzaba la casona siempre presta a recibir a las niñas del caserío para enseñarles el noble arte de leer la palabra, escribir el verbo y multiplicar el número a las hijas de Cuicas, a sus propios hijos y a las hijas de Don Armando, hermanas de Francisco: " porque papá era como era, doña Chayo, aquí le traigo esta muchachita de diez años para que usted me la críe y me la enseñe a leer y a escribir y también a rezar, esta muchachita la tuve yo antes de casarme con usted allá en Carora y como su mamá se murió en el filo de Curuviche, ella no puede vivir sola y así usted tendrá que criarla junto con los muchachos que todavía no tienen hermana ni creo que la van a tener, porque siempre es así, luz de la calle y oscuridad en la casa, se llama Teresa Villegas porque así es el apellido de su mamá y no tenemos para qué cambiárselo, cuando el hombre tiene hijos varones en el matrimonio, las otras mujeres le paren hembras, fíjese cómo en Carmen que también es hija mía allá en Carora cuando yo vivía solo, un día mi papá se alzó con una goda de El Tocuyo que le gustaba mucho, entonces la maestra de escuela no dijo nada y parió al quinto y último de los hijos cuando ya no se pare en ninguna parte, a los cuarenta y dos años, un muchacho para Don Morón cada dos años en la casa legítima."

Rememora Morón la casa – escuela de su madre en Cuicas, donde fue hijo y alumno a la vez: "No, no era una casa cualquiera. Tenía aquella inmensa sala como de cien metros, donde ella daba la escuela ¿Le recito yo primero la lección, doña Rosario? Está bien, Imelda, comienza tú, pero no por el cinco que ya te lo sabes muy bien, sino por el nueve, y entonces me atraganté toda con el condenado nueve que es tan difícil, nueve por nueve ochenta y uno. La sala tiene cuatro puertas, una para la calle, una para el patio del portón, una para las habitaciones donde duermen todos, una para el aguamanil. En el aguamanil hay una ventana para el patio de atrás, donde está la pluma de agua, que es el baño y el lavadero; y una puerta para el otro patio donde esta el anón. Desde el aguamanil se abre una trampa con escalera directa al comedor y a la cocina. Nadie tiene una casa como ésta, con un comedor que está debajo del aguamanil y que tiene otro patio con una tamaña piedra desde donde se ve toda la casa de las Ramos y todo el pueblo abajo (…) Fíjate bien porque no es una casa cualquiera."

Quien sí no tuvo casa para su escuela sino la llevó a cuestas, a lomo de sí mismo, por zanjones, quebradas y serranías, fue el maestro Eulogio Carrasco el que vivía "al lado derecho de la quebrada si vos venís desde las Cuatro Esquinas". El maestro ambulante, el docente portátil, el profesor itinerante, el buenazo del maestro Carrasco, más bueno que un amasijo y más dulce que pan de Tunja, "enseña a leer, escribir, contar y rezar, bien hecho todo, como Dios manda, porque ésos son los fundamentos de la instrucción. No tiene escuela el maestro; va de casa en casa, todo de dril blanco, el calzón y la blusa abrochada hasta el cuello, recio bastón de guayabo, como cayado, anteojos al aire, con zancadas llega a la puerta, buenos días niños, fíjate que no usa alpargatas, que el maestro Eulogio camina descalzo por ese piedrero del pueblo." Sin embargo, la superstición, el miedo, la murmuración, el misterio, pueden más que la buena voluntad y los afanes apostólicos, en Cuicas "hay una casa donde no entra el maestro Eulogio. (…) Hay grandes cuartos oscuros, hay una trilla dicen, y un patio, dicen, más grande que la plaza. Por la tarde llegan los arreos de burros, las mulas y los caballos, sin cesar los arreos que cargan café, maíz, morocotas, panelas y también el diablo. El Recreo es casa endemoniada, donde no duerme mujer de noche."

Chita, la Niña Chita, "quien tiene su nombre bien extendido por todos los pueblos altos y bajos, su buen nombre y fama", la hermana de doña Rosario la madre, la tía por antonomasia de Francisco, también fue celebrada maestra rural y formó parte, como su hermana de sangre y tantas otras abnegadas mujeres de nuestros caseríos y villas, de ese anónimo pelotón de educadoras que ayudaron a instruir a los venezolanos de principios y mediados del pasado siglo.

Entre lujurioso y enternecido, admirado, rememora Francisco a la Niña Chita: "es delgada como la palmera solitaria que se fue a nacer y a vivir en el conuco de Don Santiago Marquina; todo el mundo conoce a la Niña Chita, la única Señorita de espiga que ha venido a enseñar a estos mocosos de los pueblos más cerriles del Municipio, de espiga como las que echa el maíz cuando crece en todos estos conucos, espiga blanca con barba amarilla, como el pelo de la Niña Chita, relumbroso por la mañana, cuando sale, se asoma pues, a la puerta de su escuela, los arrieros se inquietan en el patio de la pulpería, la que está al frente de la casa de la escuela, porque no hay hombre ni viejo ni joven, arriero, peón, conuquero, pulpero o lo que sea, que no le tenga el ojo puesto a la Niña Chita, delgada, finita como una vara, blanquita, con su pelo negro para desyerbarlo, y su sonrisa. La Niña Chita, mansa como el jagüey, tiene siempre una sonrisa, pero también tiene los brazos desnudos, redonditos, y esas tetas derechitas, como si fueran a disparar."

Con todos sus innegables y apetecidos atributos físicos y espirituales, la Niña Chita no pudo ser seducida, muy a su pesar, por el fascinante Gallo de la Espuelas de Oro, pero eso es otro contar; volvamos a nuestra historia acerca de las andanzas pedagógicas de esta educadora ejemplar en los muy desenterrados caseríos de Arenales y Las Virtudes, quien se vio también, de la noche luctuosa a la mañana fatal, convertida en maestra por destinación: "y ahora que se ha muerto su mamá en Carache (…) hay que prepararse para la vida, dijo el abuelo, todas van a ser maestras de escuela, por eso aquí, aunque sean tan bonitas como Chita y Nona, porque desde aquel día en que se decidió su destino ya no se llama Carmen, ni Carmencita, sino Chita, la Niña Chita, que espera a la puerta de su escuela, en Arenales, con el sol amarillento, un sol amarilleante, es el sol de los venados."

Y ahí está – ¿satisfecha, resignada? – la Niña Chita en Arenales, cumpliendo a cabalidad, la petición urgente de los cincuenta hombres con sus bestias, que como montonera libertadora en son de paz, se dirigieron hacia la calle del Comercio en Carora a solicitarle su concurso a Rosario, la maestra, la hermana de Chita, la madre de Francisco, para "que venga usted doña Rosarito a fundarnos una escuela en el pueblo, donde nadie sabe leer ni escribir y hay que mandar los tripones a Carache para que sean desburrados, pero a las triponas no se las puede exponer a esos peligros de vivir fuera de sus casas, porque ahora no hay respeto como antes, pueden perderse en el camino y regresar embarrigonadas."

Complacida la petición civilista, la tropa de padres angustiados se puso presta, manos a la obra, a fin de construir rápidamente, en convite, la casa donde ahora habita la niña Chita con su escuela para niñas – "un caney grandote, con todo su espléndido techo de palma seca, la mejor palma tejida porque es la casa de la escuela" – en la misma la entrada del caserío de Arenales.

En su recinto escolar, la maestra Niña Chita enseña lo que es menester enseñar: "Usted se aprende de memoria, rugió el leoncillo y sacudió orgulloso la melena, diez veces léalo y ahorita mismo me lo recita de memoria. Te fijas la maestra se pone brava de embustes, porque no está colorada ni agarró la palmeta, dijo con el decir de la lección que era esa del leoncillo con rugido y con melena. Pero en el charal no hay leones sino monos peludos y zorros y tigres bien chiquitos, dijo también y leyó de nuevo para aprenderse de memoria, rugió el leoncillo y al sentirse fuerte sacudió orgulloso la melena. Así está mejor, con sonrisa, ojos claros, nariz suave, larga cabellera de treinta años que muerden la boca del estómago, la maestra tan blanca que no es de aquí, la niña Chita olorosa dijo."

Pensando en su futuro, imaginando el destino que le espera, "ya que cada quien tiene su suerte en esta vida", la Niña Chita educa y enseña a las niñas de Arenales, consumiendo sus mejores años en el laberinto del abecedario, en los recovecos de la tabla de multiplicar, analizando "su mala suerte con los hombres (…) La soledad de hombre de la Niña Chita toca ya los treinta y tres años". Sólo se acuerda de uno, allá en Carora, "espaturrado, cambeto de ambas piernas, los brazos largos como una rama de cují, las manos grandes, grandes, grandes que podían cubrirle el cuerpo agachado a José el mudo. Lo recuerda bien porque ese hombre se le acercaba y le decía Niña Chita cásate conmigo; se lo decía a media lengua – Ni ta te migo – , porque José el mudo, no era mudo, sino tartamudo, media lengua (…) Pero después ya no ha habido hombres en la suerte de la Niña Chita".

Sin embargo, la Niña Chita sabe que en el caserío, agazapado, en espera de cogerla por donde sea y como sea, se encuentra, en permanente acecho, en celo manifiesto, "el Teniente José del Carmen Vizcaya, que es el dueño de la casa de teja, pulpería y posada, nuestro Jefe Civil de Arenales", quien, ante la ausencia de un pizarrón de veras como el ofrecido a la maestra para la escuela de Arenales, garrote civil en mano, en plan de interesada ayuda, había ya, rijoso y calculador, visitado a la Niña Chita "para ofrecérselo un día de éstos, en cuanto haya pizarrones en Carache, gratis para la escuela, bueno la verdad verdadita Niña Chita es un regalo mío personal que usted me tiene encandilado y sin sentido y hago por usted lo que usted quiera."

Así transcurren los aburridos años escolares en el impasible caserío de Arenales para la Niña Chita, aguardando un desconocido galano que le cambie el rumbo a su existencia pueblerina, en sigilosa espera de un bienvenido imprevisto que la libere de ese villorrio caliente, calmo y silencioso, donde nada sorprendente ocurre, donde todo siempre pasa igual; inconmovible aldea polvorienta, arrinconada, desértica, alejada de las perturbaciones que alteran el pulso y avivan el corazón: "En Arenales el tiempo es un hábito. Un hábito de ver; un hábito de oír; un hábito de hablar. Todo el pueblo sabe cómo ayer fue un día que empezó a las seis de la mañana, cuando sale el sol, y terminó a las seis de la tarde, cuando se oculta el sol. Todos saben que la noche empieza a las seis de la tarde, cuando se recogen las gallinas y termina a las seis de la mañana, cuando se ordeñan las vacas. Nadie tiene dudas sobre cuándo es hoy ni sobre cuándo fue ayer. Ni interesa mucho cuándo será mañana. El tiempo es un hábito."

Sin embargo, el 30 de agosto de 1935, Día de Santa Rosa, se convirtió en una jornada memorable para Arenales, una jornada de esas donde los no puede ser, quién lo hubiese dicho, tan calladito que se lo tenía. Ese 30 de agosto, en la alegre y multitudinaria velada de celebración del día de la santa protectora del pueblo, hubo dos extrañezas, dos sorpresas, dos acontecimientos, que dejaron a todo el caserío mudo, estupefacto, turulato, atónito: "La primera fue un poema que el niño Francisco vino de Cuicas a pasar unos días de sus vacaciones y se los va a recitar de memoria, Francisco se encaramó en la mesa que se trajo con ese objeto y entonces rugió el leoncillo y al sentirse fuerte sacudió orgulloso la melena (…) Y la otra sorpresa fue la intervención en público, por primera y última vez, de la propia Niña Chita, de pie, delgada, como un rayote de sol metido por una rendija, ligero temblor en los labios, tan delgados, que no podía caber en ellos una inocente mentirita, por eso el Día de Santa Rosa de Arenales de 1935 terminó con un gran llanto de todas las niñas de la escuela, con lágrimas silenciosas de todas las mujeres de Arenales, con un no se me vaya Niña Chita que fue lo único que pudo decir, roncamente, como un grito y sollozo, María Coronado, y un coño, qué buena vaina, carajo, que esa noche, desvelado, atragantó al Teniente Vizcaya, Jefe Civil de Arenales."

La Niña Chita había guardado, reservada, discreta, prudente, el secreto que le había confiado en una de sus raras visitas al pueblo el Padre Ferraro, su mudanza de Arenales a un pueblo más grande, Cerro Libre, "donde el maestro Don David Vargas tiene una escuela federal rural de varones, pero lo promueven para la Escuela Federal No 41." La Niña Chita le agradeció el milagro al Padre Ferraro, y éste, al bendecirla, le contestó de nada, a nombre de Santa Rosa la milagrosa

Nuevamente, larga y fina, se instala la Niña Chita, "como un rayo amarillo de los que entran por las rendijas del empalmado del techo", en la puerta de su escuela de Las Virtudes. Niñas y niños, la mitad de los cuales son hijos "legítimamente naturales de Don Pedro María Lucena, llamados en su honor de su padre padrote las Luceneras". Vuelve la Niña Chita a sus tizas de verdad y pizarrones de mentira, a los pupitres bulliciosos que acogen alertas una nueva generación de mi mamá me ama, yo amo mucho a mi mamá, de seis por ocho cuarenta y ocho, ¿de qué color era el caballo blanco de Bolívar?, en medio de la insondable y extendida oscuridad dominante en ese nuevo caserío donde "no hay lámparas de Kerosene ni siquiera de carburo y las velas de sebo escasean. La muchachera recoge cocuyos y gusanitos de luz en todo el caserío, porque todo el caserío es un gran montarral. Con diez cocuyos en una botella clara, de las que sirven para el miche, se crea una lámpara con un tapón de palo y ya está la linternita de diez cocuyos, que alumbra muy bien los caminos de la noche. Con los gusanitos de luz es más difícil, porque diez gusanitos de luz se prenden y se apagan, nunca están los diez prendidos ni los diez apagados, es una lámpara chueca, intermitente dice la Niña Chita."

En medio de la oscurana del villorrio, la maestra brilla con luz propia, poco a poco, con donaire, como sabe hacerlo, va ganándose el respeto y la consideración de alumnos, autoridades, padres y representantes, en fin, de todos los conciudadanos del poblado. Tal como aconteció en Arenales, sus atributos y virtudes en las Virtudes convocan la curiosidad, la admiración, la lujuria, de todos los varones del lugar, menos la del forastero de las espuelas de oro. Indiferente, el hombre pasó de largo, sin detenerse apenas. Haciendo uso del pudor y la decencia inculcados en su infancia caroreña, la casta y virginal maestra, La Niña Chita, en esa oportunidad, sólo atinó, tímida y balbuceante, a ofrecerle al seductor y fugaz forastero una humilde jícara de café que el gallo – jinete bebió antes de partir de Las Virtudes.

El anónimo visitante no se percató de los ojos absortos, de la mirada suplicante, no te vayas por favor, que la Niña Chita, recatada, comedida, disimuló, ocultó. "En la sala de la casa de Cuicas, donde se reúnen las mujeres para conversar, la Niña Chita le cuenta a su hermana, mientras no está presente Francisco ni ninguno de los muchachos, el percance del forastero (…) Su hermana Rosario la escucha en silencio y adivina, sabe más bien, lo que hay dentro de la Niña Chita, ya cumplió los treinta y cinco años sin olor a pantalones, sin faena de sudor de varón en la casa, el pelo de la Niña Chita comienza a parecerse a las barbas del maíz jecho, cuando se dobla la mata de maíz para secar la mazorca antes de cosechar el grano. Dice: creo que debes de casarte con tu teniente Vizcaya. La boca de la Niña Chita se quedó sin saliva, como un jagüey seco. Y ese mismo día, antes del Domingo de Resurrección, regresó a Las Virtudes: Tal vez vuelva el hombre del caballo negro."

Transcurren los días, las semanas y los meses, monótonos, impasibles, en la escuela de Las Virtudes; en tozuda castidad, en pertinaz soledad, en terca clausura, la Niña Chita, "belleza melancólica, disimulada la tristeza y también la belleza, por el recato aprendido, los ojos no deben demostrar continuo gozo de la vida", se niega a celebrar su aniversario, el trece de junio, el Día de San Antonio: ¿para qué?, yo ya no cumplo años, le responde apesumbrada a su insistente hermana Rosario, Chayo, quien aconseja maestramente a su hermana maestra: "lo que debes hacer es casarte con Vizcaya, o con cualquier otro, o bañarte con agua fría y limón."

En el pueblucho sin relevantes acontecimientos, sin extrañezas, empero, "un suceso sí sucedió" – como el que había soñado, intensamente, apasionadamente, vehementemente, la Niña Chita – y tuvo lugar en la colorida fiesta que en honor a la ejemplar maestra del caserío, organizó en la propia escuela, la alta sociedad de Las Virtudes: "fuera del desmayo inadvertido de la Niña Chita, en cuanto Antonio Gallo entró a la sala de baile que todo el mundo se dio cuenta. Ocurrió que las cuatro lámparas de aceite, lámparas de mariposa, hechas por la Niña Chita para alumbrar la escuela, se apagaron al mismo tiempo (…) Cuando Antonio Gallo entró sin sombrero, también se metió de sopetón un vientecito frío de montaña, y apagó las lámparas de aceite, las lamparitas de mariposa. Antonio Gallo dijo, hablando por primera vez en Las Virtudes, no se preocupen señoras, señoritas y caballeros, la mejor luz de Las Virtudes está en la sala y es la virtuosa señorita la Niña Chita (…) Y el baile que la sociedad de Las Virtudes, es decir, Don Pedro María Lucena, El Cúchare y un metiche que vino y se marchó, todo en un santiamén, brindó a la maestra única que ha habido en el caserío continuó hasta muy entrada la noche, o mejor dicho hasta que la noche entró y salió que fueron las seis de la mañana, a la salida del sol (…) Cuando el vientico frío se coló por la puerta y por las ventanas de la sala que estaban abiertas apagó las taritas de luz en las lámparas de aceite de coco. Antonio Gallo desplegó su sonrisa y le relumbraron los dientes, no hay que preocuparse avisó, yo traje a mis negros para esta eventualidad de noche oscura, diciendo y haciendo, cuatro negros del mismo tamaño y porte de Antonio Gallo, que es bien blanco y sólo tiene el pelo negro hasta la nuca, como las mujeres de pelo corto, aparecieron en la sala, de a negro por rincón, debajo de cada rinconera con lámpara apagada, y le dieron luz a la sala con los dientes pelados, como si rieran sin reírse, y con las dos manos alzadas a la altura de los hombros, el blancote de las ocho manos y de las cuatro risas iluminó el baile de la Niña Chita, su primer baile y su último baile, cuando salió la noche y entró el día desaparecieron los negros sin que nadie los viera entrar ni salir y Antonio Gallo, fresquito, como recién bañado sin echarse un trago, bailó con la Niña Chita todos los valses tocados por el conjunto de los turpiales de Minunboc, y a eso de las cuatro de la tarde, cuando la maestra se asomó al silencioso domingo de Las Virtudes, después de bañarse con agua fría y limón en la culata de la casa, vio pasar al hombre con su sombrero, y el caballo moteado, rumbo a la bajada del cerro, yéndose de Las Virtudes y dejando intacta la virtud de la virtuosa maestra bailada.

  • Adiós, virtuosa señorita.
  • Adiós, Señor Gallo.
  • Encantado de haberla conocido.
  • Encantada me quedo en Las Virtudes."

Prosiguió así, en la soledad más desoladora, parecida a la soledumbre de Pérez Alencart, su titánica tarea de enseñar a las niñas y los niños del pueblo, a los innumerables descendientes del patriarcote Don Pedro María Lucena, concentrada en su labor pedagógica, la Niña Chita insiste, repite, pregunta, examina, repasa, explica, aconseja, vuelve a leer, pregunta de nuevo, explica otra vez. Pero "la escuela mixta de Las Virtudes no termina de cuajar, las niñas salen preñadas antes de aprenderse de memoria el alfabeto, los tripones asisten un día sí y el otro tampoco, es imposible luchar contra las lombrices, contra el tifus y sobre todo, mi querida Chayo, no se puede derrotar el hambre."

Imposibilitado su trabajo docente por la pobreza y el hambre, acongojado el corazón por la partida sin regreso de Antonio Gallo, objeto de las murmuraciones del caserío, la Niña Chita busca en qué divertirse, presencia los juegos de bolos, le escribe a sus hermanas, reza y borda, asiste a los velorios del pueblo "donde las mujeres no lloran a sus muertos, manque sean sus hijos, los lavan bien lavados, los perfuman con agua de olor hecha con flores, los visten y los bailan tres noches seguidas, con música para que los muertos echen una última gozadita, que más de las veces es la primera."

Así discurre entonces la vida de la maestra Chita en Las Virtudes, entre la escuela, el juego de bolos que presencia admirada, el bordado, la misa, los entierros bulliciosos y los rezos solitarios, y el recuerdo insistente de Antonio Gallo que rápido quisiera convertir en olvido. Sin embargo, otro día, de esos que se venían gestando en las admoniciones y consejos de la hermana Chayo, y en los apetitos y desvelos del Jefe Civil de Arenales, el Teniente Vizcaya – "qué hará éste en Las Virtudes" – llegó temprano a la bolera para decirle implorando a la sorprendida maestra: "vengo a pedirle que se case conmigo Niña Chita, por vidita suya."

La felicidad no es eterna, cada quien tiene su suerte; impredecible el suceso sucedió, la mala nueva se regó como pólvora en Las Virtudes, las exclamaciones de estupor, las expresiones de no puede ser, las preguntas de cuándo fue y cómo pasó, circularon de boca en boca entre los estupefactos habitantes de Las Virtudes hasta que llegó a Cuicas para instalar la pena y el llanto en familiares y allegados: "La noticia de la muerte de la Niña Chita en Las Virtudes llegó a casa de Francisco en las vacaciones de julio y ya terminado el sexto grado". Todos la lloraron, pero el que más lloró fue Francisco, lloriqueó más que nunca, las lágrimas se le acababan y debía aguantar el jipeo hasta que volvieran copiosas, irrefrenables, a inundar almohada, sábana, pañuelo, el vaso de cama, la jícara del café, el tazón de peltre. Plañidero, gemebundo, Francisco berreó la muerte de la tía maestra más que la desaparición temprana de su padre Don Armando, gimió más que cuando su hermano Oscar se vino muerto desde Carora. Francisco lloró a mares como el mar que todavía no ha visto.

Arrecho, inconsolable, con ánimo de venganza y esperanzado en la resurrección, Francisco comunica su incontable pena, su recóndito dolor: "se murió por haberse casado con el Teniente alpargatudo y panzudo de José del Carmen Vizcaya que no es Jefe Civil ni es nada. Al mes de haberse casado se murió la Niña Chita, no aguantó el empujón de ese hombre perseguidor, el virgo invicto en treinta y cinco años fue roto en la cama de lona, un gran grito salió a medianoche de la escuela de Las Virtudes, no se levantó más de la cama la Niña Chita, perdió el pelo amarillo, se le cayeron las uñas de las manos y de los pies, se encogió como un guiñapito, como una muchachita viejita, a la Niña Chita la enterraron recogidita en un pañuelo los huesitos y la pielita arrugadita las paticas encogidas los brazos deshilachados la barriguita fruncida el culito rotico la enterraron amontonadita en un pañuelito porque no es necesario hacer una urnita para un angelito porque la Niña Chita es todo un montoncito de huesos, las niñas de la escuela lloraron con sol y todo, los muchachitos de Las Virtudes siguieron calladitos, las mujeres de Don Pedro María Lucena hicieron fila para rezar, se les salió una lagrimita a los jugadores de bolo, carajo dijo el Teniente Vizcaya, nos quedamos de nuevo sin escuela murmuró Don Pedro María Lucena, muy bueno que se haya muerto dijo desde encima del caballo Juan Montilla, yo me voy de aquí reventó el Teniente Vizcaya y al otro día lo encontró Eleazario Roque comido de los gusanos en el monte bien podrido se pudrió el Teniente Vizcaya, Francisco se alegró del gusanero y lloró seguido toda la noche por la muerte de la tía Chita, la pobrecita Niña Chita que se murió en Las Virtudes picada de Vizcaya, maldita sea."

De un brinco largo regresa Francisco a la calle de Carora donde se ubica la Pensión Bolívar en la que vive y lo espera, todos los días de clase, la maestra Teresa Molero, la maestra más bella del mundo. Se solaza el escritor en la evocación de aquella dicha infantil, rememora su primer embelesamiento, "se chupa la respiración", revive la taquicardia primera y emotiva, los apurados latidos del corazoncito del alumno, que "ya siente la mano de la maestra que agarra suavemente la suya, la maestra dice buenos días jovencito, cómo amaneció usted hoy". Se le alborota el pelo a Francisco, le sudan las manos, torpe se tropieza con el borde de la acera, se atraganta, respira hondo, siente la mirada de todos los vecinos, viandantes y compañeros de escuela, fija, insistente, murmuradora, en la mano que agarra la mano de la más bella maestra que existe sobre Carora, sobre la tierra. Camina orondo Francisco, toma el lado de la calle, porque la parte de adentro de la acera les corresponde a las damas ¿verdad mamá? Recorre la calzada infinita, atraviesa la plaza Bolívar atestada de gente, cruza las esquinas y toma la acera izquierda de la calle del Comercio para, toñeco y contemplao, llegar a la casona "agarrado con su mano izquierda de aquella dulzura que es la mano derecha, blanca mano como un racimo de cambures titiaros, dulcitos con concha y todo (…) Francisco siente el caminar de la maestra, camina como una bandera, camina como una reina, como en las películas mexicanas que uno se queda tieso de mirar cómo es que camina ella, la maestra más hermosa que ha habido en el mundo, se llama así de lindo, Teresa Molero."

A paso de bella maestra llega Francisco a la escuela Egidio Montesinos – ubicada en la vieja casona colonial que perteneció a Don Felipe, el pulpero, el esposo de Doña Rosario, la difunta en Carache, el suegro de Don Armando, el padre de las maestras Chayo y Chita, en fin, el abuelo del alumno – a objeto de continuar sus estudios de cuarto grado de Primaria Elemental "derechito para el quinto grado y el sexto grado que ya es la Educación Primaria Superior donde se estudia la regla de tres compuesta, la enseña el propio Don Pablo con la regla de cagar en la mano, porque para ir al otro solar, mamá, aunque se tengan muchas ganas y ya no se pueda más hay que caminar con las rodillas apretadas y con la barriga en un vilo, que ya se va a salir, no se puede ir sin pasar antes por la Dirección y pedirle permiso a Don Pablo, pedirle la regla y uno se va corriendo con la regla en la mano, para espantar los zamuros con la regla del Director."

Extasiado, embelesado, alucinado, embobado, pasa Francisco la jornada entera, protegiendo su mano izquierda: la guarda en el bolsillo de su pantalón, no deja que los compañeros de clase la toquen, la siente vibrar en la faltriquera de sus calzones de dril azul, le tiembla, le late; cuidadosamente la saca, la desenfunda, la pone lentamente sobre el pupitre "limpio, sin rajaduras, sin marcas de navaja como los demás", y sin que la maestra linda ni los tripones compañeros de aula lo noten, disimuladamente, haciéndose el loco, la huele, "y se pone el hueco de la palma frente a la nariz y le entra un desmayito y la vuelve a guardar para que no se le ensucie y no se lava la mano hasta el otro día, por la mañanita cuando tenga que bañarse y limpiarse la mano, limpia, limpia, para que no se ensucie la mano blanca y olorosa de la maestra Teresa Molero, camino de la escuela.

  1. Lo que pasa es que Antonio no puede hoy. Tampoco podrá mañana ir a la escuela y no será posible pelear en el río,

    en la Chorrera, que es donde están los de Barrio Nuevo, tiradores de piedras y buscapleitos, como los del Trasandino,

    que vienen tío Alfonso, hasta la placita de Corpahuaico que es de nosotros, no ve. Y si vienen tenemos que defendernos

    a pedradas y también a trompadas y ripatazos.

    La plaza y las placitas han sido en aldeas y villas de Venezuela y del mundo, el lugar privilegiado de encuentro, el sitio predilecto para la frecuentación, el terreno natural de la igualdad, aunque en las adrenalinas de la juventud haya que defenderlas, en especial las placitas propias e inventadas, como si se tratara de un preciado edén. Cuicas y Carora no son la excepción, el escritor, en sus errancias de la memoria, en las vagancias de su imaginación, deja buen registro de esos centros de civilidad que la ciudad previó o que sus adolescentes se inventaron: "Ahí viene el tapajoyo, gritaron los muchachos, reunidos en la placita Corpahuaico, un terreno baldío, donde han crecido algunos árboles por la sencilla razón de que les dio la gana. Se llama Placita por un decir de los muchachos, que la han cogido por reunirse ahí a ciertas horas de la tarde cuando los sueltan de la escuela, o de las escuelas más bien, hasta cuando se pone oscuro porque no hay bombillos ni poste alguno de luz en la placita."

    Cuando todavía no existía la atracción de los insaciables malls, de los ávidos outlets, de las insulsas Galerías, de los atroces centros comerciales, la Plaza, la Plaza Mayor, la Plaza Bolívar desde nuestra independencia, era el humano y exclusivo recinto público para el solaz, la conversa, el reposo y la recreación. Rememora Francisco que en la villa donde el diablo anda suelto: "la otra asamblea de los muchachos de Carora tiene lugar en la plaza de verdad, en la cuna de la ciudad, allí donde la llevó el río Morere que de cuando en cuando crece y la echa una mudadita a la ciudad (…) ya se sabe que por los lados de de Juan del Tejo, río abajo, hacía Río Tocuyo que está más allá de Aregue, es por donde se fundó la ciudad la primera vez que se fundó, ya está averiguado, en 1569, por el primer fundador Don Juan del Tejo que no lo quieren precisamente por eso, porque ya hace mucho tiempo de eso y porque sólo llueve cada cuarenta años con inundaciones. De modo que la Plaza Bolívar de Carora está aquí sólo desde la fundación de la ciudad."

    En la remembranza del escritor, la Plaza Bolívar de Carora parece verdaderamente mayor, adquiere dimensiones de verdadera ágora mediterránea, proporciones de foro romano, distancia de inmensa explanada des Invalides que Francisco atraviesa, bajo la mirada envidiosa de sus compañeros de clase, agarrado de la mano de su maestra bella, Teresa Molero: "Veinte maporas por banda encuadran la plaza, lanzadas al calor del cielo, eso es lo más alto que hay en la ciudad y en todos estos alrededores, cujíes, dividives, cardonales, tuneros, chiriguaritos, piquijuyes, ni los robles de la Quebrada de los Robles les llegan por la mitad, ni crecen tan arriba, los tamarindos, los cemerucos son enanos, solamente estas ochenta maporas guardias de la Plaza Bolívar, gruesa pata de cuatro abrazos de muchachos, estirpe de centinelas, calle de San Juan presente frente a la Iglesia, calle del Calvario, presente a que los Arispe, calle Bolívar, aquí estamos los Matute, calle Lara del Colegio La Esperanza, las maporas contadas cada día, calor, mediodía hirviente, por la mañana contadas las maporas de la plaza incontables, altas, inmensas, arriba, en el cielo, más allá del reloj y del campanario. Los esquineros son ceibas, rojos botones, manos abiertas, sombras en las cuatro bocas, vientos de las seis de la tarde, pasa María Zubillaga, florido viento de la botica del Carmen, pierna arriba el camisón del viento que sopló, oportuno desde Juan del Tejo, anuncio de lluvia (…) Las piletas también son ocho, para que haya agua y se orinen los muchachos y a veces cumplan otros menesteres."

    En la Plaza con P mayúscula, se reúnen, en pequeño y selecto cónclave los alumnos de la escuela Teófilo Carrasco, la aristocracia de los blanquitos del pueblo: "los muchachos blancos y con árbol genealógico bien definido, extirpados eso sí los brazos torcidos de la genealogía, aquellos que desaparecieron, por ser hijos naturales blancos, nacidos clandestinamente en las casas sagradas y sobre todo en las casas de campo que están en los tunales y otras cercanías de la ciudad." En la Plaza Bolívar de Carora se congrega lo más granado de la juventud caroreña que asiste a la Teófilo Carrasco para estudiar, discutir y realizar actividades religiosas, culturales, musicales, de pueblerino alcance: "en diciembre se prepara para las misas de aguinaldos, en julio la asamblea se apandilla a objeto de preparar los exámenes finales, como si fueran estudiantes serios de verdad, y para conversar sobre el árbol genealógico de Cheluis." Aunque Francisco asiste a la Escuela Federal Graduada Egidio Montesinos y no ha estado nunca en la Escuela para blanquitos Teófilo Carrasco conoció, sin embargo, a Cheluis "en la asamblea de los muchachos de la Plaza Bolívar, porque a esta asamblea acuden de una y otra escuela, por la selección natural de las asistencias al catecismo en la casa de Carmencita Zubillaga y también porque la Plaza Bolívar no es para muchachos realengos, sólo para los muchachos que van a las misas de aguinaldos en diciembre y para los que puedan llevar café, empanadas, arepas calientes con diablito enlatado para embutir las arepas, a las tres de la madrugada, para estudiar debajo del poste y discutir."

    Todo lo que ocurre y acontece en la Plaza Bolívar de Carora es contemplado y vigilado por un personaje sin igual, sin parangón, cuya sorprendente labor no se encuentra incluida todavía en el Manual de Artesanías, Profesiones y Oficios de la muy famosa Organización Internacional del Trabajo, mejor conocida como la OIT según los cables de prensa, con sede en la calvinista y neutral ciudad de Ginebra, donde hace más frío que por los lados de Jabón, de San Pedro de las Bocas, donde los godos de Carora se van a invernar en la época más caliente de la villa, que son todas. Nos referimos al Rey de las Maporas. "Yo soy el Colega, placero mayor de esta plaza, las maporas y las ceibas fijan los límites de mi reino, no las rejas negras de dientes afilados, hierro colado, ni las ocho puertas de entradas y salidas. Tengo un quiosco para mi solaz, con música de retreta los domingos y ciertos señalados días de fiesta (…) El Colega tiene un tulipán en el ojal, el placero se pasea, rey de la Plaza, y dice buenos días colega al doctor Oropeza, buenas tardes colega a don Pedro Álvarez, buenos noches colega a Don Jacobo Mármol, sus colegas, el médico, el maestro, el boticario, los que pasan por la plaza a cumplir oficios menores que el mío, rey de este reino, pero también gente útil, como yo, en esta ciudad caliente, calor de maporas en la plaza."

    La Plaza Mayor de Cuicas no corrió con la misma suerte de la Bolívar de Carora, no hay quien la quiera ni la mantenga, ninguno la visita, hace tiempo que un enamorado no besa con ternura a su enamorada, no hay anciano que se repose, y mucho menos estudiante que repase la tabla de multiplicar, la cartilla, el silabario: a de ala, y de yunque, c de casa. El escritor con la gozosa esperanza del que vuelve, transformada prontamente por la desidia y la marginalidad en tristeza, con letras amargadas el escritor afligido informa. "Se quedó íngrima la plaza (…) Se quedó íngrima la plaza, Porque antes estaba Ramoncito el policía, escorado y orillero, por la sombra de los carruzos (…) Se quedó íngrima la plaza. Porque la banqueta de cemento se rajó y se cayó, un grinalde desabrido la tumbó el otro día. Francisco llegaba, soledades suyas miche adentro, yo soy Francisco, el hijo de Verdiana, yo solo empiezo mi estirpe, no te metáis conmigo Ramoncito o te descubro tu secreto de amores, y vos tampoco san Isidro si no quiere que envíe este sol, sol soledades, allá adentro, a tu sacristía sombra sacristía, y te mando también si queréis estos azulejos que están aquí en el único manzanito de esta plaza, decía Francisco sin gritar, sin pronunciar palabras, miche, aguardiente, fiebre adentro, largamente sentado en el tronco que está debajo, en la sombra del manzanito de la plaza. Para que la placita regrese, miel de abeja, mi matejea, don Serapio y su sombrero, San Isidro entallado en su talla, Ramona Carrasco, vestida de carruzos, voy a escribir en el aire esta elegía de Asio, mi otro yo, y Francisco puso las palabras sin escribir, sin pronunciar:

    Cojo, marcado a fuego

    viejo como un vagabundo,

    fantasma, grima,

    íngrimo, soliloquio soledad."

    En Carora, existe también otra placita que no está íngrima, sino yerma, pelada, sin un solo árbol que brinde protección y cobijo al viandante. Árida, desértica, desolada, es una placita a vivo sol; pueblerina y contradictoria, llena de cascajos, la reducida explanada es conocida, paradójicamente, como la placita Riera Aguinagalde, consagrado el cívico espacio urbano al consistente y arrojado Padre Zubillaga. Francisco, prolijo en detalles como es costumbre de su pluma, explica, riguroso, la trama de la efigie en la placita, para que sepamos, con propiedad, la razón de por qué la plazoleta Riera está regida por un Zubillaga. En fin, oigamos al narrador: "en la Placita Riera Aguinagalde (…) los chivos le pasan la lengua al Padre Zubillaga a ver si tiene una blandura por donde meterle el diente, porque chivo es chivo y no tiene asco, se come cuanto sea blandito, las tunas, los cujíes, los cotoperices, los mamones, los cardones de la calle Torres, las cajas de madera de la pulpería de Che Torres, el papel sucio de la plaza donde el Padre Zubillaga aguanta sol y agua sin ponerse negro, pero el padre Zubillaga no es blando, es muy duro, es hombre como de acero, dice Don Chío, mamá, que lo aguantó todo menos que le saliera el tigre, porque imagínese mamá, el Padre Zubillaga estaba predicando en San Antonio, en frente, pues, en el Hospicio de San Antonio, pero en la capilla y hablaba contra los ricos de Carora, mamá, y por eso le salió un tigre, un tigre de verdad, un tigre de verdad verdad, como el de los circos, como el del Circo Razzore, mamá, el de mi tío Foncho, y el tigre no se sabía de dónde salió porque no había circo en Carora ese día, sino chivos, en la placita Riera Aguinagalde, y el tigre se le fue encima al Padre Zubillaga y el Padre Zubillaga gritó, un tigre, un tigre, un tigre, y salió corriendo con las ropas de decir misa, por toda la capilla, el tigre detrás del Padre Zubillaga que lo tocaba con los dientotes, le rompió la sotana de un manotón, mamá, pero no lo alcanzó, porque el Padre Zubillaga era un cipotón de hombre, duro como el hierro, dice Don Chío, y se encaramó de un brinco, antes que el tigre, en el campanario y desde el campanario de la capilla de San Antonio, que es más alto que una mapora saltó de un solo salto, antes que el tigre, y del salto fue a dar al centro de la Plaza Riera Aguinagalde y se convirtió en estatua no pueden comer las cabras ni los cabrones, mamá, de puro duro que es el Padre Zubillaga." He aquí pues la explicación de estatua y plaza.

    Ninguna plaza ni placita de la ciudad, incluyendo la Torres que está situada en la esquina donde por venganza del Diablo de Carora no se construyó el celebrado y previsto convento, lo que queda es precaria ruina, tiene la energía, el espíritu, el poder de convocatoria, de la Corpahuaico, inexistente y desconocida en los planos oficiales de Carora, pero verdadera y legal en la emoción de Francisco y sus compinches. La democrática, igualitaria, festiva y evocada placita de Corpahuaico, "que no es plaza ni es nada, sino un pedazo de tierra con árboles, se reúnen, pues, los muchachos blancos de la Escuela Teófilo Carrasco y los muchachos café con leche de la Escuela Egidio Montesinos, que es la escuela pública (…) aquí en la placita, se lleva a cabo la asamblea democrática de los muchachos de las dos escuelas para varones de la ciudad. Aceptan de manera espontánea, en la asamblea de muchachos de escuela a todos los demás muchachos que se acercan (…) ya vengan del Trasandino (…) ya vengan de Pueblo Nuevo". No se excluye ni discrimina a nadie salvo por razones de sexo, porque solamente los varones de las dos escuelas se sientan a esperar a los otros machos de los otros senderos de la ciudad, "en el suelo, debajo de los árboles que son dos almendrones, un dividive y cuatro cujíes, llenan la placita con su sombras, oscura sombra en cuanto caen las seis de la tarde, mientras crecen las voces, las cuchufletas, allá viene el tapajoyos, alza la voz el negro Miano como si quisiera insultar a Oscar Oviedo que también llega en ese momento y responde la agresión, con voz más alta todavía, le tapas el joyo a tu mama, gran carajo, como si fuera la hora de empezar el pleito en la asamblea democrática de la placita Corpahuaico. Pero no es hora todavía."

    Juegan los adolescentes – los niños adultos, los venerables imberbes – a ser más ellos en sus infructíferas peleas atardecidas, combates al caer del ocaso, caimaneras crepusculares, vespertinas iguaneras, en fin, palios caroreños. Juegan indolentes los mozos, inadvertidos, irresponsables, a inocentemente golpearla a ella, la altiva, la apoltronada en sus alturas, esa encrespada entidad mimética, camaleónica, cambiante, adaptable, que sorda quisiera ser para no aguzar sus oídos, escuchar los silbidos de la muerte, el llamado del más allá; silban y silban, convocándola a su propia expiración, sacándola de su verde escondite allá arriba en la copa más alta de yabos y almendrones: "Allá vienen en griterío, hacia la playa, las grandes risas, los zancos que son saltos, vienen de todas las escuelas, a hacerle guerra a las aguas. Y cuando vean mis habitaciones verdes y moradas, entonces ocurrirá, todos harán silencio y comenzará el irresistible canto. Ellos sí lo saben. Silban y yo tengo que asomar mi encrespada cabeza. Adiós peroles, hoy no tenemos que silbar. Ahí está la iguana, desmayada debajo del yabo. Si se ha muerto sola puede estar envenenada."

    Juegan con la vida y, en especial con la muerte, Francisco y sus compinches de Carora: el Negro Miano, Oscar Oviedo, El Mesie y Fumanchú Lameda, el más extravagante y cruel de todos. Matan a los pichones y a los mamones si es que matar un mamón es posible: "Fumanchú se encarama en el primer mamón, arranca los racimos de mamones con rama, se deja caer al suelo con los brazos del árbol, para romperlos, de tal manera que la mata de mamón se queda sin mamones y sin ramas. Pero Fumanchú es además experto en ahogar pichones (…) las palomas caseras crían sus pichones dándoles de comer de boca a boca, de pico a pico, hasta cuando están listos para abandonar sus nidos, cuando ya los pichones están papujúos, gorditos pues, listos para que Fumanchú y El Topo se vayan a La Paduana a cazar pichones que es una caza facilita, divertida, no hay más que agarrar a los pichones mansitos en sus nidos. Comienza la fiesta de los pichones, blanditos en la mano los pajaritos. El Topo y sobre todo Fumanchú le aprieta las narices, con los dedos pulgar e índice de la mano izquierda, porque Fumanchú es zurdo, a ver quién mata primero al primer pichón sólo por asfixia, se queda muerto el pichón colgado del pico entre los dedos, a ver quién mata cien pichones primero, los dos expertos cazadores de la asamblea de muchachos contarán la hazaña en la placita Corpahuaico, en la Plaza Bolívar y en el pozón de Chicorías."

    Francisco caza lagartijas porque le tiene grima a matar un pichón con los dedos; a lo que no le tuvo grima ni miedo el miembro de la asamblea de la placita y de la Plaza y del pozo fue a visitar, adrede y encompinchado, el cementerio para profanar una tumba ancestral. Los hechos acaecieron así, a tenor de lo confesado por el escritor en tardía esquela a su señora madre en Cuicas. "Pues lo que ocurrió fue que Don Tita Franco nos puso una composición sobre El Cuerpo Humano para que escribiera cada quien en su cuaderno de anatomía (…) Entonces Cheluis, Nenel, Ique, Nacho, Joel, Chalo, Mayote y yo decidimos ver de cerca el sistema óseo, por lo que nos acordamos de los muertos que están enterrados y solitos los pobres, en el Cementerio Viejo, pensábamos que tal vez teníamos suerte y encontrábamos los huesos de un muerto bien viejo, como Don Juan de Salamanca, o Pedro León Torres, o algo así, también podían ser los huesos de los muertos que mató el diablo cuando se soltó, lo cual podía servir para constatar que las puñaladas eran con puñal de candela. Cuando llegamos en trulla al Cementerio, por la tardecita, después de clase, saltamos las tapias porque son bajitas, aunque ya no hay portón en el cementerio y si uno se va por detrás de las cruces sin nombre entra facilito, pero entonces no era emocionante como saltar las tapias que cuando brincamos ya nos habíamos tapado la cara con el pañuelo como los bandidos del oeste cuando van a matar indios o robarse un banco donde los godos yanquis guardan la plata. Pero no encontramos ningún muerto como Juan de Salamanca, ni a Pedro León Torres, sólo las tumbas cerradas contra la pared que aún quedan en pie, aunque casi todas se han caído. Entonces, entre todos, con la cara vendada, abrimos un túmulo que decía Doña Julia Álvarez Álvarez de Álvarez y cuando abrimos la tumba Doña Julia estaba enterita, menos la pierna derecha, porque era coja Doña Julia. Cada quien cogió el hueso que mejor se conocía, yo por ejemplo me quedé con la cabeza porque yo me conozco todos los huesos del cráneo, Cheluis se llevó la pata mocha, es decir, el fémur derecho; pero algunos huesos sobraron, los pusimos otra vez en la urna de palo de vera y la regresamos al hueco donde Doña Julia se había pasado como cien años de muerta. En Carora se formó un gran escándalo y andan diciendo que el diablo anda suelto otra vez haciendo diabluras."

    Donde sí no hizo Francisco travesuras memorables, rubieras ilustres, barrabasadas célebres, fue en Cuicas, allá en el pueblo de su más temprana y tierna infancia, el escritor jugaba con otros compinches, con otra cuerda de muchachos que también era muy grande pero menos traviesa, entre ellos Francisco recuerda a "los tres Carrasco, Pedro, Ángel y Claudio, y los Rodríguez y alguno de Campo Lindo, aunque en Campo Lindo quien tiene cuerda es el hermano de Francisco, con los muchachos grandes que ya usan revólver y navaja."

    No sólo de varones era la cuerda de amiguitos de Francisco en Cuicas, a los niños con pipí, había que sumar también a las hembras con totona, con las que el escritor estudiaba y de lejos se enamoraba ya de pequeño, porque sepa UD que en enamoramientos también ha sido maestro el maestro Morón: "conversé en la puerta de la escuela con Carmen Alicia y con Carmen Oliva la Niña Negra y la Niña Blanca (…) me dan ganas de pedirles un beso como en las películas, paro no me atrevo, huyó la voz garganta abajo, hacia la boca del estómago y tuve que guapear para no desmayarme, las dos me saludaron como si fuéramos amigos, pues aunque las he visto muchas veces en sus casas, en Carora es muy difícil tener amigas para jugar; no es como en Cuicas, en las vacaciones jugamos lotería, jugamos la candelita, jugamos a los bandidos, todos juntos, con las muchachas también."

    Quien sí fue el compinche por antonomasia, el preferido del escritor Guillermo que ahora se llama también Francisco, en honor y memoria de su hermanazo del alma. Francisco Arroyo, el "gran mano Pancho Arroyo que sabe más que un libro y tiene por dentro un sentimiento muy bueno, ama a su mamá Verdiana Arroyo y quiere más que el carrizo a ese pendejo de Francisco, medio caroreño y medio cuiqueño (…) Francisco Arroyo habla maracucho, porque estudia en el Zulia, donde vive por temporadas su mamá Verdiana Arroyo, la mujer más linda de este pueblo de Cuicas, Francisco Arroyo es amigo de Francisco, curruñas más bien, pasan todas las vacaciones juntos, en la plaza conversan de vos y tú, de un libro peligrosísimo del escritor llamado Vargas Vila o Vargas Llosa, que escribe sobre mujeres desnudas, sobre borracheras, sobre la revolución que es una mala palabra muy grande y otras peligrosidades (…) Francisco Arroyo no se alarma, no se exalta, permanece con su parada característica en la Plaza Bolívar de Cuicas; Pancho Arroyo no se echó los pantalones en un Colegio de Trinidad, a donde lo mandó su mamá Verdiana Arroyo para que estudiara inglés desde chiquito y desde chiquito usa pantalones largos como los muchachos de Caracas que no tienen necesidad de llegar a hombres con el sexto grado, sino que siguen siendo niños con pantalones largos de puro patiquines y mariconzones que son, mano Pancho Arroyo es al revés, es hombre de verdad desde chiquito porque ha viajado mucho, sabe inglés, bebe con los grandes, se ha leído los libros prohibidos, por eso se para así, retrecheramente, con el dedo pulgar en la correa, el zapato izquierdo bien limpio delante, sacado el pecho, la boca con sonrisa de bandido en las películas, el cigarrillo Lucky Strike entre el dedo índice y el dedo corazón de la mano izquierda."

    Con ese mismo Mano Pancho, Guillermo, ahora Francisco de nombre como su hermano Arroyo, de afectiva e indeclinable adopción, sostuvo una breve e interrumpida disputa acerca del comunismo y la pobreza – "de allí vengo yo también de ese costado herido de la pobreza" – , en ocasión de preguntarle a su curruña del alma si el escritor Gallegos Mancera era familia del otro escritor Gallegos, Rómulo, a lo que Mano Pancho respondió, para sorpresa del compinche Guillermo que efectivamente era escritor: y además informó: "es camarada mío, es comunista como yo, y qué es eso mano Pancho, pues qué va a ser, la fórmula para construir un nuevo pueblo donde no haya curas, ni hacendados, ni ricos; entonces, pregunta Francisco, todos vamos a ser pobres siempre; qué pasa con la pobreza, nosotros somos pobres a mucha honra, levanta la voz reivindicadora, con ansias de discurso, mano Pancho Arroyo; pero Francisco lo ataja, está bien, está bien entonces nos quedaremos pobres toda la vida, entonces para qué vamos a estudiar ni a trabajar, ni a ser hombres, no chico, yo no quiero que mi mamá siga pobre hasta la muerte, yo como que no te voy a acompañar en eso mano Pancho, se abrazaron los dos amigos, mano Pancho le dijo a Francisco, adiós hermano, no me olvides; Francisco le dijo a mano Pancho, no me olvides tú, mañana me voy para Caracas."

  2. La Plaza, las placitas y los compinches
Partes: 1, 2, 3, 4
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