Tradiciones liberales en los Andes: militares y campesinos en la formación del Estado peruano
Enviado por Cecilia Méndez G.
"No existe una etnohistoria para el siglo XIX peruano", sentenció el antropólogo Jaime Urrutia desde una palestra del I Congreso Nacional de Investigación Histórica llevado a cabo en Lima en 1984. Nunca pude olvidar aquella frase. La guerra interna desatada por Sendero Luminoso pasaba por su periodo más sangriento y Jaime Urrutia había llegado a Lima desde Ayacucho, su lugar de trabajo por muchos años y cuna de la violencia senderista. Urrutia pudo escapar a las amenazas y atentados contra su vida, que en su condición de profesor universitario y teniente alcalde de la ciudad de Ayacucho le inflingieron tanto Sendero Luminoso como el ejército. Pero otros no fueron tan afortunados. Cientos de campesinos, mayormente pobres y quechuahablantes, morían o "desaparecían" cada semana por aquellos años, sin hacer noticia en las páginas de los más importantes diarios limeños, sin que el país viera sus rostros ni conociera sus nombres. La guerra prosiguió por más de una década y media y hoy se calcula en casi 70.000 el número de muertos.
¿Tenía la afirmación de Urrutia sobre el siglo XIX algo que ver con la ola de violencia que entonces remecía el campo ayacuchano? Yo creo que mucho; que se trataba de un llamado de atención pertinente. Y lo sigue siendo. Al decir "no existe una etnohistoria para el siglo XIX peruano", entiendo como su propósito que la sociedad rural andina no había sido incorporada en los análisis históricos del período, ya sea porque se la consideraba historiográficamente irrelevante, o políticamente inexistente. En tanto fue en el siglo XIX que se sentaron las bases del Estado republicano que aún nos rige, la sentencia no dejaba de tener una carga interpelatoria en el presente.
En los veinte años transcurridos desde entonces no se puede decir que no haya habido avances. Desde hace aproximadamente dos décadas el XIX, o el siglo del nacimiento de las naciones modernas, ha suscitado una suerte de boom en la historiografía, no sólo peruana sino latinoamericana y más allá. Cuando Urrutia formulara su "sentencia" existían ya dos libros, muy diversos entre sí, que vinculaban a la sociedad campesina con la forja del Estado decimonónico y la idea de Nación en los Andes: Nelson Manrique, Las Guerrillas Indígenas en la Guerra con Chile (Lima: 1981) y Tristan Platt, Estado Boliviano, Ayllu Andino: Tierra y Tributo en el Norte de Potosí (IEP: Lima, 1982).1 El reclamo que Urrutia formulara en 1984 constituía una interpelación a los historiadores peruanos precisamente por la ausencia en el Perú de un libro análogo al de Platt, que problematizaba el estudio del Estado en Bolivia subrayando el vínculo fiscal con las poblaciones campesinas, específicamente en el norte de Potosí. Por su parte, Manrique analizaba la participación de los campesinos peruanos en la Guerra con Chile, también tomando como eje una región específica: la sierra central del Perú (1879-1885).
El libro de Platt tuvo una gran influencia en el Perú, alentando una serie de trabajos que enfatizaban la conexión fiscal entre los campesinos y el Estado.2 En cambio, el libro de Manrique, pese a las polémicas que suscitó, no tuvo mayores émulos, exceptuando los trabajos que Florencia Mallon estaba realizando paralelamente y realizara posteriormente sobre el mismo tema.3
Entre fines de los ochenta y comienzos de los noventa siguió creciendo el interés por estudiar los vínculos entre la sociedad rural y el Estado decimonónico, en buena medida gracias a antropólogos y sociólogos convertidos en historiadores. María Isabel Remy, por ejemplo (formada en las canteras de la sociología, como lo fue el propio Manrique) planteó la necesitad de estudiar la relación campesinos-Estado desde la perspectiva del poder local, un tema que la antropóloga Deborah Poole abordó con gran sofisticación teórica en sus estudios sobre las comunidades de la provincia de Chumbivilcas en el Cuzco. Poole subrayaba el rol central del Estado en la formación del concepto mismo de "comunidad", señalando cómo las comunidades de la puna de Chumbivilcas, usualmente presentadas como "aisladas", fueron parte de un engranaje de estructuras económicas y políticas en las que participaban gamonales, hacendados y autoridades locales, vale decir, los agentes locales y regionales del Estado.4 El rol del Estado en la formación y transformación de la comunidad campesina desde una perspectiva diacrónica fue enfatizado más recientemente por el también antropólogo Alejandro Diez en su estudio sobre los "procesos de comunalización" en la sierra de Piura". Finalmente, y desde un ángulo diferente, otro antropólogo, Mark Thurner, exploró el imaginario nacional de los campesinos de la provincia de Huaylas en los albores de la república.5
Pese a los avances, un ángulo estaba ausente en la noción de "Estado" manejada por los citados estudios, que creemos políticamente central tratándose del siglo XIX: el de su carácter militarizado. No es de extrañar, por tanto, que el tema de la participación militar de los campesinos en las contiendas caudillistas del período post-independiente quedara relegado. Cuando este tema fue abordado, como en los estudios de Manrique y Mallon, se tomó como eje un período bastante más tardío y una invasión externa, no una guerra civil. Ello no quiere decir que no hubiera avances en el entendimiento del llamado "Estado caudillista" (décadas de 1820 a 1840). Pienso principalmente en los estudios pioneros de Paul Gootenberg.6 Pero su análisis, indisputablemente sólido, además de innovador en su cuestionamiento de las premisas dependentistas que hasta entonces habían caracterizado las interpretaciones del período, tomaban como único eje las políticas de mercado y el accionar diplomático y, por tanto, las bases urbanas de los caudillos.7 De esta manera, y en contraste con la historiografía de otros países latinoamericanos, las bases rurales del Perú caudillista permanecían virtualmente inexploradas.8
Nuevamente, sería injusto no reconocer que ha habido avances. En un libro reciente Charles Walker se propuso precisamente responder a este interrogante tomando como eje al Mariscal Agustín Gamarra, caudillo cuzqueño que dominó la escena política entre fines de 1820 y la década de 1830 y dos veces fue presidente del Perú. Su estudio, sin embargo, proporciona sólidos referentes únicamente para las bases gamarristas en el ámbito urbano, vale decir, la ciudad de Cuzco. En lo que cabe a la relación de Gamarra con las poblaciones rurales, las fuentes de Walker son elusivas, o inexistentes, lo que lo lleva a concluir que los campesinos "del sur andino" optaron por mantenerse al margen de las luchas caudillistas, y que los caudillos, en general, no fueron capaces de crear una base-político militar entre la población campesina indígena.9
El presente artículo cuestiona esta interpretación. Bien pudo ser, como sugiere Walker, que Gamarra, la encarnación del caudillo militarista, conservador y autoritario, no tuviera éxito en formar ejércitos de campesinos en el Cuzco y dependiera principalmente de reclutas. Sin embargo, generalizar esta hipótesis al "sur andino" y a "los caudillos" del período post-independencia, en general, es errado, como trataré de demostrar aquí. Basándome en un análisis regional de la guerra civil de 1834 entre el presidente saliente Agustín Gamarra y el presidente electo Luis José de Orbegoso (1834), sostendré, en primer lugar, que la participación campesina en los ejércitos caudillistas de la post-independencia no fue únicamente forzada, como es la idea común, sino también negociada. En segundo lugar, que fueron los caudillos alineados con el bando autodenominado "liberal", capitaneados por el general Luis José de Orbegoso en 1834, quienes mostraron mayores destrezas en ganarse a las poblaciones campesinas, las mismas que, organizadas en forma de guerrillas, apoyaron este bando político que entonces luchaba por consolidar su control sobre el aparato del Estado. En tercer lugar, quisiera problematizar la noción de "liberal" y liberalismo en el período republicano inicial en el Perú. En su conjunto, el artículo se propone demostrar que la participación militar de la sociedad rural en la gestación del Estado republicano en el Perú fue crucial y no debe ser desestimada.
Para entender la importancia política de la sociedad rural en la formación del Estado republicano es necesario reparar que, en los albores de la república, Lima aún no había logrado consolidar su hegemonía sobre el resto del país. El breve experimento de la Confederación Perú-boliviana (1836-39) fue quizás el desafío más contundente de una región andina al poderío político de Lima en este período. Pero no el único. Pese al funcionamiento de instituciones legislativas como el congreso, la consolidación de un caudilllo en el sillón presidencial se lograba por lo general sólo después de una serie de campañas militares, las mismas que tenían como teatro principal la sierra del país. Durante el período que se inicia con las guerras de la independencia y termina con el comienzo de la era del guano (décadas de 1820 y 1850), el mundo rural se convirtió en un escenario decisivo del poder político. El Perú, en otras palabras, no fue ajeno al proceso de "ruralización del poder" que, según Halperín, caracterizó la vida política de Hispanoamérica después de la independencia.10
Son varias las razones que hicieron a las sociedades rurales y, dentro de ellas, a las poblaciones campesinas, indispensables en el proceso de construcción del Estado nacional. Por un lado, su contribución fiscal: la "contribución de indígenas", una readaptación republicana del tributo indígena colonial que rigió oficialmente en el Perú hasta 1854, y sobre la cual otros historiadores han tratado.11 Por otro, su contribución militar. Después de la independencia, y por siete décadas consecutivas, el aparato del Estado en el Perú estuvo controlado por el ejército, virtualmente la única institución que salió fortalecida con las luchas de la independencia. No obstante el funcionamiento paralelo del congreso nacional, el Estado peruano inicial fue un Estado militarizado. Pero a diferencia de los Estados militares del siglo XX, caracterizados por la estabilidad (dada parcialmente por la prescindencia total que estos gobiernos hicieron del poder legislativo), los de los albores de la república eran mucho más vulnerables y políticamente inestables El faccionalismo político estaba a la orden del día y el país vivía un estado constante de guerra civil. En el Perú, durante los setenta primeros años de vida republicana, un solo gobierno, el del Mariscal Agustín Gamarra (1829-1833), completó su mandato en el tiempo legalmente estipulado. Por ese entonces, el ejército carecía de un cuerpo profesional y reclutaba a la tropa entre la población civil. Fue precisamente en este sentido que el Estado caudillista se apoyó abrumadoramente en las poblaciones rurales. En otras palabras, sin campesinado no había ejército, y sin ejército no había Estado. El éxito político-militar de los caudillos estaba dado, pues, en buena parte, por su capacidad de incorporar a las masas rurales.12
En el Perú, cuando se habla de incorporación militar de las poblaciones rurales al Estado caudillista, suele aludirse únicamente a la recluta forzosa o "leva", que afectaba desproporcionadamente las poblaciones rurales andinas quechua y aymarahablantes. La mayor parte de la tropa, de acuerdo a testimonios de la época, la componían en efecto campesinos andinos reclutados con métodos crueles y violentos, los mismos que fueron denunciados por la prensa, críticos sociales y al menos una obra de ficción de la época.13 Pero existía otra forma, menos coercitiva y menos conocida, aunque no menos crucial, de participación de la población civil en las tareas militares del Estado: la guerrilla. Ésta fue una forma de lucha fomentada inicialmente por los militares españoles para expulsar a las tropas napoleónicas que habían invadido la Península Ibérica en el temprano siglo XIX; al traerse a América, fue rápidamente adoptada por los bandos patriotas en las guerras de la independencia. Las guerrillas eran milicias formadas enteramente por poblaciones civiles, usualmente campesinas, que actuaban como fuerzas de apoyo al ejército, facilitando tareas logísticas, habitualmente entorpeciendo las labores del ejército enemigo o enfrentándose, si era necesario, directamente a él. Sus mandos medios podían ser las propias autoridades de los pueblos (en el caso de los pueblos campesinos estos eran los "alcaldes de indios"), pero también eran nombrados y ratificados por los altos jefes de las guerrillas, quienes a su vez eran nombrados por los vecinos "notables" de los pueblos involucrados, en común acuerdo con jefes "consuetudinarios" de las montoneras, como sucedió en 1834 con las guerrillas que apoyaron al presidente Orbegoso en la provincia de Huanta. En lo que sigue, observaremos este proceso más detalladamente. Pero antes valgan unas precisiones sobre el perfil histórico de Huanta.
Entre 1825 y 1828 la provincia de Huanta, ubicada en el extremo norte del departamento de Ayacucho, en los andes sur-centrales del Perú, se vio convulsionada por una rebelión contra la recién instaurada república. Bajo el grito de "¡viva el Rey!", una alianza de campesinos, arrieros, comerciantes, curas, hacendados y oficiales del disuelto ejército español se alzó con el propósito de restablecer el gobierno español en el Perú. La rebelión fue derrotada en 1828 y la alianza monarquista disuelta. Pero los campesinos, lejos de mantener su postura realista, se integraron rápidamente a las estructuras políticas del Estado republicano, alineándose durante la década siguiente con los bandos liberales, vale decir, con el presidente Luis José Orbegoso (1834-35) primero, y con Andrés de Santa Cruz, líder de la Confederación Perú-boliviana (1836-39), después.
En trabajos anteriores he dado cuenta de las múltiples y complejas razones que llevaron a los campesinos de las alturas de Huanta, conocidos a veces como "iquichanos", a levantarse contra la república, así como de su subsiguiente integración al Estado caudillista, y no es el caso repetirlas aquí.14 Valga recordar, sin embargo, que no estamos frente a una demanda de restauración del "antiguo régimen", como fue el caso de los campesinos del norte de Potosí estudiados por Tristan Platt , quienes se resistieron a los intentos del Estado republicano en Bolivia por abolir el tributo indígena a lo largo del siglo XIX, en la convicción de que serían privados de la protección estatal a sus tierras comunales, un derecho adquirido del Estado colonial. La abolición del tributo propugnada por los liberales en Bolivia amenazaba con romper el "pacto colonial" entre comunidades indígenas y Estado, también llamado "pacto tributario".15 En Huanta, el "pacto" con los españoles tuvo un carácter muy distinto. Los huantinos no buscaban defender derechos corporativos sino más bien ventajas económicas y políticas ganadas bajo el reinado "liberal" de los Borbones en los últimos decenios de la dominación colonial (entre ellas, exoneración de impuestos e incentivos para colonizar las tierras de ceja de selva); además, se oponían al pago del tributo indígena que el Estado republicano post-independiente insistía en perpetuar. Ello explica en parte por qué los huantinos se alinearon con tanta facilidad con los bandos liberales republicanos tras la derrota de la sublevación monarquista.16
Todo ello se entiende mejor cuando se observa el universo social, demográfico "étnico" de la provincia de Huanta. A diferencia de los ayllus (comunidades agrarias y de parentesco extenso) norpotosinos, un buen porcentaje de los ayllus de Huanta habían perdido sus tierras comunales a comienzos del siglo XIX. El 47% de los campesinos que pagaban el tributo indígena en 1801 eran tributarios "sin tierras", y es muy probable que hacia la década de 1820 este porcentaje se hubiera incrementado.17 No tenía, pues, sentido un "pacto tributario". En segundo lugar, en Huanta el control del recurso productivo más rentable de la región, la hoja de coca, no estaba en manos de las comunidades (como lo estaban los recursos productivos y el comercio en el norte de Potosí, según Platt), sino de particulares –pequeños y mediados propietarios y hacendados– y su comercialización estaba a cargo de arrieros que actuaban como agentes particulares, aunque con gran ascendencia entre las comunidades. De estos sectores precisamente salieron los caudillos campesinos más importantes: Tadeo Choque, un "indígena" letrado, con hacienda en la puna, y Antonio Huachaca, un arriero iletrado y sin hacienda. Además de su ascendente entre los campesinos de comunidad, estos individuos, y Huachaca, en particular, se relacionaban con los agricultores sin tierra en la ceja de selva y con los habitantes de los pueblos más grandes y "urbanos" de Huanta, a través de rutas de arrieraje, redes comerciales y relaciones de parentesco extenso.18
La expansión de la hacienda en Huanta no anuló el ayllu. Este siguió recreándose al interior de las mismas, en los casos en que fueron absorbidos por las haciendas. Los ayllus que libraron de ser absorbidos por las haciendas, por su parte, permanecieron dispersos entre aquellas. Estos patrones de propiedad y asentamiento, unidos a la centralidad del comercio de arrieraje en Huanta y el dinamismo de la producción de coca en la ceja de selva colindante con las punas, donde se concentraban los ayllus, propiciaron un mundo de relaciones de "dependencia asimétrica" entre comuneros (campesinos de los ayllus o comunidades), hacendados, arrieros, peones de hacienda y pequeños agricultores (tanto de las tierras altas de Huanta como en la ceja de selva), en las que estaban de por medio intereses laborales y comerciales y lazos culturales y de parentesco de sangre y ritual. Este universo de relaciones explica en parte el por qué de las alianzas entre sectores aparentemente tan disímiles en la rebelión "monarquista" de 1826-28 y durante los enfrentamientos caudillistas de la post-independencia,19 como el caso que estudiaremos en profundidad: la guerra civil entre Orbegoso y Gamarra en 1834.
En diciembre de 1833, la presidencia de Agustín Gamarra llegaba a su término tras confrontar diecisiete conspiraciones y sublevaciones, ocho de ellas sólo en 1833, incluyendo una en Ayacucho.20 El hecho de que Gamarra dejara el gobierno al término legal de su mandato podría bien ser considerado un triunfo político, dado lo inusual que era entonces para un presidente completar su período. Sin embargo, la cantidad de rebeliones y conspiraciones que tuvo que enfrentar sugieren que esta estabilidad no se logró sin un costo. El 20 de diciembre de 1833, la Convención Nacional eligió a Luis José de Orbegoso presidente provisional de la República, quien poco después tomaría el mando.21 Políticamente, contaba con el apoyo de los liberales (Luna Pizarro, Gonzales Vigil, F.J. Mariátegui, según Basadre), quienes enfatizaban la primacía de la ley por sobre la voluntad del ejecutivo y la importancia de mantener un adecuado balance entre los poderes del Estado, mientras Gamarra, la encarnación del militarismo autoritario, fue apoyado por conservadores que defendían principios autoritarios (Pando, Herrera, Pardo y Aliaga).22 Pese a que el bastión de Gamarra era su Cuzco natal, sus políticas proteccionistas favorecieron a los comerciantes de Lima, quienes lograron mantener un estatus comercial privilegiado con Chile durante sus dos administraciones.23 Durante su mandato de 1829-33, Gamarra estableció una política de prebendas entre los militares, la misma que, unida a su célebre desdén por la constitución y el congreso, le permitió retener el control del Estado, no obstante la creciente oposición. Gamarra recompensaba lealtades políticas con ascensos y altos salarios, dejando a los jefes político-militares de las provincias (prefectos y subprefectos) relativa libertad, siempre que se mantuvieran sumisos al jefe de Estado. Sus métodos llevaron a la formación de lo que Basadre ha denominado una "aristocracia militar"; durante su administración, los militares lograron un estatus sin precedentes en la vida pública.24 A pesar que hacia el final de su mandato Gamarra había ganado muchos enemigos, la oligarquía militar que él había creado estaba dispuesta a apoyar sus intentos subsiguientes por perpetuarse en el poder.
El 3 de enero de 1834, menos de dos semanas después que Orbegoso asumiera la presidencia, Gamarra orquestó un golpe que lo depuso y nombró al general Pedro Bermúdez jefe provisional del Estado. Pero el golpe probó ser altamente impopular, dando lugar a airadas protestas en Lima, donde las multitudes llegaron a confrontar al ejército en las calles. Tan fuerte llegó a ser la movilización popular contra Gamarra que obligó a los militares putchistas a abandonar Lima. "Por primera vez, en lucha callejera, el pueblo había derrotado al ejército",25 sentenció Jorge Basadre, quien definió a ésta como la primera movilización popular contra el militarismo en la historia del Perú.26 El 29 de enero, Orbegoso, que se había refugiado en el puerto del Callao, retornaba triunfalmente a la capital, precedido de un grupo de montoneros y entre la algarabía de la población.27
Pero Gamarra no se dio por vencido. Viéndose rechazado en Lima, se atrincheró en el interior del país, desde donde le declaró la guerra a Orbegoso. Ėste entonces preparó sus fuerzas para la defensa. A la cabeza de sus ejércitos estaban algunos de los mįs prestigiosos veteranos de la independencia, los generales Miller y Necochea, así como el ex prefecto de Ayacucho, Domingo Tristán, otro veterano. Además de su experiencia comandando guerrillas, estos generales tenían a su favor a las poblaciones civiles, en tanto Gamarra contaba con la fuerza militar. Los prefectos de Puno, Cuzco y Ayacucho, y algunos en el norte, se mantuvieron fieles a Gamarra; todos eran oficiales del ejército. Por su parte, los orbegosistas convocaban a la población civil. A mediados de marzo de 1834, las guerrillas de Miller habían inflingido una importante derrota a las fuerzas de Gamarra en Huaylacucho (en el actual departamento de Huancavelica), forzándolas a retirarse hacia Ayacucho. Poco después, Domingo Tristán reportaba otros éxitos al Ministro de Guerra: más de 400 pobladores se habían sumado a la causa orbegosista, formando partidas guerrilleras en los pueblos de Viñac (en la provincia de Yauyos, en la sierra de Lima) y Chumpamarca (en el departamento de Huancavelica), doscientos en cada uno.28 Tras los avances orbegosistas, los ejércitos de Gamarra enrumbaron a Ayacucho. Los generales leales al presidente, conscientes de la tenacidad y destreza militar de los campesinos de Huanta, calcularon las ventajas que les podría deparar el ganárselos a su causa, ahora que las fuerzas de Gamarra se aproximaban a Ayacucho. Olvidándose, o pretendiendo olvidarse del desdén que hasta entonces varios de ellos mostraran para con los campesinos de Huanta, los generales de Orbegoso solicitaron diferencialmente su apoyo, como lo demuestran una serie de cartas dirigidas a sus jefes montoneros. Además de elogiar la valentía de de los huantinos, los generales insistían en la legitimidad de la causa orbegosista y la urgencia de su misión de "salvar la nación" de las manos del "tirano" Gamarra. El Estado, que a través de sus más altos representantes había hecho escarnio, hasta hacía poco, de los grados militares que los montoneros se arrogaban "en nombre del rey", les ofrecía ahora su humilde reconocimiento. La elocuencia de estas cartas amerita citarlas más extensamente. En una misiva dirigida al montonero Tadeo Choque, el presidente Orbegoso escribió:
Señor D. Tadeo Choque:
Muy señor mio, Aunque V. ha vivido retirado, no ha dejado de llegar a su noticia el criminal comportamiento de Gamarra y Bermudes, que atacando las leyes hicieron una revolución que ha causado inmensos males á la Patria. Yo que había sido nombrado Presidente de la república, no he podido dejar de hacer cuanto há estado a mis alcances para restablecer el orden y castigar a los sediciosos. He contado con la opinión de los pueblos, cuyo buen sentido los ha hecho decidirse por la justicia, y estoy seguro que el resultado no puede dejar de ser favorable. Es preciso, pues, que usted aprobeche esta oportunidad, como lo está haciendo para atraerse la gratitud de sus conciudadanos, y hacerse acreedor de los premios que la Patria dispensa á los que le hacen servicios eminentes. Debe V. usar del influjo que tiene entre sus paisanos para que obren activamente contra los sediciosos, impidiendoles las comunicaciones, privandolos de recursos y sorprendiendolos y atacandolos, de modo que no tengan reposo, mientras yo marcho con el Ejército que verá muy pronto. Espero que V. que otras veces ha manifestado ya su valor lo emplee ahora que se le presenta una causa tan justa y corresponda á las esperanzas de su afecto. SS. L.J. Orbegoso.29
En una carta previa, del 14 de marzo, el general Blas Cerdeña imploró, por su parte, al líder de los campesinos, a aunarse a la lucha del Estado contra Gamarra. Cerdeña se refería a Huachaca, que era iletrado, como "Señor Mayor Coronel Don"; lo urgía a sumarse a las fuerzas para derrotar al "tirano" y concluía su carta anunciándole que "tendría la satisfacción de saludar a usted y conocerle, quien le ofrese [sic] su mas distinguido aprecio. Suscribiendose de V. Att. Servidor Q.B.S.M., B. Cerdeña".30 Las siglas Q.B.S.M. (que besa su mano) no eran más que un formalismo cortés de la época, pero hubieran sido impensables en esta carta seis años antes tratándose de Huachaca. Por su parte, el general Guillermo Miller, que estaba familiarizado con los montoneros de Huanta (aunque por haber luchado en contra de ellos en las campañas de la independencia), los arengó en estos términos:
Bravos Iquichanos: Los enemigos de la Nacion, los sediciosos Bermudes y Gamarra, huyen despavoridos para vestros (sic) paises, escarmentados que hancido (sic) en el puente de Huipacha en los dias 24 y 25 [de marzo]. Las tropas victoriosas de mi mando los persiguen, y yo que conosco á vosotros, que recuerdo vuestro valor; no dudo que haris (sic) todos los esfuerzos pocibles para entorpeserles su vergonzosa fuga. Coperad pues a su esterminio, y el fruto de vestros (sic) trabajos sera el restituir la paz y la tranquilidad que ellos han robado, evitandoos tambien los males de la guerra en que quieren envolverlos. Os areis dignos de la gratitud de la Nación, y de la admiración con que os ha mirado vuestro antiguo amigo Guillermo Miller, Lloyla Pampa (sic), Marzo 29 de 1834.31
Más impresionante que todas las anteriores resulta la carta dirigida por el ex prefecto de Ayacucho, general Domingo Tristán, a Antonio Huachaca, considerando cuán duramente había reprimido el mismo Tristán a los campesinos de Huanta tan sólo unos años antes, y cuán profundamente, aparentemente, los despreciaba. Tristán, que hasta entonces sólo había tenido las palabras más crudas de desdén para el caudillo máximo de los campesinos de Huanta y sus seguidores, le escribía ahora con irreconocible deferencia:
Sr. Dn. José Antonio Naval [sic] Huachaca. Mi querido amigo:
Nombrado Prefecto de Ayacucho por S.E. el Presidente, mi satisfacción es interminable al ir á reunirme con ciudadanos tan amantes de la felicidad de su patria, esta es la epoca mas brillante que se nos ha presentado para esforsarnos, armandonos para destruir á esos malvados Gamarra y Bermudes, y sus viles sequaces, muy breve estan á esas inmediaciones con quatro ó cinco mil hombres, y desapareceran de nosotros todos los traidores. El que pone esta en manos de V. instruira de todo quanto sobre el particular le tengo dicho. Espreciones a todos nuestros queridos amigos, digales V. que todos ocupan mi corazón y que solo ancio estrecharlos en sus brasos, su verdadero amigo s.s. D. Tristán.32
La carta de Tristán, fechada en Lunahuaná, el 4 de marzo de 1834, es la más temprana de la serie que hemos citado. Es difícil saber si Huachaca la contestó alguna vez. Lo cierto es que a los dos días, posiblemente antes de que Huachaca pudiera haberla visto (y con seguridad, antes que todas las anteriores fueran escritas), él y otros jefes montoneros de las punas de Uchuraccay, una hacienda (hoy comunidad campesina) que fue cuartel general principal de la rebelión monarquista, en común acuerdo con autoridades y vecinos de los pueblos de Luricocha y Huanta, ya habían apostado por Orbegoso y estaban, más aún, alistando sus fuerzas para defenderlo.
Mediante dos bien coordinadas "actas", los montoneros de Uchuraccay, de un lado, y las autoridades civiles y vecinos "notables" de la villa de Huanta, de otro lado, acordaron nombrar al hacendado José Urbina como comandante supremo de sus ejércitos. El nombramiento de Urbina se hizo primero por los montoneros "General Don José Antonio Naval [sic] Huachaca, Coronel Don Tadeo Choque, y Teniente Coronel Don Mariano Mendes" mediante acta firmada en "el cuartel de Uchuraccay" el 8 de marzo de 1834. Argumentando que los servicios del "ciudadano Urbina […] en la defensa de ley Bengadora" eran "públicos y notorios", Huachaca y sus asociados en Uchuraccay lo proclamaron "Comandante General de [sic] Exercito".33 Dos días después, el gobernador, un grupo de autoridades municipales y otros "vecinos notables" de la villa de Huanta se reunieron en el pueblo aledaño de Luricocha para ratificar el nombramiento de Urbina como "Comandante en Jefe", efectuado por los "los señores Generales, comandantes y demás individuos de la punas de Yquicha y Luricocha". Además de reconocer la autoridad militar de Urbina, las autoridades y vecinos de Huanta lo nombraron "Comandante en Jefe de la Provincia" y proclamando su confianza ciega en él, lo autorizaron a hacer "todas las imbasiones que crea convenientes, oportunas y necesarias para destruir y hostilizar a los enemigos [los ejércitos de Gamarra que estaban, ya en ese momento, ocupando las ciudades de Huanta y Ayacucho]".34 Igualmente, daban su "apoyo voluntario… á sostener á toda costa las leyes, y á la autoridad competente elegida por la Convención Nacional [Orbegoso]… en caso sea necesario esponiendo sus vidas e intereses, á fin de salvar la nación del peligro que la amenaza".35 El documento estaba firmado por doce individuos, incluyendo el secretario, Rafael de Castro.
A diferencia de los individuos que firmaron el acta de Uchuraccay, la mayor parte de aquellos que suscribieron el pronunciamiento de Luricocha no habían estado involucrados (al menos no abiertamente) en la sublevación monarquista de 1826-28.36 Don José Urbina era un hacendado de 28 años y Capitán de las Milicias Cívicas de Huanta. En tiempos de la rebelión era regidor de la municipalidad de esta ciudad, manteniéndose fiel al gobierno37. No obstante, como los testimonios dejan en claro, este personaje gozaba, al parecer, de la confianza de los ex defensores del Rey, sin distinción de clase: montoneros de la punas y "notables" de villa de Huanta. Pese a que las actas que nombraban a Urbina comandante supremo de las guerrillas enfatizan su autoridad militar, en la práctica éste desempeñó una importante función financiera. Urbina se convirtió, en efecto, en el principal proveedor y coordinador de abastecimientos para las guerrillas orbegosistas en Huanta. Por un lado, canalizaba sus propios recursos en pro de la adquisición de armas, municiones, comida y ropa para la guerrilla, así como los honorarios a los soldados, oficiales, mensajeros y espías, en el entendimiento de que todo ello le sería luego reembolsado por el Estado. Por otro lado, facilitaba los recursos de otros proveedores para la guerrilla, incluyendo ganado, caballos, coca, comida y dinero, con el entendimiento de que todo ello habría de ser igualmente reembolsado por el Estado (siempre y cuando, claro está, triunfara su causa), excepto en el caso de los deudores al Estado. El ejército formado por los huantinos para apoyar a Orbegoso superó los 4.000 individuos y tuvo un costo de 3.262 pesos, 519 de los cuales fueron proporcionados en efectivo por Urbina y el resto por otros proveedores, en moneda y especies.38 Este ejército fue más grande que aquel de la rebelión monarquista y operó más allá de los límites de la provincia de Huanta, aventurándose en la de Huamanga y varios pueblos del vecino departamento de Huancavelica.
Y cumplió su cometido. A mediados de marzo, aprovechando la ausencia del general José María Frías, prefecto gamarrista de Ayacucho, los "iquichanos", como el ejército de montoneros era constantemente referido, tomó la ciudad de Huamanga y luego consiguió una serie de triunfos militares que resultaron en la total derrota de las fuerzas de Gamarra en Ayacucho.39 Estos triunfos coadyuvaron a fortalecer la posición de Orbegoso en el nivel nacional. La guerra civil culminó –aunque temporalmente– a comienzos de mayo con éxito para Orbegoso. Una vez más, el presidente provisional hizo una entrada triunfal a la capital de la república, entre entusiastas muestras de apoyo.
Los montoneros de Huanta y la población huantina, en general, cumplieron de esta manera un importante papel en restaurar a Orbegoso en la presidencia tras el golpe de estado de Gamarra, lo que en una terminología más próxima al siglo XX equivaldría a decir: restaurar el "estado de derecho" en el Perú. Naturalmente, su actuación les granjeó las simpatías y gratitud del gobierno. El 30 de mayo de 1834, Domingo Tristán, convertido nuevamente en prefecto de Ayacucho (probablemente en compensación por su exitosa campaña militar junto a Orbegoso) cursó un oficio al Ministro de Guerra, "aplaudiendo la loable conducta y servicios que han prestado a la justa causa los ciudadanos Huachaca, Mendes y Choque" y expresando su disposición a que la prefectura les "preste los ausilios que fueran necesarios a estos individuos para que pasen a la capital a presentarse a S.E. el Consejo de Gobierno" (subrayado mío, C.M.G.)40. Los jefes montoneros, ahora sugerentemente llamados "ciudadanos", muy probablemente fueron a reportarse al Consejo de Gobierno en Lima, tal como lo sugería Tristán, aunque de este encuentro no tenemos prueba. Pero lo que sabemos con certeza es que Orbegoso expresó públicamente su reconocimiento personal a los montoneros. En un viaje a Ayacucho, realizado a fines de 1834, Orbegoso visitó la villa de Huanta, donde fue recibido con suntuosas celebraciones. En un banquete ofrecido en su honor, el presidente se encontró con las autoridades y otros "notables" del lugar, y también con los "jefes de los iquichanos, a quienes agasajó, y prometió encargarse de la educación del hijo de Huachaca".41 El día siguiente, al rayar el día, mientras se preparaba para enrumbar a Huamanga, el presidente, en palabras de su capellán, José María Blanco, echó "de menos al indio iquichano Huachaca, que desapareció, creyendo sin duda que en Ayacucho se le podía hacer algún deservicio".42
Más allá de su valor anecdótico, este encuentro entre el jefe montonero y el presidente de la república es significativo. El presidente deseaba recompensar al montonero, y luego "lo echó de menos". Pero el montonero había "desaparecido." Aparentemente, Huachaca no deseaba establecer una relación clientelística "clásica" con Orbegoso. Probablemente Orbegoso le ofreció a Huachaca encargarse de la educación de su hijo porque no se hubiera atrevido a ofrecerle –a él, un arriero semi-iletrado y quechuahablante de las punas– un alto puesto en la administración pública o en el ejército (prebendas no poco comunes en aquellos días). No cabe duda que Huachaca sabía sacar provecho de los gestos de aprecio que le prodigaban las más altas autoridades; prueba de ello es el titulo de "General" del cual se vanagloriaba y que –dícese– le había sido conferido por la Serna, último virrey del Perú. Pero ser obsecuente no formaba parte de su personalidad, y aún si simpatizaba con el presidente, la experiencia le había enseñado a desconfiar del elogio fácil. Quizá más importante, es probable que la benevolente oferta de Orbegoso de educar a su hijo no le hubiera parecido especialmente halagadora a Huachaca pues llevaba implícita la idea que éste no estaba a la altura del reto dada su propia condición de hombre iletrado. Resulta significativo, a este respecto, que el capellán de Orbegoso, José María Blanco, se refiriera a Huachaca en términos muy derogatorios, como un "ladrón" y un "borracho".43 La oferta del presidente a Huachaca de educar a su hijo, en otras palabras, llevaba implícito un sentido de jerarquías –económicas, intelectuales, "culturales" y éticas– que podrían haber resultado poco halagadoras para el montonero. Pese a que no hay manera de saber lo que realidad sentía Huachaca por el presidente, imaginemos la siguiente situación con el fin de reforzar nuestra interpretación. ¿Le habría ofrecido Orbegoso la misma recompensa a don José Urbina? Muy probablemente no, porque en su caso se asumía que la educación de su hijo estaría garantizada por el estatus social, cultural y económico de Urbina: un hacendado, un "vecino notable" y una persona económicamente más solvente. En efecto, pese a que Urbina no parece haber sido recompensado simbólicamente por haber jugado un papel tan prominente en la formación y financiamiento de la guerrilla orbegosista en Huanta, llegaría, en cambio, a asumir el puesto de "apoderado fiscal" de la provincia, por expresa recomendación del prefecto Domingo Tristán.44
Pero al margen de lo mucho que Huachaca y sus seguidores hubieran apreciado a Orbegoso, lo cierto es que el apoyo que le brindaron no surgía únicamente de la expectativa de una recompensa paternalista. Todo hace suponer que este apoyo respondía a experiencias y entendimientos políticos más complejos. En efecto, los huantinos estaban muy al tanto de que Orbegoso –no obstante su extracción social criolla y aristocrática– se identificaba con los liberales. Y los liberales eran en aquel tiempo objeto de burla y escarnio por parte de los conservadores, debido a su mayor disposición y habilidad para establecer alianzas políticas efectivas con los sectores marginales de la sociedad, entre ellos bandidos y montoneros.45 En segundo lugar, y relacionado con esto, el nuevo gobierno de Orbegoso representaba para los huantinos una esperanzadora alternativa al "despotismo feudal" que el ex presidente Gamarra había instaurado o condonado en Ayacucho.46 En efecto, durante la mayor parte de la presidencia de Gamarra, las autoridades civiles de Huanta, entre ellos gobernadores y funcionarios municipales, eran constantemente acosados, burlada su autoridad, o simplemente ignorados por las autoridades políticas nombradas por el gobierno central, cabe decir, el prefecto o jefe político de un departamento y el subprefecto o jefe político de una provincia, que en aquellos tiempos eran casi invariablemente oficiales del ejército. Precisamente en respuesta al acoso militar, y con cierta anterioridad a la guerra civil de 1834, las autoridades del concejo municipal de Huanta no vacilaron en expresar su repudio a Gamarra a través de actos de "desobediencia civil". En 1831, cuando Gamarra viajó a Huanta, las autoridades municipales se rehusaron a darle la bienvenida, como consecuencia de lo cual se les abrió proceso criminal, por el "desacato con que trataron al primer Gefe de la Republica sin haber salido á recibirle en su ingreso á aquel pueblo ni aun presentandosele siquiera en la puerta de su alojamiento."47 Hacia el fin de la administración de Gamarra, hasta los militares se sentían descontentos, y su respuesta fue mucho más radical que la de los civiles. En julio de 1833, un grupo de soldados y oficiales del Batallón Callao, acantonado en el cuartel de Ayacucho, se amotinó, dando muerte al prefecto bajo la acusación de que estaba intentando manipular una inminente elección presidencial a favor de Gamarra.48
La administración de Orbegoso no duró lo suficiente como para permitirnos determinar si su "luna de miel" con los montoneros de Huanta hubiera perdurado. En junio de 1835 Orbegoso cedió sus "poderes presidenciales" al Mariscal Andrés de Santa Cruz, en medio de una nueva crisis política. Mas en el "mundo real" de la política, es decir, más allá del ritual y el homenaje, las cosas se veían menos auspiciosas para los campesinos gravados con la "contribución de indígenas", que muchos llamaban aún "tributo". En los altos mandos de la administración de Orbegoso, un "doble estándar" era el orden del día. Escasamente dos meses tras haber Tristán escrito la carta arriba citada a Huachaca, en la que lo llamaba "amigo", y a sus seguidores "ciudadanos tan amantes de la felicidad de su Patria", y poco después de haber aplaudido "la loable conducta y servicios que han prestado a la justa causa los ciudadanos Huachaca, Mendes y Choque", el mismo Tristán informaba al presidente de su frustración al no poder hacer frente a la "situación lastimosa del departamento debido a la desmoralización (sic) de los Yquichanos, y la imposibilidad en que yo me hallo por la falta de fuerza armada para reprimir los excesos que diariamente están cometiendo estos bárbaros, y cortar en su origen el germen corruptor de escándalos que despues pudiera producir funestos frutos a la patria".49. En un tono similar, el subprefecto de Huanta, Manuel Segundo Cabrera, presentó poco después un informe al gobierno sugiriendo medidas "para reducir al orden de los pueblos de Iquicha"50 e, impotente, lamentaba: "hoy más soberbios por los servicios que acaban de prestar a la nación, se creen absolutos e intentan pedir entre otras gracias (…) que se les exima de la contribución por cinco o seis años".51 Más tarde, Tristán informaba una vez más a sus superiores sobre "la nulidad á la que ha quedado reducida la provincia de Huanta por la obstinada resistencia de los Yquichanos al pago de sus contribuciones y el mal ejemplo que ha cundido en los pueblos circunvecinos".52
La exoneración de la contribución de indígenas fue ofrecida comúnmente a las poblaciones campesinas por los jefes militares en campaña durante las guerras de la independencia, como una manera de atraerlas a la lucha, y continuó siendo empleada durante las guerras civiles en la post-independencia. Esta exoneración se otorgaba en el entendimiento de que la acción militar era una manera alternativa de prestar servicios al Estado, o sea, de cumplir con un deber ciudadano; al menos, esto es lo que los jefes militares daban a entender a los campesinos. Los jefes militares hacían a veces ofertas verbales a los campesinos en el campo de batalla, lo cual dificultaba su cumplimiento. Al no estar respaldadas por documentos, las autoridades fiscales se abstenían de aprobar dichas exoneraciones, pese a contar los campesinos con testimonios verbales favorables de parte de los propios oficiales que les ofrecieron exceptuarlos del tributo.53 Es muy probable que este tipo de exoneraciones se hubiera ofrecido durante la guerra civil de 1834. Con seguridad, esta política fue adoptada por Santa Cruz, aliado de Orbegoso, cuando pugnaba por consolidar su control del Perú en el fragor las guerras de la Confederación Perú-boliviana. Una resolución suprema de noviembre de 1835 exoneraba a las comunidades de Huanta del pago de sus contribuciones. El nuevo prefecto de Ayacucho, el santacrucista Francisco Méndez, instruía así al subprefecto de Huanta: "Haga saber a esos balientes que quedan exonerados de la contribución personal, mientras observen igual conducta á la que acaban de manifestar, escarmentando a los sediciosos [probablemente, Gamarristas] que intentaron invadirles".54
Desde esta perspectiva, la solicitud de los campesinos de Huanta de ser exonerados de sus contribuciones y su resistencia a pagarlas, no eran los actos unilaterales de "obstinación" y "soberbia" que las fuentes oficiales describen. Los campesinos no habían inventado la política de exoneraciones tributarias; simplemente estaban demandando que el Estado cumpliera sus promesas. Dicho de otra manera, los campesinos habían asimilado la lógica de lo que habría sido una política estatal "de facto" para con las masas rurales en los años fundacionales de la república, y demandaban consistencia política del Estado.
En síntesis, el breve gobierno provisional de Orbegoso fue consciente de la necesidad de recompensar a los jefes montoneros de Huanta por los servicios prestados al Estado. Pero en relación a los campesinos que formaban la masa de guerrilleros, la premisa parece haber sido que se limitaron a cumplir su "deber" y, por lo tanto, no necesitaban ser recompensados. De este modo, mientras por un lado el gobierno llamaba a los campesinos a blandir sus armas contra los "enemigos de la nación", por otro les exigía sometimiento y obediencia. En la realidad, ambas cosas difícilmente vendrían juntas.
¿Pero, a qué se refería exactamente Domingo Tristán al hablar de los "excesos" cometidos por los campesinos de Huanta, en su oficio al presidente citado arriba? Allí aludía con certeza a algo más que su resistencia al pago de los tributos. Probablemente tenía también en mente la apropiación del producto de los diezmos, que de acuerdo al testimonio del diezmero encargado de la zona, los campesinos estaban por recolectar para sí mismos. Estos disturbios ocurrieron entre marzo y mayo de 1834, es decir, exactamente durante los mismos momentos en que el gobierno de Orbegoso convocaba a los campesinos a formar guerrillas para combatir a Gamarra y Bermúdez. Manuel Santa Cruz de la Vega, a la sazón diezmero en Huanta, denunció a los campesinos en los siguientes términos: "Los indígenas de Iquicha, autorizados por sus corifeos Huachaca, Mendes, Choque y Huamán, tomaron todas las arrobas de coca á saco público, cuando se alarmaron contra los generales Bermúdez y Frías por Marzo último".55 Más aún, declaraba: "que las punas de Iquicha no producen sino papas y ganado lanar y vacuno, cuyo diezmo en la mayor parte lo cobraron los titulados generales, Huachaca, Mendes, Choque y Huamán, por decir que los diezmos pertenecían al estado, que ellos supuesto que defendian la nacion, tenian derecho de echar mano de todos los recursos propios de esta para sostener y defender las leyes".56
Santa Cruz de la Vega describía un escenario familiar. Durante la rebelión de 1826-28, los diezmeros habían formulado denuncias muy similares respecto a la apropiación de los diezmos por parte de los campesinos, y también en marzo. Pero en esta ocasión las circunstancias políticas y la justificación eran distintas. Los campesinos habían tomado las armas no para luchar contra el Estado, sino para defenderlo. Un Estado que llamándolos "ciudadanos" los había instado a armarse para defender a "la patria", la "nación" y sus leyes. Su respuesta a Santa Cruz de la Vega respecto de por qué se apropiaban de los diezmos era, pues, congruente con este llamado. Conscientes de que "los diezmos pertenecían al estado", ellos se sentían con derecho a cobrarlos, pues como dijeron al diezmero, ellos "defendían la nación". Tomando en cuenta que, desde la fundación de la república, los campesinos habían proporcionado al Estado más de lo que el Estado, a su vez les había dado a ellos –ya sea en forma de contribución de indígenas, tributo, servicio militar e incluso trabajo gratuito–, resulta natural que en medio de las conmociones de una guerra en que sus vidas y recursos se hallaban comprometidos en la "defensa del Estado", alguna apropiación de los diezmos por parte de los campesinos ocurriera. Sin embargo, lo que confiere a sus acciones una legitimidad aún mayor –y nos obliga a tomar con cautela la idea que se trataba de un "saqueo público", como insinuaba el diezmero– es el hecho de que el propio Estado había autorizado al comandante en jefe de la guerrilla orbegosista en Huanta, José Urbina, a echar mano de los diezmos, si fuera necesario, para cubrir las necesidades de la tropa. Esto es, a todas luces, lo que Urbina aseguraba a Huachaca después que un hacendado se quejara de que uno de los comandantes de la montonera de Huachaca había sustraído varias cabezas de ganado de su hacienda. Urbina advirtió a Huachaca que "él y sus tropas debían marchar sin perjudicar a los hacendados… pues hay provisiones especiales para que se haga uso del producto de los diezmos o de algunos deudores del estado para este efecto".57
La "defensa de la ley" fue el otro argumento empleado por las montoneras para justificar su apropiación de los diezmos. Este lema había sido usado con cierta profusión por los generales orbegosistas en su campaña proselitista contra Gamarra. Entre todos los lemas a los que recurrieron, se trató quizá del más asequible al pueblo. Pues a diferencia de las nociones de "Estado", "nación" y "patria", que se prestaban a interpretaciones más abstractas, la "defensa de la ley" apuntaba a un problema muy concreto en el contexto de la guerra civil de 1834. En efecto, no se necesitaba ser una persona muy educada para identificar a Gamarra como el golpista y a Orbegoso como aquél que estaba amparado por el derecho. Bastaba prestar un poco de atención a los eventos nacionales y haber estado expuesto a la arbitrariedad militar a nivel local.
Por otro lado, "la defensa de ley" era también un lema familiar para los montoneros de Huanta; lo habían usado en tiempos de la sublevación monarquista. Una de las firmas de Huachaca era, por ejemplo, "Don José Antonio Huachaca, Brigadier y General en Jefe de los Reales Exercitos de Voluntarios defensores de la ley del Campo de Yquicha". En otra versión se puede leer: "José Antonio Abad Guachaca, Brigadier y Comandante General de los Reales Ejercitos de la División de Reserva Defensoras [sic] de la ley".58 Hacia 1834, la firma había evolucionado, reflejando las nuevas circunstancias políticas y las nuevas causas defendidas por los montoneros. Además de despojarse de la alusión a "los Reales Ejércitos", la innovación más significativa en los títulos de Huachaca en 1834 fue la adición de la palabra "ciudadano", un neologismo concomitante con el nacimiento de la república, y usado asimismo profusamente por los generales orbegosistas para dirigirse a los montoneros. Hacia 1834, una firma de Huachaca decía: "El Ciudadano J. Antonio Nav. [sic] Huachaca, General en Jefe de la Division Ristaurador de la Ley de los Balientes y Bravos Equichanos defensores de la justa causa".59 Los lemas de Huachaca, en este caso, y ello es significativo, coincidían con aquellos de un grupo de militares que, con el nombre de "La División Vengadora de la Ley", se rebelaron contra Gamarra en Ayacucho, en julio de 1833. Esta firma particular contenía, por último, las expresiones con las que los generales orbegosistas llamaron a los montoneros a alzarse en defensa del Estado y contra Gamarra, tal como consta en las cartas que hemos citado arriba: "valientes", "bravos", "justa causa".
En síntesis, los hechos de la guerra civil de 1834 revelan la aguda percepción de los líderes campesinos de Huanta del proceso político nacional; su entendimiento y apropiación creativa de la incipiente retórica nacionalista del naciente Estado republicano, tanto como su capacidad de forjar alianzas efectivas con el Estado, en concierto con los sectores urbanos de su sociedad (es decir, los "notables" y autoridades municipales de Huanta). Finalmente, queda en evidencia su habilidad para movilizar a los campesinos y actuar, al unísono con ellos y con los "notables", como una fuerza política regional con voz nacional. Los hechos del conflicto ilustran con gran elocuencia, al mismo tiempo, la rapidez con la que el lenguaje político generado en las altas esferas de la administración del Estado fue apropiado de manera eficaz por las poblaciones rurales de Huanta. Aunque mayoritariamente iletrados, y en el mejor de los casos haciendo gala de un castellano rudimentario, los pobladores rurales de Huanta fueron plenamente capaces de reclamar, al punto de tomar con sus propias manos, el pago al que se consideraban merecedores por haber prestado servicios a la "nación" y al Estado en un momento tan crítico de su formación.
¿Un liberalismo con rostro social?
Nuestra primera reflexión de lo hasta aquí expuesto se refiere a la importancia de las guerrillas campesinas en la gestación del Estado republicano. Estas asumieron una importancia proporcional a la fragilidad del aparato del Estado, y particularmente del ejército. La guerra civil de 1834 demuestra claramente que difícilmente el Ejército librado a sus solas fuerzas (es decir, oficiales y reclutas) hubiese dado abasto para asumir las tareas represivas y la defensa del Estado. La participación de la población civil a través de guerrillas fue decisiva en este enfrentamiento, y pudo serlo en otros. Contra lo usualmente aseverado, pues, los campesinos tomaron partido por fuerzas políticas nacionales claramente identificables.
La participación de los campesinos en las luchas caudillistas les permitió ejercer, en la práctica, una forma de ciudadanía, en el sentido más limitado del término; es decir, su inclusión, aun si momentánea, en la negociación de derechos y obligaciones para con el Estado. Digo esto, pues en el terreno de la política formal, los requisitos de ciudadanía y prácticas electorales resultaban en extremo restrictivos como para que los campesinos quechuahablantes pudieran intervenir en las decisiones públicas mediante esta vía. Para ser ciudadano era menester ser hombre, propietario, no ser sirviente doméstico ni esclavo, y ganar determinada cantidad de dinero, entre otros requisitos. La participación militar daba, en cambio, a las poblaciones rurales escasamente educadas y mayoritariamente monolingües quechuahablantes, una oportunidad inmediata de servir al Estado, proporcionándoles argumentos que ellos sabrían capitalizar, como en efecto lo hicieron, al momento de formular ulteriores reclamos al Estado.
La historia de las guerrillas que hemos reconstruido no pretende negar la historia paralela de la recluta forzosa o la leva, es decir, la forma coercitiva de incorporar campesinos al ejército, fenómeno que aún aguarda ser estudiado. Pero deja en claro que el Estado no podía dar por sentado el apoyo campesino: tuvo que ganárselo. El reto de la historiografía es, pues, determinar en qué momentos y circunstancias históricas la participación campesina y de la población civil en general –vía guerrillas– fue tan intensa y decisiva como en 1834. Sólo así se podrá saber si lo que ocurrió aquel año fue excepcional, o si es posible establecer secuencias, cronologías y paralelos. Por el momento, sin embargo, podemos afirmar que si bien el cúmulo de nuestras evidencias sobre movilización campesina se refiere a una región y un momento específicos, hay razones para pensar que se trató de un fenómeno cronológica y espacialmente más generalizado. Cronológicamente, pues poco después, durante las guerras de Confederación Perú-boliviana, los huantinos volverían a mostrar su adhesión militante, esta vez a Andrés de Santa Cruz, a quien Orbegoso cedió el mando del Perú en 1835, y quien se convertiría en jefe supremo de la Confederación Perú-boliviana (1836-39).60 Espacialmente, pues las montoneras que respaldaron a Orbegoso en 1834 se formaron con cierto éxito no sólo en Huanta sino en los pueblos de la sierra de Lima (Yauyos) y Huancavelica, vale decir, a lo largo de la ruta tomada por el ejército orbegosista en su trayectoria de Lima a Ayacucho. El apoyo dado a los caudillos liberales por las poblaciones rurales no estuvo, pues, restringido a una provincia.
Un segundo tema que amerita reflexión es precisamente el tema de los liberales. El hecho que los caudillos con mayor capacidad de convocatoria entre los campesinos de Huanta fueran los liberales nos obliga a repensar tanto la noción de "liberal" como el papel de los "liberales" que se han venido manejando en los estudios más influyentes sobre la formación del Estado peruano en el período post-independiente, especialmente los del historiador Paul Gootenberg, quien sostuvo que el único proyecto político popular de entonces fue el de los proteccionistas, que en términos económicos se identificaban como nacionalistas y en términos políticos como conservadores. "El proteccionismo fue una causa decididamente popular, si alguna existió", escribió Gootenberg,61 al mismo tiempo que sugiere que los liberales destacaron por su elitismo, lo que explicaría en parte su fracaso en arrebatar a los proteccionistas-conservadores la hegemonía que éstos tuvieron en el Estado hasta la década de 1840. Sostiene Gootenberg: "las elites liberales tempranas no mostraron ni por asomo el talento o inclinación de satisfacer a los inconformes grupos populares [….] como los proteccionistas pudieron e hicieron". Más aún, "el fracaso del liberalismo fue un fracaso de reaccionarios sociales antisépticos, que no estaban dispuestos a considerar el clamor de las clases populares del Perú".62 Gootenberg llegó a estas conclusiones porque su estudio se limitaba a los ámbitos urbanos y porque su análisis del Estado tomaba como única variable las políticas de mercado y, como método principal, la historia diplomática. Sin embargo, cuando uno incorpora la sociedad rural y, con ella, la dimensión militar del Estado, el panorama se perfila distinto.63 Caudillos liberales aristocráticos aparecen no sólo convocando a campesinos quechuahablantes, previamente estigmatizados como realistas, cobardes y moralmente degradados, a tomar las armas en defensa del Estado, sino que lo hacen con éxito. Cabe entender por qué es necesario desprenderse de la noción económica de "liberal" en su sentido actual (es decir "neo-liberal") y prestar atención a las opciones políticas que se les presentaban a las poblaciones en aquel período.
Orbegoso bien pudo favorecer políticas de mercado librecambistas que hoy pueden parecer "antipopulares", "políticamente incorrectas" y hasta "imperialistas". Pero todo debe entenderse en su contexto. La prédica proteccionista que, de acuerdo a Gootenberg, era el "único proyecto popular", tenía poco que ofrecer a un lugar como Huanta que carecía de industria, vivía del comercio interno y tenía, por ende, poco que "proteger". Más bien, los planes liberales de entonces, es decir, aquellos de la Confederación Perú-boliviana con los que se identificó Orbegoso, suponían la ruptura de barreras aduaneras con Bolivia y la apertura de fronteras comerciales (y políticas) hacia el altiplano y la amazonía, la revitalización de la minería y otras mejoras económicas para el sur andino. "Librecambista", en otras palabras, no era pues necesariamente sinónimo de "imperialista", o "pro-extranjero". En una zona del sur andino suponía también la apertura de puertos y mercados, fuertemente gravados por las políticas proteccionistas, al interior mismo de la región andina. Los comerciantes e industriales proteccionistas en Lima y sus caudillos aliados tenían poco interés en liberalizar estas fronteras. El proyecto proteccionista, no obstante el origen cuzqueño de su más conspicuo caudillo militar –Gamarra–, no fue diseñado en función a la realidad rural andina sino de un pacto de comercio marítimo entre Lima y la costa norte peruana y Chile, que excluía a Bolivia. De acuerdo a Gootenberg, estas alianzas impidieron, por un lapso de aproximadamente dos décadas, que el Perú (y de paso, Chile) fueran avasallados por el agresivo imperialismo librecambista norteamericano.64
Si Gootenberg está en lo cierto, no cabe duda que la postura xenófoba adoptada por Gamarra coadyuvó a frenar el entronizamiento en el Perú del imperialismo del hemisferio norte y, en este sentido, Gamarra y otros proteccionistas pueden pasar a la historia como "héroes nacionalistas" (con la importante salvedad de que ese "nacionalismo" llevaba implícito un pacto con Chile). Pero el imperialismo no era el único frente que definía la soberanía del Estado. Si las fronteras externas del Estado se definían a través de la diplomacia, sus fronteras internas se definían mediante la guerra, cuyo escenario por antonomasia fueron los Andes. La guerra, entonces, merece ser estudiada como algo más que un simple conflicto militar. Más aún cuando, dado el carácter no profesional del ejército, suponía, o podía suponer, la incorporación masiva de ciudadanos rurales en la toma de decisiones sobre el rumbo político del país. En última instancia (aunque esto tendría que ser verificado por un estudio más detenido), pareciera que los huantinos que con tan clara determinación unieron fuerzas detrás de Orbegoso contra el golpe de Gamarra lo hicieron menos contra las políticas comerciales de este último que contra su conducción vertical, centralista y militarizada del estado. Es decir, en defensa de sus incipientes libertades políticas y autonomías municipales.
De todo lo anterior se desprende que el liberalismo peruano de las primeras décadas republicanas habría tenido un contenido social y un cariz político más pronunciado de lo que suele reconocérsele. Lo poco que se conoce sobre el tema apunta en esta dirección. Las asociaciones que los comentaristas conservadores hacían en la época entre los liberales y la "plebe", aunque exageradas, no eran del todo infundadas. Testimonios de la época dan cuenta que cuando la ciudad quedó virtualmente acéfala en la crisis política de 1835, los bandidos y sectores plebeyos de Lima vitoreaban a Santa Cruz; otros dan cuenta del apoyo popular de Orbegoso.65 Quizá el éxito de los liberales en movilizar a los sectores plebeyos tenga que rastrearse a las montoneras y guerrillas de la independencia, pues, como vimos, varios de los generales orbegosistas contaban en su haber con esta experiencia.
Con todo ello no quiero decir que los liberales de las primeras décadas republicanas fueran populistas doctrinarios, menos aún "reformadores sociales".66 Tampoco tengo en mente el liberalismo ilustrado de un Bolívar que, no obstante encarnar algunas de las ideas más avanzadas de su época –o quizá precisamente por ello–, se caracterizó por una evidente falta de empatía con la realidad andina. Su desprecio hacia las poblaciones indígenas es tristemente conocido.67 A diferencia de Santa Cruz, cuyas tendencias autoritarias no mermaron su habilidad para apreciar y ganarse el aprecio de los campesinos andinos, Bolívar nunca consideró a los indios seres políticos sino salvajes, un segmento de la humanidad opuesto a lo civilizado. Para él, "indio" y "soldado" eran conceptos incompatibles.68
Por tanto, cuando me refiero a un liberalismo con "contenido social", pienso en algo más que una simple adhesión a los preceptos del liberalismo burgués de la época. Me refiero más bien a una mesura frente al impulso autoritario, rara aún en la práctica de los liberales de entonces, pero en todo caso bien encarnada en la gesta popular de Orbegoso contra Gamarra. Esta parece haber sido precisamente una de las acepciones más expandidas del término "liberal" en la época, usándose comúnmente como sinónimo de "antimilitarista".69
En segundo lugar, me refiero a una predisposición a, y un relativo éxito en, forjar alianzas con los sectores populares. Esta predisposición no parece haber sido precisamente el resultado de una toma de "conciencia social" por parte de los gobernantes, sino más bien una actitud instrumental y hasta desesperada ante las circunstancias por las que atravesaba el Estado. El Estado liberal buscó en las poblaciones rurales bases de apoyo con las cuales ganar sus guerras y someter a sus enemigos políticos. No obstante, esta actitud implicaba ya una apertura, un reconocimiento tácito de que el Estado –y dentro de él, el ejército– por sí mismo no se sostendría y que tendría que buscar el apoyo del ciudadano común. En el terreno práctico, esto supuso que un segmento de la sociedad rural asumiera las tareas represivas del Estado. Pero al mismo tiempo significó abrir una ventana de participación civil en contiendas políticas dominadas por los militares. Esta cuota de participación civil creó un lazo entre el Estado y las poblaciones rurales a través del cual, como dijimos antes, éstas negociaban sus derechos y obligaciones para con el Estado, vale decir, sus derechos y obligaciones como "ciudadanos", en el sentido más elemental.
No se trata aquí de idealizar a los liberales, a quienes resulta a veces difícil identificar como una alternativa ideológica clara y con cierta continuidad. a diferencia de países como Colombia o Uruguay, México y en algún momento Bolivia, la política peruana del siglo XIX no se caracterizó por un marcado enfrentamiento entre liberales y conservadores, o como en el caso de Argentina, entre "unitarios" y "federales". Más bien, los actores políticos exhiben con frecuencia en el Perú un grado de eclecticismo y "maleabilidad" que inhibe la formulación de definiciones tajantes. Como escribió Jorge Basadre: "En realidad, no hubo partidos con programas expresos, con acción continua y cohesionada, con listas de afiliados; pero sí hubo grupos, tendencias aunque bueno es advertir que muchas veces ellas fueron fugaces…".70 Por ello (no obstante mi opción de título) resulta más fácil en el Perú detectar "momentos" que "tradiciones" liberales y, como será obvio, es uno de esos "momentos" que mi estudio ha querido escudriñar. Es bastante probable, en efecto, que muchos de los caudillos militares que apoyaron a Orbegoso lo hicieran menos por ser "liberales" que por ser oportunistas. Pienso en un Domingo Tristán. Asimismo, el gobierno de Orbegoso, pese a su significativo intento de gratificar a los jefes montoneros de Huanta, no siempre supo corresponder en la práctica a esos campesinos que habían sacrificado sus vidas y recursos en aras del Estado, en circunstancias tan críticas para el país. El encuentro, en 1834, entre el líder montonero y el presidente de la república fue también un desencuentro. Aún así, su gobierno posibilitó la incorporación al Estado de poblaciones que se pensaba habían quedado al margen del mismo y de la sociedad nacional. En otras palabras, este temprano "liberalismo", no por hacerse efectivo en el fragor de una guerra civil, fue menos significativo o "social".
En la historia más reciente del país hemos sido testigos de nuevas iniciativas por parte del ejército de ganarse el apoyo campesino: desde el gobierno de Velasco (1968-75) hasta (salvando las distancias) la alianza más reciente, entre militares y "ronderos" contra la insurgencia senderista. Sólo una historia social del ejército, o una historia del liberalismo en el Perú, que están por hacerse, podrán determinar si existe alguna correlación histórica entre estos fenómenos y las prácticas de los militares liberales del temprano siglo XIX.71
Para concluir, quizá caben unas palabras para justificar el título: "Tradiciones liberales". No estoy plenamente convencida de que éstas existieran. No pretendo tanto proclamar una certeza cuanto plantear la posibilidad de una lectura histórica, de la cual si bien no me siento muy segura, tampoco creo descabellada. Se ha hablado mucho del Perú como un país de "tradición autoritaria".72 Pero la verdad, no estoy muy segura tampoco que "tradición autoritaria" sea la manera más adecuada de expresar la ausencia o precariedad de los gobiernos democráticos. Como escribiera Franciso Laso a mediados del siglo XIX: "Se dice, generalmente, que en el Perú nadie sabe obedecer; pero nosotros creemos más justo decir que 'en el Perú no hay quien sepa mandar'".73 Sea como fuere, estimo, por lógica, que si existió o predominó una "tradición autoritaria", ésta habría tenido que forjarse en oposición a una "tradición liberal" (o "democrática", en términos más afines al siglo XX). El hecho de que los "momentos" o "tradiciones" liberales en el Perú no se conozcan tan bien como los momentos o tradiciones autoritarios no quiere decir que no existieran.
Finalmente, es posible especular que la razón por la cual el liberalismo inherente al primer caudillismo haya permanecido virtualmente inexplorado en la historiografía tenga que ver con el mito de Castilla, a quien la historiografía acredita como el fundador del Estado moderno peruano. Con Ramón Castilla, en efecto, se decretaron medidas inequívocamente liberales, como la abolición del tributo indígena y la esclavitud (1854), y se emitieron nuevos códigos civiles y penales que, a más de romper definitivamente con la legislación colonial, habrían (en un récord de duración histórica) de regir hasta bien entrado el siglo XX. En muchos sentidos, pues, la memoria de Castilla como un modernizador "liberal" es legítima. Sin embargo, paradójicamente, sería en la segunda mitad del siglo XIX, es decir, a partir de Castilla, que el liberalismo peruano iría perdiendo el "cariz popular" que pudo tener en la primera. Los ingresos del guano, la fiebre de los ferrocarriles, la concentración de la riqueza en la costa, los avances tecnológicos de fines de siglo y el desarrollo de la biología al servicio del racismo, estrecharían los vínculos de Lima con Europa, paradigma de lo "moderno" que se quería emular, mientras la sierra y sus "indios" serían concomitantemente imaginados como epítome de la postergación y el atraso. Así, en la medida en que Lima se acercaba más a Europa, se alejaba más de los Andes.74
La clase política civil que se forja en los 1860, representada por el Partido Civil fundado por Manuel Pardo, primer presidente civil del Perú (1872-1876), fue uno de los productos más importantes del proceso de "modernización" del Estado iniciado en tiempos de Castilla. Los civilistas, lo más cercano que el Perú tuvo a una "burguesía" después del primer caudillismo, fueron en muchos sentidos "reformadores sociales" y de esta forma pudieron tener las mejores intenciones para con los pobladores andinos. Pero no pudieron evitar al mismo tiempo sentirse distantes de su realidad, de una manera que quizá no se sintieron tanto aquellos caudillos militares que para defender la soberanía del Estado en los años fundacionales de la república no encontraron mejor alternativa que apoyarse en campesinos quechuahablantes. Ningún tratamiento integral de la política del período debería excluirlos.
* Publicado en E.I.A.L. Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe. Volumen 15 – Nº 1 – Enero – Junio 2004. Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe es una revista semestral, con artículos en español, portugués e inglés, publicada por el Instituto de Historia y Cultura de América Latina de la Escuela de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Tel Aviv.
1. Poco después, el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) publicaría un libro, basado en una conferencia, con un título sugerente, Estados y Naciones en los Andes, dos tomos, J. P. Deler, Y. Saint-Geours, compiladores (Lima: IEP/ IFEA, 1986).
2. Por ejemplo, Carlos Contreras, "Estado Republicano y Tributo Indígena en la Sierra Central en la post independencia". Histórica, XIII, 1989: 517-550; Víctor Peralta Ruiz, En Pos del Tributo en el Cusco Rural: 1826-1854 (Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas (CBC), 1991); Christine Hünefeldt, "Circulación y Estructura Tributaria, Puno 1840-1890", en Enrique Urbano (comp.), Poder y Violencia en los Andes (Cusco: CBC, 1991: 189-210). Con anterioridad, Hünefeldt escribió Lucha por la Tierra y Protesta Indígena (Bonn: Bonner Ammerikanistische Studiens,1982), aunque aquí trata sólo del período colonial tardío. Para un estudio más reciente sobre el tributo indígena en la etapa colonial tardía, ver Núria Sala i Vila, Y se armó el tole tole: tributo indígena y movimientos sociales en el Virreinato del Perú, 1790-1814 (Ayacucho: Instituto de Estudios Regionales José María Arguedas, 1996).
3. Por ejemplo, Florencia Mallon, Peasant and Nation(Berkeley and Los Angeles: University of California Press, 1995). Interesantemente, aunque Mallon y Manrique admitían la participación campesina para la época de la guerra con Chile, pensaban que este no era el caso durante la independencia. Este tema fue abordado por Cecilia Méndez primeramente en "Los Campesinos, la Independencia y la Iniciación de la República", Enrique Urbano (comp.), Poder y Violencia…, pp.165-188.
4. María Isabel Remy, "La sociedad local al inicio de la república. Cusco 1824-1850". Revista Andina 12: 451-484, 1988; Deborah Poole, 1988. "Qorilazos, abigeos y comunidades campesinas en la provincia de Chumbivilcas (Cusco)", en Alberto Flores Galindo (comp.), Comunidades Campesinas, Cambios y Permanencias 2ª edición (Chiclayo: Centro de Estudios 'Solidaridad', 1988); Deborah Poole, "Landscapes of Power in a Cattle-Rustling Culture of Southern Andean Peru". Dialectical Anthropology 12: 367-98, 1988.
5. Alejandro Diez, Comunes y Haciendas: Procesos de Comunalización en la Sierra de Piura (siglos XVIII al XX) (Cusco: CIPCA/CBC, 1998); Mark Thurner, From Two Republics to One Divided (Durham and London: Duke University Press, 1997).Para un estudio afín a los de Thurner en Ecuador, véase Andrés Guerrero, Curagas y tenientes políticos: la ley de la costumbre y la ley del estado (Otavalo 1830-1875) (Quito: Editorial El Conejo, 1990), y su estudio introductorio en Andrés Guerrero (comp.), Etnicidades (Quito: FLACSO, 2000).
6. Paul Gootenberg, Between Silver and Guano. Commercial Policy and the State in Post Independence Peru (Princeton: Princeton University Press, 1989). (Princeton: Princeton University Press, 1989).
7. No es que Gootenberg desestimara la historia social, pero ésta sólo entraba a tallar en su análisis del artesanado urbano.
8. Para el tema de los sectores rurales en la formación del Estado en el siglo XIX en América Latina, véase Ariel de La Fuente, Children of Facundo: Caudillo and Gaucho Insurgency During the Argentine State Formation Process (La Rioja 1853-1870). (Durham: Duke University Press, 2000); Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.), Caudillismos Rioplatenses (Buenos Aires: Eudeba / Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1998); Thomson, Guy P.C. with David LaFrance, Patriotism, Politics, and Popular Liberalism in Nineteenth-Century Mexico (Wilmington: Scholarly Resources, 1999); Peter Guardino, Peasants, Politics, and the Formation of Mexico's National State: Guerrero, 1800-1857; Marta Irurozqui Victoriano, "A Bala, Piedra y Palo": La Construcción de la Ciudadanía Política en Bolivia, 1826-1952 (Sevilla: Diputación de Sevilla, 2000). Para un valioso estudio comparativo, véase Fernando López-Alves, State Formation and Democracy in Latin America, 1810-1900 (Durham: Duke University Press, 2000).
9. "Peruvian caudillos failed to create a mass fighting force from the majority of the region's population, indians. The indigenous peasantry of the southern Andes resisted fighting in the wars that decided the caudillo struggle". Más aún, "the indigenous peasantry remained largely detached from the caudillo struggle". Charles Walker, Smoldering Ashes (Durham: Duke University Press, 2000), 212-213.
10. Tulio Halperín Donghi, Hispanoamérica después de la independencia (Buenos Aires: Paidós, 1972).
11. Para un reciente estudio sobre la transición entre el tributo colonial y la "contribución de indígenas" (y de "castas") republicana, véase Carlos Contreras, "Etnicidad y Contribuciones Directas en el Perú Después de la Independencia". Ponencia presentada en el 51 Congreso Internacional de Americanistas, Santiago de Chile, Julio 2003 (ms.). Para un estudio más amplio sobre el tributo indígena y el Estado en la primera mitad del siglo XIX, véase Víctor Peralta, En pos del tributo.
12. Éste no fue un fenómeno exclusivo del Perú. López-Alves ha subrayado recientemente la importancia de los "pobres del campo" en la conformación de los ejércitos de los Estados hispanoamericanos emergentes, enfatizando las diferencias con el caso europeo, donde los ejércitos dependían de mercenarios. López-Alves, State Formation, 32.
13. Véase Jorge Basadre, La iniciación de la república, tomo I (Lima: Ed. F. & E. Rosay, 1929); Francisco Laso, "Croquis Sobre el Carácter Peruano", en Franciso Laso, Aguinaldo, Para las Señoras del Perú y Otros Ensayos, 1854-1869, Natalia Majluf (comp.), (Lima: Museo de Arte de Lima/IFEA, 2003), 119.
14. Mi más reciente evaluación sobre el tema, en Cecilia Méndez, The Plebeian Republic: The Huanta Rebellion and the Making of the Peruvian State: Ayacucho, 1820-1850 (Durham: Duke University Press, en prensa).
15. El "pacto tributario" funcionó también en Arequipa (en el sur peruano) en la temprana república, de acuerdo a Sarah Chambers, "Little Middle Ground: The Instability of Mestizo Identity in the Andes", in Nancy P. Appelbaum, Anne S. Macpherson, and Karin Alejandra Rosenblatt (eds.), Race & Nation in Modern Latin America (Chapel Hill and London: The University of North Carolina Press), 32-55. Para una discusión sobre la reacción campesina frente a la abolición del tributo indígena en el contexto de Constitución de Cádiz (1812), véase Christine Hünefeldt, Lucha por la Tierra. Según Hünefeldt, la reacción varió de región a región.
16. Méndez, The Plebeian Republic.
17. Ibíd, capítulo 5.
18. Ibíd.
19. Ibíd.
20. Jorge Basadre, Historia de la República del Perú, tomo I (Lima: Editorial Universitaria, 1983), 278-279.
21. La Convención Nacional fue una entidad creada para producir una nueva constitución, pero el propio Gamarra dispuso que nombrara un presidente provisional hasta que pudieran efectuarse elecciones presidenciales populares.
22. Según Basadre.
23. Gootenberg, Between Silver and Guano. Gamarra fue presidente del Perú nuevamente entre 1839 y 1841.
24. Basadre, Historia, tomo I, 276.
25. Ibíd., tomo II, 7.
26. Ibíd., loc. cit. Véase tambíen Jorge Basadre, La Multitud, la Ciudad y El Campo en la Historia del Perú (Lima: Mosca Azul, 1980 [1929]), 176-178 y 196-197.
27. Jorge Basadre, La Iniciación, tomo I, 308-314; Basadre, Historia, tomo II, 1-9.
28. Sobre Huaylacucho, véase Gervasio Álvarez, Guía Histórica, Cronológica, Política y Eclesiástica del Departamento de Ayacucho para el Año 1847 (Ayacucho: Imprenta Gonzales, 1944), 58-59. Para la carta de Tristán, Centro de Estudios Histórico Militares, Archivo Histórico Militar del Perú (en adelante, CEHM-AHMP), leg. 26, doc. 16, 1834. Véase también AGN, PL 15-437, 1835, cuad. 2, f 12rv y 16r.
29. AGN, PL 15-437, 1835, f. 12r/v. La carta está fechada en el "Cuartel General en Guancayo a 20 de Abril de 1834". Énfasis mío.
30. Ibíd. f. 7v.
31. AGN, PL-15- 437, 1835, f. 16r. Énfasis mío.
32. AGN, PL 15-437, 1835 f. 7r.v. Contrástense estas palabras con aquellas que empleó el mismo Tristán unos años antes, cuando como prefecto de Ayacucho trataba de persuadir al ex oficial realista vasco-francés, Nicolás Soregui, quien estaba peleando con los rebeldes monarquistas, a dejar las armas: "Nacido (…) en el pais más ilustrado del mundo", decía Tristán a Soregui, no puede confundirse con "esa turba de carneros […] esa turba de borrachos, ladrones y bestias que solo tienen figura de hombres: avergüénsese de sociedad tan indigna de un francés bien educado, acepte usted mi paternal convite antes que yo empiese a castigar inexorablemente esas fieras rabiosas e impotentes, que se han propuesto devorar a su misma Madre" (ADAY, JPI, Causas Criminales, leg. 30, cuad. 573, ff. 39v y 40r). Con similares argumentos, Tristán había buscado disuadir al cura Manuel Navarro, acusado también de complicidad con los campesinos de Huanta: "Aquí [decía Tristán a Navarro] ninguno está libre á la voz de un pueblo bárbaro" (ADAY, [date], JPI, Crim. leg. 30, cuad. 579, "Papeles pertenecientes al Cura Navarro", f. 18).
33. Ibíd., f. 17r.
34. AGN, PL 15 – 437, f. 19r.
35. Ibíd., ff. 19r/v.
36. Una excepción era el secretario Rafael de Castro. Otra probable excepción era el gobernador Pedro Cárdenas, aunque este último puede tratarse de un homónimo. Véase Méndez, The Plebeian Republic, capítulo 7.
37. BN, D47, 1828; ADAY, JPI Crim, leg. 30, cuad. 581 f. 15r/v.
38. AGN, PL 15-437, "Cuaderno Primero de Documentos y Cuentas que Presenta Don Juan Urbina" y "Don Juan Urbina. Segundo Cuaderno sobre los Gastos de las Guerrillas de Huanta", 1835.
39. CEHMP-AHM, 1834, leg. 3, doc. 16, Domingo Tristán al Ministro de Guerra, Lima, 3 de abril de 1834.
40. CEHMP-AHM, leg. 26, doc. 32, 1834. Énfasis mío.
41. José María Blanco, Diario del Viaje del Presidente Orbegoso al Sur del Perú (Félix Denegri Luna, (comp.) Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Instituto Riva Agüero, 1974), 44.
42. Ibíd., 47.
43. Blanco, Diario, 46.
44. AGN, Tributos, Informes, leg. 30, cuad. 62, 1840.
45. Cecilia Méndez G. Incas Sí, Indios No: Apuntes para el Estudio del Nacionalismo Criollo en El Perú (Lima: IEP, 2ª ed., 1995). Véase también Charles Walker, "Montoneros, Bandoleros, Malhechores: Criminalidad y política en las primeras décadas republicanas", en Carlos Aguirre y Charles Walker (comps.), Bandoleros, abigeos y montoneros (Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1990).
46. Basadre alude al gobierno de Gamarra, tal como era percibido en Ayacucho, como un "despotismo feudal"; La Iniciación, tomo I, 236.
47. ADAY, JPI, Crim., leg. 34, "Criminales Contra los Alcaldes y Demás municipales de Huanta sobre [el] desacato con que trataron al primer Gefe de la Republica sin haber salido á recibirle en su ingreso á aquel pueblo ni aun presentandolese siquiera en la puerta de su aojamiento", 1831.
48. Méndez, The Plebeian Republic, capitulos 2 y 7.
49. CHEMP-AHM, leg. 27, doc. 17, 1834.
50. AGN, OL 232 – 391, Prefecturas, Ayacucho.
51. AGN, PL 14-460, el oficio de Cabrera lleva fecha del 14 de junio de 1834.
52. AGN, OL 240- 265, Prefecturas, Ayacucho, 1835.
53. Méndez, The Plebeian Republic, capítulo 7.
54. AGN, OL 247-42, Prefecturas, Ayacucho. De Francisco Méndez, prefecto de Ayacucho al Secretario General de S.E. el presidente de la República, 28 de noviembre de 1835.
55. ADAY, JPI, Diezmos, leg. 56, cuad. 7, f. 15 r/v.
56. Ibíd., énfasis mío.
57. Citado en Iván Pérez Aguirre, "Rebeldes Iquichanos 1824-1828" (Tesis de Bachiller, Ayacucho: Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga), 140 (retraducido del inglés).
58. Para la primera versión de la firma, véase ADAY, JPI, Crim., leg. 30, cuad. 582, f. 13r; para la segunda, ADAY, JPI, Crim., leg. 30, cuad. 582, f. 11r.
59. Citado en Juan José del Pino, Las Sublevaciones Indígenas de Huanta 1827-1896. (Ayacucho: edición del autor, 1955), 29.
60. Méndez, The Plebeian Republic, capítulo 7.
61. Gootenberg, Between Silver and Guano, 76.
62. Ibíd., 27.
63. No es que Gootenberg deje de lado los métodos de la historia social, pero sólo los toma en cuenta al analizar las poblaciones urbanas como los artesanos.
64. Gootenberg, Tejidos, Harinas, Corazones y Mentes, el imperialismo de libre comercio en el Perú (Lima, IEP 1989), Gootenberg, Between Silver.
65. Méndez G., Incas Sí, Indios No; Walker, "Montoneros". Para fuentes del período ver Manuel Bilbao, Historia del General Salaverry (Lima: Librería e Imprenta Gil, 1936 [1853]), y Dean Juan Gualberto Valdivia, Las Revoluciones de Arequipa (Arequipa: Editorial El Deber, 1956, [1873]).
66. En materia de jurisprudencia y "política social" no se verían grandes cambios en la legislación sino hasta la segunda mitad del siglo XIX; asimismo, en lo que compete a las poblaciones indígenas, prevalecieron durante la primera mitad del siglo XIX buena parte de las Leyes de Indias.
67. Ver el elocuente ensayo de Favre, "Bolívar y los Indios", Histórica 10 (1) 1986: 1-18.
68. Ibíd. y Cecilia Méndez, "República sin Indios: La Comunidad Imaginada del Perú", en Henrique Urbano (comp.), Tradición y Modernidad en los Andes, (Cusco: CBC, 1992). Para la relación de Santa Cruz con los campesinos ver, Méndez The Plebeian Republic, capítulo 7.
69. Véase Emilio Vásquez, La rebelión de Juan Bustamante (Lima: Editorial Juan Mejía Baca, 1976), p. 117, y Valdivia, Las revoluciones de Arequipa.
70. Basadre, Perú, Problema y Posibilidad, tercera edición (Lima: Banco Continental, 1979).
71. Sin embargo, ver el solitario y valioso esfuerzo de Víctor Villanueva, Del Caudillaje Anárquico al Militarismo Reformista (Lima: Librería-Editorial Juan Mejía Baca, 1973), entre sus muchos libros.
72. Resulta sintomático que dos libros separados por treinta años y producidos por intelectuales de nacionalidades y simpatías políticas muy distintas, hallan recurrido al mismo título: David Scout Palmer, Perú, The Authoritarian Tradition (Nueva York: Praeger, 1980), y Alberto Flores Galindo, La Tradición Autoritaria: Violencia y Democracia en el Perú (Lima: SUR/APRODEH, 1999).
73. Laso, "Croquis sobre el Carácter Peruano", en su Aguinaldo, 125.
74. Méndez G., Incas Sí, Indios No. Desde otra óptica, pero en congruencia con mi hipótesis, Carlos Contreras sostiene que mientras se mantuvo la contribución indígena, el Estado estuvo más vinculado con, y atento a, la sociedad rural andina; Contreras, "Etnicidad y Contribuciones Directas". Para un elocuente ejemplo de los dilemas de los intelectuales civilistas en relación a las poblaciones indígenas, ver Natalia Majluf, "The Creation of the Image of the Indian in 19th Century Peru. The Paintings of Francisco Laso" (Ph.D. dissertation, Austin: University of Texas Press. 1995). Sobre el proyecto civilista, ver Carmen McEvoy, Un proyecto nacional en el Siglo XIX: Manuel Pardo y su visión del Perú (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1994).
Cecilia Méndez G. University of California, Santa Barbara