El perro mordisqueaba ávido su carne, sin olvidar al intruso. La noche se hizo más oscura, y el viento sopló con más fuerza, avivando el fuego. El perro engullía su comida entre jadeos, destrozando la carne a dentelladas.
El muchacho, con la espalda apoyada sobre uno de los contenedores, tomó una pizca de polvo blanco y la colocó dentro de la jeringa, la llenó de agua y la observó a la luz de las llamas: la solución tenía un color lechoso. Apretó el embolo y una pequeña gota blanca surgió en la punta de la aguja.
El sonido de un trueno lejano encubrió por un instante el sonido del viento entre las ramas del sauce. El perro continuaba destrozando el pedazo de carne. Tragaba apresurado y de a ratos volvía a gruñir.
El muchacho, con el puño izquierdo cerrado, flexionó ansioso varias veces el brazo; clavó la aguja en una vena que sobresalía y empujó el émbolo hasta el fondo.
Inmóvil por un instante, el perro reparó atentamente en el intruso que se estremeció en un paroxismo involuntario: los ojos abiertos, fijos en ninguna parte.
El perro continuó su festín, echando de vez en cuando vistazos odiosos al intruso.
El viento arreció, la oscuridad se hizo más densa, un relámpago cercano iluminó el basural. El perro, que ya casi finalizaba su cena, echaba intensas miradas al intruso.
El muchacho se inyectó dos veces más; su cuerpo estaba duro, sus ojos sin brillo. Truenos lejanos quebraban por momentos el silencio lóbrego.
El perro, pesado por el reciente festín, se había echado al lado de uno de los contenedores. Fue atraído por un gemido y un estertor. Vio el cuerpo del intruso que yacía inmóvil al costado del fuego. Se irguió y se dirigió hacia las débiles llamas. Jadeando, el perro se detuvo al costado del cuerpo inmóvil.
Un último sonido ahogado escapó de la boca del muchacho.
El perro le olió la cara, vio la jeringa clavada en el brazo. Le lamió el rostro. Después lanzó un aullido penetrante y lastimero que fue apagado por el estampido de un trueno que desgarró el silencio del lugar.
Un relámpago iluminó la escena. El viento ululaba en la copa del sauce. Seguidamente comenzaron a caer grandes gotas de aguas que apagaron el fuego y lavaron el rostro del muchacho muerto.
El perro corrió a guarecerse debajo del árbol. Se fue tranquilizando lentamente.
La lluvia caía con un sonido apagado sobre el basural.
Autor:
José Carlos Celaya
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