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Igualdad de género y seguridad social

Enviado por ferrignojose46


    1. Marco Conceptual. Género
    2. El desarrollo humano y la equidad de género
    3. Las mujeres y el desarrollo
    4. El enfoque de género
    5. ¿Igualdad o equidad?
    6. Enfoque de género en el desarrollo humano sostenible
    7. Mainstreaming de género
    8. De lo internacional a lo local
    9. Seguridad Social
    10. Precisiones conceptuales sobre seguridad social.
    11. Perspectiva Histórica.
    12. Cobertura en seguridad social.
    13. Normas internacionales del trabajo e igualdad de género
    14. El vínculo existente entre la protección social y el género.
    15. Repercusión de las desigualdades del mercado de trabajo en las diferentes formas de protección social.
    16. Medidas para otorgar la igualdad de trato en la protección social y para promover la igualdad de género a través de la protección social.
    17. Pensiones de superviviente.
    18. Divorcio en reparto de la pensión.
    19. Edad de jubilación.
    20. Créditos de pensión para personas con responsabilidades de prestación de cuidados.
    21. Tasas de prestaciones diferenciadas en función del sexo.
    22. Licencia y prestaciones parentales y servicios de cuidado infantil.
    23. Fuentes Bibliográficas

    MARCO CONCEPTUAL

    1. GÉNERO:

    El desarrollo humano tiene género porque son mujeres y hombres los que experimentan diversos grados de poder ser, de capacidades y de oportunidades. A continuación, se resumen algunos conceptos, argumentos y hallazgos para demostrar: a) que no existe desarrollo humano si las mujeres no participan en él de manera integral; b) que se requiere un compromiso político y una combinación de estrategias por parte de los gobiernos y de la sociedad civil para el logro de un desarrollo humano con equidad de género y c) que para hacer frente a los variados retos del contexto global es necesario un elevado compromiso político y el establecimiento de sólidas alianzas entre las organizaciones de los países industrializados y en vías de desarrollo, con el personal de los gobiernos y las agencias internacionales.

    El desarrollo humano y la equidad de género:

    En 1990, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicó el primer informe sobre Desarrollo Humano, inaugurando un nuevo camino en la conceptualización del desarrollo de su medición – a través de un Índice de Desarrollo Humano – y de las políticas que se requieren para su logro. El Informe es deudor, en buena medida, del trabajo de Amartya Sen (2000) cuyo "enfoque sobre las capacidades" humanas –definidas como los recursos y aptitudes que posibilitan a las personas llevar la vida que valoran y desean- sitúa la capacidad de acción humana (human agency) en el centro del desarrollo. Desde esta perspectiva, el desarrollo se considera como el proceso de expansión de las libertades reales de las que disfrutan las personas, hombres y mujeres.

    Las mujeres y el desarrollo:

    En las décadas de los cincuenta y sesenta, las políticas de desarrollo gravitaban sobre el objetivo del crecimiento económico, a través del ahorro y la acumulación de capital. A las mujeres se les percibía como beneficiarias pasivas del desarrollo. El objetivo era mejorar su bienestar y el de sus familias convirtiéndolas en mejores madres.

    En el decenio de los sesenta, se comenzó a cuestionar el modelo de crecimiento por sus limitados resultados y se abogó por otorgar mayor atención a las necesidades básicas de la población más vulnerable. Un influyente estudio de Ester Boserup (1970) realizó un análisis sobre los efectos del crecimiento económico, incidiendo en la división sexual del trabajo y subrayando las diferentes repercusiones del desarrollo sobre las mujeres y los hombres. Este cuestionamiento del paradigma de desarrollo dominante dio lugar a diversas propuestas doctrinales, cuyo sustrato común era reclamar una mayor incorporación de las mujeres al proceso de desarrollo, venciendo la discriminación. Este planteamiento es conocido como enfoque MED (Mujeres en el Desarrollo) (Moser, 1993).

    Una primera propuesta, denominada enfoque de la equidad, reconocía la aportación de las mujeres al desarrollo y criticaba la subordinación de éstas en la familia y en el mercado, abogando por incrementar su autonomía económica y política y la igualdad de derechos. Su carácter desafiante mereció un escaso éxito entre gobiernos y agencias y dio lugar a un segundo planteamiento, de tono más bajo, denominado enfoque anti-pobreza, cuyo propósito era estimular la productividad de las mujeres de ingreso más bajo. La pobreza de las mujeres era vista como un problema del subdesarrollo y no de la subordinación, y por lo tanto no se había establecido el vínculo entre pobreza y desarrollo humano, que más adelante permitió ver otros tipos de pobreza: pobreza del tiempo, pobreza de oportunidades y de trabajo, pobreza de vínculos sociales, limitación de libertades políticas, privación estética, privación en la seguridad física, etcétera.

    Los años ochenta fueron el escenario de la crisis de la deuda y de las políticas de ajuste estructural. En este marco, surge el tercer enfoque MED, denominado enfoque de la eficiencia, todavía hoy vigente, que promueve la contribución económica de las mujeres en la medida en que favorece una mayor productividad y un desarrollo más eficiente. Se basa en un elástico concepto del tiempo de las mujeres, quienes ven en muchos casos incrementadas sus tareas con proyectos que tienen este enfoque.

    El enfoque de género:

    Insatisfechas con estos planteamientos, a mediados de la década de los ochenta, un grupo de feministas y organizaciones de mujeres del Sur articulan una nueva propuesta, denominada enfoque de empoderamiento, que aspira a generar autoconciencia en las mujeres sobre sus propias capacidades que les permita influir en la distribución del poder. El cuestionamiento de la visión de desarrollo imperante y la necesidad de crear una conciencia feminista colectiva son las bases de este planteamiento que tuvo, en un primer momento, una aceptación marginal pero que, sin embargo, se convertirá en la década siguiente en un elemento clave para el logro de la equidad de género.

    A finales de los ochenta se hace cada vez más evidente que la estrategia MED es insuficiente para terminar con la desigualdad de las mujeres respecto a los hombres. Por otro lado, la investigación teórica y empírica de las feministas en el campo de las ciencias sociales había dado lugar al desarrollo de un nuevo marco analítico centrado no en la mujer, sino en el género. El género alude al distinto significado social que tiene el hecho de ser mujer y hombre; es decir, es una definición específica cultural de la feminidad y la masculinidad que, por tanto, varía en el tiempo y en el espacio.

    Este nuevo marco de análisis sitúa a las mujeres en contexto, permitiendo enfocarse en los procesos y relaciones que producen y refuerzan las desigualdades entre mujeres y hombres y haciendo visible, por tanto, la cuestión del poder que subyace en las relaciones de género. El enfoque de género supone tener en cuenta cómo las relaciones de género son construidas socialmente; hombres y mujeres tienen asignados distintos roles en la sociedad, y estas diferencias de género vienen determinadas por factores ideológicos, históricos, religiosos, étnicos, económicos y culturales, generadores de desigualdad.

    ¿Igualdad o equidad?

    La igualdad de género supone que los diferentes comportamientos, aspiraciones y necesidades de las mujeres y los hombres se consideren, valoren y promuevan de igual manera. Ello no significa que mujeres y hombres deban convertirse en iguales, sino que sus derechos, responsabilidades y oportunidades no dependan de si han nacido hombres o mujeres. Por eso se habla de igualdad de oportunidades, es decir, que mujeres y hombres tengan las mismas oportunidades en todas las situaciones y en todos los ámbitos de la sociedad, que sean libres para desarrollar sus capacidades personales y para tomar decisiones.

    El medio para lograr la igualdad es la equidad de género, entendida como la justicia en el tratamiento a mujeres y hombres de acuerdo a sus respectivas necesidades. La equidad de género implica la posibilidad de utilizar procedimientos diferenciales para corregir desigualdades de partida; medidas no necesariamente iguales, pero conducentes a la igualdad en términos de derechos, beneficios, obligaciones y oportunidades. Estas medidas son conocidas como acciones positivas o afirmativas pues facilitan a los grupos de personas considerados en desventajas en una sociedad, en este caso mujeres y niñas, el acceso a esas oportunidades. Unas oportunidades que pasan, de forma ineludible, por el acceso a una educación no sexista, a una salud integral, al empleo digno, a la planificación familiar, a una vida sin violencia y a un largo etcétera.

    Enfoque de género en el desarrollo humano sostenible:

    Este nuevo enfoque tuvo un reflejo en la agenda de desarrollo. En 1995, el Informe sobre Desarrollo Humano, dedicado a la condición de la mujer, señalaba que "sólo es posible hablar de verdadero desarrollo cuando todos los seres humanos, mujeres y hombres, tienen la posibilidad de disfrutar de los mismos derechos y opciones", e introducía dos nuevos índices: el Índice de Desarrollo relativo al Género (IDG), que ajusta el IDH en las disparidades de género, y el Índice de Potenciación de Género (IPG), que intenta evaluar el poder político y económico comparado de hombres y mujeres.

    Ese mismo año se celebraba en Beijing la IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres donde se manifiesta el compromiso de la comunidad internacional por la igualdad de derechos entre mujeres y hombres. El mensaje principal de la Conferencia es que la igualdad de género significa la aceptación y la valoración por igual de las diferencias entre mujeres y hombres y los distintos papeles que juegan en la sociedad.

    La igualdad de género deja de ser percibida como un asunto de mujeres para considerarse como un objetivo que afecta, de manera transversal, a todos y cada uno de los ámbitos del desarrollo. Es el enfoque conocido como Género en el Desarrollo (GED), que plantea la necesidad de definir, con la activa participación de las mujeres, un nuevo modelo de desarrollo que subvierta las actuales relaciones de poder basadas en la subordinación de las mujeres, los documentos de la Conferencia, la Declaración y Plataforma para la Acción, explicitan dos estrategias básicas para lograrlo: el mainstreaming de género o la transversalidad del objetivo de la equidad de género en todos los procesos de toma de decisiones y en la ejecución de políticas y programas y el empoderamiento de las mujeres, entendido como la autoafirmación de las capacidades de las mujeres para su participación, en condiciones de igualdad, en los procesos de toma de decisiones y en acceso al poder. A partir de 1995, las Naciones Unidas adoptaron ambas estrategias en sus acciones a favor de la igualdad de género.

    La Plataforma para la Acción ha sido un documento de gran trascendencia para el avance de las mujeres y el logro de la igualdad de derechos y oportunidades que ha implicado, además, una ampliación del propio concepto de desarrollo humano. El enfoque de las capacidades, fundamento del paradigma del desarrollo humano, llama la atención sobre lo que las personas son capaces de hacer y ser con los recursos a su disposición. Por tanto, es un enfoque sensible a las diferencias interpersonales de necesidad, atendiendo a las distintas condiciones de partida de las personas.

    Por su parte, la filósofa Martha Nussbaum (2000) desarrolla el enfoque de las capacidades para las mujeres señalando que el poder humano de elección y sociabilidad de las mujeres resulta malogrado en la mayoría de las sociedades, impidiéndoles el libre ejercicio de las capacidades humanas de las que son portadoras. El hecho de que las mujeres, por su situación de desigualdad, no logren un nivel superior de capacidad es un problema de justifica social, cuya resolución se sitúa en el centro del proceso de desarrollo humano. El camino hacia una justicia entre los sexos, hacia la equidad de género, implica, según Nussbaum, no sólo promover una adecuada disposición interior en las mujeres para que se atrevan a ejercer plenamente sus capacidades (empoderamiento), sino también preparar el entorno material e institucional, a través de políticas económicas y sociales y de instituciones democráticas adecuadas que creen las condiciones para el pleno desarrollo del potencial de las mujeres.

    En consonancia con lo anterior, el PNUD, a través principalmente de los informes de desarrollo humano, plantea el enfoque Género y Desarrollo Humano (GDH) como aproximación específica al enfoque GED. Este enfoque sitúa su análisis de las relaciones de género dentro del marco de paradigma del desarrollo humano y enfatiza el impacto diferencial de las políticas en hombres y mujeres, así como el efecto negativo de la desigualdad de género en el desarrollo humano.

    Este enfoque señala que hay que partir del hecho de que existen grandes disparidades entre las personas, pero la más generalizada y más universal es la que existe entre las mujeres y los hombres, y esa gran disparidad limita las oportunidades de desarrollo humano de unas y otras. No tener esto en cuenta implica faltar a la realidad al intentar describirla o analizarla y cometer errores graves a la hora de definir políticas y proyectos, pero sobre todo supone un freno considerable al desarrollo humano. En resumen, este enfoque apunta que la situación de desarrollo, humano afecta a la equidad de género y la equidad de género impacta en la situación de desarrollo humano. Por lo tanto, la equidad de género es un aspecto integral e individual del desarrollo humano.

    Mainstreaming de género:

    El mainstreaming de género fue asumido explícitamente en la Conferencia de Beijing como uno de los principales medios para el avance de la equidad de género. Aun cuando no existe consenso total sobre el significado del término, una posible definición de mainstreaming de género es: tener en cuenta el enfoque de equidad de género de forma transversal en todas las políticas, estrategias, programas, actividades económicas y administrativas e incluso en la cultura institucional de las organizaciones para contribuir verdaderamente a un cambio en la situación de desigualdad genérica. Por tanto, no basta con acciones directas y específicas a favor de la mujer, sino que es necesario que el esfuerzo por avanzar en la igualdad de género sea integral y afecte a todos los sectores y a todos los niveles.

    Esta nueva estrategia surge, en parte de la observación de que a pesar de los esfuerzos y de los avances en igualdad de jure (derechos), muchas veces en la práctica éstos no se traducían en una igualdad de facto (de hecho), en buena medida porque las desigualdades de género estaban enquistadas en las relaciones y en las instituciones sociales y se requería la transformación de estas estructuras para seguir avanzando.

    En consecuencia, el mainstreaming de género supone el replantamiento de las prácticas y procesos políticos, haciendo visibles las relaciones y roles de género. No existe una fórmula única de aplicación de la estrategia de transversalidad que, más bien, debe ser adaptada a cada política o acción específica. En cambio, si debe ser común y parte central a todas las experiencias el principio de promover la equidad de género y la implicación de todas las personas con responsabilidad, hombres y mujeres, en su diseño y puesta en práctica.

    Existe un reconocimiento compartido de que la equidad de género va más allá de la acción focalizada, y que lo que se requiere es la transformación de las estructuras, las prácticas y las jerarquías de las instituciones. El reto para todas las personas comprometidas con la justicia de género y el desarrollo humano es dotar al mainstreaming de su pleno sentido transformador e integrador. Cabe aventurar algunos de los requisitos o condiciones más favorables para su logro.

    En primer lugar, para avanzar hacia un desarrollo humano integral es necesario que exista voluntad política, que se manifieste en un compromiso institucional explícito con la estrategia y con los esfuerzos que su implementación conlleva. Para ello, se deberá destinar suficientes recursos financieros y humanos, sin que ello suponga la reasignación de los fondos existentes para las acciones dirigidas a mujeres, sino nuevos recursos.

    En segundo lugar, es necesario resaltar que la estrategia de mainstreaming no anula la necesidad de acciones específicas a favor de las mujeres –políticas de igualdad de oportunidades y acciones positivas-. Las políticas de igualdad son creadas por un mecanismo de igualdad para atender un problema específico resultante de la desigualdad entre los géneros. La ejecución del mainstreaming parte de una política ya existente que debe ser reformulada por sus habituales gestores para incorporar un enfoque de género que promueva la equidad entre mujeres y hombres. De hecho, la transversalidad se construye sobre el conocimiento y sobre las lecciones aprendidas de anteriores experiencias de las políticas de igualdad. Ambas persiguen el mismo objetivo y forman, por tanto una estrategia doble y complementaria.

    En tercer lugar, es pertinente que exista claridad en el objetivo de la estrategia de transversalidad, la equidad de género, por parte de todos los actores. La existencia de unidades o personas con formación especializada y responsabilidad para promover la equidad de género es fundamental para maximizar los esfuerzos y servir de estímulo e impulso en otras áreas.

    Por último, es necesario la elaboración y difusión de herramienta de análisis y planificación adecuadas; una mayor formación y conocimiento de las estructuras y mecanismos institucionales y la producción de información, datos e investigaciones que ayuden a identificar las desigualdades en razón del género y permitan ir avanzando hacia un desarrollo humano integral.

    De lo internacional a lo local:

    La adopción del mainstreaming como estrategia para el logro de la equidad de género puede considerarse el resultado de dos factores principales acaecidos en la década de los noventa. Por un lado, el fin de regímenes autoritarios de izquierda y derecha vigentes en buena parte del mundo y la progresiva consolidación de sistemas democráticos que han abierto nuevas oportunidades en el debate político y de desarrollo. Por el otro, la consolidación de un movimiento de mujeres vinculado en redes nacionales e internacionales que ha demostrado capacidad para colaborar en cuestiones políticas y situarlas en la agenda de debate.

    Las ideas y prácticas feministas, que proliferaban desde la mitad de los setenta en el Norte y en el Sur en distintos ámbitos –universidades, ONG, partidos políticos, sindicatos y organizaciones de base- abandonaron su posición marginal, convirtiéndose en una extraordinaria fuerza de cambio social. Como señala Benería (2003), las organizaciones feministas han sido pioneras en situar el bienestar humano en el centro de los debates de las políticas sociales y económicas y se han convertido en modelo de referencia para otros movimientos sociales.

    En el ámbito del desarrollo, las organizaciones de mujeres jugaron un papel muy relevante en los acuerdos adoptados tanto en la Conferencia sobre la Población de El Cairo como en la Cumbre Social y en Beijing estimulando avances y visiones más progresistas a favor de las mujeres. Además, el enfoque GED ha enriquecido los estudios de género, muy sesgados a los intereses de las mujeres del Norte, haciéndolos más plurales y más conscientes de las diferencias étnicas, culturales y de ingreso.

    No obstante este panorama positivo, la década pasada también ha dejado entrever algunas amenazas a los esfuerzos de consolidación del discurso feminista en las instituciones del desarrollo e, incluso, a la propia supervivencia de los movimientos de mujeres. Cabe distinguir tres ámbitos –internacional, nacional y subnacional o local-, interrelacionados entre sí, y cada uno de los cuales presentan retos particulares a los movimientos de mujeres y al feminismo global.

    En primer lugar, en el plano internacional, el riesgo más evidente es la captación del lenguaje de los movimientos sociales por las instituciones internacionales, limitando su alcance crítico y sus implicaciones prácticas. Términos como mainstreaming de género, empoderamiento o participación forman parte, ahora, de la retórica y del discurso de las organizaciones internacionales, pero en muchos casos estos conceptos han sido despolitizados e instrumentalizados al servicio de una mejor eficiencia del proceso de desarrollo, sin cuestionamiento alguno de las políticas y agendas macroeconómicas.

    Otro aspecto relevante, apunta Arnfred (2001), es una cierta pérdida de conexión entre el feminismo del Norte y el feminismo del Sur. La investigación teórica feminista en el Norte está dominada por un enfoque post–estructuralista cuyo objeto de estudio se ha concentrado en temas como la definición de la identidad sexual o los estudios culturales y, en general, alejada de los temas de la desigualdad global.

    En segundo lugar, en los contextos nacionales, la práctica del feminismo se ha revelado difícil en dos ámbitos. Por una parte, en la legitimación de los mecanismos para el avance de las mujeres, instituciones caracterizadas, en muchos casos, por una inestabilidad crónica, insuficientes recursos y una falta importante de capacidad técnica. Salvo en aquellos países donde han surgido por la presión del movimiento de mujeres –e incluso en ellos, estas instituciones y sus femócratas han sido muy cuestionadas desde los grupos de mujeres y ONG, que se han mostrado reticentes a asociarse y trabajar con estas unidades.

    Por otra parte, y como señala Razavi (2002), se ha descuidado el trabajo de sensibilización y de incorporación de los temas de interés para las mujeres en la agenda de los partidos políticos. Se necesita ir más allá de la consolidación de una cuota de representación de mujeres, que tan útil se ha demostrado, para mejorar y cualificar esa presencia de modo que puedan reclamarse responsabilidades a los partidos políticos cuando alcanzan el poder.

    En tercer lugar, destacan tres cuestiones en el nivel subnacional. Una primera es la dificultad para incluir las prioridades e intereses de los grupos de mujeres en otros movimientos y organizaciones sociales, incluso en aquellos que trabajan en la promoción de la democracia y la justicia social. La experiencia ha revelado que, en la variedad de organizaciones que compone la sociedad civil, existen posiciones poco proclives al apoyo a los derechos de las mujeres y la justicia de género (Baden, 2000)

    La segunda cuestión es la creciente profesionalización y oeneginación de las organizaciones de mujeres y las consecuencias que esto tiene sobre el mantenimiento de su agenda feminista. Por un lado, su asunción de responsabilidades en la provisión de servicios sociales, anteriormente proporcionados por el Estado, se ha traducido en muchas tareas, pocos recursos y una pérdida creciente de autonomía.

    Por el otro, la creciente dependencia de la financiación externa ha provocado cambios en sus prioridades que se alejan de los proyectos más directamente vinculados con sus compromisos feministas para desarrollar acciones con criterios técnico-profesionales, más atractivos para algunas agencias donantes.

    Y por último, se manifiestan dificultades de articulación y coordinación entre las organizaciones feministas, a menudo caracterizadas como elitistas, urbanas y de clase media, con las organizaciones de base o comunitarias creadas por mujeres para responder no necesariamente a los temas de la agenda feminista, sino a los procesos de exclusión, política, social y económica (Lind, 1997).

    En suma, el panorama es considerablemente complejo y se necesita creatividad en los enfoques y en las estrategias. En el nivel internacional, parece necesario estrechar los vínculos entre las ONG del Norte y del Sur y explorar el potencial que las teorías post-estructuralistas tienen en el cuestionamiento de las categorías que sustentan las desigualdades globales.

    A escala nacional, se considera apoyar la mejora en la rendición de cuentas de los mecanismos nacionales y crear espacios de consulta y participación de la sociedad civil. Asimismo, se abren oportunidades en los numerosos procesos de descentralización en curso que pueden conducir a una mayor presencia de mujeres y de sus intereses en los gobiernos locales. Por último, es preciso seguir trabajando en construir alianzas con otros movimientos sociales en temas estratégicos que permitan vencer las resistencias a un cambio en la redistribución del poder.

    El comienzo del siglo XXI se ha revelado como un período extraordinariamente convulsivo y complejo. Dos aspectos que ya se apuntaban en los últimos años del pasado milenio se han establecido de manera rotunda.

    En primer lugar, un proceso de globalización e interdepedencia económica basado en un orden capitalista global que está conduciendo a la profundización de las desigualdades entre e intra países y al incremento del número de personas pobres marginadas de los beneficios de este sistema mundial. Un proceso que, contradictoriamente, está ocurriendo en un momento de crisis del sistema multilateral como espacio de concertación, con un regreso a posiciones unilaterales.

    Y, en segundo lugar, y como reacción a este proceso globalizador, se percibe en todo el mundo un fortalecimiento de las identidades nacionales, religiosas y étnicas basado en posiciones conservadoras en lo moral que, entre otras consecuencias, está reafirmando los roles tradicionales de género y los sistemas de autoridad y control patriarcales y provocando retrocesos en los avances logrados en términos de desarrollo humano a lo largo de la pasada década.

    En este contexto, emergen múltiples cuestiones, de las cuáles, parece relevante señalar las cuatro siguientes:

    1. Pero la realidad muestra una enorme brecha entre el reconocimiento formal de los derechos y su disfrute efectivo: la violencia contra las mujeres en sus múltiples manifestaciones-agresiones sexuales, violencia intrafamiliar, explotación sexual o tráfico de mujeres y niñas y niños, entre otros; la imposibilidad de ejercer sus derechos sexuales y reproductivos o la existencia de legislaciones contrarias al derecho internacional están presente en muchas sociedades, impidiendo el pleno disfrute de la libertad y de los derechos humanos de los que las mujeres son titulares.

    2. La creciente convergencia de los objetivos de los derechos humanos y del paradigma del desarrollo humano inaugura nuevas oportunidades de trabajo conjunto para las instituciones y organizaciones implicadas: el desarrollo humano asegura la adquisición efectiva de los derechos humanos, y los derechos humanos son esenciales para el pleno desarrollo humano. Los derechos humanos de las mujeres han sido reconocidos como parte inalienable, integral e indivisible de los derechos humanos universales.

      A sostener este planteamiento colaboraban las concepciones más tradicionales de la pobreza, basadas en el ingreso como medida y en el hogar como unidad de análisis, que señalaban que los hogares con jefatura femenina se situaban entre los más pobres. Teorías que, sin embargo, no explicaban ni la discriminación de las mujeres en hogares de mayor ingreso, ni las múltiples dimensiones a través de las que se manifiesta la pobreza (Cagatay, 1998). El enfoque de las capacidades ilumina estos aspectos identificando los diversos ámbitos en los que se manifiestan y reproducen las desigualdades de género y las plurales dimensiones que encierra el concepto de pobreza.

    3. La pertinencia de clarificar conceptual y empíricamente los vínculos entre género y pobreza. A lo largo de las pasadas décadas, la idea de la feminización de la pobreza –el colectivo de pobres está dominantemente compuesto de mujeres – ha sido muy utilizada tanto como argumento de presión como, sobre todo, en el diseño de las estrategias de alivio de la pobreza por parte de los organismos multilaterales (Jackson, 1996). Una visión instrumental y reduccionista en un doble sentido: por un lado, enfocarse en las mujeres como el colectivo más empobrecido contribuía al objetivo general de reducir la pobreza y, por el otro, el alivio de la pobreza de las mujeres permitiría a éstas escapar de su situación de subordinación. En consecuencia, la subordinación de las mujeres era causada por su situación de pobreza y no por las desigualdades que padecen en razón de su género.

      Aun cuando el empleo remunerado tiende a incrementar la autonomía y la capacidad de negociación de las mujeres, la mayor parte de ellas continúan situadas en la parte más baja de la escala social, recargadas de tareas domésticas y del cuidado de sus familias e inmersas en la lucha del día a día. La ausencia de reparto del trabajo doméstico entre mujeres y hombres y, por ende, su invisibilización en el sistema económico y de relaciones sociales sitúa a las mujeres en una posición de conflicto personal en el ámbito privado y de desventaja en la sociedad. La contabilización del trabajo doméstico no remunerado es un avance importante que debe ser profundizado.

      Se requiere la visibilización de todo el proceso de reproducción social y el reconocimiento de su papel fundamental en el mantenimiento del sistema social y económico (Picchio, 1999). Por todo ello, se hace necesario reivindicar, como ya ha hecho el feminismo, la centralidad de las tareas de reproducción social y de cuidado para el logro del desarrollo humano. En ese sentido, el desarrollo humano es un marco mucho más favorable al reconocimiento y valoración del trabajo de cuidado, crianza y atención, socialmente asignado a las mujeres, que contribuye de manera determinante a la creación de capacidades para las personas.

    4. La necesidad de pensar alternativas al actual modelo de globalización de manera que, en palabras de Sen y Correa (2000), se promueva tanto la justicia económica como la justicia de género. Como señala Benería (2003), la globalización y la feminización de la fuerza de trabajo ha modificado la distribución y localización de los empleos de hombres y mujeres: la preferencia por mujeres en las industrias exportadoras, su incorporación al sector servicios y el incremento de la migración internacional ha facilitado su interacción en el mercado de trabajo. Las consecuencias que estos cambios tienen sobre los roles y relaciones de género son, cuando menos, complejos.
    5. La cuarta cuestión alude al hecho de que la equidad de género necesita de la participación de los hombres. La justicia de género precisa, con mucha probabilidad, cambios en sus modos de pensar y actuar, la reconsideración de las imágenes tradicionales de la masculinidad y una reformulación de sus relaciones con las mujeres. Existen estudios y experiencias de trabajo con hombres de muchas partes del mundo en temas como violencia, sexualidad, paternidad responsable o prevención de VIH/SIDA que han servido para poner de manifiesto la diversidad de masculinidades y de identidades masculinas y para también vislumbrar las posibilidades de cambio de los hombres. Como apunta Connell (2003), un factor clave será trabajar las razones que motivan a los hombres a promover cambios en su actitud y utilizar todo este reconocimiento para el desarrollo de estrategias de equidad de género que impliquen de manera más activa a hombres y adolescentes.
    1. SEGURIDAD SOCIAL:

    La noción de "seguridad social" se encuentra estrechamente vinculada a una reestructuración de la relación entre el Estado y la economía en las sociedades capitalistas modernas. De esta forma los modernos estados –ya se trate de los denominados Estados de Bienestar como los de liberal- han buscado por diferentes vías garantizar legalmente la seguridad o el "bienestar" de sus ciudadanos/as por medio de políticas públicas.

    Estas políticas comprenden transferencias masivas de ingresos a los grupos sociales, infraestructura física, servicios sociales, políticas sociales en educación, vivienda salud, como también regulaciones en torno a la economía, el rol del Estado, la distribución del poder y la organización del control social.

    La seguridad, como objetivo de política estatal, busca proteger al individuo de los riesgos materiales y de las inseguridades materiales individuales típicas (relacionadas con enfermedades, la incapacidad para mantener el trabajo o para encontrar un empleo debido a la pérdida de habilidades, la falta de ingresos para afrontar la maternidad, la crianza de niños/as, y/o su educación; la necesidad de garantizarse un ingreso durante la vida pasiva o ante la pérdida del sostén del hogar).

    Estas situaciones, denominadas contingencias, no deben ser resueltas por la caridad pública o formas de mutualismo o cooperación, sino deben ser provistas por medio de arreglos colectivos.

    La seguridad social se traduce en la acción estatal basada en la ley formal, garantizada mediante derechos sociales y por medio de la intervención técnico-administrativa del aparato estatal.

    Junto con el aspecto normativo, existe un supuesto operativo, que refiere a la necesidad de definir y precisar el alcance de la seguridad social. Esto es, "cuánto", "qué tipo de acción", "en beneficio de qué categorías de personas" y naturalmente", "a cargo de quién". Esta definición resulta crucial en términos de género.

    En otros términos, las condiciones individuales por las cuales no se satisfacen las necesidades, se reconocen, a los efectos de la seguridad social, como causas por procesos fuera de control de la persona, las cuales traen aparejadas consecuencias de índole colectiva que implican externalidades también colectivas (por caso conflictos sociales desintegradores), que resultan de la condición de inseguridad y pobreza, todo lo cual afecta intereses y bienes colectivos (Offe, 1995).

    Por lo tanto, no se puede entender de forma adecuada el derecho a la seguridad social, si no se presta cuidadosa atención a la gama de preocupaciones y de presiones que le dieron origen. Mucho menos se puede realizar un abordaje desde una perspectiva de género, si no se conocen los supuestos para el tratamiento de los grupos poblacionales y la estructura de poder imperante.

    Precisiones conceptuales sobre seguridad social.

    El término seguridad social se ha utilizado, por lo general, para referirse a esquemas formales que cubren las contingencias básicas que estableció la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1952, en la Convención Nº 102 para la Seguridad Social (Estándares Mínimos), que comprenden: cuidados de la salud; incapacidad laboral por enfermedad; discapacidad adquirida por el trabajo; desempleo; maternidad; manutención de los hijos; invalidez; edad avanzada, y muerte del sostén del hogar. El acceso a estas formas de seguridad social puede darse a través de una combinación de aportes de los propios trabajadores, los empleadores y los gobiernos.

    Este concepto de seguridad social, incluye los siguientes programas: 1) seguros sociales: i) pensiones de vejez (denominadas jubilación o retiro) invalidez y muerte o sobrevivientes; ii) atención médico-hospitalaria y prestaciones monetarias por riesgos ocupacionales (accidentes de trabajo y enfermedades profesionales); iii) atención médico-hospitalaria y transferencias monetarias por maternidad o enfermedad común; iv) prestaciones monetarias o indemnización por desempleo; 2) asignaciones o subsidios familiares; 3)asistencia social; que comprende pensiones no contributivas o atención médico hospitalaria gratuita para personas carentes de recursos y, 4) sistemas nacionales de salud, en su mayoría administrados por los ministerios de salud nacionales.

    Generalmente se distingue entre seguro social, que cuenta con aportes de los beneficiarios y de los empleados y/o el Estado, y asistencia social, que no tiene el principio del seguro –es decir, los gobiernos deciden que ciertos grupos de ciudadanos/as necesitan asistencia, y que el gobierno debe pagar por ésta, mediante diversos mecanismos de tributación.

    Una distinción adicional es que la seguridad social habitualmente se refiere a formas colectivas de previsión; sin embargo, resulta útil incluir también bajo el título de "seguridad social" en el sentido genérico, a aquellas personas que se encargan ellas mismas de cubrir sus propios riesgos: ahorros privados para la jubilación, por ejemplo, o pólizas de seguro de vida.

    En sentido genérico, el derecho a la seguridad, se origina en la situación de empleo asalariado e incluye los beneficios que forman parte del paquete total del salario o sueldo: comúnmente se hace referencia a éste como el "salario social". Los beneficios más habituales son: i) compensación por invalidez ocasionada por el trabajo; ii) beneficios de jubilación o pensión por retiro; iii) beneficios por cesantía y maternidad y, iv) beneficios por muerte. Los integrantes del hogar del trabajador/a –cónyuge y niños/as- tuvieron acceso a la seguridad social por medio de mecanismos de "cascada" o "goteo", esto es por extensión de los beneficios del trabajador/a asalariado. En algunos países, una parte importante de las luchas sindicales se centraron en aumentar el rango o cobertura de los componentes del salario social –para incluir, por ejemplo, permiso maternal, o colegiatura de los niños, o jardines maternales.

    Estos esquemas de seguridad social basados en la categoría de trabajador/a asalariado crecieron paralelamente a la expansión de los sistemas de salud pública en países industrializados y en los países pioneros en América Latina. Asimismo otros países han extendido los pilares de la seguridad social, que pueden incluir, asistencia social estatal (no contributiva); esquemas contributivos de seguro social; un sector privado de ahorro; entre otros.

    El régimen de reparto, generalmente denominado público, posee un régimen financiero que puede ser de dos tipos: i) reparto: cuando no cuenta con una reserva o la misma es de bajo monto y el ingreso anual se utiliza para pagar las prestaciones en el mismo año y, ii) capitalización parcial colectiva (CPC) ya que se acumula una reserva que puede o no mantener en equilibrio el programa durante un período de tiempo pero no indefinidamente.

    Este sistema posee una cotización no definida ya que no es fija sino incierta y tiende a aumentar en el largo plazo debido a varios factores: maduración del programa, envejecimiento de la población y cambios en las prestaciones. La prestación se encuentra definida, ya que la forma de calcularla está determinada por ley. Sin embargo, es común que una pensión definida no lo sea en los hechos porque puede no ser financieramente sostenible y su valor real puede deteriorarse. En los sistemas de reparto existe una relación explícita entre los beneficios que se otorgan y los aportes que se realizan y el sistema en sí mismo es básicamente redistributivo. La pregunta es si siempre redistribuyen progresivamente.

    El sistema de reparto introduce un elemento de seguridad al establecer un pacto implícito de solidaridad, mediante el cual los trabajadores/as se comprometen a sostener a los jubilados y pensionados, eliminando el riesgo que amenaza a los sistemas de capitalización para mantener una rentabilidad financiera razonable en el largo plazo. Esto es, el sistema de capitalización define el beneficio en función del aporte realizado, en cambio el sistema de reparto posibilita la implementación de mecanismos que permitan procesos progresivos de redistribución. Por lo mismo una crisis financiera del sistema afecta a todos por igual.

    Concordantemente, los sistemas de reparto se fundamentaban en una abundante doctrina jurídica que estableció los principios de universalidad, integridad, solidaridad y unidad como fundantes de la seguridad social. Los mismos encuentran su razón de ser en los enfoques dominantes en la política de la seguridad social, lo cual no implica que los mismos se materializaran en la práctica, ni que tuvieran similares implicancias para hombres y mujeres. De hecho los sistemas de reparto tenían claros y determinantes rasgos discriminatorios hacia las mujeres (Marco, 2002).

    Por el contrario, los sistemas de capitalización individual incorporados en la década de los años noventa, prescindieron de la doctrina social y jurídica para basarse exclusivamente en una economía, que deriva en criterios de libre elección y competencia, eficiencia y equivalencia. En el caso de esta última, toma como base el principio de justicia inherente y establece que cada uno reciba beneficios acordes con sus cotizaciones, con lo cual impide cualquier pretensión de solidaridad (Marco, 2002).

    Dentro del conjunto de los Derechos Humanos, la OIT ha señalado varios, imprescindibles y necesarios en todo proceso de desarrollo y los ha plasmado en la Declaración relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo (1998). La OIT, considerando la justicia social como esencial para garantizar una paz universal, estima que el crecimiento económico es importante pero no suficiente para asegurar la equidad, el progreso social y la erradicación de la pobreza. Por ello, destaca la necesidad de promover políticas sociales sólidas, garantizando determinados derechos fundamentales: a) la libertad de asociación y la libertad sindical y el reconocimiento efectivo del derecho de negociación colectiva; b) la eliminación de todas las formas de trabajo forzoso u obligatorio; c) la abolición efectiva del trabajo infantil y, d) la eliminación de la discriminación en materia de empleo y ocupación. Los estados miembros de la OIT por su mera pertenencia, deben respetar, promover y hacer realidad, de buena fé y de conformidad con sus constituciones nacionales los principios relativos a tales derechos fundamentales que han sido expresados en sendos convenios internacionales, aunque no hubieran ratificado los convenios que los expresan.

    Perspectiva Histórica.

    En las primeras etapas del desarrollo de los seguros sociales europeos, las mujeres aún no tenían acceso a los derechos de la ciudadanía "política", al tiempo que registraban escasa representación en el mercado de trabajo, donde sus salarios eran inferiores a los de los hombres. Por lo tanto, ni siquiera se las consideraba como potenciales beneficiarias de derechos sociales, salvo para prestaciones específicas para casos de pobreza, discapacidad y maternidad. "si bien el concepto de igualdad de derechos para individuos de distinto sexo es antiguo, recién a comienzos del siglo XX se tradujo jurídicamente".

    Las luchas de los movimientos de mujeres a fines del siglo XIX dividían sus reivindicaciones entre las mujeres de clase media que buscaban un ingreso propio por su trabajo, sosteniendo que empleo y maternidad no podían coexistir, y las mujeres de clase baja que por necesidad económica, estaban obligadas a combinar ambas cosas. El centro de atención del denominado "feminismo maternalista" fueron las mujeres pobres, las madres solteras, las esposas de clase obrera -tanto empleadas como no empleadas, las trabajadoras fabriles, las viudas y las esposas abandonadas. Incluían la reivindicación de la maternidad en sí misma, con independencia del estatus ocupacional o matrimonial de la mujer, o de su situación socioeconómica. La maternidad era, para esta variante del feminismo, la condición unificadora del sexo femenino; al reivindicar los derechos de las madres pobres, reivindicaba la de todas las madres.

    En otras palabras, el objetivo era el reconocimiento de la maternidad como una "función social" (y no puramente individual o familiar) y, por lo tanto, susceptible de ser remunerada. En este contexto, el movimiento de mujeres luchó por lograr arreglos institucionales que no sólo reconocieran necesidades y derechos en relación con los "riesgos" a los que se exponían las trabajadoras, sino también respecto a las madres, con o sin salario. Iniciaron de este modo, una importante legislación social que, en líneas generales, derivó en reformas realizadas más como una "protección" (sentido paternalista) que en dirección al otorgamiento de derechos de ciudadanía. No existió un reconocimiento general y sistemático de la condición económica, social y política de la maternidad, sino que se sustituyó por una legislación parcial para grupos "con problemas especiales" y se la incorporó en contextos legislativos aislados (derecho laboral, derecho de familia, seguro social). Las políticas más "institucionalizadas" y visibles fueron los programas de asignaciones familiares.

    Así, en 1919, la Agencia Internacional del Trabajo (luego OIT) aprobó la Convención de Washington que recomendaba un permiso por maternidad de seis semanas antes y después del parto para todas las trabajadoras, y la garantía de un ingreso que sustituyera los salarios y servicios médicos gratuitos. Alemania se convirtió en el primer país que puso en práctica la Convención de Washington. En un comienzo, Inglaterra otorgó una asignación familiar sólo a partir del segundo hijo y no efectivizable en la madre, sino en la cabeza de familia. Debido a la fuerte protesta de las mujeres, se logró que la asignación se pagase a las madres. Francia aparece como el país más avanzado en la materia. En 1913 existían leyes sobre prestaciones a familias necesitadas y subsidios familiares a cargo de las empresas por medio de fondos de compensación. Dada la alta tasa de participación femenina en la fuerza de trabajo francesa, en general las asignaciones se pagaban directamente a las mujeres. Luego de la Segunda Guerra Mundial, esta práctica fue incorporada por Suecia, Noruega y Gran Bretaña. En los años cincuenta, la asignación por maternidad se extendió también a las mujeres de trabajadores autónomos, en particular para las tareas agrícolas. Posteriormente el pago de la asignación por maternidad fue reasignada nuevamente a los hombres (Bock, 1993).

    Luego de la posguerra se consolidan los denominados Estados de Bienestar (EB) , que se establecieron sobre la base de un acuerdo distributivo que tenía como eje la relación de trabajo, estructurado a partir de un sistema asegurador por el cual se garantizaba a determinados individuos la cobertura ante contingencias sociales (vejez, enfermedad, desempleo), y bajo la lógica de un sistema capitalista de producción, de raíz keynesiana orientado a asegurar el "pleno empleo".

    El primer aspecto a destacar es que el principio de "pleno empleo" fue masculino. No hubo desde sus inicios ninguna perspectiva de considerar la inclusión de la mujer en la fuerza de trabajo. Básicamente se buscaba revertir los bajos índices de natalidad, luego de dos conflictos bélicos, a partir de garantizar la permanencia de la mujer en el hogar, por medio de servicios y prestaciones específicas.

    Concordantemente, el principal objetivo del Estado de Bienestar moderno, particularmente el caso de los estados europeos de posguerra –que sirvió de referencia directa para los estados de bienestar latinoamericanos- consistió en garantizar legalmente la seguridad social, a partir de transferencias monetarias, servicios, infraestructura física y políticas reguladoras en las áreas de salud, educación, vivienda, seguro social, protección laboral y asistencia familiar.

    En este contexto, los problemas derivados de la insuficiencia de ingresos de los ciudadanos/as, incluso los casos de ausencia de un bienestar integral, se interpretaban como resultado principalmente de la falta de trabajo. A su vez, esta situación -dada la existencia de una red de seguridad laboral- se explicaba como una coyuntura. A medida que se fueron desarrollando los Estados de Bienestar modernos, el tratamiento de la mujer se fue adecuando al tipo de régimen que los mismos establecieron.

    En términos generales, se observa cierta ambigüedad en el tratamiento de las mujeres en los distintos regímenes del Estado de Bienestar. Por un lado, aparecen como las principales beneficiarias o "clientes" de los mismos, por otro, las prestaciones están condicionadas a la verificación de ciertas situaciones: características del grupo familiar, estilo de vida, nivel de pobreza. Esquemáticamente, Suecia promueve un cierto "feminismo de Estado", mientras que los Estados Unidos muestra una mayor "feminización de la pobreza" y los regímenes corporativos se ubicarían en una posición intermedia.

    A partir de fines de la década de los cincuenta, los distintos regímenes de Estados de Bienestar provocaron una transformación en el universo familiar y en las condiciones de realización del trabajo doméstico. El fenómeno del ingreso de equipamiento doméstico al hogar, simplificó tareas y a la vez empujó a la mujer a salir del hogar. Se facilitaron las actividades de socialización primaria de los menores, de cuidado y atención de niños/as y enfermos/as, que años atrás era de competencia exclusiva de las mujeres y las retenía en el hogar. Este cambio permitió a las mujeres mantenerse en el mercado de trabajo con mayor continuidad y a la vez se les abrieron nuevos empleos y carreras. Esta relación entre las tareas de reproducción y el desarrollo del empleo femenino llevó a muchos a decir que las mujeres se encontraban "casadas con el welfare siate" o que las "mujeres eran el welfare, como proveedoras de servicios y como beneficiarias de las ayudas sociales" (Lefaucheur, 1993). Más allá del exceso que pueda significar esta idea del matrimonio de las mujeres con el estado bienestarista, las mismas lograron alcanzar mayor autonomía en relación con el vínculo conyugal y familiar. Ahora bien, por una parte, los servicios sociales fueron beneficiosos para el logro de una mayor emancipación de las mujeres, pero al mismo tiempo le imponían estereotipos de conducta: "el Estado otorga pero también controla". Es decir, el Estado de Bienestar provee asistencia a las mujeres al precio de consolidar su dependencia.

    En términos legales, la relación jurídica fundante de los modernos Estados de Bienestar son los llamados derechos de la ciudadanía, mediante los cuales se garantizaba a los miembros de un Estado, un conjunto de derechos sociales, que surgen como derivados de los derechos laborales.

    En relación con los derechos económicos o sociales, el primer derecho que se reconoció fue el derecho al trabajo, esto es el derecho a elegir una ocupación, en un lugar determinado que la persona haya elegido y en cualquier rama de actividad, que legítimamente demande capacidades técnicas. El reconocimiento del trabajo como derecho implicó la aceptación formal de un cambio fundamental de actitudes, además de tener implicancias jurídicas concretas. En palabras de Marshall" el derecho civil básico es el derecho al trabajo", o "la primera expresión histórica del derecho social" (Ewald, 1986).

    Ahora bien, los derechos de la ciudadanía, implicaban la concesión de un estatus legal y práctico de los derechos de propiedad, en tanto se los considerara como derechos constitucionales, otorgados sobre la base de la condición de ciudadano/a y no de acuerdo con un comportamiento real o con una contraprestación. No obstante la centralidad de los derechos de ciudadanía, este "arreglo institucional" significó históricamente, un esfuerzo de reconstrucción ética, política y económica de una Europa desbastada por dos guerras mundiales, ensayando medidas similares en los distintos contextos nacionales. Para comprender la complejidad de la cuestión, el análisis normativo de los derechos de ciudadanía se debe complementar con las interacciones entre la actividad del Estado, el rol del mercado y el papel de los individuos y de las familias.

    Tanto para el caso de los Estados de Bienestar organizados bajo el esquema de seguro social (por caso Alemania, Francia) o de seguridad social (Gran Bretaña), presentan similares supuestos con respecto al funcionamiento del sistema económico y social. En ambos casos, las redes de protección o seguridad social dependen fundamentalmente de la red de seguridad laboral, la cual se constituye mediante un complejo que abarcaba todos los ámbitos que hacen a la relación del trabajo (Standing 1992: 47-48)

    Esta red implicaba: a) seguridad en el mercado de trabajo, mediante políticas públicas de sostenimiento de la demanda efectiva, complementadas con la absorción de empleo público (desempleo disfrazado); b) seguridad en el ingreso de trabajo, mediante políticas de salario mínimo, legislación del tipo "igual remuneración por igual tarea" y esquemas de seguros social; c) seguridad en el puesto de trabajo, mediante legislación referida a la estabilidad del contrato de trabajo, el despido, el preaviso, las licencias obligatorias; d) seguridad en las condiciones de trabajo, mediante medidas de higiene, salud, límites de las horas trabajadas y legislación de accidentes de trabajo que contemplaba la figura de culpa o dolo del empleador y permite la acción judicial para reparar el daño sufrido; e) seguridad en la representación de los intereses del trabajo, particularmente por la definición de áreas de incumbencia profesional y por la práctica de la negociación colectiva, incluyendo la organización sindical por ramas de actividad.

    La experiencia muestra que, a través de esta red de seguridad laboral, en muchos casos el modo jurídico favoreció la presión de grupos corporativos filtrando sus privilegios, traducidos en menores obligaciones y mayores beneficios. Claramente las mujeres quedaron en una posición desventajosa, logrando la inclusión de determinadas normas protectorias, pero no la inclusión del principio de igualdad. Aquello que jurídicamente podría ser acertado, dando la oportunidad para una real solidaridad social, arrojó como resultado un sistema fragmentado injustamente privilegiado basado fundamentalmente en las diferencias verificadas en el mercado laboral.

    De acuerdo con lo expuesto, queda claro que el Estado de Bienestar no es neutro, ya que no constituye sólo un conjunto de servicios y prestaciones, y ciertas reglas para la regulación de las relaciones laborales, sino que comprende un grupo de ideas con respecto a qué significa la sociedad, la familia, la economía, la equidad, la perspectiva de género. El "ideario" tradicional en el que se basó este tipo de arreglo institucional –solidaridad, ciudadanía- comenzó a desintegrarse, a la par de los cambios en el contexto económico y político internacional, que llevaron a una reformulación de sus principios y lógica de funcionamiento.

    Asimismo, el trabajo no remunerado pero socialmente útil no fue considerado en absoluto y la economía se consideraba neutral en términos de género. De esta manera se fue construyendo una dialéctica entre particularismo y universalismo, con un marcado predominio del primero sobre el segundo, que fue desvirtuando el pretendido contenido universalista de la política de seguridad social. En el contexto del mercado laboral de América Latina, esta experiencia fue más marcada. La fuente principal de deslegitimación de la seguridad social en América Latina es su segmentación y su escasa cobertura.

    De este modo se comenzó a hablar de la "crisis" del EB, en tanto "procesos donde se pone en cuestión la estructura de un sistema social" (Offe, 1990: 43). Es decir, no se trata de encontrar un camino para su relegitimación, sino que se debió volver a analizar sus fundamentos – como consecuencia de los "ataques" que se le hicieron, especialmente desde posturas neoliberales- y las soluciones posibles para salir de la mencionada crisis.

    Esta situación de crisis desembocó también en "soluciones" o procesos de reforma de los sistemas, diferentes para los distintos modelos, tanto en el caso europeo como en el latinoamericano. Antes de analizar los procesos de crisis y reforma, se precisará un aspecto fundamental de la seguridad social que refiere a la cobertura del sistema.

    Cobertura en seguridad social.

    De acuerdo al desarrollo histórico-institucional descriptivo, se diseñaron diferentes sistemas de seguridad social, en donde la relación jurídica instrumental la conforma una relación de protección, por la cual un sujeto (entidad gestora) satisface las prestaciones determinadas legalmente a otro sujeto (beneficiario) con la finalidad de revertir a la necesidad actual de éste.

    El punto de partida de la legislación en materia de seguridad social es el concepto de contingencia. El mismo refiere a un acontecimiento o hecho futuro que, en caso de producirse, acarrea consecuencias dañosas para el individuo. Es, por lo tanto, un acontecimiento futuro e incierto –pero con un alto grado de probabilidad que se produzca- que lleva a la necesidad de proteger al individuo, o a un grupo de individuos, ante dicha eventualidad.

    La protección del sistema de seguridad social comienza a actuar, una vez configurada la contingencia, la cual produce como efecto que una persona, o los miembros de su familia, o uno y otros, resulten desfavorablemente afectados, en su nivel de vida, ya sea como consecuencia de un aumento en el consumo, o una disminución o supresión de los ingresos.

    Las contingencias se clasifican, en la mayoría de las legislaciones, en tres tipos:

    • Contingencias patológicas: aquellas situaciones que deben protegerse ante la eventualidad de que el individuo contraiga una enfermedad (seguro de salud), accidente o enfermedad del trabajo (pensiones por invalidez o enfermedad).
    • Contingencia socioeconómicas: son aquellos recaudos que se toman ante la eventualidad de la pérdida de ingresos (jubilación o pensión) o a falta de trabajo (seguro de desempleo) o en razón de la "expansión de la familia" como el caso de nacimiento, esposo/a a cargo, (asignaciones familiares).
    • Contingencias biológicas: agrupan a aquellas precauciones que se toman en la vida activa para asegurar la protección de los derechohabientes (pensión para el cónyuge supérstite o hijos menores), en caso de muerte (gastos de sepelio), o una pensión para aquellos no trabajadores/as carentes de recursos (pensiones graciables o no contributivas).

    Es decir, en todos los casos, lo "protegido" es aquello que, en caso de ausencia, se entiende como privación. Por ello la contingencia está ligada indisolublemente con la carencia –en el concepto más tradicional de la Seguridad Social, o al estado de necesidad de esta persona- en la visión actual. En cualquiera de los casos, debe ligarse a la protección la cobertura, esto es, su superación.

    La vejez es una de las contingencias más difíciles de determinar, ya que abarca en sí misma la mayor cantidad de riesgos sociales: pérdida de ingresos, enfermedades biológicas, invalidez o pérdida de las facultades. A su vez, tiene una especificidad de género que no se toma en cuenta en la legislación, como tampoco al momento de otorgar las prestaciones. Esta especificidad refiere a que las mujeres de edad avanzada pueden considerarse como uno de los sectores más vulnerables de la sociedad, en términos tantos físicos como económicos, primero por su mayor morbilidad, atribuible a diferencias fisiológicas agravadas por el efecto acumulado de desnutrición., embarazos continuos, desgaste físico y psicológico de una doble jornada y subordinación social y económica. Su vulnerabilidad se ve multiplicada por la mayor desprotección prestacional que resulta de su desventajosa inserción laboral durante las edades jóvenes (Gómez Gómez, 1997).

    En sus orígenes, el Derecho de la Seguridad Social, buscaba en primer lugar, diferenciarse del Derecho del Trabajo, en tanto no consideraba como sujeto a protección al trabajador/a asalariado en cuanto tal, sino buscaba proteger la integridad de la persona. con el desarrollo del sistema, y a partir de diseñar mecanismos para la efectiva percepción del beneficio, quedaron comprendidos los trabajadores/as dependientes y en algunos casos su grupo familiar, aunque en general, el perceptor de los beneficios fue el trabajador/a dependiente y no su titular. Para los no asalariados la cobertura resultó reducida a ciertas y determinadas contingencias, aunque en la mayoría de los casos, la protección se presenta como consecuencia de adhesión voluntaria. Es decir, el principio de la universalidad no ha sido suficientemente desarrollado, permaneciendo como requisito indispensable acreditar ciertas circunstancias para acceder a ellas.

    Otros de los principios que integran el sistema de seguridad es la solidaridad, debido a que el conjunto de la comunidad contribuye a la financiación del sistema de acuerdo con sus posibilidades –solidaridad general o vertical- y en especial los activos o las generaciones más jóvenes, y con mayor capacidad de generación de ingresos, sostienen a los mayores –solidaridad generacional- que es el caso típico de los sistemas previsionales de reparto. Al igual que la universalidad, el principio solidario como fundante de la cobertura se encuentra en discusión.

    Sintetizando, los sujetos protegidos serían todos aquellos comprendidos en el campo de aplicación del sistema, o de los regímenes especiales (profesionales, fuerzas armadas) son potenciales acreedores de las prestaciones establecidas, las cuales se hacen efectivas a partir de producido el evento, y siempre y cuando reúnan las condiciones exigidas (edad, enfermedad). Pero para ser beneficiario/a no basta estar comprendido dentro del campo de aplicación de estos regímenes, sino que siempre se requiere cumplir con los requisitos legales para acceder a la condición de beneficiario. Estos requisitos pueden referirse a la objetivación de la contingencia, -determinado grado de invalidez- o cumplir con recaudos legales –estar casado- o bien haberse relacionado con la autoridad administrativa y financiera del régimen que se trate –antigüedad en la afiliación o mínimo de aportes. Claramente no es un sistema de acceso incondicional a los ciudadanos/as.

    El Estado cumple un doble rol en el sistema: por una parte reconoce el derecho a la seguridad social a todos los habitantes, legislando y reglamentando conforme a ello y, por otra parte, asume la responsabilidad de brindar las prestaciones directamente a los beneficiarios/as.

    Otra de las clasificaciones que se han utilizado para referirse a la cobertura es la siguiente (Mesa Lago y Bertranou, 1989): i) Cobertura legal: la ley o la Constitución de los países pueden declarar que todos los ciudadanos o residentes de un país tienen derecho a la cobertura, pero en la práctica solo un pequeño grupo acceda a ellos. Esta diferencia en el contexto latinoamericano es muy importante, ya que grandes grupos de la población están excluidos de facto de los beneficios del sistema, a pesar de que las Constituciones garantizan ampliamente los derechos sociales; ii) Cobertura estadística: refiere al número de afiliados o de contribuyentes activos que se encuentran registrados en el sistema. Se acerca más a la realidad que la cobertura legal, pero en muchos países los sistemas estadísticos son deficientes y no se sabe con certeza la cantidad de personas efectivamente cubiertas por la seguridad social; iii) Cobertura real: se puede conocer a través de censos o de encuestas y tiende a dar cifras más concretas de quienes efectivamente se encuentran protegidos.

    Nótese que no existe ninguna consideración de la perspectiva de género en la definición de las contingencias. Esto es, se considera el estado de necesidad de igual manera para hombres y mujeres, no hay ningún tipo de determinación de contingencia específicas en términos de género. Tampoco existe ninguna consideración al trabajo no remunerado.

    En esta misma dirección y a pesar que en las fundamentaciones de la nueva normativa previsional se hace mención a que fue necesario un "fuerte desarrollo en materia normativa e institucional" para poner en funcionamiento los nuevos sistemas, no se ha desarrollado un "nuevo derecho previsional", existiendo serios cuestionamientos respecto de la naturaleza jurídica de muchas instituciones, que corresponden más con principios de orden económico (principio de equivalencia, reglas actuariales, libre elección y competencia) que con seguridad social.

    De este modo se crearon "nuevas instituciones" (administradoras de fondos, superintendencias de administración de fondos) y en otros debieron adecuarse las existentes, por caso compañías de seguro de vida y de retiro. Por otra parte se señala que la tarea reglamentaria y de adecuación institucional no puede considerarse culminada, señalando, por ejemplo, que "todo marco normativo es de naturaleza dinámica", al tiempo que se observa un "enorme esfuerzo de adaptación a las necesidades del nuevo sistema". Lo curioso aquí que las necesidades de las mujeres han quedado totalmente en los nuevos sistemas.

    Normas internacionales del trabajo e igualdad de género:

    En los primeros años de la OIT, las normas relacionadas con las mujeres estaban destinadas principalmente a proteger a las trabajadoras en términos de seguridad y salud, condiciones de trabajo y requisitos especiales relacionados con su función reproductora. Con el tiempo, se ha producido un cambio en relación con las normas pertinentes con respecto a las mujeres, pasando de los convenios de protección a los convenios destinados a ofrecer a mujeres y hombres los mismos derechos y oportunidades. La adopción del Convenio sobre igualdad de remuneración, 1951 (núm. 100), del Convenio sobre la discriminación (empleo y ocupación), 1958 (núm. 111), y del Convenio sobre los trabajadores con responsabilidades familiares, 1981 (núm. 156), marcó un giro en las actitudes tradicionales relativas a la función de la mujer, y supuso el reconocimiento de que las responsabilidades familiares incumben no sólo a las trabajadoras sino también a la familia y a la sociedad. A mediados del decenio de 1970 surgió un nuevo concepto más ambicioso en pro de la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres en todos los terrenos. Este concepto se expresó a través de los debates y textos que surgieron de la 60. a reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo celebrada en 1975. Desde entonces, la protección de las trabajadoras se ha basado en el principio de que debe protegerse a las mujeres de los riesgos inherentes a su empleo y profesión en las mismas condiciones que los hombres y de acuerdo con las mismas normas que se aplican a éstos. Las medidas de protección especiales que siguen estando permitidas son las que tratan de proteger la función reproductora de la mujer.

    La mayoría de los instrumentos de la OIT en materia de seguridad social no contienen disposición alguna que prohiba la discriminación en función del sexo, ya que se adoptaron en una época en que prevalecía la opinión (que a menudo no concordaba con la realidad incluso entonces) de que los hombres eran el sostén de la familia y que las mujeres permanecían en el hogar cuidando de la familia. Dos convenios sobre seguridad social prohiben, no obstante, la discriminación. Uno de ellos es el convenio sobre la protección de la maternidad (revisado), 1952 (núm. 103), que estipula que toda contribución deberá ser pagada con respecto al número total de hombres y mujeres empleados por las empresas interesadas, sin distinción de sexo. El otro es el Convenio sobre el fomento del empleo y la protección contra el desempleo, 1988 (núm. 168), que exige la igualdad de trato a todas las personas protegidas, sin distinción alguna por motivos entre otros de sexo, al tiempo que permite a los Estados Miembros que adopten medidas especiales que estén destinadas a satisfacer las necesidades específicas de categorías de personas que encuentran problemas particulares en el mercado de trabajo.

    Otros convenios de la OIT no relacionados específicamente con la seguridad social prohiben expresamente la discriminación por motivos de sexo, sobre todo los Convenios núms. 100, 111 y 156 antes mencionados. Con miras a crear la igualdad efectiva de oportunidades y de trato entre trabajadores y trabajadoras, el Convenio núm. 156 prescribe que deberían adoptarse todas las medidas compatibles con las condiciones y posibilidades nacionales para tener en cuenta las necesidades de los trabajadores con responsabilidades familiares en lo que concierne a la seguridad social. La Recomendación sobre la discriminación (empleo y ocupación), 1958 (núm. 111), recomienda que todas las personas, sin discriminación, deberían gozar de igualdad de oportunidades y de trato en relación con las medidas relativas a la seguridad social.

    La protección de la función reproductora de la mujer está íntimamente ligada a la promoción de la igualdad de género. Las prestaciones del seguro de maternidad son una pieza clave para permitir a las mujeres y a sus familias mantener su nivel de vida cuando la madre no puede trabajar. A través de su historia, la OIT se ha esforzado por garantizar que las trabajadoras disfruten de este derecho, desde la adopción en 1919 del Convenio sobre la protección de la maternidad, 1919 (núm. 3), hasta la adopción en 2000 del Convenio sobre la protección de la maternidad (núm. 183) y la Recomendación núm. 191.

    El vínculo existente entre la protección social y el género.

    La mayoría de los regímenes de seguridad social fueron establecidos inicialmente sobre la base de un modelo en el que los hombres eran el sostén de la familia. Así, por ejemplo, proporcionaban generalmente prestaciones para las viudas, pero no para los viudos y, en algunos países, las mujeres casadas que realizaban un trabajo numerado no tenían que contribuir a esos regímenes. La edad de la jubilación inferior para las mujeres era también en cierta forma el reflejo de un modelo en el cual la participación de las mujeres en la fuerza laboral, se consideraba secundaria. A medida que un mayor número de mujeres se ha ido incorporando a la fuerza de trabajo remunerada, las ideas acerca de las funciones de los géneros han evolucionado y los regímenes de seguridad social están siendo reformados gradualmente.

    En el marco de la protección social existen dos enfoques complementarios encaminados a lograr la igualdad de género:

    • Las disposiciones o medidas destinadas a uniformar las reglas de juego y garantizar que se conceda un trato igualitario a los hombres y mujeres. El objetivo es eliminar las prácticas discriminatorias en la elaboración de programas; no obstante, las mujeres siguen estando en una situación de desventaja en términos de protección social, en la medida en que las prestaciones de la seguridad social siguen vinculadas al empleo en el mercado de trabajo donde persisten profundas desigualdades de género, y
    • Las disposiciones o medidas destinadas a igualar los resultados y compensar así la discriminación y las desigualdades generales fuera de los sistemas de seguridad social, por ejemplo en el mercado de trabajo.

    Repercusión de las desigualdades del mercado de trabajo en las diferentes formas de protección social.

    Las mujeres se encuentran a menudo en una posición de desventaja en el mercado de trabajo. Su situación viene determinada por la división de trabajo, ya que realizan una parte muy importante del trabajo no remunerado que consiste en prestar cuidados a otras personas. Esta función a menudo impide a las mujeres aceptar o permanecer en un puesto de trabajo a tiempo completo. Esto influye también en el tipo de trabajo que pueden realizar y el número de años que permanecen en un puesto de trabajo cubierto por la seguridad social. A menudo, tiene un efecto negativo en sus ingresos, en su capacidad para proseguir su formación y en sus perspectivas de carrera profesional. Incluso las mujeres que no tienen responsabilidades familiares pueden verse afectadas por esto si los empleadores suponen que las tendrán en un futuro.

    Estas desigualdades del mercado de trabajo afectan a la situación de las mujeres en ciertos tipos de protección social más que en otros. Algunos de los efectos más importantes pueden verse en los planes de jubilación y de salud de las empresas: a menudo se excluye más a las mujeres que a los hombres porque ocupan grados inferiores, no tienen suficientes años de servicio o trabajan a tiempo parcial.

    Los regímenes de seguro social no abarcan con frecuencia a ciertas categorías de trabajadores, como las de los trabajadores a domicilio, los trabajadores domésticos y los trabajadores a tiempo parcial, en las que las mujeres están fuertemente representadas. Los trabajadores de la economía informal –donde tantas mujeres pasan la mayor parte de su vida laboral- también están desprotegidos. Factores tales como carreras interrumpidas, períodos más cortos de cotización y salarios inferiores afectan de manera negativa a los derechos que tienen las mujeres en el marco de la seguridad social y de otros regímenes relacionados con el empleo. Esta situación afecta no sólo a las jubilaciones sino también a los subsidios de desempleo que muchas mujeres desempleadas no reciben. (si están solteras, puede que obtengan prestaciones procedentes del seguro social, que por lo general son inferiores y están sujetas a un gran número de restricciones. Si tienen una pareja, la comprobación de los medios de vida del hogar las descalifica por lo general para obtener asistencia social.

    Medidas para otorgar la igualdad de trato en la protección social y para promover la igualdad de género a través de la protección social.

    Se ha utilizado o se puede utilizar toda una gama de medidas de protección social para promover la igualdad de género, entre otras tenemos:

    • Pensiones de superviviente;
    • Divorcio y reparto de la pensión;
    • Edad de jubilación;
    • Créditos de pensión para personas con responsabilidades de prestación de cuidados;
    • Tasas de prestaciones diferenciadas en función del sexo;
    • Licencia y prestaciones parentales y servicios de cuidado infantil;
    • Prestaciones por hijos a cargo.

    Pensiones de superviviente.

    Las pensiones de superviviente se basan en el concepto de dependencia: relacionan el derecho a las prestaciones con las cotizaciones pagadas por el cónyuge difunto (o en nombre del mismo), aseguran contra la pérdida del sostén de la familia y (en muchos países) pueden anularse si el beneficiario vuelve a casarse. Tradicionalmente, esas prestaciones sólo se abonaban a la viuda y los huérfanos, y no al viudo (salvo si tenía alguna discapacidad y por esa razón estaba a cargo de su mujer). Esta discriminación se ha suprimido en los sistemas de seguridad social de muchos países, entre ellos los Estados Unidos y la mayoría de los Estados miembros de la Unión Europea. En 1993, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas declaró ilícita toda discriminación contra los viudos en los planes profesionales de pensiones.

    Divorcio en reparto de la pensión.

    En los tres o cuatro últimos decenios del siglo XX se ha producido un rápido aumento de la tasa de divorcios en muchos países industrializados. Por ejemplo, tanto en el Canadá como en el Reino Unido estas tasas fueron seis veces superiores en 1990 con respecto a 1960. Entre mediados del decenio de 1970 y mediados del decenio de 1990, la tasa se duplicó en la República de Corea, Tailandia y Venezuela. Esta tendencia tiene profundas repercusiones en la seguridad de los ingresos en la vejez de las mujeres divorciadas, especialmente si no han cotizado personalmente a un plan de pensiones a través de su trabajo. Si su ex marido vuelve a casarse –como ocurre con mucha frecuencia-, pueden perder todo o parte de su derecho a recibir una pensión de supervivencia.

    Para atajar este problema, los sistemas de pensiones de varios países han introducido una mejora conocida normalmente como "reparto de la pensión". Se reúnen todos los derechos de pensión adquiridos por los cónyuges mientras permanecieron casados, para dividirlos después entre ambos en igual proporción. Dicho sistema existe en los regímenes de seguridad social del Canadá y Alemania desde hace casi un cuarto de siglo. En fecha más reciente se ha introducido en Irlanda, Sudáfrica y Suiza. Recientemente también atrajo la atención en relación con los planes de jubilación de las empresas.

    Edad de jubilación.

    Muchos países tienen, o hasta hace poco han tenido, una edad de jubilación inferior para las mujeres que para los hombres. Cabe preguntarse por qué los legisladores de estos países (la mayoría de los cuales eran hombres) decidieron introducir esta diferencia. Se ha sugerido que puede que tenga que ver con el hecho de que los hombres suelen casarse con mujeres algo más jóvenes y de esta forma podrían retirarse más o menos al mismo tiempo. Otra explicación posible es que la edad de las mujeres es inferior para compensar la doble carga que sobrellevan al salir a trabajar y al mismo tiempo realizar la mayor parte del trabajo en sus hogares.

    Una edad de jubilación inferior para las mujeres constituye una discriminación formal contra los hombres. Esta diferencia, allí donde todavía existe, está siendo muy cuestionada. El hecho de que las mujeres soportan una carga doble es innegable, lo que no es tan evidente es que ello afecte su capacidad para seguir trabajando hasta la misma edad que los hombres. Lo que es cierto es que su esperanza de vida superior podría incluso sugerir lo contrario. Parece que está surgiendo un consenso a favor de una edad de jubilación común, como ya existe en Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Japón y otros muchos países. No obstante, los debates sobre cuál debería ser esa edad a menudo son acalorados. Muchas mujeres son reticentes, y es comprensible, a que se aumente su edad de jubilación o a recibir una pensión reducida por la edad de jubilación existente. Por otro lado, reducir la edad de jubilación de los hombres supondría un costo enorme. En cualquier caso, no sería aconsejable, ya que el aumento previsto de la proporción de jubilación en relación con la población activa induce a pensar que la edad de jubilación debería aumentarse en vez de reducirse.

    Créditos de pensión para personas con responsabilidades de prestación de cuidados.

    Muchas mujeres llegan a la edad de jubilación con muy pocos o incluso ningún derecho a una pensión por derecho propio, ya sea porque su labor no remunerada de cuidado de otras personas les ha impedido participar en una actividad laboral remunerada o porque esa labor les ha obligado a participar únicamente en formas de trabajo periféricas, que no están bien remuneradas ni cubiertas por los sistemas de seguridad social. A fin de remediar este problema, muchos países han introducido disposiciones según las cuales las personas que permanecen en el hogar cuidando de sus hijos pequeños (y de otras personas incapaces de cuidar de sí mismas) reciben créditos de pensión por el período en cuestión como si hubieran estado empleadas y cotizando a la seguridad social. Entre los países que aplican dichas disposiciones figuran Alemania, Noruega, Suecia y Suiza. En Irlanda y Reino Unido se ha introducido una variante de dichos créditos mediante un procedimiento de "protección de las tareas domésticas" en virtud del cual no se tienen en cuenta los años de ingresos modestos o nulos a la hora de calcular el monto de la pensión. En 1996, en Irlanda se aumentó el número de años para acogerse a dicha protección, al aumentar la edad de los hijos que da derecho a la pensión de 6 a 12 años. Estas medidas son un paso más hacia la igualdad de género no sólo porque contribuyen a prever una mayor seguridad de los ingresos para el gran número de mujeres que dejan la fuerza laboral para ocuparse de la familia, sino también porque son aplicables a los maridos que cuidan de los hijos mientras sus mujeres prosiguen sus carreras. Otro enfoque, que en la práctica contribuye más a promover la igualdad en el mercado laboral es la provisión de servicios de guardería.

    Tasas de prestaciones diferenciadas en función del sexo.

    En la mayoría de los sistemas de ahorro obligatorio para la jubilación que se han introducido hasta la fecha, especialmente en América Latina, los trabajadores que se jubilan pueden optar por la compra de una anualidad o por el retiro escalonado del dinero en sus cuentas. Con este tipo de sistema –a diferencia de los regímenes de seguro social existentes- no hay mancomunación de riesgo o solidaridad entre hombres y mujeres (cuya esperanza de vida es en promedio más larga). No obstante, en las legislaciones de Hungría y Polonia se ha previsto la percepción de rentas vitalicias obligatorias utilizando las mismas tasas para ambos sexos. Queda por ver si será fácil poner en práctica dicha legislación en las compañías competidoras que otorgan prestaciones, todas las cuales tendrán mayor preferencia por los clientes de sexo masculino. Las diferencias en las pensiones de hombres y mujeres en los países de América Latina en cuestión pueden verse aumentadas no sólo por la introducción de parámetros específicos de género, como por ejemplo las tasas de prestaciones menores para las mujeres, sino también quizás por el aumento de la edad de la jubilación para las mujeres y las reducciones actuariales asociadas al mismo en los casos de las mujeres que no quieren o no pueden postergar la jubilación.

    Licencia y prestaciones parentales y servicios de cuidado infantil.

    La seguridad social puede promover la igualdad de género compensando a las personas no remuneradas que prestan cuidados por los períodos de empleo pensionable, y facilitando las cosas tanto para los hombres como para las mujeres a fin de que puedan asumir la función de cuidado de otras personas sin tener que abandonar su carrera. La licencia y las prestaciones parentales (que compensan la pérdida de ingresos) contribuyen de forma importante a este objetivo:

    • Ya que se ponen a disposición de la madre o el padre o pueden ser compartidos por ambos;
    • Ya que por lo general también proporcionan una serie de días al año en los que uno de los padres puede tomarse tiempo libre para cuidar a un hijo enfermo. La prestación de servicios de guardería de calidad y a precios asequibles, a menudo bajo la égida de instituciones de seguridad social y organismos de servicios sociales, también desempeña una función importante a la hora de promover la igualdad de género. La necesidad de disponer de esos servicios ha crecido a medida que ha aumentado la participación de la mujer en el trabajo remunerado. En muchos países una proporción cada vez mayor de la fuerza laboral se enfrenta a las exigencias contradictorias de las obligaciones laborales y las responsabilidades familiares.

    Prestaciones por hijos a cargo.

    La prestación por hijos a cargo es también una medida que favorece la igualdad de género en más de una forma. Es una prestación que hoy en día se paga generalmente al padre o a la madre que efectivamente se encarga del hijo. Se trata pues de una consideración importante, ya que la distribución de los ingresos de las familias en las que sólo uno de los padres trabaja es a menudo muy desigual, y es frecuente que esa persona abuse de la posición dominante que le confiere el hecho de percibir los ingresos del hogar. Aunque las prestaciones por hijos a cargo son comunes en los países industrializados, en los países en desarrollo son en cambio muy poco frecuentes.

    En los últimos años se ha podido apreciar un aumento importante de la proporción de familias monoparentales. Desde 1960, esta cifra se ha duplicado en países como el Reino Unido y los Estados Unidos. Esta tendencia tiene que ver con el increíble aumento de la tasa de nacimiento en casos de madres solteras (más de cinco veces en éstos y otros países), así como con el aumento de las tasas de divorcio. La gran mayoría de los progenitores sin pareja son mujeres, en su mayoría jóvenes. Debido a los altos costos de las guarderías en muchos países y al limitado acceso de las madres jóvenes a puestos de trabajo razonablemente bien pagados, a muchas de ellas no les queda prácticamente otra opción que permanecer en el hogar con sus hijos y vivir de la asistencia social o de otras prestaciones supeditadas a una comprobación de los ingresos. No obstante, si reciben prestaciones por hijos a cargo, ello puede en combinación con las ganancias procedentes del empleo, proporcionarles una alternativa viable. Para quienes están tratando de desarrollar una carrera y a menudo se encuentran en una etapa temprana y crucial, tener la opción de incorporarse al mercado laboral o permanecer en el mismo puede ser extremadamente importante para sus posibles ganancias futuras.

    En los países en desarrollo, la prestación por hijos a cargo supeditada a la asistencia escolar puede ser un instrumento poderoso para garantizar que tanto las niñas como los niños reciban una educación y para combatir el flagelo del trabajo infantil. Dichas prestaciones pueden revestir la forma de exoneraciones del pago de las matrículas escolares, que es probablemente el incentivo más poderoso para que los niños asistan a la escuela. La experiencia de los subsidios monetarios para las familias y los hijos demuestra que son un buen incentivo inicial para que las familias retiren a sus hijos del trabajo y les envíen a la escuela. De ser posible, estas medidas deberían reforzarse con otras disposiciones como por ejemplo comidas escolares, libros, uniformes, cuadernos y lápices, transporte, alojamiento y asesoramiento, que animen a los niños a asistir a la escuela y a permanecer en ella. El programa denominado Bolsa Escolar que se lleva a cabo en el Brasil, por ejemplo, ha mostrado que los subsidios monetarios pueden ayudar a las familias muy pobres a mantener a sus hijos en la escuela. El principal resultado de este programa consiste en permitir que los niños sigan escolarizados en situaciones en que de otro modo quedarían excluidos a causa de un rendimiento escolar insuficiente. Aunque hasta ahora este programa sólo ha beneficiado a un reducido número de familias y la cantidad de dinero que éstas reciben no permite eliminar la pobreza, las evaluaciones exhaustivas que se han efectuado revelan un impacto significativo en las familias beneficiarias.

    CONCLUSIONES

    En un contexto caracterizado por una mayor inseguridad socioeconómica, el envejecimiento poblacional, el aumento de la participación de las mujeres en el mercado de trabajo y su mayor exclusión de los beneficios de la seguridad social, resulta indispensable incluir la equidad de género en el diseño o implementación de políticas económicas y sociales, a fin de garantizar ciertos estándares de calidad de vida por todos, tal como fue desarrollado a lo largo del presente trabajo. Son muchos los aspectos que se deben tener en cuenta al momento de evaluar los impactos de la seguridad social (o sistema de previsión) desde una perspectiva de género. Claramente no se trata de un análisis meramente técnico sino de una cuestión mucho más compleja que involucra una discusión acerca de los valores y los principios inminentes a los objetivos que se pretenden alcanzar y a los mecanismos diseñados para ello, en consecuencia numerosos aspectos de los sistemas de seguridad social deben ser revisados para adaptarlos o utilizarlos en beneficio de la equidad e igualdad de género.

    Entre otras cosas la seguridad social puede fomentar la igualdad de género:

    • Extendiendo la cobertura a todos los trabajadores, o por lo menos a todos los asalariados, incluidas las categorías particulares en las que las mujeres están fuertemente representadas;
    • Ayudando a hombres y mujeres a combinar el empleo remunerado con la prestación de cuidados, por ejemplo a través de la licencia parental remunerada y las prestaciones por hijos a cargo;
    • Reconociendo la tarea no remunerada de prestar cuidados, ya sea mediante la concesión de créditos en el marco de regímenes contributivos o mediante la provisión de prestaciones universales;
    • Concediendo a los cónyuges dependientes derechos propios, salvaguardando así su situación en caso de separación o divorcio.

    La introducción de la igualdad de género en relación con parámetros tales como la edad de jubilación o las prestaciones de superviviente puede tener, no obstante, efectos negativos en las mujeres, ya que puede dar lugar a una reducción de los derechos en lugar de un aumento de los mismos. Cuando tal introducción se juzgue inevitable, por cuestiones económicas o de otra índole, debe asegurarse por lo menos un proceso de transición cauteloso y gradual.

    Por último, todas las reformas de la seguridad social deberían examinarse cuidadosamente con el objeto de evitar sus posibles repercusiones negativas para las mujeres y de fomentar a la vez la igualdad de género.

    FUENTES BIBLIOGRAFICAS

    1. O.I.T.: Seguridad Social: Un nuevo consenso. Capítulo IV igualdad de género, informe de la comisión de la Seguridad Social, Conferencia Internacional del Trabajo, 89 ava reunión. 2001.
    2. Laurac Pautassi. Legislación Previsional y Equidad de Género en América Latina, Serie Mujer y Desarrollo. Nº 42 CEPAL 2002.
    3. PNUD: Proyecto Nacional de la Mujer 2000-2004. El Salvador. Capítulo I (parte del proyecto: Desarrollo del Milenio y su contribución a la igualdad de género: caso El Salvador).
    4. Virginia Guzman: La Institución de Género en el Estado: Nuevas perspectivas de análisis. Serie Mujer y Desarrollo. Nº 32. CEPAL 2002.
    5. PNUD: Informe sobre desarrollo humano 2003. Capítulo IV. Políticas Públicas para mejorar la salud y la educación de las personas, igualdad de género.

     

    José Ferrigno

    REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA

    UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA

    FACULTAD DE CIENCIAS ECONÓMICAS Y SOCIALES

    POST GRADO EN SEGURIDAD SOCIAL – CÁTEDRA DE SEGURIDAD SOCIAL

    TRABAJO FINAL DE CURSO