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Inmigración en la Argentina: los rusos


    1. En memorias
    2. Testimonios
    3. En biografías
    4. En novelas
    5. En cuentos
    6. En poesías
    7. En teatro
    8. En cine
    9. En historietas
    10. Notas

    En esta monografía me refiero a la presencia en testimonios, biografías y obras literarias de los inmigrantes que en la Argentina fueron conocidos como "rusos", aunque provenían de diferentes naciones. Incluyo asimismo a Witold Gombrowicz y Stephan Erzia, quienes, aunque regresaron a sus países de origen, vivieron aquí durante décadas.

    En 1998, la novela Virgen, de Gabriel Báñez, resultó finalista del Premio Planeta. En ella evoca la confusión reinante, en la década del 30, en lo que respecta a las nacionalidades de los inmigrantes, y señala quiénes eran llamados ‘rusos’: "los ucranianos, judíos, rumanos, lituanos y polacos eran rusos (…). Había llegado a un país de tanos y gallegos y de rusos y turcos, y todo lo que no entrara en el dos por cuatro de esa conclusión elemental era una rareza de apellido pero nunca de nacionalidad" (1).

    En memorias

    Marcos Alpersohn fue pionero en la colonia Mauricio, en la provincia de Buenos Aires, y primer cronista de un asentamiento judío en la Argentina. "Dejó escrito su interesante testimonio sobre la llegada al país, en 1891", en el que manifiesta: "el vapor alemán Tioko me trajo a Buenos Aires de Hamburgo, junto con otros trescientos inmigrantes, después de una travesía de treinta y dos días. Aún antes de que el barco entrara en el puerto, al divisar desde lejos la ciudad envuelta por palmeras, nos sentimos dominados por la alegría. Las madres levantaban en alto a sus pequeñuelos, diciéndoles jubilosamente: -Miren, chicos; ahí está el paraíso, la tierra bella y verde que el bondadoso Barón de Hirsch ha comprado para vosotros" (2). Días después advertirían que la realidad poco tenía que ver con sus expectativas.

    Relata el pampista Mauricio Chajchir, en sus memorias: en 1891 "se abrió el comité del Barón de Hirsch. Fue una salvación para los judíos y empezó el registro de las familias. Aceptaban solamente familias con hijos varones. Los que no los tenían, se daban maña. Hacían inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba".

    El Galatz, buque de carga de bandera francesa alquilado por el Barón Hirsch, emprende su viaje hacia la Argentina. El cuarto día "empezó la tormenta con lluvia huracanada. El buque se hamacaba cada vez más fuerte. En la bodega el pasaje empezó a rodar mezclándose con los bultos y fardos. Se levantaban olas de casi ocho metros de alto que barrían la cubierta y se metían en la bodega, cubriendo con agua salada a los niños y mayores. (…) De repente llegó una orden urgiendo a todos los barones a subir a cubierta para rezar. Rezaron los Teilim (salmos) de memoria, con tanto fervor como nunca más he visto en mi vida. Entre nosotros venían tres hermanos Kaplán. El menor de ellos estaba entre los mástiles, seguramente agarrado para no caerse, y al romperse un palo le pegó en la cabeza y lo mató. Después de tres días cesó la tormenta y amaneció un día de sol. Salimos a cubierta a secar las ropas, mientras los marineros barrían y limpiaban los objetos destrozados".

    Los inmigrantes dejan el Galatz para continuar el viaje en tren, y luego abordan el Pampa, el cual "llevaba unas 5 o 6 vacas en cubierta para ser faenadas por el Shoijet y tener carne kosher cada tanto, pero muchos no la comían pues las ollas eran treif (impuras)".

    Cuando llegaron fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes: "No sé de dónde surgió la versión que los cocineros y el personal eran judíos españoles y por consiguiente todo era kosher. Y ¡ah! Por primera vez durante todo el viaje, todo el pasaje disfrutó de una buena cena. Al día siguiente una comisión de mujeres fue a investigar a la cocina para ver si salaban la carne y se encontraron con una cabeza de cerdo sobre la mesa. Volvieron amargadas y tratando de vomitar lo que habían comido la noche anterior".

    De Buenos Aires viajaron a Miramar y fueron hospedados en el Hotel Atlántico, donde permanecieron hasta que se inició el traslado a Entre Ríos. Chajchir escribe en sus memorias: "Lo que recuerdo de allí y lo conservo aún hoy día, es el gusto del té recocido y endulzado con azúcar negra, la que no era refinada y que hoy la llaman azúcar rubia. Ah! Hasta me parece que siento el gusto y el olor del té recocido con azúcar negra".

    Recuerda en otro pasaje: "Nos habían dado matze para cuatro días, por lo que una delegación viajó a Villaguay y regresó al otro día en el tren con 5 bolsas de harina. De inmediato, al primer día hábil de la semana de Pésaj, jal-amoed, o mejor dicho la noche antes, calentaron y amasaron con palos improvisados. Una espuela de bota que se quitó un peón sirvió para cortar las hojas".

    Cuenta una travesura que hizo con otros compañeros: "Yo sí que tomé clandestinamente un vaso de leche. Un día nos juntamos tres muchachos y fuimos por una senda a una casita, de la que habíamos oído que convidaban con leche a los visitantes. Fuimos repitiendo todo el camino la palabra leche para no olvidarnos. Llegamos, el más grande de nosotros dijo –leche-, largaron una carcajada y nos dieron un vaso de leche a cada uno. Como no sabíamos cómo decir gracias, hicimos una reverencia en señal de agradecimiento. Y hubo más carcajadas".

    Luego de pasar un tiempo en Miramar, los inmigrantes fueron conducidos a Entre Ríos: "En 8 carretas tiradas por tres yuntas de bueyes nos trasladaron a los lotes que después se llamaron Rosh-Pina. Era un día de mayo, de mucho calor y sofocante. Se acomodaron a los gringos en las carretas, mujeres, hombres, niños, cachivaches, leña y además 8 chapas de zinc para cada familia, para hacer las viviendas, porque en el lugar no había absolutamente nada. Todos iban arriba en las carretas. (…) No había alambrado alguno. La primera carreta volteaba los cardos altos que crecen en tierra virgen. La última ya marchaba por una huella. (…) Se armaron las carpas, una para cada familia. A eso de la medianoche se largó a llover. Por suerte no era fría. El temporal siguió como unos ocho días. Cuando paró el temporal, la JCA mandó maderas de sauce y blanquillo, también paja. Un capataz con varios peones empezaron a hacer los ranchos. Las paredes tenían que hacerlas los mismos colonos con adobes o de chorizos según el gusto. Algunos se ingeniaron para hacer las paredes cortando directamente de la tierra húmeda y colocándolos con las raíces y pastos que aún tenían. Y estos transformados en paredes seguían creciendo" (3).

    Entre los inmigrantes que arribaron a nuestro país llegó Alberto Gerchunoff, de origen ruso, nacido en Tulchin, Vinnitsa, en 1883, quien se estableció con su familia en una colonia de Villaguay, Entre Ríos, después de que el padre fuera asesinado en Moisés Ville, Santa Fe. "En aquellos años ya distantes –recuerda en su "Autobiografía" (4), escrita en 1914-, los judíos no emigraban, y la tentativa de colonización del Barón Hirsch iluminaba a los israelitas de Tulchin, como la esperanza mesiánica del retorno al reino de Israel".

    En sus páginas autobiográficas, se describe a sí mismo vestido a la usanza de la nueva tierra: "como todos los mozos de la colonia, tenía yo aspecto de gaucho. Vestía amplia bombacha, chambergo aludo y bota con espuela sonante. Del borrén de mi silla pendía el lazo de luciente argolla y en mi cintura, junto al cuchillo, colgaban las boleadoras".

    En la colonia entrerriana a la que se trasladan luego de que el padre es asesinado, manifiesta un profundo gusto por el folklore: "En Rajil fue donde mi espíritu se llenó de leyendas comarcanas. La tradición del lugar, los hechos memorables del pago, las acciones ilustres de los guerreros locales llenaron mi alma a través de los relatos pintorescos y rústicos de los gauchos, rapsodas ingenuos del pasado argentino, que abrieron mi corazón a la poesía del campo y me comunicaron el gusto de lo regional, de lo autóctono, saturándome de esa libertad orgullosa, de ese amor a lo criollo, a lo nativo que debió, más tarde, fijar mi inclinación mental. En aquella naturaleza incomparable, bajo aquel cielo único, en el vasto sosiego de la campiña surcada de ríos, mi existencia se ungió de fervor, que borró mis orígenes y me hizo argentino".

    El 21 de agosto de 1939, el escritor Witold Gombrowicz desembarcó en Buenos Aires; había sido invitado a la travesía inaugural del transatlántico Chorbry. El estallido de la segunda guerra mundial y la invasión de Polonia por las tropas alemanas lo obligaron a desterrarse; fue así como un corto viaje se transformó en un exilio de más de veinte años.

    Durante esos años, Gombrowicz vivió la difícil experiencia de integrarse a un país nuevo, que suscitaba en él juicios personalísimos referidos a diversos aspectos de su cultura. El extranjero nos observaba y surgía la inevitable comparación con la tierra que había abandonado; de esa comparación, algunas veces salíamos beneficiados, otras no. Alrededor de 1960, Radio Europa Libre le encargó que ofreciera una serie de charlas destinadas a sus compatriotas; Peregrinaciones argentinas (5) recoge aquellas referidas a nuestro país y a su realidad política y económica, así como también a sus bellezas naturales.

    A nuestro criterio, son tres los temas que pueden considerarse fundamentales en estas charlas. En primer lugar, la confrontación entre polacos y argentinos; algunos rasgos nuestros desconciertan al autor, ya que no logra entenderlos. Sobre la forma de encarar las dificultades, afirma: "Todas esas noticias me habrían aterrorizado de verdad si las hubiese leído en un periódico europeo, pero desde aquí todos esos sobresaltos toman un aire exótico, como si no se refiriesen a la Argentina, sino precisamente a Europa u otro continente lejano. Los paisajes de nuestra nación despertaron también la admiración del escritor; para dar una idea más clara de cuanto describe a sus oyentes polacos, habla de los ríos y los lugares argentinos comparándolos con aquellos que los radioescuchas conocen directamente. Por último, cinco capítulos se ocupan del existencialismo, al que Gombrowicz analiza en Polonia y en América.

    Con la amenidad típica de una exposición destinada a un público amplio y distante, las charlas del autor de Ferdydurke plantean importantes cuestiones para pensar, en un mundo convulsionado por sus contrastes y sus confusas ambiciones.

    María Arcuschín escribió De Ucrania a Basavilbaso (6) obra en la que rinde homenaje a sus antepasados y a quienes llegaron a América en busca de un futuro mejor, al tiempo que narra su propia vida en el seno de la colectividad judía entrerriana.

    Esta colectividad, hábilmente retratada en su obra, tiene muchos rasgos en común con otras colectividades que, desde lugares remotos del mundo, llegaron al país impulsadas por el anhelo de una existencia digna, la que por distintas razones no podían tener en sus tierras de origen. En este cúmulo de inmigrantes, sin embargo, los extranjeros presentados por Arcuschín son indudablemente singulares.

    La escritora evoca la gesta de quienes cruzaron el mar y los ecos que tuvo en los argentinos. Recuerda los relatos familiares sobre la razón que los llevó a emigrar: los antepasados ""Fueron casa por casa, puerta por puerta alertando sobre el peligro del próximo pogrom y la urgencia de partir hacia América en busca de libertad y de paz".

    En la obra se observa la incidencia del momento histórico y el ámbito geográfico en los personajes; la presencia de la autora en el texto; la religión y la educación, el trabajo y las diversiones, como así también las reiteradas agresiones que sufrieron los judíos de esa provincia, y las consecuencias que trajeron a la autora y su familia.

    Rosalía de Flichman escribió Rojos y blancos. Ucrania (7). En esta obra en evoca su infancia, en la que la amargura era una realidad cotidiana. Las persecuciones, la revolución, la guerra civil, las violaciones y los asesinatos –a los que se suman las inundaciones y el tifus- son el cuadro con el que Rosalía debe enfrentarse a muy corta edad: "Los blancos están en la ciudad, persiguen sin cesar a los judíos. Matan a los hombres, se apoderan de las mujeres jóvenes y hasta de las niñas. Estoy cansada de tanto horror. Y los cambios continúan. Hoy los blancos, mañana los rojos. Como somos despreciables burgueses, estos invaden la casa y nos reducen a dos habitaciones. El hambre se hace sentir, duele".

    Más adelante manifestará una preferencia, en su desgracia: "Quiero que vuelvan los rojos; cantan la ‘internacional’ y nos asustan, pero que vengan pronto. Los blancos son peores, ignorantes, desalmados, asesinos". Afirma que ella y su familia eran perseguidos en su país de origen por dos motivos: su condición de judíos y de burgueses. Si estas dos causas motivaron la amenaza constante a la que estaban sometidos, también significaron la posibilidad de radicarse en nuestra tierra, ya que la madre se apoyó "en instituciones judías que ayudan a los emigrantes fugitivos que salen de Rusia", y el hecho de ser pudientes les permitió una salvación que a otros estuvo negada.

    Agobiada por la tristeza, la niña piensa en el padre, al que no ve desde hace años. Después de muchos trámites, emigran para reencontrarse con él. Por fin, llegan a Mendoza. Ha comenzado para Rosalía "una larga vida en la Argentina, una vida plena y feliz".

    "El gran cambio en las costumbres de los judíos ortodoxos se produjo cuando la segunda generación en el país, o sea la de mi padre –señala Benedicto Kaplan-. Así como los de la primera generación todos llevaban largas barbas, salvo algunos elegantes que se las recortaban en punta, los de la segunda generación se afeitaron casi sin excepción, cambiaron sus hábitos alimentarios, adoptando los de los gauchos. La religión se siguió practicando en las grandes fiestas. Aparecieron los primeros gauchos verdaderos: bombachas anchas en lugar de pantalones, faja con tiradores y facón, asados, mate y carreras cuadreras. En la generación tercera, o sea la mía, este tipo humano pintoresco se multiplicó en todas las colonias" (8).

    Mario Diament realizó un extenso reportaje a Máximo Yagupsky, que fue publicado con el título de Conversaciones con un judío. Entre otros conceptos, el entrevistado manifestó: "¿Cómo han venido aquí nuestros judíos? Escapando, prácticamente, de pogroms. Los que han venido a la Argentina, sobre todo. No los movía, como a los italianos, el buscar una vida más confortable o huir de la miseria. Allá los judíos eran pobres, pero estaban acostumbrados a la pobreza. Amaban la vida en el ghetto porque significaba la vida en común, en la gran familia, a tal extremo que mi abuela murió a los noventa y tantos años y hablando de su país de origen decía siempre ‘allí, en mi casa’. A pesar de que vivían en la miseria, era su hogar".

    Yagupsky afirma que "A los colonos, no acostumbrados a la vida en esas vastas llanuras, les resultaba muy difícil soportar la soledad, lejos de los centros de civilización. El único aliento a su angustia era ver que el gaucho los acogía con beneplácito. Y se estableció una amistad con el gaucho y hasta, por momentos, un afecto casi fraternal" (9).

    En Postales Imaginarias/2. Nuevos viajes alrededor de la Tierra antes de Internet, Ricardo Feierstein no refleja sólo la historia de sus mayores, sino asimismo la suya propia y la de quienes lo rodean, a través de una diversificada gama de recursos estilísticos.

    Encontramos aquí al autobiógrafo, que se refiere con nostalgia y ternura a Villa Pueyrredón, barrio al que llama -en una dedicatoria a Humberto Costantini- la "patria común" de ambos. En una visión retrospectiva, que se inicia en 1957 y se cierra en 1945, recuerda su adolescencia y su infancia –así, de acuerdo al recurso temporal elegido-, en las que tienen incidencia el despertar sexual, la familia, las raíces que llegan en la forma de viejos discos encontrados fortuitamente…

    El autor aparece también en el episodio acaecido en Córdoba, en 1963, en el que a una provocación antisemita le sucede un insulto, luego una puñalada; en fin, la historia de siempre, aunque cambien los personajes. Cuenta en "Primera sangre": "teníamos un poco de miedo, pro mezclado con sorpresa, esa sorpresa producida por algo inesperado, uno de esos hechos que escapan a la rutina y desconciertan; no entendíamos por qué gritaron "heil Hitler" cuando pasaron marchando con paso rígido por el camino, vociferaron una, dos, tres veces, cerca de nuestro grupo que conversaba y cantaba sentado en el césped. Y nos levantamos de un salto, porque esas voces recordaban una noche turbulenta, ancianos y niños marchando arracimados, aterrorizados; viejos rabinos con expresión de horror, fuego, sangre, una horrible pesadilla que habían contado nuestros mayores y que guiñaba sus ojos en las películas" (10).

    Testimonios

    El doctor Nicolás Rapoport narra sus recuerdos de la época en la que, siendo estudiante de medicina, colaboraba en la atención de los recién llegados en el hospital del Hotel de Inmigrantes. El relata: "Los que cursábamos medicina, a diario comprobábamos la angustia de los infelices, ignorantes del idioma, no entendiendo las preguntas que les dirigían los médicos en sus habituales interrogatorios. Los ojos tristes de los cuitados, las miradas despavoridas de los enfermos, nos sumían en íntima congoja y conmiseración. Todos los días los cuatro o cinco estudiantes judíos que asistíamos a los hospitales servíamos de intérpretes para llenar las historias clínicas. Era conmovedor ver cómo se iluminaban los ojos de los míseros al oír una palabra en idish o ruso. Revivían, lloraban dando escape a su dolor moral" (11).

    Un documento falso permitió indirectamente la llegada al país de Pedro Roth, "el mayor cronista gráfico de la plástica argentina", nacido en Budapest en 1938. El vivió en Hungría durante la Segunda Guerra Mundial y llegó a Buenos Aires –explica- "gracias a un negocio algo oscuro del doctor Liber, un primo segundo de Rosalía, mi madre, que le compró un pasaporte falso al cónsul argentino en Montecarlo el año de mi nacimiento. Puede que el funcionario fuese algo informal, pero le salvó la vida y nunca dejaremos de recordarlo. Bueno, Liber llegó e instaló una fábrica de jabón en San Martín. Mi madre, mi abuela Eugenia y yo llegamos en 1954 y nos establecimos en Florida" (12).

    En "La mesa de mis abuelos", Carlos Szwarcer evoca el Pésaj de los judìos inmigrantes: "Vivíamos en el corazón de Villa Crespo, un barrio del centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires. (…) de todas las fiestas celebradas en ese espacioso comedor espejado, fue Pesaj la que dejó en mí la huella más profunda. Desde chico, algo simple y contundente me marcó en cada conmemoración: el significado de libertad que emanaba de su historia. Trascendió más allá de lo religioso, de la tradición o de lo simbólico, y cada año fue adquiriendo mayor dimensión".

    "Me aferro frecuentemente a la imagen de una familia que se encuentra en algún lugar de la memoria que hoy me parece paradisíaco, eran grandes momentos iluminados por la felicidad. Pasaron entremezclados en un carrusel interminable los Roshashaná, las Navidades, el Bar Mitzvá, los Años Nuevos, los cumpleaños o las Siete Candelas, pero además, irremediablemente, los midrash, los kadish y los entierros, mientras deshojábamos los fugaces calendarios, dagas del destino" (13).

    Los descendientes de una inmigrante cuentan la forma en que ella y sus hijos salvaron la vida: "Ana Dubroff vino vía Génova, con León (hijo) y Berta. Una señora que viajaba en el mismo barco se enfermó gravemente. Ana era o se hizo muy amiga y cuando el capitán del barco decidió que la enferma debía bajar en Génova por la gravedad de su estado, Ana decidió a su vez bajar con su familia y quedarse a cuidarla. El barco siguió su viaje y naufrago, sin llegar jamas a Argentina. Eso explica por que la familia Dubroff era de las pocas que arribo a Argentina sin samovar: la mayor parte de sus cosas se hundieron con el barco" (14).

    La escritora María Esther de Miguel conservaba en su casa un samovar que había pertenecido a sus antepasados. Ella dijo a Cristina Pizarro: "por parte de madre era más bien de las colonias que rodeaban a Basavilbaso, las moscas (…) En mi familia no eran católicos pero casi toda la familia después se hizo católica. Pero tengo una hermana que no es bautizada, mi única hermana". Entre los objetos que atesora, se cuentan "esa dulcera con todas las cucharitas, era de la familia de mi madre. Por ahí teníamos un samovar ruso de la familia. Un banco de mi abuela materna" (15).

    La actriz Mariana Briski recuerda que en Córdoba, su abuela tenía unas tacitas de té que había traido desde Rusia (16).

    En la nueva tierra, había reglamentos que cumplir. Samuel Watch, polaco, había llegado años antes; al arribar Raquel, "para poder bajar del barco se tuvieron que casar en el Hotel de Inmigrantes, casi sin conocerse" (17).

    Jacobo Randler, polaco, recuerda que el dormitorio del Hotel de Inmigrantes "era un salón enorme con cuchetas de a tres camas. Cuando vimos las camas perdimos las ganas de acostarnos. Con Melcer convinimos dormir afuera sobre unos bancos de cemento que había. (…) Al día siguiente nos levantamos muy temprano. El barco de piedra era muy duro y estábamos a la intemperie pero las camas estaban tan sucias y tenían tantos bichos que teníamos miedo de amanecer de nuevo en Polonia".

    Va a visitar a unos paisanos: "Al salir del Hotel de Inmigrantes, el bulto con mis cosas estaba en el depósito. Las personas de la Asociación de ayuda a los inmigrantes me habían anotado en un papel en castellano la dirección y el apellido de la familia que buscaba. Era una especie de volante donde estaba impreso que era un inmigrante recién llegado y se pedía a la gente que lo leyera me ayudara a llegar a esa dirección, que era en la calle Jean Jaurés de la ciudad de Buenos Aires. Me indicaron tomar el tranvía número 2 y que le mostrase el papel que llevaba al motorman para que me indicara dónde bajar".

    Encuentra a la familia que buscaba, uno de cuyos miembros le asegura el empleo y promete pasar a buscarlo al día siguiente. "Al volver al Hotel, Meltzer me estaba esperando. Me contó que había vuelto una de las personas de la Asociación de ayuda, que a él le habían conseguido en la casa de un relojero, a otros los habían ubicado con carpinteros o sastres, cada uno según su profesión y que a todos los iban a ir a buscar al día siguiente" (18).

    En septiembre de 2000, se inauguró Casa FOA en el Hotel de Inmigrantes. El estudio de Laura Ocampo y Fabián Tanferna, que tuvo a su cargo la ambientación de uno de los dormitorios, "antes que una reconstrucción histórica, prefirió hacer un homenaje a todos aquellos que vinieron con el coraje de iniciar una nueva vida" (19). Para ello, contaron con la colaboración de algunos de los inmigrantes que se hospedaron en el Hotel, quienes narran sus historias en sendas grabaciones. Entre estos hombres y mujeres estuvieron los húngaros Antonieta Rubido Zichy de Eicket, Américo de Gosztonyi, Esteban Bergner y Eugenio Weisz; y Ana Wasinger de Schaab, nieta de ruso alemanes.

    Después de viajar durante cuatro años, los húngaros Horogh llegaron al Hotel de Inmigrantes porteño. "Por fortuna apareció allí un señor descendiente de suizos –propietario de un molino harinero- que buscaba emplear a un técnico electricista, la profesión de Béla. Así fue que de inmediato consiguió trabajo y la familia se trasladó a Estación Matilde, un pequeño pueblo del interior de la provincia de Santa Fe" (20).

    En el Hotel de Puerto Madero, un panel reproducía las palabras del polaco Pablo Nowak (21). Este hombre, llegado a la Argentina en 1949 recuerda los magníficos asados que se hacían al mediodía y agradece las que califica como sus primeras buenas comidas en toda la vida.

    Relatado por el profesor Ochoa, conocemos el testimonio de una húngara: "Es curioso algún recuerdo de una muchacha, hoy día una señora ya de edad que vino a los trece años con sus padres y contaba que en el desayuno se le servían unos enormes tazones de café con leche o mate cocido con leche –cosa que ellos no conocían, el sabor a la yerba mate- y se servían en regaderas –ése era el concepto de ella. Se refería a esas enormes cafeteras que tienen mango de costado con un pico largo, por supuesto sin la regadera, pero el pico estaba y para la mentalidad de la chica se servía con regaderas. (…) Ella estaba muy enojada cuando llegó porque no había visto las palmeras y cocoteros que imaginaba en el Puerto de Buenos Aires –era la visión europea de América- y después, como había estado en muy buena posición y habían quebrado en Hungría tuvieron que venirse acá sin nada, pero les quedaba el recuerdo de la vida de buen pasar y pensó que ella venía a un hotel de tres o cuatro estrellas actuales y se encontró con que venía a este hotel de cantidad de personas, grandes dormitorios para todos –los hombres de un lado, las mujeres y los niños de otro- y sintió desagrado, desagrado que dice que se le fue cuando empezaron a comer. Dice que nunca habían comido –ni aún en su posición buena primaria en Hungría- como habían comido en el Hotel de Inmigrantes" (22).

    Entre los picapedreros de Tandil había yugoslavos y montenegrinos. Hugo Nario ha recogido testimonios de estos inmigrantes: "Algunos de los pobladores más antiguos que entrevisté, recordaban que la hora del desayuno (generalmente mate cocido con leche, galleta y queso) era anunciada por un empleado de la cantera que recorría sus inmediaciones tocando un largo cuerno. Al toque de cuerno los chicos dejaban sus juegos y se congregaban tras quien lo portaba, en una extraña procesión que se repitió diariamente mientras se mantuvo aquella relación de dependencia" (23).

    Aurora Alonso de Rocha evoca a los padres de Alejandra Pizarnik: "Sus padres eran judíos polacos; el padre, corredor de joyerías. Buma estudiaba hebreo y, como le gustaba todo lo extremado, contaba historias de pogromos, cosascos, incendios de aldeas. (…) Sus padres le hablaban con interés de dos presuntos pretendientes, hijos de un almacenero alemán uno, y de un sedero sefaradí el otro. Buma se burlaba o enojaba. Un día le dijo a su madre que se iba a casar con los dos para tener aseguradas ropa y comida, la madre la miró ceñuda y disparó una rápida respuesta en idish. Me tradujo: ‘Que sean tres, así también hay vivienda’. Creo que, por lo menos en parte, las sutilezas de Buma nacían de la dialéctica, escondida en un mal castellano, de los Pizarnik" (24).

    Los padres de Daniel Goldman, "ambos polacos, fueron sobrevivientes del Holocausto. Su padre fue un partisano (guerrilla que luchaba contra el nazismo en la Segunda Guerra Mundial) y su madre vivió tres años en un sótano después de escapar de un gueto. Se conocieron en Polonia y en 1948 emigraron juntos a un país que parecía sinónimo de una nueva vida. Pero en las valijas se trajeron todo el miedo, el espanto ante cualquier autoritarismo y un sentido profundo de que la vida es un tesoro a resguardar. Así es que en el hogar de los Goldman casi no se dormía: por las noches su madre visitaba los cuartos para asegurarse de que él y su hermana estuvieran bien, y a las 4 de la mañana todos estaban desayunando. De día, las pesadillas se contrarrestaban con una educación amiga del idealismo" (25).

    Alejandro Kokocinski manifestó: " ‘Yo tengo una gran pasión por la Argentina. Me siento muy argentino (…) Mis padres eran dos refugiados corridos por la guerra, un polaco y una judía rusa’. (…) Los dos tuvieron la gran fortuna de que descarrilara el tren que los llevaba al campo de exterminio nazi de Treblinka ‘porque si no yo no estaría aquí’. Huyeron entre mil peripecias, estuvieron un año escondidos y llegaron a un campo de refugiados en Italia. (…) ‘En ese contexto dramático yo vine al mundo en 1948’. (…) Papá Kokocinski organizó con otros soldados la liberación de su pareja. Escaparon todos. Llegaron a Génova y se escondieron. Querían ir a la Argentina. ‘El cónsul se apiadó y los dio un salvoconducto’. Una carreta del mar los trajo a Buenos Aires" (26).

    Norma Manzur afirma: "Aunque en ese entonces lo ignoré, fueron años de mucho dolor y tristeza en nuestra familia. Las cosas importantes, serias y sobre todo las tristes se hablaban en idisch, idioma que nunca aprendí. La guerra en Europa mataba a los judíos y los padres, hermanos y otros parientes de mamá y papá no escaparon a ese destino. Sólo después que Gerardo viajó a Polonia al 50 aniversario del Levantamiento del Ghetto de Varsovia, supe que mis abuelos maternos murieron en el campo de concentración de Treblinka. Qué pasó con el resto de la familia, mi abuela paterna y mis dos tías y otros parientes cuyo registro nunca tuve, no lo sé" (27).

    "Yo tenía quince años cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, y fui encerrado en el gueto de Lodz, con mi familia y miles de judíos más –dice el polaco Jack Fuchs. Allí estuve hasta que el gueto fue liquidado y nos deportaron a Auschwitz". Para este hombre, que tanto ha sufrido, el viaje tiene una connotación muy especial: "Hoy sé que volver a Lodz es como una peregrinación" (28), afirma, convencido de que debe viajar a su tierra también con su hija.

    En Villa Gesell vive Valeria Rodziewicz, "una encantadora ex enfermera polaca, sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial". La anciana "nació en Wilno (Vilna hoy), Lituania, el 27 de diciembre de 1913. Por entonces, el territorio lituano pertenecía a la Rusia zarista".

    Recuerda la guerra. En Polonia, en 1939, "La comida escaseaba, sólo teníamos arroz y la carne de los caballos muertos esparcidos por las calles. Cuando los alemanes llegaron al hospital, me echaron, con el pretexto de que no figuraba como enfermera estable. De golpe me quedé sin trabajo y me instalé en un albergue para estudiantes. Para poder comer tenía que vender mi sangre para las transfusiones" (29).

    En "Breve historia de la llegada de mi abuelo a la Argentina", relata un nieto: "Nicolas Kot, hombre de origen ruso, más precisamente polaco, ya que en esos momentos (principios de 1900) esas tierras de Rusia eran Polonia; llegó a la Argentina escapando de la guerra, creo, durante los años 1927-1929, ya que nació en 1909 y a los 18 años se despidió de su novia y demás familia que hoy viven en Bielorusia. Llegó al hotel de los Inmigrantes en Buenos Aires, en donde se alojó por unos días y después salió rumbo a Córdoba, en busca de trabajo. Ahí conoció a mi Abuela Segunda Funes (nació en 1917, Córdoba). Durante el viaje …. le dió Fiebre Tifus, por lo cuál tuvo que hacer escala (…) en el Hotel Lloyd en Holanda. En la foto que encontré en Internet, se observa su estado actual, en su momento funcionó como hotel de inmigrantes, luego como reformatorio de chicos y luego como hotel. Es increíble el estado en que se encuentra…. y lo bien conservado. Hoy en la actualidad todos sus hermanos y los hijos de sus hermanos viven en Bielorusia, más precisamente en la ciudad de Pinsk y sus alrededores. Sus hijos, nietos, y bisnietos viven y vivieron en Argentina" (30).

    La disponibilidad de los alimentos antes negados provoca algunos incidentes, como el que relata Jorge Barón Biza. Su gobernanta era una refugiada del Este, a quien trajeron de su paseo por la ciudad de Río en una camilla. Ella "Nunca había probado bananas. Antes de la guerra las había visto, en confiterías europeas, envueltas en celofán. En las calles de Río, los vendedores le ofrecieron docenas de bananitas de oro por centavos" (31). Comió tantas que tuvieron que asistirla. Era la consecuencia del contraste entre la pobreza europea y la realidad americana.

    En una calle porteña vivió doña Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida evocación que escribe poco después de la muerte de la rumana, la hija comenta que la anciana "De sus vecinos -españoles, italianos, argentinos del interior-, había descubierto que el mejor arroz con pollo lo hacía doña María, la gallega, pero sin panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de doña Pepa eran mejores que con la picada común" (32).

    Alina Diaconú dijo en un reportaje: "A mí me obligaron un poco a vivir en el presente, porque si me quedaba pegada a la nostalgia, todavía seguiría escribiendo en rumano. Me gusta mucho la idea del desapego. Yo de algún modo creo que las cosas que me tocaron –dejar mi país natal, venir acá- me impulsaron a aprender eso. Me gustaría viajar con un bolsito de mano, nada más, como viaja Lucila. No necesitar demasiado de las cosas, de nada material. Cuando llegué a Buenos Aires, durante un año más o menos escribí en francés. Pero nunca dejé de escribir. Yo sabía que los idiomas podían cambiar, pero mi vocación no" (33).

    Escribe Diego Paszkowski: "Pienso con infinita tristeza en la gente que desprecia al distinto, al extranjero, al inmigrante, que hoy se refiere a, por ejemplo, coreanos, japoneses y chinos con las mismas expresiones miserables que hace cincuenta años habrán utilizado para con mi abuelo, judío polaco. ‘Hablan en su idioma’, escuché decir de unos y de otros a modo de excusa para segregarlos, pero sé por experiencia que, sólo dos generaciones después, quien esto escribe, nieto de aquel abuelo, enseña a escribir a jóvenes futuros artistas en la mismísima Universidad de Buenos Aires" (34).

    Por la ciudadanía argentina optó el polaco León Poch, quien en la nueva tierra se propuso transmitir las tradiciones judías por medio del dibujo, su "lenguaje". En su libro Cosas y casos judíos manifiesta: "Espero lograr transmitir a los lectores el amor y el orgullo que siento por el rico quehacer de mi pueblo, sobre todo a los jóvenes, porque ellos han de continuarlo" (35).

    Al regresar de la tierra de sus mayores, dijo Julia Zenko: "Un instante puede mostrarte lo que pesan tus antepasados. Eso lo vi en esta última gira: conocí Letonia y Lituania, y también Estambul, donde vivió varios años una de mis abuelas, y reconocí olores de las comidas de mi casa, músicas, acentos. Es que soy una argentina tanguera sin una gota de sangre criolla" (36).

    La música era la pasión de un antepasado de Ana María Shua: "un muchacho joven, polaco, bohemio, pobre y enamorado de la música. También un excelente tejedor, especialista en fajas, ducho en la destreza textilera de entrelazar los hilos de goma con los de algodón. No sólo de pan vive el hombre: el tío vivía también de su amor a la música. Se las había arreglado para que lo tomaran como comparsa en el Colón. Sus patrones apreciaban su trabajo, pero cuando había ensayo general, el hombre desaparecía. Inútil amenazarlo con el despido: nada le producía tanta felicidad como estar disfrazado, compartiendo el escenario con los mejores tenores del mundo. ¡Estuve a un metro de Tchaliapin! Gritaba entusiasmado. ¡Ian Kepura me cantó casi al oído! decía, con una alegría inmensa" (37).

    El Chango Spasiuk es el responsable de Polcas de mi tierra, "relevamiento de un siglo de música traída por los inmigrantes ucranianos" (38). Al fallecer su padre, el Chango Spasiuk lo despidió con lo que el hombre amaba: la música: "Cuando todos se fueron, le pregunté a mamá qué le parecía y ella me dijo que si quería tocar, que tocara. Entonces le metí nomás. Le dí duro. Te imaginás –dice a Leila Guerriero-, a las tres de la mañana, tocando el acordeón en el velorio de mi papá, es una imagen loca y se puede interpretar mal, pero por qué no iba a tocar, si mi papá amaba la música" (39).

    Juan Szychowski, de once años de edad, y una veintena de familias polacas pioneras, "Luego de permanecer algún tiempo en el legendario ‘Hotel de los Inmigrantes’ arribaron al puerto de Posadas, y desde ahí marcharon a pie durante varios días hasta la recién fundada Colonia de Apóstoles, recorriendo los 80 km que los separaban de su destino tras los carros que transportaban sus pocas pertenencias. Fueron tiempos difíciles para esos hombres, mujeres y niños que no estaban acostumbrados al abrasador calor tropical y a los mosquitos que laceraban su piel. Debieron esperar dos años para poder comer pan, ya que las hormigas y los carpinchos diezmaban los plantíos de maíz. Se alimentaban principalmente con mandioca, porotos, batata y aprovechaban la abundancia de animales silvestres que les proveían de carne. Enfermedades como el paludismo y el cólera y las picaduras de serpientes segaron las vidas de muchos hijos de aquellos primeros colonos, y los productos logrados no siempre compensaban los sacrificios realizados" (40).

    "El 1° de julio de 1897 llegó al puerto de Buenos Aires el vapor Antoñina, cargado con catorce familias integradas por sesenta y nueve personas. Diez familias eran ucranias y cuatro polacas. Llegaban con sus muebles, sus semillas y sus arados. (…)Se embarcaron en el puerto de Buenos Aires en un viaje de una semana hasta Posadas y de ahí los llevaron en carretones del Ejército al interior de la provincia durante otra semana de viaje. Ellos dieron nacimiento a la ciudad de Apóstoles, en Misiones, bajando el monte a puro machetazo. (…) ‘El 27 de agosto de 1897, hace cien años, este grupo llegó a la antigua Reducción Jesuita de San Pedro y San Pablo Apóstoles, donde se les dieron dos lotes por familia, cada uno de 25 hectáreas, a pagar durante diez años a un valor de un peso por mes’ (…) Los comienzos para los inmigrantes ucranios no fueron fáciles: los campos estaban repletos de inmensos termiteros que atacaban los sembrados, como os que aún se pueden ver en los campos correntinos. Los ucranios tuvieron que instalarse en carpas que les facilitó el gobierno y refugios hechos con ramas. Más trabajo les costó preparar los campos con plaguicidas e insecticidas que el gobernador Lanusse les vendió a pagar en cuotas. La intensa fe cristiana del pueblo ucraniano organizó la construcción de una iglesia en cada asentamiento" (41).

    En Jujuy se afincó el yugoslavo evocado por María Edith Lardapide Olmos en "Historia de vida": "Don Milo tomó contacto con la empresa de Joseph Kennedy y allí tuvo una importante responsabilidad: hacían el trazado de las líneas férreas en el inmenso altiplano boliviano, donde, cuando cae el sol, pareciera poderse tocar con las manos. Sus empleados eran nativos aimaráes y quichuas" (42).

    En biografías

    En El angel del Capitán, de Chuny Anzorreguy, Miro Kovacic decide exiliarse. Un amigo le sugiere dirigirse al Instituto Croata de Cirilo y Método, donde se entera de que "Un país sudamericano había puesto a disposición del Instituto diez mil visas para los croatas que la necesitaran. No a los largos trámites. No a las profundas investigaciones. No al interminable papelerío". A fines del 47, en Trieste, se completa el viaje iniciado mucho antes: "Subimos al tren Nada, Mía y yo. Nos internábamos en la oscuridad absoluta buscando al sol" (43).

    En Mis dos abuelas. 100 años de historias, de Nora Ayala, aparece el botero Mihanovich, que llegaría a ser un poderoso empresario.

    En 1868, dos inmigrantes conversan: "-Eugenio, estuve pensando en una cosa que podemos hacer –dijo Nicolás, el compañero de cuarto-. Los barcos que llegan a este puerto de Buenos Aires no pueden arrimar al muelle, que por otra parte es muy precario, y mi idea es comprar un bote para trasladar a la gente. Los que hay son pocos, viejos e inseguros, y quién te dice que no sea ése el camino para hacer una pequeña fortuna, ésa que soñamos en el barco que nos trajo de Europa. He visto un bote que podríamos comprar con los pocos ahorros que tenemos entre los dos. Yo, de eso entiendo porque en mi país, mis parientes siempre fueron marinos".

    "Eugenio se quedó un rato pensativo. Allá en Bagnasco había quedado Irene con el pequeño César, hacía casi un año, y las calles de Buenos Aires no estaban empedradas con monedas de oro. Tampoco la fortuna esperaba a los muchachos jóvenes como él, con muchas ganas de trabajar. Hasta ahora, privándose hasta de lo indispensable, sólo había juntado unos pocos pesos que no le alcanzaban para traer a Irene y el bebé. La estadía enla pobre pensión de La Boca, que había imaginado breve, se había prolongado, y amigos, sólo tenía a ése que había conocido en la tercera clase del ‘Conte Biancamano’, que también venía solo y que al igual que Eugenio soñaba con traer a su familia, aunque en su caso, soltero, se tratara de sus padres y hermanos que habían quedado en Doli, un pequeño pueblo de Yugoeslavia. (…) Eugenio Gemesio había venido para ‘hacerse la América’ y confiaba que lo lograría, ya se vería cómo. Con el compañero de pensión seguirían siendo amigos, pero socios, no. La propuesta de remar con Mihanovich no le interesaba" (44).

    Sobre la vida y la obra del artista ruso Stephan Erzia, escribió Ignacio Gutiérrez Zaldívar. En su libro Erzia, leemos: "En el mes de abril de 1927 Stephan Erzia, con 50 años de edad, llegó a la Argentina. El Presidente de la Nación Marcelo Torcuato de Alvear, que lo conoció y admiró en París facilitó su entrada al país. Así lo expresó el artista en una carta dirigida al Ministro de Educación de Rusia, en mayo de ese mismo año: ‘Acá en Buenos Aires, me recibieron muy bien, tienen gran interés por el arte ruso. Quiero hacer acá una gran exposición que se abrirá a principios de junio. Los críticos de arte me ofrecieron un muy buen lugar para la exposición en forma gratuita y hasta el Presidente de la República aceptó estar en la inauguración. Nosotros llegamos primero a Montevideo, sin tener la visa para entrar en la Argentina, pero la prensa nos dio tanta atención que recibimos muchas invitaciones’ ".

    "Erzia, pensaba quedarse aquí una corta temporada, pero finalmente se radicó por 23 años… Aquí descubrió, al poco tiempo de llegar, la madera que se convirtió en su material predilecto para sus esculturas: el quebracho, que venía desde el Chaco para ser utilizado como combustible de las cocinas y calderas porteñas; madera que por su dureza fue bautizada por los ingleses como ‘hulla roja’. Dijo el artista en una nota publicada en la revista ‘Aquí está’, en abril de 1938: ‘Adiviné al instante las posibilidades que ofrecía para la escultura. La variación de sus coloraciones, rojo, negro, blanco, dan a las figuras un encanto especial…’ ".

    El afirmó, en otra oportunidad: ‘Pero yo soy buen ruso y buen argentino. Y quiero a este país que me ha dado su hospitalidad y me ha brindado el material más hermoso que pude obtener para mi trabajo’ ". (45).

    En novelas

    En Aventuras de Edmund Ziller, Pedro Orgambide presenta –ademàs de muchos inmigrantes de diferentes nacionalidades- a un narrador nieto de un ruso, quien afirma: "descubro que Ziller se parece de una manera cruel a mi propio abuelo, al pobre abuelo loco, al chiflado que vivìa en un triste y oscuro cuartito cercano a la terraza, donde, a los cinco años yo lo vi sin comprender la tempestad y el desgarramiento del exilio (…) oculto por la enfermedad y la locura del mundo que arrastra a los hombres lejos de su tierra, y que un dìa los devuelve, crèame, como las olas de la `playa" (46).

    En Donde sopla la nostalgia, novela de Mauricio Goldberg, Max Gurovitz, su esposa Fany y su hijo David emigran de Polonia, donde "Otra vez los gritos de ‘yid’ atronaban la calle. El viaje había sido inútil. Se culpó por haberla dejado sola mientras él iba al mercado. Aún tenía el uniforme ruso de inválido, si no ya estaría hecho pedazos. Para ellos la guerra había terminado pero no su odio por los judíos. (…) el celo polaco podía dejar atrás a los alemanes si de matar judíos se trataba. (…) También de Polonia debían irse" (47).

    En 1988, durante la Feria del Libro, el doctor Renè Baròn entregò personalmente a Jorge Isaac el premio que lleva su nombre, distinguiendo a Una ciudad junto al rìo (48) como la mejor novela editada durante los años 1986 y 1987. El jurado que lo otorgò -designado por la Sociedad Argentina de Escritores- estuvo integrado por Luis Ricardo Furlàn, Raùl Larra y Juan Josè Manauta.

    La novela fue presentada en la Uniòn Arabe por el profesor Elio C. Leyes -"escritor y presidente de la Universidad Popular, autor de Voz telùrica de Gerchunoff, editado por el Ateneo Judeo Argentino ‘19 de abril’ de Rosario", quien "señalò que el libro bien podìa llamarse ‘Los gauchos àrabes’, en justo parangòn –según dijo-con la celebrada obra de Gerchunoff, en la cual no debe haber escritor que haya profundizado tanto como èl" (49).

    El Gobierno de Entre Rìos la declarò, por iniciativa del Consejo General de Educaciòn, de lectura complementaria en las escuelas superiores de la provincia, a partir del sèptimo grado, recomendando su utilizaciòn en la enseñanza.

    La obra està dedicada "a los inmigrantes àrabes –sirios y libaneses- y, por natural extensiòn, a españoles, italianos, alemanes, judìos, suizos, rusos, polacos, yugoslavos, y de cuanto otro origen y procedencia màs, que se lanzaron un dìa por los riesgosos caminos del mar a la aventura de ‘hacer la Amèrica’ ".Partiendo de su propia etnia, la mirada de Isaac se vuelve abarcadora, hasta incluir a hombres de diversa procedencia, cuya gesta evoca.

    Se refiere al arribo a la nueva tierra: "Los inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco, llegan y descienden aquí de manera diferente según sea su origen que nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin oírlos, hemos aprendido a determinar con riesgo escaso de equivocarnos". Seguidamente, describe el desembarco de italianos, alemanes, españoles, judíos y árabes, señalando las peculiares características de cada grupo.

    Describe el desembarco de un polaco enfermo: "Llegó la segunda tanda de ‘polacos’. Uno, vino enfermo. Lo bajaron dificultosamente del barco, lo llevaron casi arrastrándolo sobre la larga planchada y luego, alzándolo en vilo, lo trasladaron hasta debajo de los árboles donde se hallaban, en varios grupos, los demás. (…) De vez en cuando retorcíase y gemía, sin abrir los ojos. (…) Media hora después, llegó la ambulancia. Un carretón tétrico, tirado por cuatro alazanes bien alimentados, muy parecido a otro que sirve de fúnebre pero del que tiran unos caballos renegridos. Casi podría decirse que la variante consiste tan sólo en el color de los animales. Lo cargaron al enfermo sin que él se diese cuenta. Mantenía los ojos cerrados y los miembros blandos, sin fuerza, exhalando de vez en cuando un gemido corto". Un largo rato después, el narrador recibe el legado del polaco: una bolsa conteniendo una colchoneta, varios tarros ennegrecidos por el humo de las fogatas y un paquete con hierbas de varias clases (50).

    Hay rusos en el Chaco. Magdalena Kramenenko, uno de los personajes de Mempo Giardinelli en Santo Oficio de la Memoria, se interesa por los platos de diferentes colectividades y, cuando los cocina, es digna de elogios: "Todas cosas judías, deliciosas, bien condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes, madre mía, para chuparse los dedos. Y no solamente judías porque también hacía unas paellas que te dejaban de cama. Y no te cuento las mermeladas que preparaba: de rosa mosqueta, de grosellas, de granadas, de higos. O las ravioladas con salsa a la bolognesa o la Príncipe di Nápoli, mamma mía. También hacía unos guisos carreros que le enseñó tu papá, muy delicados, porque tenían las dosis exactas de hierbas, especias exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho con amor, el morfi con amor es otra cosa" (51).

    El libro de los recuerdos, de Ana María Shua, "es la novela de una familia argentina, con sus abuelos inmigrantes, hijos comerciantes y nietos atorrantes. Una sucesión de afectos y de envidias, de nacimientos y de penas, de matrimonios públicos y de amores prohibidos. Sin grandes escándalos, sin secretos horrendos ni crímenes brutales: con la cuota de humor, de fracaso y ternura que corresponde al país que, vaya uno a saber por qué, eligieron nuestros abuelos o sus padres para sufrir y gozar" (52).

    Es el patriarca de esta familia el abuelo que, en la juventud, debió empezar a llamarse Gedalia Rimetka, dejando de lado su nombre verdadero. En Polonia, donde comía papas todos los días, esperó escondido que falleciera algún paisano más o menos parecido para heredar su identidad, y poder así emigrar: "Murió Gedalia Rimetka, medianamente joven, de bigotes. Con su documento fue el abuelo al consulado de América, la verdadera, la del Norte, y le dijeron que no. No lo bastante joven murió Gedalia, no lo bastante joven como para pasar por el abuelo. En Polonia siempre hacía frío, siempre había nieve. Cuando se derretía la nieve, había mucho barro. El barro también era frío. El barro de Tomachevo cruzó el abuelo, que quería cruzar el mar. Y llegó al consulado de esta pobre América. Allí, le habían dicho, no se fijan mucho, no entienden nada, les da lo mismo. Allí también es América, aunque no tanto. Lo que vale es salir de Europa, lo que vale es cruzar el mar. Desde una América ya será posible llegar a la otra. Y no se fijaron, o no les importó, o no entendían nada, y el abuelo pudo ponerse en camino para cruzar el mar" (53).

    En La isla se expande, Carolina de Grinbaum presenta a una familia judeo-polaca: "No puedo dejar extraviados en el ingrato olvido al matrimonio judeo-polaco y su hija, gnomos que poblaban uno de los cuartos intermedios dentro de esa casa de sorpresas. La mujer, aun en su corpulencia y aparente acritud, era modesta hasta lo invisible, tan hacendosa y esforzada que lindaba con lo increíble. El hombre, como corresponde a su naturaleza de duende, siempre oculto. Enfermo y resignado trataba de cubrir con su propio y esmirriado cuerpo el panorama tétrico de los frecuentes accesos, escupitajos y demás síntomas evidentes del mal que lo volcaría inexorablemente al fin. Marianita sentía cariño y respeto, en especial hacia esa esposa y madre, geniecillo movido por el amor. En un afán constante por tratar de alimentar y alegrar a la familia, la señora Matilde –ése era su nombre- pasaba largas horas dentro de la cocina, manipulando ollas y sartenes de las que finalmente extraía los mejores manjares elaborados a la manera europea. Al suponer que para obtener esos excelentes resultados frotaba las cazuelas como lo hiciera el legendario Aladino con su lámpara maravillosa, no dejaba de observarla. Gracias a Matilde adquirió buen gusto y habilidad para la cocina" (54).

    En la Semana Trágica de 1919 –cuenta uno de los personajes de Vázquez Ríal- "se desató la caza del ruso. Asi lo llamó la prensa. Eso del ruso… es un término muy amplio, que alude al judío, el polaco, el húngaro, al que se supone comerciante, o bolchevique, o terrorista, no importa lo incongruentes que parezcan estos términos… (…) los jóvenes que poco después serían organizados en la Liga Patriótica, armados, tomaron al asalto el barrio de Once, el barrio judío, identificándose con un brazalete celeste y blanco, apedreando tiendas y deteniendo a cuanto peatón con barba se les pusiera a tiro" (55).

    Gabriel Báñez relata que la Zwi Migdal era una organización de trata de blancas que tenía en Ensenada el centro de sus operaciones. Casi todas las pupilas "venían de Varsovia, engañadas por un correo que les prometía casamiento y fortuna en la nueva tierra y con el cual refrendaban un contrato que avalaban los padres de las jóvenes. En cuanto pisaban puerto, debían enfrentarse sin embargo con la letra chica del contrato: la prostitución o el remate" (56).

    Ricardo Feierstein es el autor de La logia del umbral (Buenos Aires, Galerna, 2001), novela sobre la inmigración judía a lo largo de cien años. Entre los personajes están los pioneros que llegaron a la Argentina en el vapor Weser, con destino a Moisésville. Ellos se alojaron en el Hotel de Inmigrantes, al que describían como un edificio "enorme, vetusto, dividido en muchas habitaciones. Con largas mesas y bancos laterales". Se referían a los huéspedes como "cientos y cientos de bocas hambrientas. (…) sin idioma, cansados, confundidos".

    No acompañó la suerte a los pioneros. Cuando fueron al campo, pasaron "Días y días sin masticar. Los niños enfermaban…". Se refiere el escritor a la colonia santafesina a la que se trasladaron desde el Hotel. Allí comprobaron que no tenían alimento ni dónde guarecerse: "Nada hay donde todo debiera estar: ni carpas, ni elementos de labranza, ni semillas. Ni siquiera un hombre del lugar, en representación del propietario, para entregar esas tierras tan laboriosamente adquiridas a través del cónsul comercial argentino en París, que actuaba en nombre del terrateniente".

    En la obra cuenta el proyecto de cuatro generaciones de una familia, que se propone llegar a caballo desde Moisesville, provincia de Santa Fe, mediante postas de dos jinetes por vez, con una caja de madera de cerezo que contiene tierra de la primera colonia judìa en la Argentina y ‘una mezuzà, estuche de hueso con un trozo de papel escrito con letras hebreas’, hasta la Plaza de Mayo, donde la enterraràn bajo la Piràmide.

    Cuando el miembro màs joven de este grupo està por concretar la iniciativa de su familia y de èl mismo, al pasar frente a la AMIA, una terrible explosiòn lo "revolea por el aire. Todo se vuelve negro –rememora-, el rugido ensordecedor parece indicar que, con la oscuridad de un eclipse gigante, ha llegado el fin del mundo. En ese instante, cien años de vida familiar y comunitaria se atropellan para desfilar ante los ojos desorbitados de mi conciencia en fuga" (57).

    En la Argentina, Stéfano, el protagonista que da nombre a la novela de María Teresa Andruetto, trabaja en un circo, en el que trabaja también un húngaro: "A Stéfano le asombran las costumbres de esta gente, lo que comen, la ropa que usan, el modo en que hablan; gente venida de todas partes que se ha ido sumando al circo. Uno de los payasos es húngaro, son de Lignano el domador y el viejo Lucca, y la contorsionista es brasileña" (58).

    José Martín Weisz relata en …mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría, la historia de un judío húngaro que debió dejar su tierra, y el viaje que él realiza con su hijo, muchos años después. Martín "ha viajado con frecuencia a Europa debido a su trabajo, y en esos viajes siempre ha pensado en acercarse a Hungría, pero lo ha detenido el temor a enfrentarse por sí solo con el pasado de su familia. Lo ha asediado una irracional fantasía de que los nazis lo apresarían y lo harían jabón. (…) Quería ir a Hungría a visitar la tierra de sus ancestros, pero había llegado a la conclusión de que no podía hacer ese viaje solo, necesitaría de la compañía de su padre para realizarlo. No tanto la de su madre, que también era húngara, sino sólo la de su padre. Quería que fuese un viaje de hombres, de amigos, de compañeros, en esta excursión a ese pasado. (…) El paso siguiente era cómo convencer a este hombre de ochenta y cuatro años, que siempre había expresado su desprecio por ese país que no había dudado en apoyar al invasor nazi y que había colaborado para mandar tantos judíos a la muerte. No iba a ser fácil" (59).

    Pensión "La Rosales" se titula la novela de Juan Jorge Nudel. "Nacido en Remedios de Escalada, el barrio constituye uno de sus temas preferidos, asì como la interacciòn de los grupos y el impacto de la vida cotidiana en la interioridad de sus personajes". Sobre estos temas versa la novela que nos ocupa, en la que presenta a muchos seres humanos que poco tienen en comùn, salvo vivir en el mismo lugar. "Aunque los lectores ingresaràn en una calle donde nunca estuvieron, es posible que encuentren algùn vecino relatando un recorrido que podrìa ser el propio".

    El autor evoca "historias de barrio que muestran, en el quehacer cotidiano, caminos que se abren y cierran, soledades y compañìas (buenas y malas), diàlogos y monòlogos en busca de una escucha que acompañe el deseo de continuar hablando". Por la obra desfilan los responsables de un cineclub, en el que se proyecta la pelìcula "Titanic", hecho que da lugar a las consideraciones de uno de los personajes. Encontramos tambièn a los Goldman, una familia judìa que sòlo observa tres de las fiestas de su religiòn, y a la prostituta que llegò desde Europa engañada, pensando que su futuro serìa muy distinto del que encontrò en Amèrica.

    Nudel presenta asimismo la carta de un torturador a su hijo, en la que le dice, en resumidas cuentas, que sòlo quiso apartarlo del mal camino, y una sesiòn de terapia en la que una mujer se queja de la vida que lleva junto a su marido y a su hijo, situaciòn en la que se evidencian las falencias de la paciente.

    Como estas, otras tantas historias, escritas con agudeza y don de observaciòn por este hombre que ingresa a la literatura con condiciones que el lector advertirà desde el inicio de la novela (60).

    En cuentos

    Alberto Gerchunoff dejò, en el cuento "El dìa de las grandes ganancias", testimonio de su època de vendedor ambulante, durante la adolescencia. "Necesitaba poco para abandonar el comercio a que me dedicaba. Era yo entonces alumno del colegio nacional. Habìa dado examen de primer año, encontràndome imposibilitado para continuar los cursos. Me faltaba el dinero para la matrìcula, carecìa de libros, del traje de cierta apariencia, a fin de que los camaradas de aula no se burlasen demasiado de mi aspecto gringo. Fueron estas circunstancias que me relacionaron con el jocundo Rondelli y nuestro convenio comercial quedò establecido sin intervenir leyes ni escribanos" (61).

    En "Las noches de Goliadkin", H. Bustos Domecq –seudónimo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares- evoca el exilio argentino de una princesa rusa. Goliadkin relata su historia: "pretendió haber sido caballerizo, y después amante, de la princesa Clavdia Fiodorovna; con un cinismo que me recordó las páginas más atrevidas de Gil Blas de Santillana, declaró que, burlando la confianza de la princesa y de su confesor, el padre Abramowicz, le había sustraído un gran diamante de roca antigua, un nonpareil que, por un simple defecto de talla, no era el más valioso del mundo. Veinte años lo separaban de esa noche de pasión, de robo y de fuga; en el interín, la ola roja había expulsado del Imperio de los Zares a la gran dama despojada y al caballerizo infidente".

    "En la frontera misma empezó la triple odisea: la de la princesa, en busca del pan cotidiano; la de Goliadkin, en busca de la princesa, para restituirle el diamante; la de una banda de ladrones internacionales en busca del diamante robado –en implacable persecución de Goliadkin. Este, en las minas del Africa del Sur, en los laboratorios de Brasil y en los bazares de Bolivia, había conocido los rigores de la aventura y de la miseria; pero jamás quiso vender el diamante, que era su remordimiento y su esperanza. Con el tiempo, la princesa Clavdia fue para Goliadkin el símbolo de esa Rusia amable y fastuosa, pisoteada por los palafreneros y los utopistas. A fuerza de no encontrar a la princesa, cada día la quería más; hace poco supo que estaba en la República Argentina, regenteando, sin abdicar su morgue de aristócrata, un sólido establecimiento en Avellaneda. Sólo a último momento, sacó el diamante del secreto rincón donde yacía escondido; ahora, que sabía el paradero de la princesa, hubiera preferido morir a perderlo" (62).

    "Con El agua publicada póstumamente en 1968, culmina la importante producción de Enrique Wernicke (1915-1968)" (63). En este libro, el escritor evoca el menosprecio que un personaje evidencia por su descendencia: "Era una casa para vivir bien. Ahora que las chicas crecían, tal vez hubiese venido bien otro baño o, por lo menos, un toilette. Pero don Julio pensaba que las chicas algún día se iban a casar y además, no olvidaba, él también tendría que morir. Un baño es suficiente cuando se convive con gente bien educada… como él. O Julito. No se podía decir lo mismo de las nietas, hijas de una hija de un judío polaco, sin eso imperceptible, casi diríamos inexplicable, que se llama ‘tener sangre inglesa en las venas’. (…) El viejo, esta noche, duerme solo. Julio está en el Norte. Bertita, su nuera, y las dos nietas, han ido al centro. Se quedarán ‘donde vive la polaca’ (nunca osó decirlo en voz alta don Julio). Y lo dejarán tranquilo" (64).

    En un cuento de Susana Goldemberg, dice un inmigrante al despedirse de su familia: "Argentina. El nombre raro. Otro país. Del otro lado del mar. Papá trató de explicarme: -Es un país grande, rico, generoso. Allí respetan a todos los hombres del mundo que quieran trabajar sus tierras. No importa en qué templo o en qué idioma le hablen a Dios" (65).

    En su cuento "El cardenal", Márgara Averbach escribe: "Yo siempre habìa querido un cardenal. En ese entonces, habìa muchos en los àrboles de la casa de las tìas, como flores rojas màs ràpidas que las otras. Y el abuelo, -que había nacido en una ciudad de Europa y después se había visto obligado a convertirse en gaucho judío, una conjunción inimaginable para él, supongo- me habìa prometido cazar uno para mì ese verano. Era el mejor de los cazadores, un hombre alto, lento. Se agachaba para tocarme con una gracia infinita que mi torpeza iba a envidiarle para siempre. El me había enseñado a andar a caballo. Me había subido a ese paraíso de crines y cuero de oveja, me había puesto las riendas en la mano izquierda, me había mirado con confianza y me había dicho Adelante. La promesa, el pájaro, era solamente, uno de sus muchos trucos de magia" (66).

    De otro agricultor judío, "Aarón" y su esposa dice María Inés Krimer: "Vivía en un campito con su mujer, Clara. Nadie pudo explicar por qué terminaron ahí, perdidos en el medio de la pampa, cuando parientes y amigos se habían dirigido a las colonias de Santa Fe, Entre Rios y Chaco" (67).

    El bisabuelo de Zahira Juana Ketzelman llegó a Azul con su familia, pero, molesto por la actitud de los lugareños para con sus hijas casaderas, se fue de esa localidad (68).

    Marcelo Birmajer evoca su experiencia en la primaria. A propósito de un hecho que está relatando, dice: "La historia transcurre en el colegio Doctor Hertzl, una institución judío-laica donde cursé hasta el cuarto grado de la escuela primaria. No pasé de cuarto grado porque el estudio simultáneo del inglés, el hebreo y el castellano, sumado a una confusa situación familiar, me dejó varado en una dislexia consistente en escribir el castellano de derecha a izquierda, como el hebreo; y el hebreo de izquierda a derecha, como el castellano. Sin duda podría haberme presentado como atracción en un circo grafológico, pero no era la habilidad más indicada para cursar regularmente el cuarto grado" (69).

    Los inmigrantes padecen las secuelas de la guerra. En un cuento de Sebastián Jorgi, un hombre dice a su mujer: "A la semana de vivir juntos, mamá Freda se largaba a llorar todas las noches en la habitación contigua. Vos me explicaste que estuvo en el Ghetto de Varsovia y no quiere dormir sola porque tiene mucho miedo de sólo pensar que los nazis la llevarán a la casona del fondo del campo" (70).

    En "El baile", Jorgi relata: "Había sido Mariuska, hija de una princesa rusa con veleidades de artista plástica, la que lo inició en pormenores del arte. Con tal de conquistarla al fin, le siguió el tren. Después de haberla conocido –recién finalizada la Segunda Guerra Mundial- en un bailongo de la Boca, simuló interesarse por la pintura" (71).

    El pequeño protagonista de "Historia con tango y misterio", de Oche Califa, pregunta por qué sus abuelos emigraron de Rusia. El padre le contesta: "Por el ejército del zar. Cada vez que aparecían por la aldea donde vivía era para llevarse a los jóvenes a pelear en alguna guerra en la otra punta del país" (72).

    En "Hamlet en el gueto", Samuel Pecar, el "Sholem Aleijem argentino", evoca los años que pasan mientras el padre de familia medita acerca de la posibilidad de emigrar. El narrador expone la situación del protagonista: "Máximo Jirik no se dirige a Israel para hacer negocios. Máximo Jirik es un idealista, señor. Si él ha resuelto dejar la Argentina, donde siempre vivió bien, ¡más que bien!, no será por el sucio afán de apilar dinero en otro país, enclavado, para colmo, en la barriga de Asia, y cercado de enemigos con el alfanje entre los dientes. No; a Máximo Jirik no le interesan los business. Israel lo atrae con la magia de sus múltiples lazos históricos, sentimentales, telúricos…". Al finalizar el cuento, el hombre aún sigue evaluando las ventajas y desventajas, mientras su familia sufre las consecuencias (73).

    Hilel Resnizky dedica Peregrinación entre patrias a la memoria de sus padres y su hermano, "como homenaje a la judería argentina, que supo unir valores". El volumen consta de tres partes, cada una de las cuales muestra "características distintas que van de un realismo sentimental a un surrealismo –o metarrealismo- de mirada alerta".

    "Argentino y Judío a mucha honra pretende presentar esbozos, aunque sean aislados, de la epopeya de la colonización judía en la Argentina". Aparecen entonces los gauchos judíos, los conservadores y radicales, la discriminación, el tesón, la victoria y la desazón que caracterizaron a toda una época. "Vieja Patria y Hombres Nuevos es también realista, pero por ser más cercana en el tiempo y el lugar a los hechos que describe es tal vez menos piadosa, como una fotografía tomada de cerca, que no escatima el detalle de las arrugas". Algunos descendientes de los colonos, perseguidos y torturados por motivos racistas o ideológicos viajan a Israel, y encuentran allí salvación, aunque la convivencia no es del todo sencilla. "Un Poco Más Acá del Más Allá es abiertamente surrealista" y trata cuestiones inherentes al ser humano en general, ubicadas en escenarios muy distintos de aquellos en los que transcurría la acción de las narraciones anteriores, utilizando recursos relacionados con lo onírico y lo fantástico.

    La llegada a la Argentina, huyendo de una tierra inhóspita; la partida a Israel, en amargas condiciones, y algunos relatos en los que se indaga otra realidad, son la esencia de este volumen interesante tanto para judíos cuanto para gentiles (74).

    En poesías

    Leopoldo Lugones, en "la ‘Oda a los ganados y las mieses’ muestra una expansión jubilosa en la exaltación de la tierra, los hombres y los frutos, sin rehuir prosaísmos certeros de cordial resonancia. Desde el diálogo pintoresco que sitúa con felicidad en su medio al criollo o al extranjero hasta el cuadro familiar a veces íntimo y conmovido de recuerdos, Lugones hace explícita una convivencia con el mundo humano, animal o de humildad biológica que sorprende por la extrema y sutil observación. Hay ternura y gracia en el diminutivo y las imágenes justas multiplican ante el lector la hirviente variedad de ese vivo universo" (75).

    En la "Oda a los ganados y las mieses", Leopoldo Lugones canta al ruso Elìas, que vive en paz en la nueva tierra: "Pasa por el camino el ruso Elías/ Con su gabán eslavo y con sus botas,/ En la yegua cebruna que ha vendido/ Al cartero rural de la colonia,/ Manso vecino que fielmente guarda/ Su sábado y sus raras ceremonias,/ Con sencillez sumisa que respetan/ Porque es trabajador y a nadie estorba" (76).

    En su poema "En el día de la recolección de los frutos", Alfredo Bufano homenajea a los rusos con estos versos: "Salud, hijos del Volga y de Siberia,/ y de todas las tierras que ayer fueron del Zar;/ salud, mas no al que viene/ haciendo tremolar/ banderas empapadas de sangre, fuego y muerte/ sino al que viene a amar y a trabajar,/ y al que llega con sed de justicia/ o fatigado en busca de un regazo cordial;/ porque esta tierra nuestra, grande, sagrada y bella,/también la damos para descansar" (77).

    De Rusia parte Jacobo Fijman, a los cuatro años de edad, en 1898. Mucho tiempo después escribiría: "¡Ah! Yo soy uno de esos caminantes/ Que aún no han encontrado su camino;/ Pero he gustado un luminoso vino/ en huertos generosos y fragantes" (78).

    Tamara Kamenszain, descendiente de rusos, es la autora de El ghetto. Ese libro, dedicado a su padre, incluye el poema "Arbol de la vida", en el que expresa: "Mi duelo, lo que estoy viendo/ es el Gran Buenos Aires desde un cementerio judío./ Con cara de cansado pasa arrugando un rabino/ la página de kaddish en el bolsillo./ En mangas de camisa lejos de esta pira de piedras/ asará los restos del domingo sobre otro mausoleo./ En la puerta la florista se persigna/ ante un cortejo de parientes y vecinos/ solideos improvisados, mujeres de llanto fácil/ se congregan en la fila de los deudos/ no es por mi duelo, me segregan, los estoy viendo/ no me sumo a esa muchedumbre abatatada/ me resta a contramano mi pérdida solitaria/ por Quilmes y Ezpeleta hasta La Tablada flotando/ bajo el humo de chorizos arrebatados,/ de calles barrosas sin apisonar/ vías muertas y, al final, una tarima evangelista. ‘Pare de sufrir’ anuncia la humorada del cartel/ cuando piedra sobre piedra entierro/ mal traducida la fotocopia de kaddish/ en el fondo de mi cartera que me dice/ la tradición a expensas de tu muerte/ una verdad menos que revelada/ no hay rabino que ayune ganas de saber/ no hay duelo lo que estoy viendo es lo que es/ calles del Gran Buenos Aires transidas de domingo/ un vehículo negro pasea en relieve el nombre de su cochería/ de éste al otro lado del suburbio lo que estuve viendo/ se distancia. En el campo sin límites de la mirada/ verde sobre verde avanza el paisaje de todos/ todos cuelgan sobre ese horizonte la esperanza de estar vivos/ somos una muchedumbre abatatada volcando sobre los colectivos/ un pasaje de salida. Me fui del cementerio/ yo tampoco merezco otro domingo en tinieblas./ Mi duelo, lo que estoy viendo/ será de aquí en más este verdor que te dedico./ Hoy florecen en las copas de los árboles todas mis raíces" (79).

    La madre de Susana Szwarc, nacida en Polonia, vivió en Siberia. En "Declive", la poeta expresa: "Por el ojo de la cerradura vemos/ cómo deja la palangana en el suelo: tiene agua. Ahora/ no se ve. Hasta que levanta la mano/ blanca, la misma con que la prisionera (jovencita/ en Siberia) llevaba maderos hacia el barco.// ¿Y las niñas?, en la escuela/ atrás de la vía.// Tiene una gillette y el ojo apoyado en la cerradura mira/ su negra axila de abeja-madre. Arrasa. Algo se corre./ En el encuadre, un ojo mira al otro./Si me estiro veo/ la palangana (llena) de estrellas y abedules/ también blancos: habría nevado./ ( El hermano, sobre la nieve, corre/ a la muchachita y ahora los ojos ya no ven.)// Atrás de la vía:/ campanas.// Va a salir. Hay que correrse. Abre la puerta y desparrama/ el agua (turbia) al gallinero. Nubes la alejan, hacen pasillos./ hasta que tiende más ropa en punta de pie. Los brazos en alto. Abrocha.// ¿Cómo hallar ahí donde posarse?".

    En "Bíblica", evoca: "Madre es anciana./ Madre es anciana y se ha/ embarazado./ Habrá una hermana nueva. // Madre embarazada/ vomita y sus dedos aprietan./alambres/ del gallinero.// Por su boca sale la nieve/ de Siberia y aquí -lejísimo-/el pueblo entero se llena de blanco/ barro.// Madre ríe y las hijas reímos/ mientras mascamos/ un poco de brea/ como si el mundo la nieve la brea/ fueran/ nuestra pertenencia.// Y madre/ sabia en los vagones/ nos avisa:/ si uno tiene que vivir vive/ si uno tiene que morir se/ muere.// ¿Porqué? le decimos las nacidas/ pero ella se distrae por el buey/ quieto entre las vías./ Y anuncia:/ este tren habrá de detenerse/ Podremos parir" (80).

    Enrique Novick describe, en "Balada para un padre ausente", el efecto que la música de su tierra tenía en el padre enfermo de Alzheimer: "Cuando le/ cantaba,/ próximo/ a su lecho,/ canciones/ antiguas/, sin nombre/ ni dueño,/ que hablan/ de una aldea/ con hornos/ de piedra,/ cerca de las/ casas,/ sus pisos/ de tierra,/ Marc Chagall/ brotando/ de acequias/ y techos;/ que él/ acompañaba/ con su voz/ pausada,/ rescatando/ estrofas/ tras un gesto/ austero,/ y un temblor/ extraño/ que escurría/ en su cuerpo,/ peces abismales/ y negros,/ hasta ser un eco/ más/ entre los ecos,/ que suelen/ merodear/ por mi cerebro" (81).

    Paulina Vinderman habla a su padre en un poema: "-Anoche soñé que sacaba un pasaje para Bulgaria-/ quiero decirle./ Llego a una ciudad amplia y resuelta, apoyada en un/ mar interior (un mar de manual, con muchos barcos enhiestos.)/ Inexplicablemente la ciudad está callada/ y resuenan mis pasos sobre las calles./ Universidad, dice un cartel,/ y otro me envía a las ruinas de un templo griego/ que instala la armonía en mi ceguera." (82).

    En su poemario Las huecos de tu cuerpo, Manuela Fingueret evoca a su madre, llegada desde otra tierra, que vivió entre los años 1917 y 1988. La hija le dice: "Suspendida del verano/ como las/ glicinas de la calle Leiva/ ‘flor quieta y desnuda’*/ tus pies se arrastran/ en la noche/ como una alucinación/ que se desliza/ por las paredes/ del hotel de inmigrantes y/ tu cuerpo se estremece/ hija entre tantas/ en una aldea/ de Lituania".

    En otra estrofa, expresa: "Es sólo/ un mediodía de febrero/ el calor impacienta/ exige/ un espacio entre las piedras/ donde encuentro/ tus juegos inconclusos/ en esa aldea de Lituania/ cuando/ sólo eras Basia/ una joven en tránsito/ hacia otras calles. ¿Cómo hacer de la distancia un soplo’/ ¿Un leve movimiento pendular/ para abrazarnos?"". Más adelante, se lamenta: "¡Soy tu madre!, decías, ¡sólo mírame!/ Y no pude/ Eloim/ con ese modo callado de ser mujer/ con esa máscara suplicante/ plegada sobre/ la vieja tabla de lavar/ al ritmo/ del barco a vapor/ buscando/ una aldea de Lituania" (83).

    En "Corrientes esquina gueto", evoca la realidad del inmigrante polaco: "Cada quien/ con las voces del mercado/ recién llegado de Varsovia/ pepinos en vinagre/ o el buzón de la esquina// Una tierra prometida/ untada sobre pan Goldstein/ entre pastrom caliente/ y el mar rojo atravesado/ por Corrientes/ o por Serrano/ a la espera de Moisés/ que no sabe idish/ para descifrar los mandamientos" (84).

    Mónica Sifrim escribe: "No señor. En mis antepasados no hay diabéticos, hipertensos,/ cardíacos ¿Cómo explicarle? De cada diez antepasados míos,/ uno moría en las revoluciones, otro en las cámaras de gas/ y cuatro o cinco de melancolía./ Ya sé que no se heredan tales males. La mandrágora deja/ ese letargo de naranjas agrias. Luego talco, y a mover los/ genes fresquecitos./ Pero cuando llegan oleajes de dolor oleajes de dolor oleajes/ se descubre un vago parecido: ¡Mire qué bonita!/ Mete el brazo en el horno como lo hacía su tatarabuela" (85).

    En teatro

    "La urbe no consigue absorber del todo el aluvión tumultuoso que avanza desde el puerto –afirma Luis Ordaz-, y si bien el inmigrante se va incorporando al medio que habita e integra. Éste (el medio) se conforma, asimismo, con dicha participación e incidencia. El inmigrante se adapta o no, pero, a la vez, impone un nuevo sentido a las cosas y hasta las nombra y condimenta con vocablos y giros que componen una nueva jerga de frontera. Italianos y españoles, particularmente, pero también ‘turcos’, polacos, ‘rusos’ (judíos de variadas procedencias), animan una población pintoresca por el enfrentamiento, habitualmente apacible y sin prejuicios de ninguna índole, de todas las nacionalidades, razas y credos. Todo esto resalta, de manera natural, en el ‘sainete porteño’ " (86).

    "En Mustafá, sainete que Armando Discépolo y Rafael José De Rosa escriben en colaboración, y estrenan en 1921, don Gaetano (tano típico del género) se entusiasma ante la fusión, la ‘mescolanza’, que se logra en las bulliciosas casas de vecindad porteñas" (87). Conversando con el turco que da nombre a la obra destaca el clima amistoso del conventillo: "E lo lindo ese que en medio de esto batifondo nel conventillo todo ese armonía, todo se entiéndano: ruso co japonese; francese con tedesco; italiano co africano; gallego co marrueco. ¿A qué parte del mondo se entiéndono como acá: catalane co españole, andaluce co madrileño, napoletano co genovese, romañolo co calabrese? A nenguna parte. Este e no paraíso. Ese ne jauja. ¡Ne queremo todo!" (88).

    A criterio de Ordaz, "Don Gaetano se refiere, efusivo, a una parte verdadera e importante del conventillo, mientras la otra parte, que sirve para completar la visión, queda soslayada: ¿quiénes habitan las enormes casonas, cómo se vive en un conventillo?" (89).

    En cine

    Alberto Gerchunoff escribió Los gauchos judíos en 1910, para celebrar un momento culminante de nuestra historia. Décadas más tarde, el libro fue llevado al cine. Al respecto, Jorge Miguel Couselo afirma que "La briosa versión de Los gauchos judíos (Jusid, 1975), con la originalidad de una interrelación folclórica nunca tocada por el cine argentino, sufrió el torpe tronchamiento de la censura, que no admitió en imágenes pasajes que cuatro generaciones de estudiantes leyeron en la prosa de Alberto Gerchunoff" (90). Sobre el film escribe Ricardo Manetti: "La pantalla también devuelve (…) el retrato nostálgico y épico de la gesta de los inmigrantes" (91).

    En abril de 2001 se estrenó Un amor en Moisésville (92), film dirigido por Antonio Ottone –que también escribió el guión- y protagonizado por Víctor Laplace y Cipe Lincovsky. Sobre esa película se afirmó: "Antonio Ottone regresa al cine de la mano de una historia ambientada en tiempos en los que un contingente de la colectividad judía procedente de Europa desembarcaba a principios de siglo en la provincia de Santa Fe. Víctor Laplace y Cipe Lincovsky hacen un homenaje desde sus personajes" (93).

    En historietas

    En Caras y Caretas, "en 1927 Hersfield publicó a ‘Abraham Kancha, experto en Uper’ un personaje mitad criollo, mitad judío, que lo presentaba así: ‘¿Romperme una hoieso? Ni vos, ni la negro Kin Charol, ni Firpo, ni nadie mi dieja groggy’ " (94).

    …..

    Procedentes de diversas naciones, los inmigrantes que en la Argentina fueron llamados "rusos" contribuyeron al engrandecimiento de la nueva tierra.

    Notas

    1. Báñez, Gabriel: Virgen. Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
    2. Alpersohn, Marcos: Memorias de un colono argentino, en Judaica N° 50. Tomado de Senkman, Leonardo: La colonización judía. Buenos Aires, CEAL, 1984.
    3. Chajchir, Mauricio: "Viaje al país de la esperanza. Relato de un viajero del Pampa", en La Opinión, Buenos Aires, 8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de Genealogía Judía de Argentina, Toldot #8. Noviembre de 1998.
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    5. Gombrowicz, Witold: Peregrinaciones argentinas. Madrid, Alianza Tres, 1987.
    6. Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Maymar, 1986.
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    12. Aubele, Luis: "A boca de jarro. Pedro Roth ‘Soy un testigo privilegiado’ ", en La Nación, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.
    13. Szwarcer; Carlos: "La mesa de mis abuelos", en SEFARaires N° 12, abril de 2003.
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    23. Alonso de Rocha, Aurora: "Entonces la mujer", en El Tiempo, Azul, 2003.
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    25. Algañaraz, Julio: "Pintor y aventurero", en Clarín Revista, Buenos Aires, 8 de junio de 2003.
    26. Manzur, Norma: Lazos y Nudos. Cuentos, Buenos Aires, Editorial Milá, 2003.
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    51. Shua, Ana María: El Libro de los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994. (contratapa).
    52. Shua, Ana María: El Libro de los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
    53. Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.
    54. Vázquez Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
    55. Báñez, Gabriel: op. cit.
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    57. Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
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    67. Ketzelman, Zahira Juana: en el grillo
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    70. Jorgi, Sebastián: "El baile", en Fuga y vigilia. Buenos Aires, Ediciones del Valle, 1996.
    71. Califa, Oche: "Historia con tango y misterio", en Un bandoneón vivo. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
    72. Pecar, Samuel: La última profecía y otros textos. Buenos Aires, Milá, 2001.
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    88. Ordaz, Luis: op. cit.
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    92. S/F: "Un amor en Moisés Ville", en Película Cinemark archivos/Cinemark-Ottone.htm
    93. S/F: "Caras y Caretas" de Adrián Ignacio Pignatelli. Publicado en Historia de Revistas Argentinas. Tomo II . AAER

    Trabajo enviado por

    María González Rouco

    Licenciada en Letras UNBA, Periodista Profesional Matriculada