La construcción oficial de la idea de patria y patriotismo en la escuela argentina
Enviado por cschulmaister
- Abstract
- Ese algo llamado patria
- Patria popular vs. Patria oligárquica
- La construcción oficial del pasado
- La historia oficial en la escuela
- La versión oficial de la patria y del patriotismo
- La educación patriótica escolar
- La canonización de los actos patrios
- Patria y paternalismo
- Bibliografía
El artículo revela la existencia de una versión oficial de la idea de patria, y en consecuencia, de la de patriotismo, construida por los sectores dominantes desde el mismo instante de la ruptura con España como medio de control y disciplinamiento político e ideológico.
Esa construcción, realizada por momentos con entusiasmo y rigor propios de una ingeniería social, tuvo en la escuela su mejor vehículo y servidores, valiéndose de la creación de una historia nacional falsificada, que junto con la enseñanza del civismo tendían a la introyección en las mentes de los niños y adolescentes argentinos de una idea metafísica de la patria, proceso que llegaba a niveles imponderables con la realización de las ceremonias de culto a la patria, representadas por los actos patrios oficiales y escolares.
El artículo señala, finalmente, cómo esa concepción de la idea o experiencia de patria tiene resultados previsibles en la constitución de sujetos políticos pasivos, atados al pasado, con miedo al presente y al futuro.
Palabras clave: Patria- patriotismo- oligarquía- pueblo- mistificación- historia oficial- actos patrios- próceres.
Puesto que toda creación cultural, tangible e intangible, se halla sujeta a modificaciones en el curso de la historia, las palabras corren la misma suerte que el resto de lo creado. Sin embargo, ellas experimentan mudanzas más complejas ya que lo hacen como vocablos, significantes o continentes y también como significados o contenidos. Significantes y significados se corresponden con las sociedades en las que se desarrollan y consiguientemente con sus marcos culturales, aun cuando puedan no ser originarios de ellas.
De esos dos elementos, el más inestable es siempre el segundo, es decir, la idea, a tenor del carácter más o menos pedestre o abstracto que posea. En el último caso, la idea nunca es igual a sí misma en el transcurso del tiempo, puesto que es constituida por hombres históricos en circunstancias y contextos históricos diferentes, así como su aprehensión es también subjetiva y personal en hombres situados en un mismo tiempo físico pero en diferentes culturas. Y aun dentro de una común coordenada temporal, espacial y cultural, la apropiación de ciertas ideas abstractas es una experiencia individual e intransferible.
Una de esas ideas abstractas es la de patria, una construcción humana tardía en el decurso de la evolución experimentada a partir de la hominización de nuestros antepasados. A las relaciones cosmogónicas, es decir, totalizantes, de los hombres con la naturaleza y con los dioses, les sucedieron en la etapa de la sedentarización nuevas relaciones al interior de los procesos de construcción de particulares culturales en los que se fueron profundizando y consolidando los caracteres distintivos de sus identidades con la construcción del nosotros y los otros.
La primigenia relación con la tierra y la naturaleza, consideradas como préstamo de la divinidad, fue continuada por una relación de propiedad no sólo material sino también espiritual por parte de las comunidades asentadas en un determinado lugar, y las sociedades dejaron de ser ocupantes del mundo para serlo de un lugar en particular que pasó a ser lo nuestro. Esos nuevos lazos se fueron integrando con nuevos ingredientes afectivos, espirituales, emocionales y religiosos, construyéndose un patrimonio colectivo intangible que fue transmitido en el tiempo.
Esa manera especial de ser y estar, es decir, esa particular y distinta forma de constituirse como ser con relación a los extraños, a partir del suelo compartido con los propios, representaba su dimensión patriótica. Esa vinculación sincrética de los hombres, entendidos como un nosotros, con la tierra nuestra. Una nueva dimensión de la condición humana aun cuando todavía no existiera el término patria ni la idea correspondiente.
En la antigua Grecia el término se refería al acotado marco de la polis, al espacio natal; en Roma aludía a la nación; en la Edad Media se redujo a la comarca; en la Edad moderna renació como naciones particulares al interior de los imperios europeos hasta llegar a su momento de mayor vitalidad en el siglo XIX, en la etapa de los estados nacionales, como el territorio habitado por una comunidad nacional, con lo cual se fusionó la idea de espacio con la de cultura nacional, concebida con rasgos homogéneos, uniformes, monolíticos.
Y así ha llegado hasta el presente, como idea, con momentos de alza y de baja en su fuerza convocante y cohesionante, con impugnaciones que van desde el cuestionamiento a su racionalidad (o irracionalidad), a su carácter ideológico y a su funcionalidad.
Desde ya, no es un concepto sencillo, sino complejo; ni tampoco prístino, pues tuvo diversas concepciones, modalidades y vías de apropiación, ya como objeto de conocimiento, ya como experiencia de sujetos individuales e históricos, es decir, en el marco de contextos sociohistóricos cambiantes. Por lo tanto, más allá de la subjetividad inherente a toda captación de la realidad, es posible reconocer modalidades o cartabones concretos de interpretación de sus significados que relativizan la idea de autonomía del sujeto en su construcción personal.
Al igual que la idea de Dios, la de patria es una de las de mayor dimensión abstracta de todas las ideas construidas por la humanidad; y como aquella tampoco se desliza plácidamente en el mundo etéreo de las ideas sino en el fárrago concreto de la vida material, relacionándose con otra idea tanto o más abstrusa que ella: la idea del Poder, otra construcción humana que se vuelve contra su creador condicionando su psiquis y su ethos en relación consigo mismo, con su sociedad y entre ésta y las demás.
Así, además de sus múltiples significados según sus respectivos intérpretes: el territorio nacional, la nación, el ser nacional, la identidad nacional, una comunidad de destino; un ser ideal, una jerarquía espiritual que "vive" por encima de la comunidad nacional; o todas esas cosas juntas, etc, la idea de patria se recarga de sentidos diversos para los humanos, yendo desde su no registro o su impugnación, pasando por la idea de que es un mito, hasta llegar a su encarnación existencial en los sujetos como fuente de dolor y gozos; como contraseña de inclusión y exclusión; de aceptación, diferenciación y rechazo de los otros; como experiencia del hálito divino a través de sentimientos y emociones; como encarnación de la divinidad; como otra cara de la divinidad, etc; por no hablar de los nuevos sentidos y resignificaciones recientes que ella viene experimentando por obra de individuos y sociedades de todas las latitudes, en relación a los cambios y los desafíos impulsados por las actuales condiciones de vida en el sistema mundial.
En todo caso, la importancia de esta idea no radica tanto en su significado como en el carácter instrumental de su sentido para la constitución del ser individual, social y político, en relación con otra idea compleja que se ha dado en llamar patriotismo.
PATRIA POPULAR vs. PATRIA OLIGÁRQUICA
A partir de la Revolución Continental de Mayo, los nuevos pueblos independientes iniciaron la construcción popular de una nueva representación de la patria y del patriotismo de los sudamericanos, entendiendo por esto último no el gentilicio correspondiente al marco geográfico de la América del Sur sino las fuentes culturales y políticas comunes a esa extensa nación que se extendía al sur de los Estados Unidos de la América del Norte, independientes desde 1776.
Por consiguiente, la representación popular de la patria configuró una representación de patria popular, con rasgos propios de la cultura religiosa de la época, es decir, con notas de elevación y trascendencia hacia la divinidad, y al mismo tiempo con caracteres de igualitarismo social, abarcativo de las etnias blancas, indígenas y africanas que con su sangre profusamente derramada sellaron en los campos de batalla su adhesión, su compromiso, sus aspiraciones y sus proyectos políticos y sociales. Aquella etapa quedó marcada para siempre en la heráldica de la mayoría de las banderas latinoamericanas, con sus colores azul y blanco y el sol incaico.
Esa patria latinoamericana, o hispanoamericana, o amerindia, duró lo que dura un suspiro. Bien pronto, a influjos de la creciente presencia británica en las balcanizadas repúblicas emergentes, la mayoría de los gobiernos centrales dejaron de investir la representación de lo popular para servir exclusivamente a los intereses de una relación miserable y traidora de los pueblos y de un incipiente sueño de nación aun reducido a los nuevos confines de las patrias chicas.
Las élites centrales, como las de Buenos Aires, coparon el poder político, económico y social y reprimieron ferozmente la participación popular en la construcción de las nuevas naciones. Lo nacional, en sentido político, permaneció desde entonces más o menos soterrado, aflorando de tanto en tanto con matices dramáticos en las recurrentes insurrecciones populares de un largo período de guerras civiles.
La patria fue apropiada y oficializada por las minorías y aquel inicial simbolismo colectivo nacional y popular fue distorsionado por las élites. Los gobiernos se presentaron como los fieles servidores e instrumentos de una patria que ahora aparecía desconociendo a sus innumerables hijos campesinos, peones, sirvientes de las casas de los doctores, carne de cañón en las batallas de la guerra de liberación ya concluidas y luego en las guerras civiles de represión al pueblo llano y pobre, sin distinción de etnias. Esa patria había devenido en madre de hijos europeos y en madrastra de sus propios hijos.
La situación cambió cuando apareció en el escenario bonaerense un caudillo popular, Juan Manuel de Rosas, quien salvó a la nación de la anomia, de la fragmentación política y la recolonización a las que la conducían los unitarios. Desde 1829 hasta 1852, Argentina fue soberana mientras se regeneraba la gobernabilidad de las provincias, se recuperaban las economías regionales destruidas por el librecambio precedente y comenzaba la etapa de acumulación primitiva de capital, necesaria para pasar a una etapa de producción económica industrial en base a recursos financieros propios.
Había vuelto la patria popular, la de los de abajo, que metafóricamente hablando avalaba la conducción política de Rosas en la gobernación de Buenos Aires e indirectamente de todo el país, aun a despecho de algunas rebeliones provinciales.
Pero Gran Bretaña no podía permitir que este proyecto nacional y popular se consolidara y desarrollara todas sus potencialidades, ni que su ejemplo fuera seguido por las semicolonias latinoamericanas. Bastante venía soportando para entonces la rebeldía del Paraguay a someterse a los dictados del comercio internacional y el librecambio, gracias a lo cual había llegado a convertirse en una potencia económica, la primera de las naciones de América latina que había desarrollado una revolución industrial.
Por eso, la guerra contra el gobernador Rosas fue una guerra contra Argentina con el mismo sentido que la que en 1865 desatara la Guerra de la Triple Infamia contra el Paraguay, un genocidio racista cometido en nombre de la Libertad por el colonialismo británico y sus satélites locales, que redujo la nación guaraní de cerca de un millón de personas bajo el gobierno de Solano López, a no más de trescientas mil, de las cuales más de las tres cuartas partes eran mujeres.
Simbólicamente, la batalla de Caseros y la Guerra del Paraguay representan el ocaso por largas décadas de los sueños de integración latinoamericana. El simbolismo de la patria había vuelto a ser el de la patria chica, con centro en la pampa húmeda, fuente de la producción exportable al Imperio Británico.
En la segunda mitad del siglo XIX, con la conformación de los estados-nación en Europa y la expansión del modelo de sociedad "occidental y cristiano" -eurocentrismo, imperialismo y neocolonialismo mediante- y su consiguiente "adopción" por América latina, las ideas de patria y de patriotismo se convirtieron en un eficaz instrumento para la organización de los dispositivos de disciplinamiento y control de los habitantes de las nuevas naciones independientes, de creación de lazos de pertenencia a la nueva geografía política, y de cohesión social, a los fines de asegurar la reproducción continuada del ejercicio del Poder político, económico, social y cultural por sus detentadores.
Ese proceso se desarrolló con gran intensidad, simultánea y complementariamente con el proceso de construcción del aparato burocrático del Estado. En Argentina tomó como pretexto la necesidad de tornar homogéneos los comportamientos y las representaciones ideológicas de los hijos de nativos y extranjeros (sobre todo a partir del alud inmigratorio europeo, que desde el último cuarto del siglo continuó in crescendo hasta la Primera Guerra Mundial y luego de ésta hasta la crisis mundial de 1929). En realidad su verdadero propósito era estrujar plusvalía que fluyera hacia Gran Bretaña dejando una relativamente pequeña porción para la oligarquía en concepto de peaje (medida desde la relación externa), y al mismo tiempo demasiado grande en relación a la exigua cuantía que de ella iba a parar al resto de la sociedad argentina.
Desde entonces, desde el Estado se llevó a cabo una tremenda obra de ingeniería político-ideológica y cultural que desembocó en lo que llamaremos la construcción oficial de la idea de patria y de patriotismo. La misma fue impuesta valiéndose del recurso a la violencia simbólica, así como la construcción del Estado había recurrido un par de décadas atrás a la violencia física a partir del "triunfo" porteño en Pavón, en 1861, destruyendo su inicial y aparente legitimación por vía del consenso interprovincial luego de la batalla de Caseros, en 1852, que dio nacimiento a la Constitución Nacional de 1853, a la libre navegación de los ríos interiores, y a las políticas librecambistas que signarían la construcción del modelo agropecuario exportador dependiente de Gran Bretaña.
La violencia simbólica se ejerció desde los cenáculos oficiales de la oligarquía, donde sus oráculos y sus vates escarnecieron a los muertos ilustres y patriotas de la épica inicial de la liberación y simultáneamente a las masas populares del interior del país, constituidas por gauchos pobres, mestizos, indígenas y negros africanos que habían sobrevivido a las masacres oficiales dirigidas por Mitre y Sarmiento. Y mientras la cultura oficial denigraba a muertos y vivientes del campo popular se continuaba ejerciendo violencia física contra los indios del sur durante la eufemísticamente llamada Conquista del Desierto, pero también en los quebrachales, en los algodonales y en los ingenios del norte, en las estancias de Santa Cruz y de Tierra del Fuego, y en las fábricas que poblaban el paisaje urbano de Buenos Aires.
Desde entonces, la patria fue un concepto difuso en todas partes pues ese carácter convenía al poder institucional. Se la nimbó de una aureola mística que gravitaba sobre los argentinos como un factor de distanciamiento jerárquico, de misterio incomprensible, de necesaria reverencia para los humildes, y se le dio una corporeidad además de un espíritu. Es decir, pasó a ser augusta como en la Roma antigua: sobreelevada sobre los hombres y también sacrosanta, por debajo -aunque muy cerca- de la divinitas.
La patria se elevó por encima de los pueblos, fruto de la sistemática manipulación cultural educativa y de su consiguiente asimilación por éstos. Así, servir a la patria pasó a ser funcional al modelo de país que la patria pasó a representar bajo la orientación de los respectivos gobiernos.
Las aspiraciones de las mayorías fueron conculcadas y no fueron reflejadas por la patria.
Mientras que para los sectores populares la patria había sido un sentimiento solidario de unidad, entre sí y con la tierra por la cual habían luchado y lucharían, y de lo cual conservaban fresca la memoria, los gobiernos diseñaron una Patria cuyos designios sólo podían conocer e interpretar los oráculos oficiales. Esos oráculos dictaminaron que era más patriota una vaca que un indio, un negro o un criollo. Las vacas eran inmoladas a Mercurio contribuyendo a que Argentina pudiera codearse con las naciones civilizadas del planeta recibiendo a cambio las luces que escaseaban entre nosotros. Los indios, los gauchos y los negros eran inmolados a Marte por ser culpables de ser.
Los oráculos pertenecían al orden sagrado que la oligarquía instituyó como mediadora entre la Patria, cada vez más etérea y más distante de los simples mortales sin rostro. Para entonces la Argentina ya tenía su propio Parnaso, y poetas e historiadores le cantaban a la Patria desde lo alto y sus voces se difundían por todo el país llevando la buena nueva: ¡la Patria estaba dichosa de que el país estuviera dirigido por la oligarquía terrateniente que sabía conducirnos al Progreso, evidenciado en los formidables cambios que se estaban dando en nuestro país y que nos permitían asemejarnos a las naciones líderes de la Tierra!
De modo que la oligarquía había alcanzado su autolegitimación. En consecuencia, agradar a la Patria y servirla bien era cumplir con el mandato implícito derivado de su cooptación simbólica por la oligarquía. Toda idea alternativa al modelo "liberal" era una herejía que sus buenos hijos, los justos, sabrían cortar de raíz -policía ideológica mediante- para no volver a los tiempos de las tinieblas.
Esos oráculos escribieron sus libros sagrados plagados de mentiras a designio, muchas veces confesadas con total desparpajo, que fueron difundidas por medio de las usinas de domesticación del pueblo. Desde entonces hubo una política de Estado que ha sobrevivido hasta el presente: la "educación" histórica y cívica bajo los presupuestos ideológicos de la "teología" liberal.
Esa Patria que algunos llaman burguesa y que estrictamente es una Patria oligárquica, no era la patria popular de la etapa revolucionaria. Sólo incluía a la minoría dirigente y excluía al resto del pueblo, a sus sentimientos, a su cultura, a sus anhelos.
Esa Patria más de una vez se volvió en contra del pueblo, metafóricamente hablando, por obra de sus manipuladores oficiales que de democráticos no tuvieron un ápice. Y sin embargo, por esa Patria transmutada murieron y siguen muriendo en Argentina sus hijos "bárbaros" y "salvajes", unidos como ayer en su condición de víctimas sociales de la explotación de los sectores dominantes.
No ha sido, pues, la comunidad nacional, la que ha construido a su manera la idea ni el simbolismo actual de la Patria, no ha sido ella la que le ha dado los caracteres que necesitaba atribuirle -como hubiera sido lógico- sino una minoría dominante.
Discutimos, pues, la concepción falsa e irracional y la funcionalidad de la Patria que nos legó la oligarquía.
Así y todo, escuela y procerato oficial mediante, la Patria se convirtió década tras década en un mito, en una síntesis de determinados valores, sentimientos y aspiraciones colectivas que casi todos depositamos en ella, a pesar que ella no los reflejaba.
Con el tiempo todos fuimos creyendo que esa Patria era nuestra madre nacional simbólica, que sabía interpretar nuestros dolores y nuestras alegrías. Pero a fuerza de tanta celestialidad y deslumbramiento, los que ya no pudimos interpretar a la patria real fuimos nosotros, el pueblo. Y fuimos dejando que los oráculos de turno lo siguieran haciendo por nosotros y nos hablaran de esa Patria ficticia que se escribe con mayúscula.
LA CONSTRUCCIÓN OFICIAL DEL PASADO
La oligarquía argentina, en el apogeo de su poder, estableció los mecanismos que perpetuaran su propio control de la política y la economía, las dos caras de la misma moneda. Para ello creó una política de la historia destinada a perpetuar y reproducir una concepción determinada de la política económica más conveniente para el país, cuando en realidad se trataba de la más conveniente para ese minúsculo sector.
Ello significó la construcción del pasado colectivo por parte de los honorables y espectables integrantes de pluma de la oligarquía. Ese pasado debía reflejar una línea de continuidad de la política económica concreta de la oligarquía que pudiera remontarse a 1810. Para asegurar su reproducción la escuela debía dar ciudadanos modernos, capaces de convalidar y legitimar continuadamente la presencia de aquellos hombres que, por entonces en el gobierno, algún día pasarían también ellos a las páginas de la historia.
La tarea primera y principal que encararon fue la construcción de una historia oficial asociada a una versión oficial de la idea de patria y de patriotismo, como vía para la producción de habitantes crédulos, creyentes a pie juntillas en el mito oficial de nuestros orígenes, aquel famoso dogma Mayo-Caseros , de modo de disciplinar el pensamiento y la acción de las futuras generaciones de argentinos por la vía de la creación del consenso domesticado.
El inspirador y realizador principal fue el presidente historiador, Bartolomé Mitre, seguido en el tiempo por una pléyade de plumas serviles, amanuenses de la oligarquía terrateniente que controlaba el poder político y económico.
La historia oficial se derramó por todo el país por medio de múltiples usinas de difusión, entre las que se cuentan los diversos soportes de la industria del libro de historia, la novela histórica, la poesía, la pintura, la escultura, la industria gráfica de diarios y revistas, la iconografía, la declamación, el teatro y la oratoria, por donde se canalizaron el discurso apologético o la diatriba cruel según quien fuera su destinatario, las verdades a medias, las "mentiras a designio" y las omisiones convenientes, los mitos fundadores de la argentinidad, los falsos retratos morales, las imágenes visuales y las anécdotas moralizantes, el ditirambo servil, la exaltación apoteósica de los aniversarios, las estatuas y los bustos desafiantes y hasta la magnificencia del arte fúnebre de los monstruos sagrados de la oligarquía.
A ello se agregó el recurso de fijar para la posteridad los apellidos de los hijos de la oligarquía en la designación de ciudades, calles, avenidas, plazas, plazoletas, edificios, regimientos, naves, escuelas, colegios, peñas, logias, cofradías, etc.
Así como aquel insignificante Rivera Indarte que cobró de los franceses de Montevideo a razón de un peso por cada muerto inventado que adjudicó a Rosas, cientos de intelectuales de primera, segunda y tercera línea consagraron sus talentos y prestigios al nuevo oficio de propagandistas rentados al servicio de la oligarquía, inaugurando una veta laboral que con gran profesionalismo han sabido cumplimentar desde entonces hasta hoy para satisfacción y beneficio de sus mandantes locales y extranjeros.
Pero la difusión sistemática más formidable de la historia oficial la ejercieron a través del aparato educativo del Estado, por medio de la enseñanza de historia argentina y educación cívica, volcada en manuales y libros de lectura con la colaboración servil de escritores, maestros y profesores, desde la escuela primaria a la universidad.
A más de eso, que no es poco sino algo colosal, la oligarquía diseñó y ejecutó instancias de participación colectiva de carácter ritual, litúrgico e iniciático, basadas en la declaración de fastos de la patria -las efemérides- en las que se llevarían a cabo los actos patrios oficiales y escolares y en una de ellas la ceremonia de promesa a la bandera, además de la creación del servicio militar obligatorio de los varones para "aprender a servir a la patria".
LA HISTORIA OFICIAL EN LA ESCUELA
La Historia Oficial es una construcción sistemática, fruto de una política de la historia como dijera Arturo Jauretche, uno de los grandes pensadores argentinos del campo nacional y popular. Comenzó a construirse poco después de la batalla de Caseros, y como ya dijéramos fue Mitre su formidable impulsor, prosiguiendo la tarea cientos de historiadores que publicaron libros y ocuparon cátedras universitarias, y que fueron nimbados de prestigio por los diarios fundamentales de la oligarquía: La Nación y La Prensa.
A fines del siglo XIX aparecieron los libros de texto de historia conteniendo el juicio definitivo del Tribunal de la Historia acerca de los "buenos" y los "malos", los integrantes y los excluidos del Olimpo oficial. Después entraron en escena los manuales escolares de primaria con sus correspondientes secciones de historia. En los colegios secundarios, más tarde, comenzarían a hacerse famosos durante largas décadas ciertos divulgadores que escribirían los libros de texto de historia argentina y de civismo (con sucesivas designaciones para esta asignatura) de primero a quinto año, donde trasvasarían las líneas directrices de los mentores de la historiografía oficial.
A comienzos del siglo XX, el mercado editorial fue concentrándose y especializándose en tres o cuatro grandes empresas que compitieron permanentemente por abastecer el inmenso mercado de escolares argentinos. Una de ellas fue famosa por sus láminas de gran tamaño y a todo color con imágenes inolvidables de los próceres, utilizadas año tras año por los maestros de la escuela primaria para sus clases de historia.
En todos las materias, pero especialmente en historia y civismo, las autoridades educativas nacionales debían otorgar previamente el nihil obstat de rigor para que el libro pudiera ver la luz y penetrar en los sagrados recintos de la escuela. Para ello debía corresponderse con los programas oficiales de cada asignatura, lo cual era verificado con tintes inquisitoriales.
A mediados del siglo aparecieron en el mercado las revistas infantiles para escolares, de publicación semanal, conteniendo entretenimientos, historietas y secciones afines a las asignaturas escolares, entre ellas historia argentina. Durante varias décadas muchos escolares argentinos las compraron y las guardaron para sus hermanos menores. En ellas, los próceres, los héroes, los gobernantes, las batallas, los organismos de gobierno y las diversas normas legales prolijamente inventariadas constituyeron la materia prima de la historia argentina. Pero esas revistas no necesitaban autorización oficial previa. Tampoco era necesario condicionarlas. Tan fructífero negocio se autocontrolaba solo, gracias a que empresarios, redactores y colaboradores literarios se hallaban plenamente consustanciados con los dogmas de la Historia Oficial.
El núcleo ideológico de esa historia fue –y es aun hoy- el erróneamente llamado liberalismo, ya que se trata de un seudo liberalismo, heterodoxo en sus planteos y prácticas políticas y rigurosamente ortodoxo en las económicas. El mismo corrió asociado a la defensa a ultranza de un modelo productivo determinado, el agropecuario exportador, cuyo resultado fue la dependencia económica de las potencias imperialistas de turno.
La historiografía oficial canonizó el falso dogma Mayo – Caseros – Revolución Libertadora junto con aquel modelo productivo, y todo lo que estuviera al margen de esa línea era pasible de castigo por el pecado de sacrilegio contra la Patria. Así, junto con la construcción de la memoria oficial se construyó el olvido oficial, falsa desmemoria pues el Supremo Tribunal de la Santa Academia Nacional de la Historia siempre vigilaba para que no se produjera ninguna infiltración subversiva.
Había protagonistas de la historia prohibidos por el Index de la inefable Academia que jamás debían figurar en los libros escolares –ni en ningún otro soporte- como no fuera para llenarlos de oprobio y vincularlos al "atraso", la "incultura" y la "barbarie". Y quien osara violar la regla de oro era inmediatamente expulsado de la docencia para siempre, más aun si semejante osadía tenía lugar en los prestigiosos recintos universitarios, allí donde se decía que se hacía investigación histórica. Hoy sabemos que la famosa investigación no pasaba de inventariar documentos –desechándolos cuando no convenía a los fines de la Causa- y llevar una rigurosa crónica de los acontecimientos oficiales vinculados a los personajes históricos de la línea oligárquica. A eso se llamaba ciencia histórica.
Hoy las cosas han cambiado algo, no demasiado. Se han introducido afeites democratizantes, se han aggiornado los discursos, hoy se mencionan a los gauchos, a los indios y a los negros. Los liberales (en Argentina este adjetivo alude a los hijos de la oligarquía y a sus entenados) se visten de progresistas cuestionando a Rosas por haber enriquecido a su clase -lo cual es parcialmente cierto e imputable a su favor a la luz de una línea revisionista de la historia- pero omiten cuestionar la entrega del patrimonio nacional a Gran Bretaña primero y a Estados Unidos después por los gobiernos de la oligarquía. Ya no se escribe ni se habla de Perón como el tirano prófugo ni se lo califica de nazi-fascista ni los profesores fruncen la boca con asco como en otros tiempos, pero se endiosa la tesis del populismo con el mismo sentido degradante de siempre respecto al verdadero significado de la primera época peronista. Hoy se habla del sainete y del tango, se presenta una visión dinámica de la historia, y hasta crítica por momentos, se incluyen los temas económicos, las coyunturas y los procesos superadores de una historia acontecimental, pero el sentido de la historia, su interpretación es siempre el de la línea oligárquica. El pueblo real no aparece, sólo hay remedos groseros de lo popular, la historia se ha vuelto sociologizante, el pasado es una rémora, y de paso cada vez hay menos horas de carga horaria para la enseñanza de historia en los niveles primario y secundario.
Los libros de historia ya no traen aquellos famosos clichés patrióticos de otras épocas ni los programas de enseñanza persiguen fines patriótico-moralizantes. La verdad no importa, el relativismo está a la orden del día. Pero constantemente se habla de recuperar la memoria. Gatopardismo puro: cambiar algo para que nada cambie.
En esta historia de la enseñanza de historia en el sistema educativo, los personajes históricos caros a la oligarquía pasaban por haber sabido interpretar los sagrados designios de la patria. Entonces la Patria, por arte de birlibirloque, resultaba avalando las acciones más viles contra el pueblo y contra la nación, como las modernas ideas económicas de Rivadavia que trajeron la ruina del interior del país, la persecución de Artigas, la pérdida de la Banda Oriental, la guerra contra los caudillos populares de provincias, la connivencia rentada con Gran Bretaña y Francia para derrocar a Rosas -el gran defensor de la soberanía argentina-, las masacres de Mitre y Sarmiento contra los provincianos, el genocidio del Paraguay, la masacre de los indígenas, la dependencia económica de Gran Bretaña, el fraude electoral, los golpes militares y la pobreza de millones de seres humanos que en Argentina siempre han sido menos valiosos que una vaca sagrada de la oligarquía.
Cuestionar estos actos de traición a la nación y al pueblo era un sacrilegio contra el orden establecido y por elevación contra la Patria. Pero a esa patria de ellos –de la minoría oligárquica de doscientas familias y miles de hombres de espada, de pluma y sotana- ellos la escribían con mayúscula: ¡Patria!, y no era por casualidad ni por ingenuidad, como ya veremos.
LA VERSIÓN OFICIAL DE LA PATRIA Y DEL PATRIOTISMO
Nos introduciremos más profundamente ahora en esa concepción oficial de Patria.
Siendo, como ya dijimos al comienzo, una creación humana, la patria debió haberse investigado y estudiado como un concepto de alta formalización. Pero eso nunca ocurrió. Al igual que si se tratara de Dios, la Patria era un algo invisible para los ojos que se daba por existente fuera de cada uno, aun cuando uno no creyera en ella o en su existencia. Pero mientras que la idea de Dios ha generado a lo largo de la historia más cantidad de páginas de enjundiosa profundidad que cualquier otro asunto -intentando dar cuenta de su complejidad-, con la idea de Patria no ocurrió lo mismo.
A la Patria se la menciona, se alude a ella indirectamente por medio de los héroes y próceres oficiales, de las imágenes, los símbolos y las emociones patrióticas, pero no se sabe con precisión qué es. La Patria sólo exige aceptación por la fe, como si el conocer equivaliera a pretender comer del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal y nos arrastrara a la condenación por la Patria. Y en el fondo eso es cierto.
La Patria existe, se nos ha dicho desde nuestra más tierna edad. Se le ha atribuido rasgos antropomórficos, sentimientos, emociones vitales, voluntad y poder. ¿Quiénes lo han dicho? Los maestros, los profesores y los libros escolares, pero quienes la configuraron con tales caracteres inefables fueron sus vates, sus prosistas y sus poetas. Ellos merecen la autoría intelectual.
La escuela y la difusión extraescolar convirtió esos ejercicios literarios en axiomas. Como dice el diccionario: "verdades y principios cuya justicia es tan evidente que no necesitan demostración".
Así como a los héroes y próceres de la oligarquía sus historiadores les fabricaron una imagen impactante de valentía, abnegación, sacrificio, clarividencia política, etc, etc, para su mejor penetración masiva en el mercado de las ideas, para legarnos tal representación de la Patria aquellos finos artistas envolvieron sus ideas en ropajes que permitirían crear asociaciones e ilusiones que permanecerían indelebles en nuestras mentes.
Sus lenguajes fueron retóricos, ditirámbicos, cultivaron la oda y el panegírico hasta niveles sublimes, tanto que además de configurar un lenguaje sagrado, elevadísimo y exclusivo para iniciados, nos imprimieron la sensación de que el asunto referido era en sí mismo trascendente, grave, solemne, misterioso.
De modo, pues, que el lenguaje arcano de la Patria sólo podía ser entendido por los que la amaban, por los espíritus sensibles, idealistas, desprendidos de "la vestidura burda de la materia", capaces de elevarse "como un Ícaro legendario, hacia las alturas, hacia el sol" y de reconocerla "cuando se hace presente en nuestros espíritus en las opulentas armonías del órgano del templo", "en las notas majestuosas de la tradicional canción de nuestras glorias nacionales", "en la marcialidad de nuestros soldados" y "en la paz del sepulcro donde reposan nuestros antepasados ".
Quienes permanecieran inmunes o reacios a esas sugestiones no podrían ser considerados menos que brutos o prosaicos. De ellos no cabía esperar amor a la Patria: "apegados a la materia y sumergidos en sus vahos espesos, sólo saben apreciar los valores materiales, sólo entienden de aquello que se mide con el metro y se cotiza en oro". En definitiva, un verdadero "sacrilegio" .
Hacía ya muchas décadas que la patria se había convertido en Patria: en un ser animado y único, metafísico, ideal, viviente, e inmutable al paso del tiempo. Es decir, la Patria como congelamiento del ideal en la historia, al cual deben sometérsele por siempre los hombres pues esa Patria tiene imperium. ¡Manda! ¡Y demanda!
En consecuencia los humildes mortales le debemos la fe y las obras, es decir, amor incondicional, servicio constante, conciencia, y culto. Con lo cual quedaban configurados los carriles por donde debía discurrir el patriotismo.
Amor a la Patria significaba el más grande amor humano y el primero de todos los amores, como dirán a comienzos del siglo XX los instructivos del Consejo Nacional de Educación destinados a la educación patriótica de los escolares.
Servicio constante era trabajo y orden, esfuerzo y disciplina, cada uno en lo suyo, en el lugar que le ha tocado naturalmente, sin distinción de categorías ni clases sociales, es decir, sin reclamos de ningún tipo en ese sentido. Como millones de hormiguitas laboriosas que construyen la grandeza del hormiguero colectivo, reuniendo en un mismo haz de alusiones y connotaciones la bandera copiada del Cielo, la Cruz del sacerdote, la Familia y la Madre, la Espada y el cañón, la guadaña del labriego y las herramientas del obrero, el paisaje y el suelo lleno de riquezas que Dios nos ha dado para el Progreso, sin olvidarnos del sepulcro y de la cuna.
Y si es llegado el momento, estar dispuestos a abandonar el arado y empuñar el arma redentora para defenderla del avieso enemigo que atenta contra nosotros, que es lo mismo que atentar contra Ella, ya que la llevaríamos en nuestros corazones así como Ella nos lleva en su regazo brindándonos amparo, gozo y consuelo. Y si Dios lo quiere y así lo dispone, ser capaz de dar hasta la última gota de sangre por su Causa, pues esa muerte nos cubriría de orgullo, honor y gloria imperecedera . Esa grandiosa muerte es inefable, pues convierte al finado en una clase especial de ente angélico. ¡Los argentinos, anhelando vivir esa muerte, nos juramentamos a ella -sin saberlo- cada vez que cantamos el estribillo del Himno Nacional Argentino!
Previsoramente, la oligarquía instituyó una instancia de capacitación práctica y acelerada por si se producía tal contingencia bélica: el servicio militar obligatorio, hoy ya inexistente desde que por causa del descrédito acumulado durante casi cien años de existencia estalló en pedazos después de varios asesinatos de conscriptos, el único de los cuales que no pudo ser ocultado fue justamente el último, allá por 1994.
El servicio militar, o la conscripción, era un rito de pasaje, a "ser hombre", y a ser soldado de reserva de la Patria, atentos a la contingencia de la guerra, antesala del otro pasaje, el definitivo, hacia la Celestialidad.
Conciencia de Patria implicaba tener siempre encarnado en nuestros corazones, en nuestros cerebros y en nuestras manos el ideal patriótico como rector de la vida real.
Y por último el culto a la Patria, manifestado de dos maneras: una, en la intimidad del templo de nuestros corazones; la otra en la grandiosidad de la dimensión colectiva representada por las ceremonias patrióticas.
Y como garantía de que esos cuatro deberes patrióticos se cumplirían, los alumnos de cuarto grado de la escuela primaria tenían y tienen su ceremonia de bautismo patriótico conocida como "el juramento de la bandera", símbolo principal de la Patria, actualmente convertido eufemísticamente en promesa de lealtad.
"Alumnos: la Bandera blanca y celeste –Dios sea loado- no ha sido jamás atada al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra."
"Alumnos: esa bandera gloriosa representa la Patria de los argentinos. ¿Prometéis rendirle vuestro más sincero y respetuoso homenaje; quererla con amor intenso y formarle desde la aurora de la vida un culto fervoroso e imborrable en vuestros corazones; prepararos desde la escuela para practicar a su tiempo con toda pureza y honestidad las nobles virtudes inherentes a la ciudadanía; estudiar con empeño la historia de nuestro país y la de sus grandes benefactores a fin de seguir sus huellas luminosas y a fin también de honrar la Bandera y de que no se amortigüe jamás en vuestras almas el delicado y generoso sentimiento de amor a la Patria? En una palabra, ¿prometéis hacer todo lo que esté en la medida de vuestras fuerzas para que la bandera argentina flamee por siempre sobre nuestras murallas y fortalezas, a lo alto de los mástiles de nuestras naves y a la cabeza de nuestras legiones y para que el honor sea su aliento, la gloria su aureola, la justicia su empresa?"
En cuanto a los recursos utilizados para la instalación de esa versión oficial de la Patria en las mentes de los niños y adolescentes de las escuelas y colegios, durante un siglo aproximadamente se utilizaron las asignaturas historia argentina y civismo con finalidades patriótico-moralizantes.
Las técnicas pedagógico-didácticas fueron, por una parte, la impregnación de la idea, la inculcación, la didáctica de catecismo, el machaque permanente de los discursos lingüístico (narrativo y poético) y visual, referidos a los elementos que aluden a la Patria: los grandes personajes de la historia oficial y sus aventuras (para lo cual había que conocer sus biografías depuradas) y los símbolos patrios. Ambos elementos se daban cita en las asambleas de culto de los actos patrios, tanto en los escolares como en los oficiales.
LA EDUCACIÓN PATRIÓTICA ESCOLAR
Para la introyección de esa versión irracional de Patria, los actos patrios constituyeron –en tiempo pasado, ya que actualmente no logran sus fines originarios- el recurso pedagógico y la vía más sofisticados de todo el repertorio disponible, en el sentido griego del término, como adulteración o mistificación.
En las ceremonias entran en juego la bandera, el himno y el escudo nacionales, "emblemas sagrados de la soberanía de la Nación y de la majestad de su historia", que "irradian no sólo la sugestión religiosa del culto patriótico, cuya llama debe mantenerse viva, sino que también evocan los memorables acontecimientos de nuestra historia y las glorias que la tradición recuerda a través de los tiempos, para hacer eternos los laureles que supimos conseguir".
Siendo tan importantes, se entiende que la ley procurara "resguardarlos de hechos y alteraciones que pudieran profanarlos o desnaturalizarlos" y nos recuerde "el tratamiento reverente condigno que se les debe y que cumple con antiguos anhelos patrióticos e íntimas convicciones satisfaciendo así una verdadera aspiración nacional…"
Discurso y símbolos patrios, fe, amor y culto, debían unirse de especial manera en el espacio y tiempo acotado de los actos en conmemoración de las efemérides nacionales. Allí tenía lugar una representación dramática con un guión de decorados, palabras y acciones, prefijado dentro de ciertos límites, a cargo de sus protagonistas –maestros y alumnos actores-, quienes junto al resto de ellos más la presencia de los espectadores allí presentes procederían por medios mágicos a evocar, invocar y convocar a las almas de los próceres correspondientes a cada efemérides; de modo que, todos juntos, los vivos y los muertos allí congregados, pudieran asistir a la epifanía de la Patria, que no veríamos con los ojos sino que sentiríamos con la fuerza de una tremenda conmoción espiritual y emocional, como si se tratara del impacto del Espíritu Santo penetrando nuestros cuerpos y almas.
Ya antes de la organización del sistema educativo argentino los actos patrios representaban un espacio público destinado a producir una puesta en escena, en la que lo denotado se refería a la argentinidad como forma de identificación colectiva y lo connotado inducía la aceptación de una determinada visión de los momentos fundacionales -y posteriores- de la sociedad argentina, para consumo de escolares y estudiantes que, imitando esos nobles Modelos, llegarían a ser el día de mañana ciudadanos educados y buenos patriotas.
Será a fines del siglo XIX, desde el Consejo Nacional de Educación, cuando se producirá la asociación entre esos objetivos estratégicos y la construcción de mecanismos de carácter instrumental que discurran por la cuerda espiritual, hondamente subjetiva, como la creación del misterio de la encarnación de la Patria, su construcción como ente metafísico, especialmente en las instancias de los actos patrios, espacio simbólico de la Patria, con ritos iniciáticos, sobre la base de dogmas y teologías y una liturgia oficial, de sacrificios, ofrendas y salmos para renovar la adhesión ciudadana y de los escolares al dogma cívico de la Patria, convertido así en concepción paradigmática.
Había comenzado el diseño y la ejecución de la "educación patriótica" en la escuela argentina, simultáneamente con el surgimiento del protonacionalismo de derechas. Era el momento indicado para hacerlo: la inmigración masiva con la que después de Pavón se había querido sustituir a las "masas bárbaras y salvajes" autóctonas había resultado un fiasco para la oligarquía. Europa no había enviado anglosajones cultos, rubios y de ojos celestes con los que blanquear la cepa criolla, sino campesinos pobres, analfabetos, "viciosos", indóciles, con ideas políticas subversivas (socialismo y anarquismo), disolventes de "los núcleos morales" de la argentinidad, que tenían la osadía de discutir con los patrones, de hacer huelgas y manifestaciones callejeras y hasta de poner bombas… Aquellos que "sin ley ni patria pretenden realizar a sangre y fuego bastardas aspiraciones y teorías descabelladas.", como diría Ramos Mejía en 1909, desde el Monitor de la Educación Común, publicación del Consejo Nacional de Educación.
La urgencia de la hora no indicaba otros caminos que reprimirlos sin contemplaciones, expulsarlos por medio de la Ley de Residencia de 1902, o reeducar a sus hijos ya que con los padres se consideraba inútil todo esfuerzo. Mejor dicho, había que domesticarlos. Con la educación, por supuesto.
Esa domesticación, ya iniciada en 1884 con la ley 1420, de enseñanza laica, gratuita y obligatoria, y aun antes, sería profundizada rigurosa y meticulosamente, y con ardor militante, por el presidente del Consejo Nacional de Educación, José María Ramos Mejía. A él le debe la escuela argentina y la "argentinidad" una política educativa basada en "una liturgia de irracionalidad (o por lo menos no-racionalidad) sistemáticamente organizada", según la feliz caracterización de Mariano Ben Plotkin, destinada a la conversión de los hijos de aquellos inmigrantes, considerados de baja ralea, en argentinos funcionales al proyecto oligárquico, para no usar como se hace tan frecuentemente el término nacionalizar por ser un despropósito proviniendo de la oligarquía.
La educación patriótica escolar abarcaba las lecciones de historia oficial, las de moral y civismo, y las ceremonias de los actos patrios. La oligarquía se vería beneficiada con el logro de aquellos fines estratégicos ya mencionados, en tanto que Ramos Mejía, una especie de Rosemberg y Goebels argentino, buscaba ideales propios de las segundas o terceras líneas de la oligarquía, aquellas que ya no integraban la aristocracia de las tierras, las vacas y el dinero sino la incipiente "aristocracia del espíritu".
Ramos Mejía se proponía fundar la nacionalidad en la raza, ¡qué otra que la blanca o caucásica!, "la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra", según el dictamen de Sarmiento, el Padre del Aula, vertido para la posteridad en Conflicto y armonía de las razas en América, varias décadas antes. Obviamente, Ramos Mejía no era para nada original en ese aspecto. Pero sí lo era respecto a las tareas de ingeniería racial que él había diseñado para su implementación:
"La raza sobre la que se asentaría la nacionalidad debería ser mejor en lo físico y en lo espiritual, pero sobre todo debería ser homogénea. […] Probablemente hasta se podría determinar en una generación cierta unidad de carácter y por consiguiente una uniformidad de ideales. Se podría crear un tipo nacional".
Desde ya, eso equivalía a afirmar que lo que habíamos llegado a ser los argentinos por culpa de la mala hierba europea era motivo de vergüenza para la gente de pro.
El plan de Ramos Mejía consistió, entre otras medidas escatológicas que exceden la extensión de este trabajo, en
"alusiones patrióticas que deberían realizarse en todas las materias (aún en aquellas que, como matemáticas o ciencias naturales, poco tenían que ver con la cuestión), en la veneración sistemática de los símbolos patrios, festejos solemnes, etc. Posteriormente, se incorporaría a las ceremonias que debían realizarse, la de la jura de la bandera, institución típicamente castrense y que perdura hasta nuestros días. La idea parecía ser la introducción en las mentes de los pequeños de un sentimiento patriótico irreflexivo, basado en el símbolo sobre todo."
Los fines de la educación quedaban claramente establecidos: educación "nacional", "patriótica". La pedagogía y la didáctica serían puestas al servicio de esos ideales. El resultado final debía ser la introyección en los alumnos de los llamados valores patrióticos. Un proceso vertical, dirigista, ejercido desde el poder del adulto, la escuela y el Estado, sobre niños, y sobre todo, sobre niños mayoritariamente pobres, indiecitos, paisanitos o gringuitos que además tenían dificultades para expresarse en español.
Años después, otro nacionalista pero de buena inspiración, Ricardo Rojas, desde las páginas de su libro La restauración nacionalista, transparentaba la función política de la educación en un proyecto nacional.
"La ciencia y el arte son internacionales, pero hemos visto que la escuela primaria (…) es un instrumento político (…) y lo es por la enseñanza del idioma y de la tradición nacional".
Con lo cual no faltaba a la verdad, esa verdad conocida e implementada pero jamás confesada por la franja seudo liberal de la oligarquía.
Con Ramos Mejía se diseña e implementa la liturgia escolar de la Patria, con su doctrina sagrada y sus ritos: Plotkin da cuenta de la organización, a partir de 1908, de una puesta en escena de carácter fúnebre, consistente en peregrinaciones a las tumbas de los próceres, refiriéndose a ellas los documentos del Consejo con expresiones campanudas como "con religioso recogimiento". Luego cita un fragmento de la circular del 19/5/1909, dirigida por Ernesto Bavio en su carácter de Inspector Técnico a los directores de escuelas:
"Pido a los directores y maestros que, así como han enseñado a los niños que deben ponerse de pie y descubrirse cuando se toca el Himno Nacional, les enseñen también a descubrirse con igual respeto cuando pasa la Bandera en un desfile de nuestras tropas".
En 1908, el gobierno dictó un decreto llamando a concurso para seleccionar un "catecismo de la doctrina cívica", es decir, un catecismo patriótico de carácter obligatorio en las escuelas primarias de la capital. El ganador fue el presentado por Enrique de Vedia. En él se señalaba el primer deber de un buen ciudadano haciendo un símil con los deberes del cristiano: amar a la patria por sobre todas las cosas, aun antes que a los padres -que estaban en segundo lugar-, y luego la obediencia a las leyes, seguida de otros deberes para la vida de relación.
Dado el carácter laico de la educación pública, este catecismo era laico, civil, ciudadano: apenas mencionaba a Dios. Pero por debajo de Dios, para las cosas de este mundo, la jerarquía de los entes ideales la encabezaba la Patria y enseguida la Familia. Dios, Patria y Hogar, expresión emblemática de la derecha nacionalista más reaccionaria, era una suerte de excelsa trinidad revestida de atributos de valor absoluto e inmutable que debería ser defendida de allí en más de toda clase de ideas que erosionaran las esencias inmutables de la argentinidad, esa orgullosa y "aristocrática" manera de estar en el mundo que se estaba construyendo como dogma del Estado y que varias décadas después se convertiría en el intangible, difuso y mítico "ser nacional", invocado acríticamente a diestra y siniestra.
Bavio, se había adelantado a su superior dos décadas atrás, al proponer la creación de un catecismo patriótico escolar referido a los festejos de la Semana de Mayo, en el cual indicaba la escenografía para los actos, la ubicación de los retratos de los próceres, etc. El maestro debía dirigirse con palabras y gestos graves a sus alumnos para enseñarles que el himno nacional era una "oración sublime de la Patria" que debía ser cantada con respeto y unción; que así como los niños debían elevar una fervorosa oración a Dios diciendo: "Padre nuestro que estáis en los cielos, santificado sea tu nombre", así también la patria necesitaba de sus invocaciones. Y a continuación debía decírseles:
"¡Poneos de pie todos! Voy a deciros la oración de mayo: San Martín, Moreno, Belgrano, Rivadavia, padres ilustres de la República Argentina, que moráis en las regiones excelsas de la inmortalidad en la Historia (…) glorificada sea vuestra memoria por las presentes y futuras generaciones".
El párrafo precedente no deja lugar a dudas acerca de la construcción ideológica que se hacía de la Patria como ente suprahumano y que, por lo mismo, debía ser invocada y objeto de nuestro culto.
Pero los próceres allí mencionados no se confundían con la Patria, ellos vendrían a ser parte de la cohorte celestial de aquella. Al situarlos en su cercanía, a niveles de inmortalidad excelsa y tan por encima de los humildes mortales se desprendía que su pensamiento y su obra mientras vivieron había quedado justificado. A los escolares y a las generaciones siguientes les restaba seguir su ejemplo y el mismo camino. Una lógica elemental hacía suponer que si en los tiempos modernos no había ya peligros para la Patria que hicieran necesario demostrar el patriotismo con los arrestos de otras épocas, siempre existía la posibilidad de adherir a los Principios que aquellos grandes hombres habían sostenido y, eventualmente, suscribirse a los mismos "clubes". Pero nadie le explicaba a los alumnos que esos clubes eran de carácter exclusivo, excluyente, rigurosamente selectivos y restrictivos.
Veneración, peregrinaciones, religioso recogimiento, respeto, unción, fervorosas oraciones, invocaciones, ponerse de pie, descubrirse, términos efectivamente utilizados en los documentos del Consejo Nacional de Educación, intentarán expresar en esta gran invención irracional la sustancia y las formas de la ritualidad implementada oficialmente como síntesis de la interioridad y la exterioridad de ese patriotismo, que al igual que el culto cristiano exigía la fe y el testimonio.
Como complemento vendrían los disciplinamientos, inducidos y ejemplificados en las páginas de los libros de lectura, sobre la corporalidad y la gestualidad de los alumnos, pulcramente uniformados con el "democrático" guardapolvo blanco, luciendo sus miradas francas oteando el porvenir con sus rostros caucásicos y sus correctos peinados mirando hacia las alturas, y las formaciones en filas perfectamente alineadas cual falanges laicas que conocían a la perfección los pasos de marcha para los desfiles.
Hemos visto, pues, el término catecismo. Una forma de uniformizar el conocimiento, vertical, llena de axiomas y sofismas, enseñados precisamente con didáctica de catecismo: es decir, mediante la memorización de preguntas y respuestas o diálogos breves y rimbombantes, repetidos hasta el hartazgo por millones de escolares, es decir, de catecúmenos, como paso previo al bautismo laico representado por el juramento de la bandera. Esta asociación entre el culto patriótico y el religioso era deliberadamente denotada y connotada en el discurso y en el "culto" o ceremonial escolar de las escuelas argentinas.
Hacia 1910 el Consejo Nacional de Educación se propuso asociar en el imaginario colectivo el amor a la patria con el amor a la madre. En realidad, no se trataba de algo novedoso. La idea del amor a la patria en lo colectivo como correlato del amor a la madre en lo individual, es de larga data. Es la visión de la patria (cuyo nombre es de origen masculino pero feminizado con la a propia de los nombres femeninos) consistente en una gran madre colectiva ideal. Para cumplir esos objetivos se sugería que en las familias sea la madre quien fomente el culto de los símbolos patrios:
"Si así se enseñase a querer y respetar a la bandera, el culto de la Patria se confundiría con el de Dios y el de los padres, en el templo augusto de la familia".
Hemos dicho que se creó una liturgia irracional. Pero ello no significa que debamos creer ni en el patriotismo ni en la buena fe de esos señores y sus mandantes. Todo lo que se implementó es un diseño político, obra de ingenieros políticos tan inteligentes como los que tuvo el nazismo poco después.
Con Ramos Mejía en el Consejo se consolidó el proceso de concentración del poder político del Estado en materia de políticas educativas, valiéndose de una creciente capacidad de recursos financieros (subvenciones) para aplicar en provincias. El objetivo de Ramos Mejía era:
"Uniformar los distintos métodos y sistemas de la enseñanza primaria en vigor en la República y de dar a ésta la caracterización eminentemente nacional que el subscripto le ha dado ya, con los mejores resultados en las escuelas de su dependencia, propendiendo a la formación de la raza y nacionalidad argentinas".
Por lo tanto, la escuela debía cumplir una función política, regimentando el pensamiento y la conducta, disciplinando al pueblo y haciendo previsible su respuesta ante el poder del Estado.
La educación "patriótica" abrevará entonces en el pasado histórico para instalar por encima de la historia y el tiempo mitos que no admitirán discusión so pena de cometer sacrilegio, dado su carácter absoluto e inmutable como la misma palabra de Cristo. Y se la nimbará de un aura de espiritualidad, artificialmente creada, que hará que en las mentes infantiles se confundan los límites entre Estado y religión, más allá del dogma laicista, mezclando en un amasijo abstruso dos cosas tan contradictoriamente opuestas -por lo menos teóricamente- como son la cruz y la espada, sustentando cada símbolo patrio con una actitud y una finalidad de conservadurismo.
Lo que vino después lo conocemos. Frente a la entelequia de nación fabricada en el gabinete, y a pesar de ella, en 1916 comenzó el ciclo de la nación real sustentada en la participación ciudadana popular.
Pero la concepción metafísica oficial de la Patria continuó aun en los gobiernos populares de Irigoyen y de Perón. Sobre todo en este último, cuando la apoteosis oficial del Hombre del Destino sublimó la representación de la figura del Líder a niveles etéreos y en el Consejo Nacional de Educación anidaron aires ultramontanos.
A niveles gubernamentales la visión oscurantista de la Patria de Ramos Mejía y Cía. continuó existiendo, ora larvada o maquillada en los documentos oficiales, ora campeando por sus fueros en cada restauración y en cada gobierno de facto.
Desde 1983 ha desaparecido de la escuela dejando un vacío que no ha sido llenado nunca por una reflexión crítica, ni por un debate sistemático dentro ni fuera de la escuela, que diera lugar a una resignificación de su concepto, de su rol y de su verdadero valor en la vida social, como sería deseable que ocurriera pues de lo contrario el fantasma de aquella concepción seguirá rondando como hasta ahora.
Sin embargo, casi todos aquellos que tienen más de cincuenta años de edad comparten esa percepción intuitiva e irracional de la Patria y suelen tener de ella una representación figurativa a semejanza humana, constituida por un rostro y un cuerpo de mujer, que en el imaginario popular se ha entendido como símbolo de la Patria, o de la Libertad (con un gorro frigio en su cabeza), imagen reproducida también en las monedas argentinas y en la iconografía escolar.
Una imagen femenina virtual y un simbolismo protector emblemático de la condición maternal de la mujer. Sus hijos son nacidos en el suelo correspondiente a la jurisdicción estatal de la respectiva nacionalidad de que se trate. La Patria vela por sus hijos, sufre por ellos y los guía como una madre y sus hijos aman a su madre y sufren por los desgarros de su corazón causados por nuestros desencuentros y nuestras peripecias.
Sus hijos la ven Reina. Ella es la más hermosa de todas y nadie la cambiaría por otra. El amor a la Madre-Patria es tan grande e importante (teóricamente) para sus hijos, que se sitúa, en orden de jerarquía, por debajo del amor debido a Dios, lo cual es evidente en la fórmula de juramento cuando se toma posesión de un cargo político: "… si así no lo hiciéreis, Dios y la Patria os lo demanden".
Los estratos más profundos e íntimos de la conciencia personal en esta materia, compartidos por la comunidad nacional, perciben la Patria como una espiritualidad ambigua y abstrusa en la que ella simboliza y opera como la representación sincrética de la asociación política, con un carácter de misterio y de fuerza sublime que la encarna y referencia la adscripción o el vínculo con ella de todos y cada uno de los connacionales. Y aún más, como una voluntad superior que exige a sus hijos determinados comportamientos.
LA CANONIZACIÓN DE LOS ACTOS PATRIOS
Por todo lo que llevamos visto, es posible identificar dos vertientes distintas en la dogmática de la Patria. Una, que llamaremos la "teología" tradicionalista, en la que se unen la cruz y la espada, que en Argentina no han sido jamás dos opuestos ideológicos ya que siempre marcharon juntas en la historia; la otra, la dogmática liberal y laica. Pero ambas discurren juntas, fusionadas, en los actos patrios.
Una tiene por centro y fin a Dios, la otra a la pampa húmeda. Una se explica por un descendimiento de Dios hacia los hombres, la otra por una elevación de los patriotas "esclarecidos", con estatura de semidioses, hacia los ámbitos celestiales. Una fue católica, la otra laica y hasta atea. Pero ambas se juntaron en la escuela para adoctrinar generaciones de argentinos pues sus fines, bien concretos, bien terrenales y prácticos, se hallan unificados por el Estado oligárquico. Y fundamentalmente lo hicieron en los actos patrios oficiales y escolares, es decir, con alcances masivos.
El Estado oligárquico canonizó y ritualizó los actos patrios estableciendo rigurosamente las formalidades del ceremonial, con ceremonias y procedimientos formales castro-cortesano-religiosos, establecidos en nombre del Estado como instrumento al servicio de los grupos oligárquicos para el mantenimiento y reproducción ampliada de su Poder, valiéndose de una operación de mistificación seudo religiosa. Es decir, creando falsas liturgias.
El ceremonial de los actos patrios se halla constituido por una materialidad de objetos, imágenes, espacios, acciones, movimientos, corporeidad y gestualidad, palabras y sonidos, en un orden secuenciado; y por una intangibilidad reflejada en conceptos, mensajes, sentimientos, sensaciones y emociones; con unos fines explícitos e implícitos, a los que ya nos hemos referido.
También el Estado normatizó las características, tratamiento y uso de los símbolos nacionales, especialmente de la bandera nacional, en los actos patrios (incluidos los actos patrios escolares). En torno a éstas disposiciones se ha configurado la estructura básica de los mismos, al punto que prefiguran el orden o secuencia que tendrá la ceremonia, las acciones jugadas en el espacio, el tiempo de su efectiva ejecución y los diferentes roles de todos los protagonistas presentes, en orden a lograr una clase de interacción que va más allá de la complementariedad de acciones entre los distintos participantes. Se trata de una interacción de tipo intelectual, psicológico, afectivo y emocional que produce un involucramiento colectivo en torno al sentido del acto o de sus partes o con relación a los términos y el simbolismo del homenaje llevado a cabo.
Con el tiempo se ha formado una suerte de tradición en materia de actos que ha transmitido hasta el presente muchos de aquellos elementos de carácter formal y obligatorio como ritos, prácticas y signos, si bien en algunos casos con variable fidelidad a sus propósitos y modalidades originarias, en tanto que otras han ido desapareciendo, y otras nuevas se han instalado.
Esas mismas formalidades y prescripciones ceremoniales, que por un lado inducen sensaciones de gravedad y solemnidad, pueden ser consideradas, en orden a otros fines perseguidos con ellas, como una forma de culto a esa etérea y abstrusa entidad que llamamos Patria, para brindar carácter de sacralidad y por ende de inmutabilidad a la dogmática y a los mitos de la historiografía liberal. Y como vía de adoctrinamiento y de disciplinamiento del pensamiento a escala masiva. Pero en lugar de llevar ese adoctrinamiento sólo por la vía de la instrucción libresca se le confirió una materialidad ceremonial, asemejándola a la asamblea cristiana reunida en la misa.
En ese sentido, la nación le rinde culto a la patria. Y la nación misma, a través de sus órganos de gobierno especializados, ha establecido el orden y formalidades aprobados, amén de los ritos, para la celebración de los diversos oficios terrenos del culto y en especial para el profano sacrificio del acto patrio. Ese conjunto de reglas constituye su liturgia.
Esos elementos visibles e invisibles antes mencionados, jugados en secuencias de acciones ritualizadas con palabras, locuciones y oraciones representadas por las glosas, los discursos, las arengas, los panegíricos, las alabanzas, los ditirambos, pueden ser consideradas como la liturgia de esas misas profanas que son los actos patrios. Sin olvidar, a semejanza de la misa católica, la similitud en materia de prescripciones, tradiciones y usos y costumbres referidos a las formalidades de las marchas, de la expresión gestual y corporal, el ornato del salón de actos, el ornato y disposición del escenario y los cánticos obligatorios.
Asimismo, los actos patrios, al igual que la misa, cuentan con una suerte de teología, referida a sus misterios, dogmas y profesiones de fe acerca de ciertas cuestiones profanas. El meollo de esta "teología" es la exaltación de la ideología liberal y la actuación pública de sus representantes históricos más renombrados .
El propósito perseguido con esos medios ha sido que los símbolos de la Patria, y ésta misma, sean percibidos como esencias espirituales y jerárquicas a las que se deba rendir culto y que este culto sea una vía para la unión inefable entre el alma de los hombres y la Patria, teniendo en cuenta lo que ella significa para sus creadores intelectuales, y para los herederos de éstos.
Durante mucho tiempo eso ha sido logrado. Muchas personas de mediana edad refieren haber experimentado -sobre todo en circunstancias especiales de su vida, o "cuando la patria está en peligro", o por efecto de la magnitud de la escala (miles y miles de personas en silencio, mirando la bandera cuando es izada, frente a las fuerzas militares simétricamente alineadas, etc, etc)- ciertas sensaciones inexplicables de unión espiritual entre sus almas y un algo desconocido y superior que parece arrebatar su ánimo.
Hay quienes afirman que en esas circunstancias hasta es posible sentir físicamente la presencia de una entidad sobrehumana o sobrenatural que sobrevuela por encima de nuestras cabezas y que reclama de nuestra parte una respuesta conductual imperiosa y urgente a sus tácitas demandas.
La literatura ha recogido e inventado descripciones de esos estados de entrega de uno mismo, sobre todo en situaciones de masificación. Alienación mística sería la expresión correcta. Pensemos sino en el poder inductor de esta clase de experiencias que tenían las grandiosas concentraciones cívico-militares de la Alemania nazi y que tanta envidia provocaban en los ejércitos latinoamericanos contemporáneos.
Esas experiencias son seudo religiosas. Esas emociones, y el imaginario colectivo consiguiente son idealizaciones no cristianas, y más bien paganas. Distorsiones del simbolismo de una verdadera representación colectiva que diéramos en llamar patria. Allí no hay ninguna presencia divina. Ni desde la religión judeocristiana ni en ninguna otra religión.
Por último, si el acto patrio es una misa profana, dentro de un culto civil seudo religioso, sus "liturgias" son también falsas, como son falsas liturgias y alegorías seudo religiosas las que han sido creadas para la bendición de la bandera y de las armas de las FF. AA., las ofrendas a la Virgen María de las banderas tomadas al enemigo, los honores oficiales, los funerales y el duelo oficial, las tomas de juramento en nombre de Dios y de la Patria, etc, etc.
Tanto la concepción tradicionalista católica de la Patria, como la liberal oligárquica son paternalistas.
Para ambas, los ciudadanos lo son solo formalmente. Su rol como sujetos políticos y como soberanos es meramente formal. Como expresiones del Poder, ambas los subrogan en la toma de decisiones sobre las cuestiones importantes de la vida pública y la vida social. Ambas conciben el rol de los ciudadanos y los producen como meros receptores pasivos de los paradigmas cívico-patrióticos, reducidos a la función delegada por los sectores dominantes de ser fieles ejecutores, nunca hombres pensantes con actitudes y decisiones críticas.
La función de pensar y decidir no se democratiza en estas concepciones, por más liberalismo político formal que exista y que reconozca el derecho universal a hacerlo. Pensamiento y toma de decisiones corren por cuenta de las personas habilitadas para ello, lo cual depende exclusivamente de su distancia y funcionalidad con el Poder. Así, el pensar sobre las cosas de la Patria ha tenido oráculos sagrados descomunales, hombres iluminados, especiales, unos con contactos directos con la Casa Celestial, otros con las altas cumbres del poder terrenal, incluso con habilidades de nigromantes que, a fuerza de puro estro, logran hacer hablar a los muertos y hacerles decir cosas que jamás dijeron o callar las que dijeron. Esto implica asumir que hay hombres superiores, los menos, para el tratamiento de las cosas superiores, especialmente las de la Patria. Aunque también sepamos que hay hombres mediocres cuyas voces se mimetizan con las de los grandes y así logran una cuota de difusión por los canales del Poder, y una migajas acordes con su estatura y sus servicios.
Y los que no entran en ninguna de esas categorías serán hombres inferiores, cuya conducta debe estar signada por la paciencia, la prudencia, la confianza en las instituciones y en las capacidades de los especialistas, ya que éstos enseñan que la comprensión de las cosas, de todas las cosas, es siempre muy difícil. En consecuencia, que decidan los que saben.
Paternalismo es, pues, verticalismo, por lo tanto, jerarquías sociales, ausencia de igualdad entre los hombres puesto que unos están para mandar y otros para obedecer sin chistar ni poner en duda cuestiones de dogma de cualquier clase.
Cuando el paternalismo es la nota saliente del Poder existente en una sociedad, se trata de un poder dominante… sobre sus correspondientes subordinados, cuestión elemental pero que a menudo se olvida. En ese caso, el rol de los dominados es equivalente al de los niños, subrogados por sus padres en las cuestiones fundamentales.
Si hay verticalismo, jerarquías y desigualdad, quiere decir que hay injusticia. Iguales son los que mandan, como los cerdos de Rebelión en la granja, y siempre son minorías. Cuando las decisiones acerca de lo que deba entenderse y decidirse, sobre cuestiones fundamentales relacionadas con las mayorías, son definidas por las minorías que mandan, o por aquellos que son elegidos en un régimen representativo del poder pero no responden a los intereses y aspiraciones de sus representados sino a los de corporaciones o grupos de poder o de intereses que los cooptan, es evidente que no hay democracia.
Y si no hay democracia y no se puede hacer nada para que la haya porque el mero intento de hacerlo atenta contra la Patria, según han dicho y escrito los oráculos sagrados que dicen representarla, ¡para qué sirve la Patria! ¡Para qué sirve esa Patria! Obviamente, no queda otro camino que tener que admitir que no es la patria nuestra sino la de ellos. Pero para llegar a esta conclusión es preciso previamente acabar con el paternalismo.
También ambas concepciones comparten el mismo tufillo litúrgico del culto a la Patria, devenido en fundamentalismo entre los nacionalistas católicos, especialmente preconciliares, y adoptado con astucia pero sin fe por la ingeniería oligárquica liberal. De ambas vertientes, pero especialmente de la primera, se desprende la idea de patriotismo como mandato, que implica la existencia de un hombre y una sociedad infantiles, dirigidos siempre desde el pasado por los presuntos designios de Dios o de los fundadores de la nacionalidad. En este caso, la tan llevada y traída apelación a la memoria de los pueblos se convierte en un lastre muy pesado, que hace muy difícil caminar hacia delante.
Se nos enseñó que la Patria es algo superior, misterioso, puro, grande y celestial; que nace en 1810 y no antes y que todo lo español significaba atraso; que se encarna en las situaciones más dramáticas por las que pueda atravesar un colectivo nacional, fundamentalmente en la guerra; que ella ha intervenido en la historia, en tiempos pasados, valiéndose de hombres elegidos, providenciales, seguidos por multitudes fascinadas; que la guerra es la ocasión para demostrar el compromiso fundamental con la Patria; que "después de la del sacerdote no hay dignidad más grande sobre la tierra que la del soldado" ; que "la Patria es Dios en la Tierra y Dios es la Patria en el Cielo" ; que por lo tanto debemos honrar y rendir culto a ambos en esta vida para poder morar junto a ellos por toda la eternidad; que para aprender las cosas de la Patria debíamos mirar siempre hacia el pasado; que debíamos rogar a la Patria en el presente; que debíamos invocarla…
Gigantesca mistificación. La patria no es esa mujer virtual de pechos desnudos y ubérrimos que nos legó la iconografía romántica de la Revolución Francesa; ni es un ser metafísico que nos guía, que sufre por nosotros y se regocija con nuestros regocijos; ni es una voluntad superior a la voluntad de los seres humanos reales.
No es algo natural ni tampoco divino. Es una creación imaginaria de los hombres, mezcla de ideología, de ética, de estética y de espiritualidad surgida dentro del tiempo y no preexistente a él.
Por tanto, esa Patria no sufre por nuestros presuntos desdenes, o por nuestros extravíos como comunidad nacional, ni por nuestras defecciones ni nuestras traiciones, ni porque algunos de sus "hijos" no crean en ella, o no tengan fe, o se hayan olvidado de ella, o no festejen su aniversario, o no visiten las tumbas gloriosas de sus "hijos ilustres".
La Patria no necesita actos. Me corrijo, esa clase de patria no los necesita porque es una falacia.
En realidad, cuando tiene lugar un acto patrio escolar u oficial, a quien el pueblo debe homenajear es a sí mismo, a la propia comunidad nacional a la cual pertenece y en la que se mira valiéndose del recurso de identificarse por vía de asociación con el recuerdo de algún preclaro ex integrante de ella, o con alguna situación o proceso ocurrido en el pasado y cuyo simbolismo considera necesario mantener vigente resignificándolo para guía de las generaciones presentes y futuras.
Pero también hay actos patrios -no hay que olvidarlo- cuando sin tratarse de efemérides el pueblo vive circunstancias muy intensas en tiempo presente que lo llevan a juntarse en grupos para reasumir la soberanía que le corresponde y apela a las ideas de patria y patriotismo como símbolo de la comunidad. Como sería una manifestación de obreros o desocupados portando una bandera argentina y cantando el himno nacional frente a las fuerzas de represión policial.
La patria está en la historia, no fuera de ella, aunque algunos, consciente o inconscientemente, la desplacen de allí.
Para los hombres, la patria es una experiencia personal, vital, intransferible. Y es hoy. Y es mañana.
La patria, con minúscula, es una metáfora de la comunidad, del prójimo. Es afecto, solidaridad, sueños y proyectos con valores éticos que, a medida que crezcamos en humanidad, borrarán las fronteras, las separaciones y las discriminaciones para ser una patria única de todos los seres humanos del planeta.
Y como no es algo sagrado sino profano, no hay advenimientos ni epifanías de la Patria en ningún tipo de acto ni de liturgias, por más que muchas personas puedan sentirse profundamente conmovidas y emocionadas, pero esas son experiencias plenamente humanas. Y no nos parece mal que se experimenten emociones y arrebatos del espíritu, pero no a riesgo de caer en el paganismo de adorar un falso semidios instrumentado entre nosotros por la ingeniería oligárquica hace más de cien años.*
Sobre todo, no a riesgo de adorar la bandera-símbolo en su materialidad y caer en estados de arrobamiento, embeleso y éxtasis mientras es izada al tope del mástil o transportada por el abanderado.
Los actos patrios, considerados en una versión metafísica, la tradicional, son una falsa misa en la que no existe trascendencia alguna. La patria no es un misterio. No hay un ser suprahumano presente en el acto patrio a pesar de que tantas personas lo sientan así. Pero en tal caso, no es su culpa. Han sido seducidos por falsos pastores que en otras épocas produjeron el canon de los actos patrios con la intención de provocarnos sensaciones místicas.
Si la sacralidad de los actos patrios es falaz porque ellos no actúan ninguna religiosidad verdadera, a pesar de su manipulación originaria en tal sentido, es correcto cuestionar sus ritos y liturgias y proponer cambios en la misma ya que el simbolismo atribuido desde el Poder a sus signos, lo ha consagrado la facción que ganó la guerra interna de Argentina.
Es correcto y loable que no olvidemos y les rindamos homenajes a nuestros grandes antepasados. Pero de allí a generar una religión civil hay una gran diferencia.
En verdad, los actos patrios son actos políticos. Por lo tanto, no entrañan misterios religiosos, accesibles por la fe ni por la eficacia "divina" de las formalidades o de los signos externos.
Por fortuna, actualmente la mayoría de los mitos de ese pasado construido por la oligarquía argentina ya están muertos y vacíos, por más que aun no se les hayan efectuado dignos funerales. Y si alguna vez sirvieron para darnos cohesión social y una determinada forma de conciencia, por más que fuera falaz y distorsionada, hoy ya ni siquiera tenemos eso.
Con todo, la verdadera patria existe de otra manera, no en los espacios públicos oficiales ni en los cenáculos del poder económico. Aflora de vez en cuando, generalmente en las calles y en las barriadas populares, pero cuando lo hace tiene una vitalidad descomunal, como sucedió durante la Resistencia Peronista, cuando las masas de trabajadores recuperaron su conciencia histórica, su conciencia social y su conciencia política y lucharon por construir un poder popular desde las bases, hasta que comenzaron a ser aniquiladas desde el Estado mismo en la década de 1973-1983.
Últimamente ha vuelto a renacer, y lo mismo viene sucediendo en el resto de América latina. Sólo hace falta que se quede para siempre entre nosotros. Pero eso depende de nosotros.
Carlos R. Schulmaister
BIBLIOTECA DEL CONGRESO DE LA NACIÓN. "Símbolos Nacionales de la República Argentina". Bs. As., Imp. del Congreso, 1992.
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PLOTKIN, Mariano Ben, "Política, Educación y Nacionalismo en el Centenario". Todo es Historia. 1985, Nº 221, pp. 64-79. Buenos Aires.
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SCHULMAISTER, Carlos, La patria. Mistificación y liturgia. (Inédito).
Prof. Carlos R. Schulmaister
Inst. de Form. Doc. Continua de Villa Regina (Río Negro), Argentina.
Fecha de realización: año 2004. Fecha de envío a monografías.com: 3 de feb. de 2005.
El autor es Prof. en Historia, Mr. en gestión y políticas culturales en el Mercosur, historiador oral, ensayista y educador.
El autor autoriza expresamente la cita de fragmentos de este trabajo con fines de investigación –no comerciales- a condición de que se cite la fuente. Y desea entablar comunicaciones por este medio con otros interesados en esta temática.
Categoría: HISTORIA, POLÍTICA, ESTUDIO SOCIAL, EDUCACIÓN