Conquista rápida y saqueo cuantioso de Gonzalo Jiménez de Quesada
Enviado por Rafael Bolivar Grimaldos
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Santa Marta Barrancabermeja
Su expedición contaba con hombres acostumbrados a la guerra, habían servido algunos de ellos en los ejércitos de Carlos V. Constaba de setecientos hombres y ochenta caballos que emprendieron marcha por tierra el 6 de Abril de 1536, más doscientos soldados y marineros que se embarcaron en lanchas por el río Magdalena. La flotilla de la expedición fue a buscar la desembocadura del río y entrar por ellas para remontar la corriente. Jiménez de Quesada con su tropa, después de dar vuelta a la Ciénaga, se internó por tierras y montañas que habitaban los indios Chimilas, raza guerrera e indomable que dio que hacer durante muchos años a los colonos de Santa Marta. Las tropas conquistadoras llevaban en pos suya recuas de indios cargueros que se fugaban en todas las paradas, y había que ir a los caseríos vecinos en busca de otros. Siguiendo la jornada por aquellas tierras intransitables, pasaron con dificultad un río llamado Ariguaní, en donde se ahogó parte del equipaje.
Después de atravesar la población indígena de Chiriguaná, perdieron los guías en las montañas y gastaron ocho días en llegar a las lagunas de Tamalameque. En aquel lugar los indios guardaban aún frescos los malos recuerdos de Alfinger, y salieron a defender la población con denuedo, pero fueron sometidos. Quesada descansó allí con su tropa, y envió al río Magdalena algunos hombres a averiguar si la flotilla que venía por el rio había llegado al lugar. Volvieron los mensajeros con la triste nueva de que la flotilla no existía. La mayor parte de las embarcaciones habían naufragado en la desembocadura del río, y los hombres que lograron llegar a tierra fueron víctimas de las flechas de los indios o de la voracidad de los caimanes. Los otros barcos fueron a parar a Cartagena. Luis de Manjarrés, Cardoso, Ortún Velasco y otros se volvieron a Santa Marta, alistaron otra flotilla bajo el mando del Licenciado Gallegos y al cabo de casi dos meses se reunieron con Jiménez de Quesada en las orillas del río Magdalena.
Este río estaba muy poblado en la parte baja, por lo que fue preciso librar con frecuencia reñidos combates con los indígenas. Estos salían a detener el paso a los españoles, a veces con gran número de canoas con las que rodeaban sus embarcaciones. Eran tantas las dificultades que habían sufrido, que las dos expediciones, la de tierra y la de mar, se reunieron en Sompallón para suplicar al adelantado que desistiese de la empresa. Éste, con el capellán, el padre Domingo de Las Casas y los oficiales, lograron persuadir a los descontentos al plantearles que devolverse empezando la jornada sería desacreditarse y ganarse la fama de cobardes.
Continuaron camino, unos por tierra y otros por agua. Los de tierra iban precedidos por macheteros, a órdenes del capitán Gerónimo de Inzá, rompiendo selva cerrada que jamás había pisado ser humano, pues los indios se desplazaban siempre por el río en canoas. En aquellos bosques tropicales, enmarañados, crecían árboles apiñados, espinos y plantas trepadoras, tigres, jabalíes, asquerosos mapuros, y los murciélagos y mosquitos que se cebaban en la sangre de muchos. Se veían troncos derribados unos sobre otros, plagados de animales nocivos como arañas, cien-pies, gusanos, alacranes y serpientes. Por lo anterior los macheteros a veces gastaban hasta ocho días en abrir una senda que la expedición transitaba en pocas horas.
A los que caminaban por tierra las espinas y ramazones despedazaban sus vestidos y arañaban sus cuerpos, eran picados por los tábanos y seguidos de enjambres de zancudos con ponzoñas llenas de quemazón. Se guarecían debajo de los árboles para defenderse de las tempestades, comían frutas y raíces silvestres. Muchos enfermaron y gran parte murieron comidos por tigres o picados por culebras. Pasaban a nado los ríos, esteros y lagunas que desaguan en el río Magdalena. Los que lo navegaban eran atemorizados por caimanes y seguidos por indios flecheros, que por instantes los rodeaban con gran número de canoas. De noche, oscuras tempestades los atemorizaban con espantosos rayos y truenos. Algunos afligidos con enfermedades propias de aquellos climas, cubiertos los cuerpos de llagas, cojos o ciegos y desesperados, al ver que el camino se alargaba indefinidamente permitían que pasasen adelante sus compañeros y ellos se dejaban morir debajo de algún árbol. Los tigres se habían vuelto tan atrevidos, que se apoderaban de su presa, sin que los demás oyesen los gritos de angustia. Sacaban a los españoles de sus hamacas en las noches, aprovechándose del estruendo de los aguaceros y la luz de los rayos.
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