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Nada puede allí. Desviaciones sobre lo imaginario

Partes: 1, 2

    edu.red

    UNO

    LO MÁS DIFÍCIL ES NO DECIR ALGO. La escritura quisiera, de un difícil modo, pues tal vez no es propiamente un querer, hacerlo. Dejar de decir: dejar de estriar, dejar de estirar, dejar de iluminar, dejar de difuminar las cosas. No falta nunca quien diga qué son ellas, para qué podrían servirnos. Cómo han llegado allí. Esto es, en general, un decir por decir. Es también la esencia de la obligación. De la abundancia de tales lugares sobreviene más bien la fatiga.

    En cambio, la escritura –el arte, lo poético— abre un boquete en el decir. ¿Cómo lo hace? Difícil decirlo. Al escribir, al pintar, al cantar, no se piensa, se ejerce la diferencia. Ello actúa. Ello deja ser al dejar de decir. La diferencia no es un tema para el pensamiento; ella es lo que escribe. Turbia esplendencia, se observará.

    La obra de arte inicia su singladura —su errancia– con este (mínimo) equipaje: una ocasión, un perímetro para la escritura. ¿Sobre qué? Error: la escritura no está encima. Lo difícil —con perdón, entre muchos otros, de Oppiano Licario— no es tampoco un mero estímulo. ¿Hay cosas antes de que un decir las arranque de su inconsistencia, de su natural huidizo? La escritura, en cualquier caso, no se pone a hablar de ellas. Las cosas sólo son cosas en la escritura, es decir: en su pérdida de objeto. La escritura no tiene objeto. Con más rigor: la escritura, el arte, es la desaparición del objeto.

    En su desaparición, algo sin embargo emergería. ¿Las cosas? ¿Esa cosa que es la escritura? ¿Qué dice ella? He aquí la máxima dificultad. Por eso toda obra comienza por el comienzo: escribir, ¿es decir algo a propósito de algo? ¿No es algo más, o, mejor, algo menos?

    Vivimos en y por la memoria, y la memoria es, aquí y en China, el único antídoto eficaz contra la muerte. Eficacia simbólica, se entiende: nadie, nada se salva de la desaparición. La memoria, aun si luminosa, obedece por fuerza a un funesto deseo.

    La memoria, en realidad, sólo designa la pernoctancia de la escritura, la pernoctancia de la obra. Escribir es esa pernoctancia. Cruzar la noche. No desafiarla. No esperar nada de ella. Cesar de decir. Comenzar.

    Comenzar desde el fin.

    DOS

    Comencemos, pues, desde el fin. A saber, por nuestra vida. Ella es un inverosímil resultado, la patencia misma de lo improbable. Nuestra vida es lo último. Abrir inmediatamente los oídos, cerrar soberanamente los ojos: Cage y Char, sin muy bien saberlo, sin muy bien quererlo, se encuentran en la misma mesa de disección que imaginó o dispuso Lautréaumont. No, desde luego, para ellos. Para cualquiera. Es decir, para nadie. No está claro si sólo es una cuestión de instintos. Está claro, sin embargo, que el instinto es cualquier cosa excepto pura naturaleza. Peor aún: la naturaleza ni siquiera es la naturaleza. Una x, un mero signo, tres puntos suspensivos, eso es. Allí donde la cultura —que tampoco muy bien se sabe lo que es— termina, se despeña. La naturaleza, cuanto más, es cultura dormida. Su caída. Naturaleza, el sueño de la cultura.

    Desde la cultura, que moldea nuestras vidas, la naturaleza es una masa sin amasar. Es, piénsalo así, el agua que no has de beber. De algún modo, los animales culturales persisten en su inculturabilidad. Será necesario atender a esos modos. Animales, sólo por lo que de incultivable, de inaprovechable hay en cada uno de ellos. Aun así, el espíritu los integra, los rige y los dirige. Están, según se dice, vivos. Tampoco sabemos, bien a bien, qué cosa (si es una cosa) nombra la vida. ¿Organización? ¿Necesidad? ¿Necedad? ¿Error? ¿Fallo de la entropía? Si hay un plan, la vida no lo confirma, o al menos no lo que se dice en él encaja. Excepción, descuido de Dios. Seguramente sólo a tal título y en principio podría admitirse.

    Nuestra vida. Nuestra vida, lejana. Lejanía.

    La cultura —esa fluctuante decisión colectiva, esa multitud unánime que inventa lo real, que escinde lo real de lo irreal— admite un no estar seguro. La vida es el lugar de esa lejanía. ¿De dónde vendría si no esta inestabilidad, esta labilidad, esta distancia sin espacio, o este espacio sin medida? ¿Del cuerpo? ¿Del espíritu? ¿De su mutua impracticable si bien implacable anulación? ¿De la muerte, o de sus espectrales presencias? ¿De su fuerza? ¿De la presencia de lo espectral, de lo sin imagen? De su presencia, ¿en dónde? La vida es, a fin de cuentas, el lugar de ese preguntar.

    Pero, antes, desconfiemos, tú y yo al menos, si es que difícilmente hay que dar por supuesto y compuesto un "nosotros", al menos por disciplina: tampoco es, propiamente, por más que quepa en la palabra desde, un lugar. La y de tu y yo es lo que ahora interesa. Esa y es el principio del final. Que haya relación, que entre las presencias y las ausencias se anuncien puentes. Tal es el fin de todas las cosas. Que ensamblen unas con otras, unas por otras, unas en lugar de otras. Es preciso que lo que hay sea intercambiable. La materia por la energía, el pensamiento por la sensibilidad, la imagen por la palabra. El sentido por el sinsentido, lo consciente por lo inconsciente. La vida por la muerte. Nada sería creíble, es decir, real (y en consecuencia tampoco "irreal"), sin esa intercambiabilidad.

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