- El largo reinado del geocentrismo
- Los árabes y su influencia
- Aristotelismo
- La tierra plana y los navegantes interoceánicos
- El fin de una época
- Heliocentrismo
- Copérnico y el despertar científico
- Galileo, sus instrumentos y observaciones
- Matematización de la astronomía
- Kepler y el movimiento planetario
- Newton y la ley de gravitación universal
A PESAR de los grandes avances que alcanzó la ciencia griega, su vigor no continuó cuando Roma sustituyó a Grecia como la gran potencia del Mediterráneo. Los romanos, que gracias a su organización política y social lograron construir un vasto imperio, no tuvieron mayor interés en las matemáticas que el estrictamente necesario para la administración de los territorios conquistados. Esa actitud se extendió a las demás disciplinas científicas desarrolladas en la antigüedad, por lo que puede afirmarse que los pensadores romanos realmente no contribuyeron al conocimiento científico.
Además, cuando el Imperio romano dejó a la Iglesia católica su sitio como la única fuerza política y espiritual del mundo occidental, el rechazo hacia el conocimiento científico fue todavía mayor. En esas condiciones la cultura europea entró en un periodo de estancamiento durante el cual no sólo no se promovió el desarrollo de la ciencia, sino que incluso se propició la pérdida de la mayor parte del conocimiento generado por los griegos.
La intención del presente capítulo es mostrar los conocimientos astronómicos que manejaron los pensadores europeos entre los años 500 y 1450 de nuestra era, periodo conocido como la Edad Media. El desarrollo científico de esta época ha sido considerado estéril, ya que a pesar de ser un lapso mayor del que separa a Tales de Mileto de Tolomeo, durante él no hubo ninguna aportación científica novedosa de importancia. Las ideas que el hombre culto del medievo tuvo sobre el Universo y el lugar que nuestro planeta ocupaba en él fueron las que se expresan al principio del Génesis que, combinadas con conceptos paganos más antiguos, llegaron a convertirse en dogma.
EL LARGO REINADO DEL GEOCENTRISMO
El cristianismo, que se originó como la doctrina moral de una secta judía minoritaria, se convirtió a principios del siglo IV en el credo oficial del Imperio romano. A partir de esa época los sacerdotes cristianos adquirieron un poder que les permitió oponerse en forma sistemática a toda sabiduría pagana. Esa actitud de franca cerrazón al conocimiento buscó aniquilar cualquier actividad relacionada con el pensamiento analítico inherente al proceso científico. Como ejemplos tempranos y relevantes de esa actitud contraria a la ciencia pueden mencionarse los siguientes: en el año 390 un enardecido grupo de cristianos quemó la famosa Biblioteca de Alejandría; pocos años después, en 415, seguidores de esa nueva secta religiosa asesinaron a Hipatia (ca. 370-415), matemática alejandrina que realizó una destacada labor científica en el Museo de aquella ciudad.
La actitud romana hacia el conocimiento teórico, así como la predisposición cristiana hacia la ciencia fueron factores determinantes de una estructura social donde el estudio de las leyes de la naturaleza no tuvo importancia. En esas circunstancias no debe extrañar que la mayoría de la información científica utilizada durante la Edad Media estuviera contenida únicamente en compendios, obras que intentaron resumir el conocimiento generado por los griegos. Entre ese tipo de escritos sobresalieron trabajos como los de Plinio (23-79) o Séneca (4-65), quien en sus Cuestiones naturales escribió sobre geografía y fenómenos metereológicos. En ese libro trató el tema del tamaño de la Tierra. Sus datos fueron aceptados sin ningún cuestionamiento por los eruditos europeos del medievo, pasando de generación en generación. Como dichos valores eran considerablemente menores a los verdaderos, durante siglos hicieron pensar que nuestro planeta era más pequeño de lo que en realidad es. La larga vigencia e importancia que tuvieron conocimientos como los trasmitidos por Séneca queda manifiesta al saber que fueron el sustento teórico utilizado por Colón a fines del siglo XV para asegurar la existencia de una ruta corta hacia las Indias. Como sabemos, el descubrimiento de América fue casual, pues en realidad el almirante estaba convencido de que el mundo tenía dimensiones menores y de que su viaje lo llevaría a las costas asiáticas.
Los compendios fueron obras enciclopédicas que resumían la información científica proveniente del mundo griego, y la hacían accesible a un amplio sector de lectores no especializados. En general fueron de menor calidad que los textos originales escritos por los griegos, ya que no estaban sistematizados, eran confusos y hasta contradictorios. Calcidio, Macrobio y Marciano Capella fueron autores latinos de ese tipo de obras en donde, por ejemplo, cuando tratan la distribución de los cuerpos celestes, cada uno asignó un orden diferente para los planetas, sin que dieran alguna razón o explicación. Alrededor de la Tierra central Macrobio situó a la Luna y al Sol, después a Venus y luego a Mercurio. Más allá de éste se hallaban Marte, Júpiter y Saturno. Calcidio afirmó que describiendo una trayectoria circular en torno a nuestro planeta se encontraba la Luna y después Mercurio y Venus; venían luego el Sol, Marte, Júpiter, Saturno y la esfera de las estrellas fijas. Por su parte, Marciano Capella utilizó ambas descripciones, confundiendo más a sus lectores sobre el orden de los astros en la bóveda celeste.
A pesar de la labor de los compiladores latinos, entre los siglos V y X la ciencia decayó en Europa, llegando en ese periodo a su nivel más bajo desde que se originó en Grecia. Por lo que toca al tema principal de este libro, puede afirmarse que entre los siglos VII y XVII el número de autores europeos interesados en el estudio del Universo fue realmente muy reducido. Además, sus trabajos no aportaron nada nuevo, pues en el mejor de los casos lo que escribieron tuvo una franca intención didáctica, siendo sus explicaciones meramente descriptivas.
Los conocimientos astronómicos que poseían los estudiosos del medievo pueden ejemplificarse citando los trabajos de san Isidoro de Sevilla (560-636), erudito que vivió en esa ciudad española alrededor del año 600. Entre otras obras redactó una extensa enciclopedia de 20 tomos a la que tituló Etimologías. En el tercer libro, llamado De las cuatro disciplinas matemáticas trató sobre aritmética, música, geometría y astronomía, y de esta última dijo "que estudia las leyes de los astros". En ese texto la sección astronómica es la más extensa. Trata de manera descriptiva y no técnica temas como la forma del mundo, la esfera celeste, los planetas, sus movimientos, del zodiaco y de las estrellas. Distingue entre astronomía y astrología, considerando a la primera una ciencia, y a la segunda una superstición. Cree que el Sol está hecho de fuego, además afirma que es más grande que la Tierra y que la Luna. Dice que ésta recibe la luz del Sol, eclipsándose cuando entra en la sombra proyectada por nuestro planeta. Para él son siete los planetas, y cada uno tiene su movimiento propio a través de su correspondiente esfera cristalina. Estas giran en sentido contrario a la esfera de las estrellas fijas, pues si no fuera así, "el mundo saltaría en añicos" debido a la rapidez con la que esa esfera gira. A la Vía Láctea la llamó el círculo cándido, y dijo que "era una zona lechosa que podía ser vista sobre la esfera celeste. Algunos dicen que es la trayectoria seguida por el Sol, y que recibe su luz del paso que ese astro luminoso hace por el cielo".
Éste y otros trabajos similares presentaban solamente descripciones de los fenómenos celestes más evidentes, sin aportar ideas nuevas. Aunque el modelo cósmico utilizado por los estudiosos del medievo era en todos los casos el geocéntrico (figura 13), para aquellas fechas ya se había perdido la capacidad de manejar los conceptos geométricos contenidos en la obra de Tolomeo. El Universo, tal y como lo entendía el hombre culto de la Edad Media fue poéticamente descrito por Dante Alighieri (1265-1321), quien lo recorre en un viaje imaginario narrado en su obra La Divina Comedia, publicada en el siglo XIV (figura 14).
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Figura 13. Modelo planetario medieval geocéntrico, que incluye la esfera de los bienaventurados o paraíso empíreo.
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Figura 14. Representación del Universo como se entendía en la edad Media.
Durante la primera etapa de la Edad Media arraigaron en el pensamiento europeo ideas sobre la forma y la estructura del Universo directamente surgidas de la interpretación literal de la Biblia. Así, por ejemplo, se aceptó la idea de que la Tierra estaba inmóvil basándose en el pasaje bíblico donde se afirma que Dios ordenó al Sol detenerse sobre la ciudad de Gabaón, para que así el ejército comandado por Josué tuviera tiempo de ganar la batalla que ahí se estaba librando. Además de la inmovilidad terrestre, ese pasaje implicaba que el Sol se movía en torno a la Tierra.
Como se verá más adelante, también en ese periodo surgieron varios dogmas, como el de la Tierra plana, idea que por cierto incorpora mitos cosmogónicos previos al cristianismo. Así arraigó el concepto mesopotámico de un océano que rodeaba a la Tierra plana y que estaba vedado a la navegación, ya que el castigo para quienes desobedecieran ese mandato era la caída al abismo sin límite.
Isidoro de Sevilla, Casiodoro, el venerable Beda, y algunas mujeres como Hildegarda y Herrad de Landsberg, alemanas que vivieron en el siglo XII, fueron de los pocos personajes que durante la baja Edad Media mostraron cierta curiosidad por el estudio de la estructura del Universo, lo que confirma que el oscurantismo científico había arraigado en la Europa occidental durante el primer milenio de nuestra era.
Mientras eso sucedía, los árabes fueron unificados bajo una fe religiosa única. Durante el primer tercio del siglo VII Mahoma (ca. 570-632), convertido en líder espiritual y militar de las diversas tribus que habitaban la península arábiga logró imponerles el islamismo. Para el siglo siguiente la influencia cultural de esta nueva religión se había extendido desde el Asia Central hasta España. En su primera etapa la religión musulmana no buscó aniquilar la ciencia pagana, por el contrario, sus dirigentes realizaron importantes esfuerzos para conservar el conocimiento científico, especialmente el generado por los griegos.
Entre los siglos VIII y IX, ciudades como Bagdad, Damasco y Jundishapur fueron sitios de trabajo para grupos de sabios persas, judíos, griegos, sirios e hindúes, quienes bajo la protección directa de los califas tradujeron al árabe parte considerable de la literatura científica griega, así como obras persas y de la India. Durante ese lapso fueron transcritos a dicho idioma los principales textos de Aristóteles y Tolomeo.
La ciencia islámica tuvo su periodo de mayor auge entre los siglos IX y XI, cuando fueron redactados extensos tratados como el Compendio de astronomía, escrito por Al-Fargani,26 o textos médicos como el Liber Continens de Rhazes (865-925) y el Canon de Avicena (980-1037). Sin entrar en mayores detalles, los árabes hicieron valiosas aportaciones propias a la ciencia, destacando sus contribuciones en medicina, óptica y matemáticas. En esta última nos legaron el álgebra y el desarrollo de la trigonometría.
Respecto al tema que aquí nos interesa los árabes no aportaron realmente nuevas teorías planetarias o modelos cosmogónicos, sino que aceptaron la astronomía griega como tal. Por ejemplo, Al-Sufi (903-986), importante astrónomo persa de la corte de Bagdad, escribió El libro de las estrellas fijas, basado principalmente en el Almagesto de Tolomeo. En esa obra Al-Sufi revisó el catálogo de posiciones estelares hecho por el autor griego, actualizándolo e incluyendo importantes comentarios sobre los nombres de las estrellas y de las constelaciones. Amplió también la lista de objetos con aspecto nebuloso que Tolomeo había incluido en el Almagesto, agregando el primer informe conocido sobre la observación de la galaxia de Andrómeda. Por otra parte, el ya mencionado Alfraganus escribió sobre la teoría matemática en que se basa el uso del astrolabio. La importancia de su Compendio de astronomía también radica en que es un comentario muy completo del Almagesto.
Por ser el primer autor que hace mención explícita acerca de la constitución de la Vía Láctea, debemos señalar que en el año 1029 Al-Biruni (973-1048) escribió sobre Kahkashan, nombre persa de la Vía Láctea, y dijo que:
estaba formada por una colección sin número de fragmentos cuya naturaleza es el de las nubes de estrellas. Ellos forman aproximadamente un gran círculo, el cual pasa entre las constelaciones de los Gemelos y Sagitario. Las nubes de estrellas están más densamente reunidas en algunas zonas que en otras. Algunas veces es ancha y otras delgada, y ocasionalmente se rompe en tres o cuatro ramificaciones.
Sin duda, una de las mayores contribuciones que los árabes hicieron en el campo astronómico fue preservar la existencia de obras como el Almagesto, que por cierto debe a ellos ese nombre. También perfeccionaron el astrolabio (figura 15) e incluso inventaron otros aparatos que permitieron mejorar la precisión de las observaciones astronómicas.
Otra contribución muy valiosa de los árabes a la astronomía fue la continuación ininterrumpida de los trabajos de observación iniciados por los griegos y otros pueblos más antiguos. Este hecho por sí solo tuvo gran importancia en el desarrollo posterior de la astronomía, particularmente en los estudios que trataron de establecer las dimensiones y estructura del cosmos, ya que los datos observacionales de los árabes, publicados en forma de tablas astronómicas, como por ejemplo las Tablas toledanas, estaban basados en registros continuos que cubrían un periodo de más de 900 años, lo que les dio la exactitud necesaria para determinar las posiciones de los cuerpos celestes en forma precisa. Esto fue aprovechado por los astrónomos del Renacimiento quienes, basándose en ese material pudieron hacer descubrimientos que habrían de cambiar en forma radical nuestra visión del Universo.
Una clara huella del predominio astronómico que los árabes tuvieron durante parte de la Edad Media europea es la incorporación a nuestro lenguaje de términos como zenit, nadi o almanaque.También han quedado los nombres que ellos pusieron a un considerable número de estrellas brillantes; tal es el caso de Albireo, Aldebarán, Algol, Altair, Betelgeuse, Mizar, El Nath, etcétera.
Al declinar la cultura islámica ocurrió un proceso de retroalimentación de la ciencia europea. Durante el siglo XIl se inició un verdadero alud de traducciones de obras científicas del árabe al latín, lo que, además de regresar la parte más significativa de la ciencia griega a Europa, introdujo en ésta las aportaciones propias de los árabes. De esa forma los estudiosos europeos de la alta Edad Media y del Renacimiento pudieron conocer obras como el Almagesto, la Óptica y la Geografía de Tolomeo, la Física, la Meteorología, De los cielos y del mundo y otros textos de Aristóteles. Igualmente dispusieron de los Elementos, la Óptica, la Catóptrica y los Datos de Euclides, así como obras de Arquímedes y otros científicos y filósofos de la antigua Grecia. Los árabes sirvieron de puente para que la ciencia griega salvara el gran obstáculo de la oscurantista Edad Media europea.
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Figura 15. Astrolabio. Aparato de medición astronómica que fue perfeccionado durante la Edad Media por los árabes.
Los trabajos científicos de Aristóteles comenzaron a ser conocidos por los europeos cultos durante los siglos XII y XIII, y fue precisamente en este último que la tradición aristotélica arraigó, cuando inició su papel protagónico sustituyendo gradualmente a las interpretaciones surgidas entre los platónicos de la baja Edad Media. Estos habían procurado reconciliar la cosmovisión de Platón y el relato bíblico de la creación, de la cual surgió la idea de un cosmos unificado por fuerzas astrológicas que relacionaban al microcosmos, entendido como el dominio del hombre, y al macrocosmos, que los llevó a establecer la existencia de un universo fundamentalmente homogéneo, formado en toda su extensión por los mismos elementos.
Aristóteles trasmitió a la Edad Media la visión de un mundo ordenado y armónico, pero bien diferenciado en dos partes totalmente distintas: la región sublunar que se caracterizaba por ser cambiante y corruptible, y la región celeste que era perfecta e inmutable. De acuerdo con ese pensador la estructura del Universo estaba perfectamente integrada, pues debe recordarse que su modelo homocéntrico de esferas cristalinas explicaba el movimiento de todos los cuerpos celestes. Esta cosmovisión resultó satisfactoria y fácilmente entendible para quienes vivían en una sociedad estática y fuertemente jerarquizada, lo que explica la enorme influencia y larga duración del pensamiento aristotélico durante la Edad Media y parte del Renacimiento.
A pesar del rápido arraigo de la ciencia aristotélica, hubo ciertos elementos de su cosmovisión que fueron cuestionados y sujetos a una fuerte crítica por parte de los teólogos medievales. Esto generó grandes debates, como el de la Universidad de París durante buena parte del siglo XIII y que culminó en el año 1277 con la condena de excomunión para quienes enseñaran pública o privadamente los textos aristotélicos en esa institución.
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Figura 16. Representación medieval de la creación del mundo.
Estrictamente hablando, Aristóteles no produjo ningún modelo cosmogónico, ya que para él el mundo era eterno. Como no había tenido principio no podría tener fin. Este postulado aristotélico causó un rechazo total por parte de los teólogos, ya fueran cristianos, judíos o musulmanes, pues era evidente que chocaba de manera frontal con el episodio supremo de la creación del mundo (figura 16). La solución que pensadores tan importantes como santo Tomás de Aquino (1225-1274) o Maimónides (1135-1204) encontraron a ese dilema, fue rechazar dicho postulado bajo la base exclusiva de la fe. Así, cuando las teorías aristotélicas entraban en conflicto con los preceptos bíblicos, se atenían exclusivamente a éstos. Por ejemplo, esta fue la actitud que tomaron Juan Buridan (1295-1358) y Nicolás de Oresme (1320-1382), físicos medievales que analizaron detenidamente la posibilidad de que el movimiento diurno fuera causado por una verdadera rotación de la Tierra en lugar de pensar en un desplazamiento de toda la bóveda celeste en torno a la Tierra. En el debate del problema aportaron una serie de razonamientos que tendían a demostrar que un giro terrestre de oeste a este era equivalente a considerar que todas las esferas celestes giraban alrededor de nuestro planeta, pero tenía la ventaja de dar como resultado un universo más armonioso, evitando además la necesidad de introducir una esfera exterior a la de las estrellas fijas, que tenía como función principal ser el motor primario necesario para trasmitir el movimiento a todas las demás. A pesar de sus notables argumentos, Buridan y Oresme finalmente sostuvieron la inmovilidad de la Tierra pues la fe así lo exigía.
Una vez establecido este compromiso que aseguraba la primacía de la Iglesia, hubo una reconciliación entre la teología judeo-cristiana y la ciencia pagana trasmitida por las obras aristotélicas. La complementación fue muy adecuada, ya que Aristóteles dejó una descripción física del mundo muy completa pero sin una cosmogonía, mientras que las Sagradas Escrituras presentaban una cosmogonía precisa.
Los textos de Aristóteles introdujeron en la Europa medieval el modelo de las esferas homocéntricas ideado por Eudoxio, pero sin su fundamento geométrico y con el importante añadido de considerarlas como esferas sólidas de naturaleza material. La idea de un universo construido por esferas sólidas y cristalinas que transportaban a los cuerpos celestes y que servían de soporte al mundo, fue un concepto que tuvo gran auge durante la Edad Media. De acuerdo con ese esquema, la estructura y organización del cosmos se debía a que esas esferas y los astros que ellas transportaban ocupaban el lugar natural que les correspondía, y que no podían estar en ningún otro sitio.
Los comentaristas cristianos de las obras de Aristóteles ya no contaban con la capacidad de manejar los conceptos geométricos desarrollados en el Almagesto. Analizando las Sagradas Escrituras postularon la existencia de tres esferas exteriores a las que ocupaban los planetas. La externa era invisible e inmóvil y fue denominada la esfera empírea. Según ellos servía como morada a los ángeles y a los bienaventurados. La esfera de enmedio era perfectamente transparente y cristalina. Algunos de esos pensadores la identificaron con el Primum Mobile aristotélico, y la relacionaron directamente con Dios. La tercera, que era la más interna, fue tomada como el firmamento, donde se localizaban las estrellas fijas.
A pesar de tener notables puntos de conflicto, una vez que estos fueron superados por los preceptos de la fe, el modelo cósmico de Aristóteles fue compatible con las Sagradas Escrituras y con las diversas interpretaciones teológicas medievales, lo que permitió el largo reinado de esas ideas geocéntricas.
LA TIERRA PLANA Y LOS NAVEGANTES INTEROCEÁNICOS
Una noción contemporánea muy difundida es la que asegura que antes de los viajes realizados por Colón la gente pensaba que la Tierra era plana (figura 17), y que fue él quien primeramente señaló que nuestro planeta era en realidad un globo. Esto no fue así, pues, como ya se ha visto, desde la antigüedad clásica la Tierra fue considerada esférica.
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Figura 17. La Tierra plana, según las ideas populares del medievo.
Los argumentos que Aristóteles dio para probar lógicamente la esfericidad terrestre fueron tan sólidos que en realidad, después de él, no hubo pensadores de importancia que apoyaran la existencia de la Tierra plana. Sin embargo, esta idea surgió como una consecuencia de la interpretación literal que los llamados Padres de la Iglesia hicieron de las Sagradas Escrituras. Uno de los primeros fue Lactancio (¿1250-1325?), quien en el siglo IV atacó mediante diversos escritos a la ciencia y a la filosofía helénicas. Sobre bases únicamente teológicas criticó con severidad a la física aristotélica y se opuso abiertamente a la idea de la Tierra esférica. En forma burlona se preguntaba:
¿habrá alguien tan extravagante para creer que los hombres tienen pies por encima de la cabeza, o lo increíble para nosotros, que están colgados allá abajo?, ¿que las hierbas y los árboles crecen ahí descendiendo, y que las lluvias, los granizos y las nieves suben hacia la Tierra?
Los sucesores ideológicos de Lactancio tuvieron por norma la interpretación literal de la Biblia, y en especial de aquellos pasajes que tenían que ver con aspectos cosmogónicos. A través de la Iglesia de Oriente, donde fueron más influyentes, trasmitieron su visión de la Tierra plana e inmóvil, destacando dos puntos notables de la geografía bíblica: Jerusalén en el centro, y el paraíso terrenal en la periferia. Siguiendo esas ideas durante la Edad Media, la forma de nuestro planeta fue plasmada en cartas geográficas realmente simples (figura 18), donde el mundo plano era mostrado como un círculo dividido en tres partes por los ríos Don (Tanais) y Nilo (Nilus) y por el mar Mediterráneo. Cada una de las partes obtenidas con esta división correspondía a un continente: Europa, África y Asia. Al centro de todo estaba Jerusalén.
Esa representación, además de estar de acuerdo con lo establecido por el dogma religioso cristiano, respondía bien a las exigencias impuestas por el sentido común de personas que, o no se desplazaban de su lugar de origen, o lo hacían en forma muy limitada. Por estas razones no es de extrañar que el modelo de la Tierra plana tuviera fuerte arraigo, sobre todo en las capas inferiores de la población medieval europea, mientras que los más preparados aceptaban la idea griega de la Tierra esférica, al menos cuando la consideraban en su contexto astronómico.
John de Mandeville (siglo XIV), autor de un libro de viajes llamado Itinerarius, publicado en 1485, escribía:
a la gente sencilla le parece que no se podría ir debajo de la Tierra y que se tendría que caer hacia el cielo cuando se estuviera por abajo. Pero no puede ser así, como tampoco podemos caer hacia el cielo desde la Tierra en que estamos. Y si se pudiera caer de la Tierra hacia el cielo, con mayor razón la tierra y el mar, que son tan grandes y pesados, caerían hacia el firmamento. Pero no puede ser, pues no sería caer sino subir.
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Figura 18. Dos mapas terrestres medievales.
El texto astronómico más utilizado por los europeos de la alta Edad Media y el Renacimiento fue De Sphaera, obra escrita en el siglo XIII por Juan de Sacrobosco, quien apegándose a la ortodoxia geocentrista trasmitió y reafirmó los conceptos cósmicos desarrollados por Aristóteles y Tolomeo. Su influyente libro fue ampliamente utilizado en las más importantes universidades europeas hasta bien entrado el siglo XVII. En él, muchos estudiosos aprendieron que:
la máquina universal del Mundo está dividida en dos regiones, la del éter y la de los elementos. La Tierra es como el centro del Mundo; está situada en medio de todas las cosas. En torno de la Tierra está el agua; en torno del agua está el aire; en torno del aire está ese fuego puro y exento de agitación que, como dice Aristóteles en el libro de los Meteoros, alcanza el orbe de la Luna. Cada uno de los últimos tres elementos rodea la Tierra en forma de capa esférica…
La ambivalencia entre una Tierra esférica y una Tierra plana persistió a lo largo de la Edad Media, sin embargo, después de considerables esfuerzos intelectuales, los pensadores de ese periodo encontraron una manera de conciliar ambas concepciones. Manejaron el concepto de una Tierra plana cuando se trataba del sitio que habitaban, mientras que al hablar de la escala cósmica consideraban a la Tierra esférica.
Durante los últimos años del siglo XV y primeros del XVI surgió una discusión que, basándose en los nuevos descubrimientos geográficos buscó determinar la forma verdadera de nuestro planeta. Esa discusión, que tuvo muchos elementos filosóficos y teológicos habría de ser resuelta en forma definitiva por las expediciones de los grandes navegantes.
Dos fueron los viajes concluyentes para resolver el problema de la forma de la Tierra. El primero y sin lugar a dudas el que mayores cambios conceptuales causó fue el realizado en 1492 por Cristóbal Colón (ca. 1446-1506), quien mediante su hazaña demostró que era posible viajar hacia Occidente, que había otras tierras habitadas, y que los pobladores de éstas vivían incluso en zonas donde el dogma establecía que no era posible la vida humana.
A pesar de que Colón no parece haberse percatado de la magnitud de sus descubrimientos, sus viajes demostraron que las dimensiones terrestres trasmitidas desde la antigüedad, y que por muchos siglos fueron consideradas correctas, en realidad eran considerablemente diferentes de las verdaderas. Como consecuencia directa de los viajes colombinos, para los europeos el mundo se ensanchó y se hizo más complejo, lo que necesariamente tuvo repercusiones profundas que a corto plazo obligaron a filósofos y científicos a replantearse la interpretación de la naturaleza.
El segundo fue el viaje de circunnavegación que inició Fernando de Magallanes (1470-1521) en 1519, el cual concluyó, tras la muerte de este capitán portugués, Juan Sebastián Elcano (1476-1526) en 1522. La realización de este viaje fue la prueba irrefutable de la esfericidad terrestre (figura 19).
Un resultado secundario de este viaje que tuvo gran importancia para la astronomía fue que los europeos vieron por primera vez completo el hemisferio sur celeste, región en la que la Vía Láctea muestra gran riqueza de detalles. Durante ese viaje se observó por primera vez las ahora llamadas Nubes de Magallanes, dos brillantes conglomerados de aspecto difuso muy claramente localizados en el cielo austral, cuya naturaleza habría de establecerse apenas en el siglo XX.
El descubrimiento de un considerable número de estrellas brillantes sólo visibles desde el hemisferio sur terrestre obligó a los astrónomos a formar nuevas constelaciones, evidentemente diferentes de las que habían surgido entre los caldeos, egipcios y griegos, quienes no conocieron esa parte de la bóveda celeste. La belleza del cielo austral impresionó mucho a los navegantes, quienes rápidamente aprendieron a utilizar sus estrellas para orientarse en tan largos y peligrosos viajes.
Al margen de la discusión teórica sobre la forma y dimensiones de la Tierra, las audaces empresas de los navegantes interoceánicos favorecieron las primeras aplicaciones prácticas del saber astronómico. Tanto italianos como alemanes desarrollaron durante el siglo XV diversos aspectos de la observación astronómica. Tal fue el caso de la construcción de tablas astronómicas más precisas pero a la vez más sencillas, cuyo uso permitía que los navegantes pudieran trazar fácilmente los mapas de las rutas que estaban explorando.
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Figura 19. Planisferio elaborado en 1542 donde fue marcada la ruta de navegación seguida por la expedición de Magallanes.
Otra consecuencia directa de los descubrimientos hechos por los grandes navegantes fue el cambio en el enfoque social tradicional de la astronomía, pues a partir de ellos adquirió una dimensión diferente por los efectos económicos y políticos de tales descubrimientos. Así, conscientes de los beneficios que esta nueva manera de entender los estudios astronómicos podía tener, los monarcas de naciones como España, Portugal, Holanda, Inglaterra y Francia se apresuraron a fundar escuelas náuticas, donde además de preparar a sus navegantes en los aspectos prácticos de esa profesión, se les enseñó por primera vez la materia de cosmografía,30 en forma académica y bajo programas de estudio bien establecidos. La necesidad de resolver problemas como el de la posición precisa de un barco en altamar, o de contar con instrumentos de navegación confiables sirvieron para promover nuevos métodos de observación y de análisis, que a su vez enriquecieron la fundamentación teórica de la astronomía. Todo ello generó un fuerte crecimiento de esta disciplina, lo que logró desligaría de todo el bagaje astrológico con que había convivido por milenios.
Durante un periodo tan largo como el de la Edad Media fue natural que surgieran en Europa pensadores que, sin cuestionar las enseñanzas de la Iglesia, sí trataran de criticar algunos de los principios de la ciencia aristotélica. Tal fue el caso de los ya mencionados Juan Buridan y Nicolás de Oresme Esa actitud comenzó a cobrar mayor fuerza a partir del siglo XIV y ya no paró hasta desembocar en la revolución científica que tuvo lugar durante el Renacimiento.
Uno de los hombres más notables del periodo de transición entre esas dos épocas fue Nicolás de Cusa (1401-1464), quien se distinguió prácticamente en todas las áreas del conocimiento que por entonces se cultivaban. Sus discusiones filosóficas en contra de la existencia de un cosmos perfecto, esférico y finito lo hacen uno de los precursores de la visión moderna del Universo. Su obra más importante, De Docta Ignorantia ("La docta ignorancia") contiene afirmaciones de importancia para el tema que nos interesa. En ese texto considera que la Tierra es un planeta más, que se mueve como los otros. Al asegurar "que la Tierra es una noble estrella" [planeta], rompió en forma radical la idea aristotélica de dos mundos totalmente distintos y separados: el terrestre y el celeste. Además, dejó de considerar a la Tierra como el centro cósmico, ya que pensaba que el Universo no estaba limitado por una esfera exterior perfecta, impenetrable y cristalina, de radio finito y centro fijo, y creía que el cosmos no tenía fronteras y que su forma era indeterminada. En esa obra Nicolás de Cusa afirmó que "el Universo no es infinito y sin embargo no puede ser concebido como finito, ya que no hay límites dentro de los cuales se encuentre".
Con un enfoque diferente del de los filósofos, los astrónomos del siglo XV aportaron datos que habrían de ser utilizados posteriormente para cuestionar la validez del universo aristotélico. Entre los más notables se encuentran Paolo del Pozzo Toscanelli (1397-1482) y Georg von Peurbach (1423-1461).
Toscanelli fue médico de profesión. Destacó como astrónomo, matemático y geógrafo. Lo mencionamos porque, aunque realmente no hizo intentos de teorizar sobre el origen y estructura del Universo, sus observaciones fueron muy valiosas para quienes sí lo hicieron. Su cuidadosa información de los cometas aparecidos en los años 1433,1449, 1456, 1457 y 1472 fue de gran importancia, pues sus datos y dibujos sobre las posiciones de esos objetos fueron muy exactas para su época. Por otra parte, Peurbach fue el primero que trató de establecer a qué distancia de la Tierra se encontraban los cometas y, aunque de sus datos concluyó que se hallaban por debajo de la esfera lunar, señaló el camino a seguir para determinar tales distancias. Esta técnica resultaría muy útil en los siguientes siglos, ya que permitió demostrar que los cometas eran en realidad cuerpos celestes.
Los trabajos iniciados por estos dos observadores habrían de servir para que los científicos de los siglos XVI y XVII mostraran que los cometas se movían en órbitas localizadas más allá de la Luna, lo que ayudó a echar por tierra el esquema del cosmos aristotélico, propiciando el fin de una larga época en que el conocimiento científico estuvo supeditado al interés religioso.
LA RENOVACIÓN de la astronomía iniciada a fines del siglo XV tuvo mucho que ver con los viajes interoceánicos, pero también con el flujo de ideas y textos que hubo en Europa después de la invención de la imprenta de tipos móviles. Esos acontecimientos afectaron prácticamente todo el conocimiento de aquella época, aunque en algunas disciplinas los cambios ocurrieron en forma más rápida. La astronomía junto con las matemáticas fueron las que se desarrollaron con mayor rapidez. Los cambios sufridos por la primera tuvieron repercusión directa en la forma en que el hombre entendía al mundo, por lo que no resulta exagerado afirmar que la nueva visión que se forjó de la naturaleza fue propiciada en gran medida por las investigaciones astronómicas entonces emprendidas.
Esa época ha sido señalada como el principio del Renacimiento, pues fue entonces cuando se inició el redescubrimiento de la cultura de la Grecia clásica. En pocos años la producción masiva de textos en latín puso al alcance de los estudiosos las principales obras filosóficas y científicas de la antigüedad.
Como se verá en este capítulo, en la astronomía no solamente hubo mejoras en los métodos de observación y de cálculo, sino que se inició una verdadera revolución que culminó con el abandono de ideas y conceptos equivocados que tuvieron vigencia por más de un milenio.
COPÉRNICO Y EL DESPERTAR CIENTÍFICO
Al finalizar el siglo XV e iniciar el XVI la astronomía era la única ciencia que había acumulado un vasto conjunto de datos, básicamente debido a su uso naútico y geográfico, aunque también a la larga tradición astrológica. Ese acervo, combinado con los nuevos y más precisos métodos matemáticos entonces desarrollados, comenzó a demostrar que cuando se intentaba determinar posiciones planetarias con exactitud, el modelo geocéntrico presentaba serias deficiencias. Astrónomos destacados como Peurbach y Johannes Müller (1436-1476), mejor conocido como "el Regiomontano", realizaron esfuerzos importantes para mejorar las viejas tablas astronómicas construidas durante el siglo XIII, y aunque lograron adecuarlas parcialmente a las nuevas observaciones, no resolvieron el problema de su falta de precisión (figura 20).
En 1473 se publicó la obra astronómica más importante de Peurbach llamada Novae Theoricae Planetarum ("Nuevas teorías planetarias"). En ella se exponía por primera vez desde que se inició la Edad Media la teoría de los epiciclos utilizada por Tolomeo en el Almagesto. Desde esa fecha el nuevo texto fue utilizado por quienes pensaban que el lenguaje matemático era necesario para estudiar el movimiento de los astros. Entre otros méritos, ese libro es el primer escrito astronómico de carácter técnico producido en Europa occidental (figura 21). Al escribirlo Peurbach buscó actualizar el contenido del Almagesto, introduciendo la información que se había ido acumulando al paso del tiempo.
Con el fin de disponer de una copia del Almagesto lo más apegada al original, Peurbach viajó a Italia buscando manuscritos de esa obra. Lo acompañó Regiomontano, quien fue su alumno y colaborador. Ahí comenzaron a trabajar sobre una versión del Almagesto que había sido traducida en 1175 del árabe al latín por el notable traductor de obras científicas y filosóficas del siglo XII, Gerardo de Cremona (m 1187). Al morir Peurbach, Regiomontano siguió con ese trabajo y lo terminó alrededor de 1463; sin embargo, no fue publicado hasta 1496 en Venecia, bajo el nombre de Epitome in Almagestum. Esta obra resultó ser más que una simple revisión del Almagesto, ya que incluyó nuevas observaciones, exámenes y adecuación de los cálculos, así como comentarios críticos a la teoría de los movimientos lunares desarrollada por Tolomeo, todo esto expresado en lenguaje técnico. Gran importancia tuvo el análisis que de la teoría lunar se hizo en el Epítome, pues sirvió para mostrar que no todo lo contenido en el Almagesto era correcto, lo cual ayudó a desmitificar esa obra.
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Figura 20. Tabla numérica elaborada por Regiomontano para ayudar en los cálculos astronómicos.
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Figura 21. Dos páginas del texto Novae Theoricae Planetarum donde se ilustran cálculos de eclipses y órbitas planetarias.
Entre los lectores de esos dos textos se encontraba Nicolás Copérnico (1473-1543), astrónomo polaco que habría de dar el gran paso para renovar la astronomía. Aunque antes de él hubo otros personajes que analizaron el posible movimiento terrestre, Copérnico no lo hizo en forma especulativa, y se situó en el mismo terreno técnico en el que Tolomeo había escrito el Almagesto; para esto aprovechó lo mejor de su geometría planetaria, eliminando los aspectos dudosos de esa teoría. El trabajo de Copérnico siguió el orden y la forma utilizados en el Almagesto. Bajo ese modelo escribió un verdadero tratado de astronomía y no un discurso filosófico sobre los movimientos de la Tierra.
Los conceptos que Copérnico expuso en su obra más importante, De revolutionibus orbium coelestium ("Sobre las revoluciones de las esferas celestes"), contribuyeron a cimentar una nueva forma de entender los fenómenos celestes, rompiendo con dogmas que habían perdurado por más de 1500 años. La tesis heliocéntrica, piedra angular expresada por Copérnico en esa obra, no sólo cambió el lugar de la Tierra en el contexto cósmico mediante un mero artificio matemático muy conveniente para simplificar los cálculos de los diferentes movimientos planetarios, sino que atacó la esencia misma de la antigua forma de entender el mundo que, como ya se ha dicho, estaba totalmente apoyada en una visión de perfección e inmutabilidad de los fenómenos celestes.
La diferencia entre las propuestas especulativas hechas en los siglos XV y XVI en torno a un nuevo modelo del mundo, y la trascendencia de la concepción heliocéntrica de Copérnico, tuvo mucho que ver con la manera que éste utilizó para presentar su cosmovisión, ya que empleó un análisis matemático considerablemente elaborado y de gran complejidad técnica que respondía a un preciso programa astronómico. En De revolutionibus orbium coelestium, publicado por primera vez en 1543, Copérnico realizó un tratamiento sistemático de aquellos fenómenos celestes que de forma directa o indirecta tenían que ver con su tesis central, que en esencia se refería a los movimientos de la Tierra. Copérnico fue el primero que presentó una teoría completa en la que se mostraba que los movimientos observados de los cuerpos celestes en general no eran reales, sino reflejo directo de la rotación y traslación de la Tierra.
Para probar la validez de sus afirmaciones Copérnico acudió al cálculo preciso apoyándose en deducciones geométricas exactas (figura 22). Mediante el análisis de las observaciones y los datos que tenía disponibles explicó el desplazamiento de los planetas en la bóveda celeste, mostrando la estructura que debía tener el cosmos. En su obra principal, formada por seis libros (capítulos), dedicó el primero a fundamentar el modelo heliocéntrico. Los cinco restantes los utilizó para desarrollar los cálculos matemáticos que apoyan su teoría. Copérnico no solamente postuló un sistema de esferas que giraban alrededor del Sol, en el cual la Tierra era un planeta que además de trasladarse en torno a éste rotaba sobre su propio eje. También demostró en forma muy detallada, bajo esa hipótesis, que su sistema era capaz de explicar todas las observaciones astronómicas disponibles.
Los postulados fundamentales expresados por Copérnico al principio de su libro fueron: "Que el Mundo es esférico. Que la Tierra también es esférica. Que la Tierra junto con el agua de los océanos forma un globo. Que el movimiento de los cuerpos celestes es igual, circular y perpetuo, o sea, compuesto de movimientos circulares." Estas premisas fueron justificadas ampliamente. También en el primer capítulo del De revolutionibus discute el porqué "la Tierra tiene un movimiento circular y el lugar que ocupa". Igualmente analiza las dimensiones del Universo, y lo considera finito, pero inmenso comparado con el tamaño de la Tierra. Fundamenta ampliamente por qué no considera a nuestro planeta como el centro del Universo, y demuestra la insuficiencia de los argumentos geocentristas de los antiguos. En el inciso IX de ese primer capítulo establece los diferentes movimientos de la Tierra, mientras que en el X, finalmente analiza el orden de los cuerpos celestes, estableciendo el que todos conocemos (figura 23):
La primera y más alta de todas es la esfera de las estrellas fijas que, conteniéndose a sí misma y a todo lo demás, por eso es inmóvil y es el lugar del Universo a donde se refiere el movimiento y posición de todas las otras estrellas. Porque, al contrario de lo que otros juzgan, que también ella cambia, nosotros asignaremos a esa apariencia otra causa al hacer la deducción del movimiento terrestre. Sigue Saturno, primero de los errantes, que completa su circuito en 30 años. Después viene Júpiter con su revolución de 12 años. Luego Marte, que da su vuelta en dos años. El cuarto lugar en orden lo tiene la Tierra, por hacer su revolución en un año con la esfera lunar contenida como epiciclo. El quinto corresponde a Venus que regresa en nueve meses. El sexto y último sitio lo ocupa Mercurio, que completa su giro en un periodo de 80 días. Y en el centro de todos reposa el Sol…
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Figura 22. Página del texto de Copérnico donde presenta cálculos de sus estudios de los movimientos planetarios.
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Figura 23. Modelo heliocéntrico del Universo según dibujo que aparece en el manuscrito del Revolutionibus.
Es muy importante hacer notar que la representación del modelo heliocéntrico de Copérnico ratifica que éste atribuía el movimiento diurno a la rotación de la Tierra en torno a su eje. Si nos fijamos en la figura 23 se verá que el círculo exterior que representa a la esfera de las estrellas fijas dice stellarum fixarum sphaera imovilis, que literalmente significa "esfera inmóvil de las estrellas fijas", así que aun cuando Copérnico conservó la representación de las esferas para explicar los movimientos planetarios, hay una diferencia fundamental respecto al modelo geocéntrico. En el trabajo de Tolomeo la esfera de las estrellas fijas debía realizar una rotación completa diariamente para justificar la sucesión del día y la noche, mientras que en el sistema copernicano esa esfera permanece inmóvil, así que el día y la noche son el resultado directo de la rotación terrestre.
Éstas son en esencia las ideas expresadas por Copérnico, quien a pesar de haber propiciado toda una revolución en el pensamiento occidental no pudo escapar completamente a la influencia de los pensadores griegos, ya que como se ha dicho conservó en su modelo las órbitas circulares, el movimiento uniforme y la idea de un universo esférico y finito. Sin embargo, desde un punto de vista práctico, sí simplificó grandemente los cálculos, pues al considerar que la Tierra es la que está en movimiento pudo eliminar un número considerable de los círculos que Tolomeo y sus seguidores necesitaban para representar adecuadamente el movimiento de los planetas. Así, por ejemplo, la discusión de Copérnico sobre las retrogradaciones y los puntos estacionarios mostrados en los trayectos orbitales de Marte, Júpiter y Saturno, planetas exteriores a la Tierra en el modelo heliocéntrico, es sencilla si se le compara con los intentos de solución del mismo problema en la teoría geocéntrica. Esto dio como resultado que para describir completamente los movimientos de todos los planetas, Copérnico sólo necesitara un total de 34 círculos, mientras que los mismos cálculos realizados bajo los supuestos de Tolomeo requerían al menos de 79.
El periodo heliocéntrico de los planetas sirvió a Copérnico para fijar su distribución en el cosmos. Para Mercurio resultó ser de 80 días. Para Venus de siete meses, mientras que para Marte tiene un valor de dos años. Para Júpiter alcanza los 12 años y para Saturno es de 30. El periodo heliocéntrico de la Tierra queda comprendido entre el de Venus y el de Marte, pues es de un año. Copérnico utilizó esos valores para determinar la distancia que los planetas tienen respecto al Sol, asociando correctamente el crecimiento de esa cantidad con el aumento de su distancia al centro del sistema. Fue así que Copérnico construyó el diagrama de la figura 23, donde en torno al Sol gira primero Mercurio, luego Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Por su propia naturaleza, este orden explica por qué Mercurio y Venus aparecen siempre cercanos al Sol (Mercurio más que Venus), mientras que Marte, Júpiter y Saturno no están constreñidos a desplazarse de esa forma. Además, elimina las complicaciones de considerar la Luna como un planeta, reduciéndola a su verdadera categoría de satélite terrestre. La hipótesis heliocéntrica da, por tanto, un esquema congruente con las observaciones.
Copérnico comprendió que las distancias de cada planeta al Sol podrían hallarse mediante cálculos sencillos que podían expresarse en términos del valor del radio de la órbita terrestre, por lo que, en principio, si se conociera esa distancia sería posible determinar las dimensiones de todo el Sistema Solar. Por su importancia como patrón de medida en la escala planetaria esa distancia después fue llamada unidad astronómica Aunque Copérnico intentó determinar su valor absoluto, los resultados que obtuvo no fueron satisfactorios, razón por la que solamente dejó indicadas las dimensiones del sistema planetario en lo que se refiere a la distancia Tierra-Sol. Copérnico consideró que la UA era igual a 1179 radios terrestres, valor que no representó un cambio sustancial en las dimensiones del Universo, ya que el tamaño que se manejó desde la época de Tolomeo era de 1210 radios terrestres.
Otra aportación importante del trabajo de Copérnico fue la metodología que utilizó para derivar los parámetros planetarios necesarios para sus cálculos, ya que mostró en forma clara los pasos matemáticos que había que seguir, desde las observaciones hasta la obtención de los resultados.
La aceptación de los conceptos copernicanos no fue inmediata, pues tuvieron que pasar bastantes años para que finalmente fueran asimilados en forma generalizada, y aunque hubo astrónomos que lo siguieron, como su alumno Georg Joaquin Rethicus (1514-1574), quien en su Narratio Prima defendía el modelo heliocéntrico, o como Erasmo Reinhold (1511-1553), quien utilizó los datos y la metodología mostrados en el De Revolutionibus para publicar en 1551 las Tabulae Prutenicae ("Tablas prusianas") donde calculaba las posiciones planetarias de acuerdo con ese modelo, fue necesario desarrollar nuevos instrumentos de medición y técnicas de observación más precisas que permitieran acumular datos suficientes para que investigadores de la talla de Kepler y Galileo encontraran apoyos teóricos y observacionales incuestionables en favor del universo copernicano.
Mientras eso sucedía, el trabajo de Copérnico fue atacado públicamente por gente como Melanchton (1497-1560), un teólogo alemán que se quejó porque se permitía la publicación de ideas tan descabelladas, o por el reformador Martín Lutero (1483-1546), quien calificó a Copérnico de loco por afirmar que la Tierra se movía, pues las Sagradas Escrituras eran muy claras al decir que fue el Sol el que se detuvo por mandato divino. También fue cuestionado por la mayoría de los astrónomos, quienes insistían en que si la Tierra estuviera trasladándose alrededor del Sol, tendría que verse en forma clara que las estrellas cambiaban su posición relativa, ya que el ángulo de visión del observador sería diferente cuando la Tierra se encontrara en partes distintas de su órbita (figura 8). Los defensores del geocentrismo siempre argumentaron esta idea como prueba de que la Tierra estaba inmóvil: la imposibilidad que los observadores tenían para determinar el cambio en la posición relativa de las estrellas.
No todo quedó en ataques verbales o escritos pues, como bien sabemos, durante el proceso de cambio y asimilación provocado en buena medida por las ideas de Copérnico, la intolerancia religiosa volvió a campear en las discusiones, cobrando víctimas como Giordano Bruno (ca. 1548-1600), quien en 1600 fue quemado vivo en Roma por haber contravenido el dogma cristiano, afirmando que el Universo era infinito y que el Sol era una estrella más, de donde infería la posibilidad de que hubiera una cantidad "innumerable de Tierras habitadas".
TYCHO BRAHE Y EL PRIMER OBSERVATORIO ASTRONÓMICO
Descendiente de una familia noble, Tycho Brahe (1546-1601) fue educado de acuerdo con sus futuras responsabilidades, por lo que se le envió a la Universidad de Copenhague para que estudiara leyes. Sin embargo, desde joven manifestó gran interés por la astronomía, ciencia a la que habría de dedicar toda su vida de adulto, introduciendo en ella la necesidad de la precisión.
El primer trabajo astronómico realizado por Tycho lo hizo en agosto de 1563. Consistió en observar una conjunción de los planetas Júpiter y Saturno. Una vez que realizó las mediciones correspondientes, se dio cuenta de que las posiciones registradas en las efemérides y almanaques entonces existentes eran poco exactas, ya que según éstas la ocurrencia del evento difería varios días de la fecha en que realmente había sucedido. Esto lo motivó a dedicarse de lleno a la observación astronómica, buscando en todo momento realizar mediciones lo más precisas posibles, pues su intención primaria fue acumular datos suficientes para publicar nuevas y mejores tablas astronómicas.
Después de varios años de viajar por Europa se instaló en la isla de Hven bajo la protección del rey danés Federico II. En ese lugar inició la construcción del primer observatorio astronómico profesional moderno, al que llamó Uraninburgo. Ahí se rodeó de asistentes e instaló los instrumentos más exactos hasta entonces construidos. Estos eran grandes y fijos, lo que los hacía muy estables y de fácil manejo. Tenían escalas graduadas tan grandes como fue posible hacerlas, que permitían a los observadores realizar lecturas angulares de incluso fracciones de grado de la posición de los astros bajo estudio.
Entre sus instrumentos de medición destacaba un gigantesco cuadrante mural hecho de madera y montado sobre una pared orientada en dirección norte-sur (figura 24). El radio de ese aparato era de casi 1.8 metros y las graduaciones de sus escalas permitían lecturas de minutos de arco. Además, mediante un sencillo dispositivo mecánico que agregó a las reglas de su instrumento, Tycho introdujo subdivisiones aún más pequeñas entre las marcas consecutivas de esas escalas, que permitieron a su equipo medir posiciones de los cuerpos celestes con una precisión de cinco segundos de arco (0.0014 grados). Sin lugar a dudas esa exactitud no había sido alcanzada nunca antes, por lo que las observaciones de Tycho resultaron muy valiosas.
Además de compilar un catálogo estelar donde daba las posiciones precisas de 777 estrellas, Tycho realizó observaciones que habrían de ser fundamentales en el proceso de sustitución de la visión aristotélica de un universo geocéntrico perfecto formado por esferas cristalinas sólidas.
En noviembre de 1572 Tycho fue sorprendido por la aparición de una estrella nueva. Por ser conocedor de los objetos de la bóveda celeste se dio cuenta de inmediato que en la posición donde estaba el cuerpo recién descubierto no había antes ninguna estrella. Tras medir cuidadosamente la posición de ese astro, al que denominó nova, estableció que se encontraba a enorme distancia de la Tierra, ubicándola en la esfera de las estrellas fijas (figura 25). Esto significó un fuerte golpe para la cosmogonía aristotélica pues, como ya se ha señalado, el filósofo griego había establecido que en esa esfera no podía haber cambios de ningún tipo.
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Figura 24. Representación del gran cuadrante mural construido por Tycho Brahe.
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Figura 25. Mapa celeste donde Tycho Brahe mostró la localización de la nova de 1572.
La distancia mínima que Tycho estimó para esa nova fue de 14 000 radios terrestres, esto es unas 12 veces la distancia Tierra-Sol por él aceptada. La importancia de ese resultado radica en que fue la primera estimación observacional moderna de la distancia a las estrellas. Otras consideraciones fundamentalmente relacionadas con la precisión con la que sus instrumentos podían medir las posiciones de los cuerpos celestes lo llevaron a establecer finalmente que las estrellas fijas en realidad deberían encontrarse a una distancia de 26 000 radios terrestres, lo que dio al cosmos dimensiones nunca antes imaginadas.
Otro resultado observacional logrado por Tycho, quien atacaba frontalmente la visión aristotélica del cosmos, fue el que obtuvo del estudio de las trayectorias seguidas por diversos cometas, y en especial por el que se observó en 1577. En ese año brilló sobre el cielo europeo un cometa de enorme e impresionante cola fácilmente visible por las madrugadas. Según lo que afirmaba Aristóteles, esos cuerpos debían su existencia a fenómenos metereológicos que ocurrían en la región sublunar, y su origen era la inflamación de exhalaciones secas y calientes provenientes de la Tierra.
De nuevo, las cuidadosas observaciones y mediciones de Tycho demostraron que ese cometa se encontraba más allá de la Luna, contradiciendo así lo establecido. Pero además, sus datos indicaban sin lugar a dudas que el cometa se movía en forma tal que, de existir las esferas concéntricas, sólidas y cristalinas que según Aristóteles daban soporte al mundo, ese cuerpo celeste las estaría atravesando durante su viaje, lo que tampoco era posible, según la ortodoxia.
El prestigio que ya entonces tenía Tycho como astrónomo, observador cuidadoso y muy preciso no permitía dudar de la calidad de sus datos, por lo tanto, las observaciones que hizo de la nova y del cometa de 1577 socavaron la cimentación del universo geocéntrico sostenido por los aristotélicos. A pesar de ello, el modelo heliocéntrico elaborado por Copérnico no fue aceptado por Tycho, y es que él se consideraba el mejor observador de su tiempo, y no había podido medir los desplazamientos estelares que deberían de observarse si la Tierra estuviera en movimiento. Y aunque aceptó que la esfera de las estrellas fijas estaba muy alejada de nosotros, sus estimaciones de las dimensiones cósmicas fueron menores que las del modelo heliocéntrico de Copérnico.
Tycho realizó cálculos siguiendo el método de Copérnico para determinar a qué distancias se hallaban las estrellas fijas. Encontró que, según el modelo de ese autor, deberían estar cuando menos a una distancia 3 500 veces mayor que el diámetro de la órbita terrestre. Puesto que él estimaba que la UA era igual a 1182 radios terrestres, resultaba que las estrellas fijas deberían encontrarse al menos a 8 000 000 de esos radios, lo cual resultaba inadmisible para Tycho, pues sus propias estimaciones del tamaño del Universo solamente le daban un valor de 14 000 radios terrestres.
Ante esa situación Tycho construyó un nuevo modelo para representar los movimientos de los cuerpos celestes. En él dejó a la Tierra fija en el centro del Universo, punto que también consideró como el centro de las órbitas circulares de la Luna y del Sol. A su vez, éste fue considerado el centro de las órbitas circulares de los cinco planetas. En su esquema, Mercurio y Venus se movían en órbitas cuyos radios eran menores que el de la órbita solar, mientras que las trayectorias seguidas por Marte, Júpiter y Saturno eran mayores, lo que les permitía encerrar la Tierra (figura 26).
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Figura 26. El universo de acuerdo a la hipótesis de Tycho Brahe.
Como en ese modelo los planetas no estaban atados a ninguna esfera sólida, no había ningún problema de que las órbitas de Marte y el Sol se intersectaran, pues en realidad éstas eran sólo representaciones geométricas. Desde este punto de vista tampoco había dificultad con las trayectorias seguidas por los cometas, pues al no haber esferas sólidas y cristalinas no había cuerpos impenetrables en el cosmos que impidieran a esos objetos moverse en las órbitas observadas. Matemáticamente, esta nueva representación del cosmos explicaba el movimiento planetario en forma similar a como lo había hecho Copérnico, sólo que guardaba las apariencias y evitaba las objeciones derivadas de considerar a la Tierra en movimiento. Aunque el modelo de Tycho fue aceptado por aquellos que se aferraban a los preceptos teológicos, realmente ya había sido superado por el heliocéntrico que, como se verá a continuación, pronto tuvo seguidores que ayudaron a consolidarlo. El modelo de Tycho fue esencialmente el mismo que más de 1 000 años antes había propuesto Heráclides del Ponto (véase la figura 6), e igual que sucedió con la obra de ese pensador griego, el de Tycho no tuvo mayor trascendencia.
GALILEO, SUS INSTRUMENTOS Y OBSERVACIONES
Galileo Galilei (1564-1642) es sin lugar a dudas uno de los científicos más importantes de toda la historia humana. Sus trabajos contribuyeron de manera fundamental a establecer las bases de la ciencia tal y como ahora la conocemos. Dentro de su amplia gama de intereses científicos dos fueron los temas centrales de su trabajo: el estudio experimental del movimiento y la justificación del sistema heliocéntrico. Sus investigaciones sobre el primero fueron decisivas y sirvieron para que la física se convirtiera en una ciencia experimental y dejara de ser una disciplina de carácter especulativo. Por lo que se refiere al segundo tema, sus observaciones aportaron elementos de prueba definitivos sobre la validez del modelo heliocéntrico, mientras que sus publicaciones en defensa de la obra de Copérnico contribuyeron grandemente para que éste fuera conocido de una manera más amplia (figura 27).
Si bien Galileo no fue el inventor del telescopio, sí fue el primero que lo usó para realizar observaciones astronómicas sistemáticas, por lo que puede afirmarse que fue el iniciador de la astronomía observacional moderna. Tras conocer la existencia de este aparato óptico, Galileo construyó algunos muy sencillos, que a pesar de sus limitaciones le permitieron obtener datos que habrían de convertirse en pruebas fundamentales para apoyar la validez del modelo heliocéntrico.
En 1609 inició sus observaciones telescópicas, y sólo seis meses después publicaba el libro Sidereus nuncius ("El mensajero de los astros"), en el que describía importantes descubrimientos. En esa obra, aparecida en 1610, dio a conocer la existencia de cráteres, valles y montañas en la Luna También reportó la existencia de cuatro pequeños cuerpos que giraban en torno a Júpiter, y el hecho de que la Vía Láctea se encontraba formada por un sinnúmero de estrellas.
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Figura 27. Modelo heliocéntrico presentado por Galileo. Respecto a trabajos previos del mismo tipo, tiene la particularidad de mostrar las órbitas de los satélites de Júpiter descubiertos por él.
Al observar a través del telescopio grupos estelares conspicuos se dio cuenta de que el número de estrellas que podía ver mediante el uso de dicho instrumento aumentaba de manera considerable. Por ejemplo, en la región de Orión, donde a simple vista se podían identificar nueve estrellas brillantes, pudo contar más de 500 (figura 28). Lo mismo le ocurrió cuando estudió las Pléyades.
En El mensajero nos dice:
Lo que, en tercer lugar, he observado, es la esencia o materia de la Vía Láctea, la cual —mediante el anteojo— se puede contemplar tan nítidamente que todas las discusiones, martirio de los filósofos durante tantos siglos, se disipan mediante la comprobación ocular, al mismo tiempo que nos vemos librados de inútiles disputas. En efecto, la Galaxia no es sino un cúmulo de innumerables estrellas diseminadas en agrupamientos; y cualquiera que sea la región de ella a la que dirijamos el anteojo, inmediatamente se ofrece a la vista una cantidad inmensa de estrellas, muchas de las cuales se muestran bastante grandes y resultan muy visibles; aunque la multitud de las pequeñas es absolutamente inexplorable.
En este sencillo párrafo se encuentra la primera descripción correcta y no especulativa de la constitución misma de nuestra galaxia. Es una descripción que evita todo tipo de discusión, y a la vez que informa de manera simple sobre los componentes de la Vía Láctea, trasmite el sentimiento de un universo muy extenso.
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Figura 28. Parte de la constelación de Orión según las observaciones telescópicas de Galileo efectuadas en 1609.
Otra información fundamental que incluyó Galileo en su obra de 1610 fue su descubrimiento de los cuatro satélites más grandes de Júpiter. Durante los dos meses anteriores a la publicación de ese texto Galileo realizó observaciones sistemáticas de dicho planeta, por lo que pronto se dio cuenta de que los cuatro puntos brillantes que en un principio había considerado parte de las estrellas fijas, en realidad estaban cambiando su posición respecto a Júpiter. Desde el comienzo de ese estudio le llamó la atención ver que esos cuatro cuerpos se encontraban siempre alineados de manera paralela a la eclíptica:
Cuando observé eso, y comprendí que dichos desplazamientos de ninguna manera podían atribuirse a Júpiter, y sabiendo, además, que las estrellas observadas eran siempre las mismas (ya que ninguna otra, precedente o siguiente, se veía a lo largo de un gran espacio por sobre la línea del Zodiaco), cambiando mi duda en asombro, descubrí que el movimiento aparente no era de Júpiter sino de las estrellas observadas.
Son éstas las observaciones relativas a los cuatro Astros Mediceos que acabo de ser el primero en descubrir, mediante las cuales, aunque no sea posible todavía comparar numéricamente los periodos de ellos, al menos podemos poner de manifiesto ciertos hechos dignos de nota. En primer lugar, ya que a veces siguen y otras proceden a Júpiter con intervalos similares, alejándose de él —hacia el este o hacia el oeste— tan sólo muy pequeñas distancias, y lo acompañan tanto en el movimiento retrógrado como en el directo, queda fuera de duda el que cumplan sus revoluciones alrededor de Júpiter.
De la lectura de estos párrafos es fácil comprender el entusiasmo que Galileo sintió con ese descubrimiento. Como desde su juventud había sido un partidario convencido de Copérnico, encontró en dichas observaciones una confirmación de la validez de la hipótesis heliocéntrica, ya que Júpiter con sus cuatro satélites orbitándolo presentaba el aspecto de un pequeño sistema solar, mostrando así la existencia en la naturaleza de sistemas como el propuesto matemáticamente por Copérnico.
En septiembre de 1610 Galileo inició una nueva serie de observaciones, sólo que en esa ocasión su objetivo fue estudiar a Venus. En enero del siguiente año dio a conocer que ese planeta visto a través del telescopio, presentaba fases como las que regularmente muestra la Luna. Este nuevo descubrimiento también vino a apoyar la tesis copernicana ya que, de acuerdo con el modelo heliocéntrico, como Venus es un planeta interior a la órbita que describe la Tierra, visto desde ella tendría que mostrar diferentes secciones iluminadas de su superficie, pues al ir girando alrededor del Sol éste siempre iluminaría la parte de Venus directamente dirigida a él, presentando fases sucesivas, que fue precisamente lo que observó Galileo.
Como parte de una polémica sostenida con los opositores de la teoría copernicana, Galileo publicó en 1613 la obra Istoria e dimostmzioni intorno alle macchie solan e loro accidenti ("Sobre las manchas solares"), en la que establecía de forma precisa que las manchas oscuras observadas sobre el disco solar en realidad no estaban fuera de éste, sino que pertenecían al Sol, por lo que podían utilizarse para demostrar de manera exacta el movimiento que este cuerpo celeste tenía en torno a su propio eje.
Las manchas solares ya eran conocidas por otros astrónomos (figura 29). Algunos, como el jesuita Christoph Scheiner (1573-1650), conjeturaban que en realidad se trataba de los planetas Mercurio y Venus, que al pasar frente al disco brillante del Sol aparecían como puntos oscuros. Esta interpretación estaba muy de acuerdo con el dogma de un Sol incorruptible postulado por los aristotélicos, razón por la que, cuando Galileo afirmó que la interpretación de Scheiner era incorrecta ya que la frecuencia observada de las manchas, su número, su forma y sus desplazamientos nada tenían que ver con los movimientos de aquellos planetas, dio otro golpe directo a la visión aristotélica de un cosmos perfecto e incorruptible.
El trabajo observacional de Galileo, así como su disposición a entrar en polémicas públicas con los aristotélicos pronto le acarrearon serias dificultades con la Iglesia católica. Como es de todos sabido, después de varias advertencias a las que no dio importancia, Galileo fue llamado a Roma para que se presentara ante el Tribunal de la Inquisición. Tras varios meses de comparecencia se le amonestó severamente por sostener las tesis heliocéntricas. Además, se le indicó que no persistiera en esa actitud y le prohibieron que continuara enseñando en público la validez del sistema copernicano.
Como consecuencia directa de este primer juicio en contra de Galileo, el 5 de marzo de 1616 la Iglesia prohibió la teoría heliocéntrica, declarándola contraria a los preceptos de la fe. Por esta razón la obra De revolutionibus orbium coelestium fue incluida en el índice de los textos vetados por la Inquisición.
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Figura 29. Representación del desplazamiento de algunas manchas solares estudiadas por Johanes Hevelius (1611-1687) en su Selenographia.
Después de estos hechos Galileo pasó varios años dedicado a sus investigaciones, en especial las que tenían que ver con la sistematización del estudio del movimiento de los cuerpos. Durante ese periodo realizó considerables esfuerzos para conseguir que se revocara la prohibición en contra del heliocentrismo, sin lograr ningún avance importante.
Mientras eso sucedía, Galileo preparaba un extenso texto en defensa de la teoría de Copérnico en el que, valiéndose magistralmente del recurso del diálogo, utilizó a tres interlocutores para exponer claramente sus convicciones heliocéntricas. Esta obra escrita en italiano y publicada en 1632 bajo el título de Dialogo sopra i due massimi systemi del mondo ("Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo"), fue la que lo enfrentó de manera definitiva con la ortodoxia eclesiástica romana, incluyendo al papa Urbano VIII. La historia del segundo proceso inquisitorial seguido a Galileo es bien conocida, aquí sólo señalaremos que en realidad el juicio no se siguió contra él, sino contra la nueva ciencia que trataba de liberarse del oscurantismo, sin lastres teológicos, y ofrecer una nueva interpretación de la naturaleza. Todo este episodio, muchas veces estudiado por historiadores y sociólogos, muestra en forma clara la idea arraigada en el hombre de ser el centro del Universo, y lo difícil, e incluso peligroso, que ha sido demostrarle mediante la ciencia que no es así.
MATEMATIZACIÓN DE LA ASTRONOMÍA
UNA CAUSA que propició fuertemente el desarrollo de la aritmética fue el auge comercial experimentado por las ciudades del norte de Italia a partir del siglo XV, mientras que el redescubrimiento de los textos matemáticos griegos en el siglo XVI hizo resurgir el interés por la geometría. Pronto estas disciplinas demostraron su utilidad como herramientas de cálculo y análisis para quienes se interesaban por estudiar la naturaleza.
Entre los siglos XVI y XVII las matemáticas tuvieron dos grandes progresos: la adopción del sistema de numeración decimal y el descubrimiento de los logaritmos. El primero de esos hechos permitió unificar y simplificar la notación aritmética, mientras que el segundo facilitó considerablemente el manejo de grandes cifras. Gracias a esos avances se redujo en forma importante el tiempo y el esfuerzo dedicado a la complicada y laboriosa construcción de las tablas numéricas utilizadas en las operaciones matemáticas. Esto resultó especialmente valioso para la astronomía, donde había necesidad de realizar extensos y complejos cálculos para determinar las posiciones planetarias.
Desde los trabajos de Peurbach y Regiomontano fue claro que el uso sistemático de las matemáticas permitiría expresar en lenguaje preciso los resultados de los estudios que se estaban realizando en astronomía y física. Copérnico se dio muy bien cuenta del papel que las matemáticas desempeñaban para quienes como él intentaban entender la estructura cósmica. Así lo escribió en la dedicatoria que hizo al papa Pablo III en el De revolutionibus, donde señaló la importancia que éstas tenían para la astronomía, afirmando que esa ciencia debería estar en manos de expertos, únicos capacitados para juzgar sus logros.
Aunque Galileo no se dedicó a las matemáticas como una disciplina autónoma, las utilizó sistemáticamente en sus diversos estudios, sobre todo en los relativos al análisis del movimiento de los cuerpos. Decía que "quien quiera responder a cuestiones de la naturaleza sin la ayuda de las matemáticas, emprende lo irrealizable. Se debe medir lo medible y hacer que lo sea aquello que no lo es".
La intención de este capítulo es mostrar que la aplicación sistemática de las matemáticas a la investigación astronómica dio excelentes resultados, ya que fue así que se descubrieron leyes de la naturaleza de la mayor importancia.
KEPLER Y EL MOVIMIENTO PLANETARIO
La habilidad matemática de Johannes Kepler (1571-1630) quedó manifiesta desde que apareció el Mysterium Cosmographicum ("El secreto del Universo"), su obra más temprana, publicada por primera vez en 1596. En ese texto buscó la correlación que debería existir entre las diferentes órbitas planetarias, tratando de establecer relaciones geométricas entre las distancias de los diferentes planetas al Sol, calculadas según el modelo heliocéntrico de Copérnico.
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Figura 30. Los cinco sólidos platónicos. El tetraedro o pirámide rectangular (a), el hexaedro o cubo (d), el octaedro (b), el dodecaedro (e) y el icosaedro (c).
Una idea recurrente de todo el trabajo científico de Kepler fue su certeza de que existía un orden matemático oculto en la naturaleza, el cual se manifestaba mediante armonías del Universo. Esa fue su línea de razonamiento cuando, utilizando una rigurosa aproximación matemática, trató de construir un modelo donde los planetas guardaran relación directa con los cinco sólidos perfectos.35 Siguiendo una manera de pensar típica de los pitagóricos, Kepler llegó a la conclusión de que sólo esos cuerpos tenían las propiedades necesarias para contener las órbitas de cada uno de los planetas. En su modelo situó al Sol en el centro de las esferas planetarias, y éstas se encontraban separadas entre sí sucesivamente por un octaedro, un icosaedro, un dodecaedro, un tetraedro y un hexaedro (figura 31). Como todos sus esfuerzos por adecuar los resultados de sus cálculos a esa representación fueron fallidos, años después intentó encontrar la estructura del Universo por medio del estudio de la relación que guardan las armonías de la escala musical, regresando así a la idea pitagórica de la música de las esferas y de las relaciones místicas.
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Figura 31. Representación de las órbitas planetarias de acuerdo a las ideas de Kepler sobre los cinco sólidos perfectos. En la superficie dejada por el corte de la esfera exterior, marcada con la letra a y del lado izquierdo, colocó a Saturno.
A pesar de este aparente retroceso, Kepler introdujo todo un cambio de actitud en la astronomía, ya que no sólo intentó describir los movimientos planetarios geometrizando el cosmos, sino que buscó las causas físicas que originaban dichos desplazamientos. Esto lo condujo a descubrimientos en verdad notables. Así, por ejemplo, en el Mysterium Cosmographicum estableció que los planos que contienen a cada órbita se hallan próximos entre sí, pero con respecto a la eclíptica cada uno tiene una inclinación diferente que permanece constante. Este importante descubrimiento lo puso en el camino que habría de llevarlo a establecer las leyes que rigen el movimiento planetario. Sin duda, la publicación del Mysterium Cosmographicum hizo que Kepler fuera considerado un astrónomo destacado en el medio académico europeo de esa época. Ese primer trabajo llamó la atención de gente como Tycho Brahe, quien vio en él al matemático que podría complementar su obra, razón por la que lo invitó a colaborar con él.
Debido a la creciente intolerancia religiosa contra los protestantes que habitaban Graz, ciudad donde enseñaba matemáticas y astronomía, así como a su necesidad de contar con observaciones de gran exactitud, Kepler aceptó trabajar con Tycho y se fue a radicar a Praga, lugar donde finalmente se estableció. A poco de haber iniciado el trabajo, Tycho Brahe le encargó resolver el problema de calcular la órbita del planeta Marte partiendo de los datos obtenidos en Uraninburgo, ya que por más esfuerzos que él había hecho ayudado por Longomontanus (1562-1647), otro de sus destacados colaboradores, no habían logrado obtener una solución que se ajustara bien a los datos que tras muchos años de observación había acumulado sobre ese planeta.
Kepler inició el trabajo partiendo de la suposición ortodoxa de que los planetas en general, y Marte en particular, se movían siempre en órbitas circulares, desplazándose con velocidad uniforme; pero por más esfuerzos que hizo, no logró resolver el problema. Bajo esas suposiciones encontró que había una diferencia de ocho minutos de arco entre la órbita predicha por sus cálculos y la posición observada de Marte. Esta diferencia era inaceptable pues, como él mismo reconocía, las observaciones de Tycho eran tan exactas, que bajo ninguna circunstancia podría considerarse que un error tan grande proviniera de esos datos. Tycho Brahe murió, y en su lugar Kepler fue nombrado matemático imperial, dedicó varios años a resolver el problema de la órbita marciana.
Tras múltiples esfuerzos de cálculo que resultaron infructuosos, Kepler dejó a un lado la idea de las órbitas circulares y se planteó la posibilidad de una órbita oval para Marte. Esta suposición tampoco lo condujo a resultados adecuados, por lo que al final y tras vencer sus propias reticencias llegó a demostrar que la órbita de Marte en torno al Sol era en realidad una elipse, y por tanto la velocidad con la que ese planeta se desplazaba a lo largo de tal trayectoria no era uniforme. Estos resultados rompieron totalmente con un dogma cosmogónico aceptado por más de 2 000 años, lo cual abrió la puerta al entendimiento dinámico del Universo.
En el proceso de sus investigaciones sobre los movimientos planetarios se dio cuenta de que entre más alejado se encontraba un planeta del Sol, más lentamente se movía. Por ejemplo Saturno, que se encuentra al doble de distancia que Júpiter, tiene un periodo de traslación de 30 años, que resulta ser más de dos veces el tiempo que le toma a Júpiter recorrer completamente su órbita, ya que lo hace solamente en 12 años. Esto significa que Saturno se mueve más lentamente que Júpiter, pues si viajara a la misma velocidad que éste tardaría únicamente el doble de tiempo para recorrer un circuito que es dos veces el que cubre Júpiter, y la realidad es que tarda dos y media veces más.
En el capítulo 20 del Mysterium Cosmographicum discutió ampliamente estos hechos:
Si debemos acercarnos a la verdad y establecer alguna correspondencia en las proporciones entre las distancias y las velocidades de los planetas, entonces debemos elegir entre dos supuestos: o las almas que mueven a los planetas son menos activas cuanto más lejos se halla el planeta del Sol, o existe tan solo una anima motrix en el centro de todas las órbitas, es decir, el Sol, que dirige a los planetas más vigorosamente cuanto más cerca está, pero cuya acción se halla casi exhausta cuando actúa sobre los planetas exteriores debido a lo grande de la distancia y a la debilitación de la acción que lo vincula.
La introducción que hizo Kepler del anima motrix que emana del Sol y proporciona el movimiento a los planetas fue el antecedente directo del concepto de fuerza, que tan importante ha resultado para la física. Significó un cambio fundamental en la concepción del cosmos, ya que hizo innecesarios los entes aristotélicos que subordinados al Primum Mobile comunicaban movimiento a cada uno de los planetas en el esquema medieval.
Cuando finalmente Kepler aceptó la solución elíptica para la órbita marciana, informó su resultado a David Fabricius (1564-1617), astrónomo al que daba mucho crédito. En una carta fechada en diciembre de 1604 le informaba que "la órbita de Marte es una elipse en uno de cuyos focos se encuentra el Sol". La respuesta de Fabricius se apegó al dogma de la circularidad, pues fue incapaz de concebir que Marte pudiera moverse de otra manera. Le contestó a Kepler: "Con vuestra elipse quitáis la circularidad y uniformidad a los movimientos planetarios, lo cual me parece tanto más absurdo cuanto más profundamente pienso en ello. Si al menos pudierais conservar la órbita circular perfecta, y justificarais vuestra órbita elíptica mediante otro pequeño epiciclo sería mucho mejor". Esta actitud caracterizó prácticamente a todos los astrónomos de ese momento.
En agosto de 1609 Kepler finalmente publicó sus resultados sobre el estudio de la órbita marciana en un texto al que tituló Astronomia nova, seu physica coelestis tradita commentariis de motibus stellae Martis ex observationibus G. V. Tychonis Brahe ("Nueva astronomía basada en la física celeste derivada de las investigaciones de los movimientos de la estrella Marte. Fundada en las observaciones del noble Tycho Brahe"). Esta obra, mejor conocida como Astronomía Nueva, contiene las dos primeras leyes del movimiento planetario, que en lenguaje moderno pueden ser enunciadas de la siguiente forma.
Primera ley: Todos los planetas siguen en su movimiento órbitas elípticas, encontrándose el Sol localizado en uno de sus focos.
Segunda ley: La velocidad con la que se desplazan los planetas en sus órbitas no es uniforme, sino que lo hacen de tal forma que una línea imaginaria trazada desde el centro de cada planeta al Sol barrerá áreas iguales en tiempos iguales.
La segunda ley es también conocida como ley de las áreas. Su representación gráfica (figura 32) sirve para aclarar su significado. En esa figura las áreas A, B y C que son barridas por el radio vector R son iguales. Para que esta afirmación se cumpla, la velocidad del planeta a lo largo de su órbita deberá ser mayor conforme se acerque al Sol .En el perihelio, que es el punto más próximo a este astro, la velocidad planetaria es máxima, mientras que en el afelio, o punto más alejado del Sol, esa velocidad es mínima.
Veinticinco años después de la aparición de la primera edición del Mysterium Cosmographicum y a sólo ocho de la publicación de la Astronomía Nueva, Kepler publicó otro texto donde retomó las ideas expresadas en el primero. En 1619 apareció el De Harmonice Mundi ("Armonías del mundo"), obra en la que dio a conocer la última de sus leyes del movimiento planetario. Ésta había resultado de un largo proceso de prueba y error, seguido por Kepler al tratar de encontrar una relación que ligara el periodo de traslación de los planetas en torno al Sol con la distancia a éste. Esa ley puede enunciarse así:
Tercera ley: Los cuadrados de los tiempos de revolución de cualesquiera dos planetas en torno al Sol, son proporcionales a los cubos de sus distancias medias a éste.
Las tres leyes de Kepler son afirmaciones precisas y verificables que pueden ser expresadas y manejadas matemáticamente. Su importancia radica en que, al aplicarlas, es posible calcular con gran exactitud todos los datos necesarios para determinar cómo se desplaza cada uno de los planetas alrededor del Sol, por lo cual se convirtieron en la solución definitiva al añejo problema que buscaba determinar las posiciones de los astros y que originalmente surgió entre los antiguos pueblos de Mesopotamia. La categoría de leyes que tienen estos tres resultados se debe a que su aplicabilidad es de carácter general, es decir, no están restringidos solamente al cálculo de los datos orbitales de los planetas, sino que pueden aplicarse en cualquier situación donde las condiciones del movimiento sean las adecuadas. Por ejemplo, su uso permite también el estudio completo de las órbitas descritas por los satélites planetarios. Tal es el caso de la Luna y de los satélites galileanos de Júpiter. Posteriormente se verá que la aplicación de estas leyes ha permitido determinar la información necesaria para poner en órbita los satélites artificiales y controlar los viajes de las naves espaciales, estudiar el comportamiento de las estrellas binarias, analizar las órbitas estelares que los astros siguen en nuestra galaxia, e incluso determinar características fundamentales de sistemas tan complejos como las galaxias. Como ejemplo de la aplicación de estas leyes, en el Apéndice D se hace el cálculo para determinar las distancias a que se encuentran Júpiter y Saturno del Sol.
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Figura 32. Diagrama que muestra el significado de la Ley de las áreas.
Entre 1618 y 1622 Kepler dio a conocer la obra titulada Epitome Astronomiae Copernicanae ("Compendio de astronomía copernicana"), donde expuso sus resultados sobre el cálculo de distancias y tamaños de los cuerpos del sistema planetario, así como sus ideas cosmológicas. Mencionó especialmente sus descubrimientos sobre el carácter elíptico de la órbita marciana y lo que había logrado obtener Galileo mediante el uso del telescopio. En ese texto afirmó y demostró que las leyes que había encontrado para el caso particular del movimiento de Marte eran aplicables a los demás planetas, así como a sus satélites.
El Epítome es la obra de madurez de Kepler. En ella finalmente ha desaparecido la teoría de los epiciclos y las deferentes utilizada por más de un milenio para calcular los movimientos planetarios. En ese texto se presentó por vez primera la estructura correcta del Sistema Solar, propiciando desde entonces que surgiera la diferenciación conceptual entre éste y el resto del Universo. Sin lugar a dudas, el Epítome constituye el primer manual completo de astronomía construido enteramente bajo los preceptos heliocéntricos.
Esa obra trata de la forma y del tamaño de la Tierra, así como de su lugar en el Universo. Siguiendo una curiosa línea de razonamiento guiada por su obsesión de hallar armonías en la naturaleza, Kepler desarrolló la idea de relacionar la densidad de cada planeta con su tamaño y distancia al Sol. Las densidades planetarias las derivó al establecer una correspondencia directa con las densidades de metales como el hierro, el plomo, la plata y el oro, y con la de algunas piedras preciosas, ya que pensó que esos materiales estaban relacionados con cada uno de los planetas. Así obtuvo que Saturno gira alrededor del Sol a una distancia 10 veces mayor que la Tierra. Según sus cálculos, Júpiter lo hacía a 5.2 y Marte a 1.5 UA, mientras que Venus se localizaba a 0.7 veces la distancia Tierra-Sol y Mercurio a sólo 0.4 veces el valor de esa unidad.
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Figura 33. Ilustración que muestra el significado el ángulo de paralaje.
En ese texto discutió también la necesidad de corregir adecuadamente el valor de la UA, pues diferentes datos observacionales indicaban que debería tener más de los 1 210 radios terrestres tradicionalmente aceptados desde la época de Tolomeo. Analizó con detalle la precisión máxima que por entonces podía obtenerse en las observaciones, y estimó que su valor debería ser de 3 460 radios terrestres.
Siguiendo su curiosa forma de pensar y de buscar armonías y proporciones ocultas en la naturaleza, Kepler fue capaz de asignar dimensiones al Universo. Consideró que como la órbita de Saturno es 2 000 veces mayor que el diámetro solar, la esfera de las estrellas fijas tendría que tener un diámetro igual a 2 000 veces la distancia que separa a ese planeta del Sol. Ante la imposibilidad de medir en forma directa la paralaje estelar, que le permitiría determinar la distancia a las estrellas, y por ende el tamaño lineal del Universo, encontró en el recurso de comparación arriba aludido la forma de estimar sus dimensiones. Y aunque su valor de la distancia a las estrellas fijas fue muy subjetiva y considerablemente menor que el que ahora se ha determinado, sirvió para que Kepler ampliara aún más el tamaño del cosmos.
La importancia de las investigaciones de Kepler puede resumirse diciendo que la astronomía que él desarrolló fue una reformulación completa de los métodos, principios y objetivos de esta disciplina, pues al conjuntar las mejores observaciones entonces disponibles con los nuevos y poderosos desarrollos matemáticos, marcó definitivamente el rumbo a seguir para todos aquellos que aspiraran a entender las leyes que rigen el comportamiento de los astros.
NEWTON Y LA LEY DE GRAVITACIÓN UNIVERSAL
Las leyes de Kepler fueron un valioso soporte para la teoría heliocéntrica desarrollada por Copérnico. Igual sucedió con las observaciones telescópicas de Galileo. Además de simplificar considerablemente el estudio de los movimientos planetarios y facilitar los cálculos correspondientes, los trabajos de estos científicos convirtieron a la astronomía en una disciplina predictiva de gran exactitud. Sin embargo, no pudieron establecer las causas que originan los movimientos planetarios, ni por qué los planetas están ligados al Sol. Esto habría de lograrlo Isaac Newton (1642-1727), quien, además de ser un gran sintetizador de los hallazgos de Copérnico, Galileo y Kepler, realizó aportaciones originales que permitieron considerar a la física una ciencia exacta.
Aunque Newton contribuyó de manera notable a la fundamentación de disciplinas como la óptica y la mecánica, e inventó herramientas matemáticas tan poderosas como el cálculo diferencial, fue su descubrimiento de la ley de la gravitación la que le dio dimensiones gigantescas dentro del terreno científico. Gracias a ella finalmente se entendió la dinámica cósmica y comprendieron las causas que obligan a los cuerpos celestes a describir las trayectorias observadas. Al establecer la expresión matemática que permite calcular cómo y dónde actúa la fuerza de gravedad, Newton pasó de la mera descripción del movimiento a una interpretación de las causas de éste.
En este punto debe recordarse que durante milenios la tendencia de los cuerpos a caer hacia el centro de la Tierra fue entendida como una propiedad inherente a su naturaleza, sin necesitar mayor explicación. Por otra parte, las leyes que gobernaban los desplazamientos de los cuerpos celestes eran consideradas muy diferentes de las que se aplicaban al movimiento que tenía lugar sobre la superficie terrestre. La ley de la gravitación permitió la unión de fenómenos naturales aparentemente tan distintos como la caída de una piedra y el movimiento orbital de la Luna, surgiendo así una sola física cuyas leyes se aplicaban por igual a cualquier tipo de movimiento, rompiendo en forma definitiva con la visión aristotélica de una mecánica terrestre y otra celeste.
En 1687 apareció publicada en Londres la obra más importante de Newton Philosophiae Naturalis Principia Mathematica ("Principios matemáticos de la filosofía natural"), donde, siguiendo un estricto marco matemático sintetizó y analizó las observaciones y experimentos relativos al movimiento de los cuerpos, fundamentando así la rama de la física conocida como mecánica. Aprovechando la larga serie de trabajos que se habían realizado sobre el movimiento, entre los que destacaban los estudios experimentales de Galileo sobre la caída libre de los cuerpos, logró encontrar leyes generales aplicables a cualquier tipo de movimiento. En esa obra reconoce que la masa de los cuerpos es una medida de la resistencia que tienen a cambiar su estado de reposo o de movimiento. Además, precisó y definió el concepto de fuerza y le dio un carácter operacional, hecho que habría de ser de enorme utilidad para el desarrollo de la física. Todo ese trabajo conceptual y matemático le permitió establecer las tres leyes del movimiento, base de toda la mecánica.
Al analizar la interacción entre dos cuerpos mediante su tercera ley, llegó a establecer el concepto de fuerza mutua entre el Sol y cada uno de los planetas, lo que finalmente lo condujo a la idea de que todos los cuerpos del Universo están interactuando entre sí a través de fuerzas que los atraen unos a otros, fuerzas que pueden actuar a distancia y sin ningún soporte material. De ese enorme esfuerzo intelectual surgió la ley de la gravitación universal.
De todos es conocida la anécdota según la cual Newton concibió esta ley al observar la caída de una manzana. Al margen de si ese hecho es cierto o falso, lo que hizo Newton fue tratar el movimiento lunar en torno a nuestro planeta como si se tratara de una piedra (o cualquier otro objeto) que cayera hacia el centro terrestre. Se dio cuenta de que para producir una órbita estable como la de la Luna, su movimiento debería estar compuesto por uno rectilíneo, dirigido a lo largo de la línea tangente a la trayectoria orbital, y otro que debería apuntar hacia el centro de la Tierra (figura 34). Fue así como pensó en descomponer el movimiento curvilíneo seguido por la Luna en una componente que llamó inercial y en otra centrípeta. Al desplazarse la Luna en su órbita la componente inercial tiende a lanzarla a lo largo de la recta tangente a su trayectoria, mientras que la centrípeta la aparta continuamente de ella, jalándola hacia nuestro planeta, combinándose en forma tal que la Luna ni sigue la trayectoria rectilínea ni cae a la Tierra, sino que se ve obligada a moverse en una trayectoria elíptica. Newton se dio cuenta de que si esta última fuerza no estuviera actuando, la Luna se escaparía siguiendo la trayectoria tangencial tal y como sucede cuando una piedra sujeta por una honda es liberada instantáneamente. Esta fuerza central es permanente y atrae a los objetos en movimiento hacia un punto fijo que, para el caso de los planetas, como intuyó Kepler al postular la existencia de una alma motrix, se origina en el Sol.
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Figura 34. Aceleración de una manzana y de la Luna en dirección del centro de la Tierra.
Para aclarar más la idea de la caída de la Luna hacia nuestro planeta, Newton analizó el efecto de las fuerzas centrípetas, y demostró que los planetas pueden ser retenidos en sus órbitas por ese tipo de fuerzas. Consideró el caso de un proyectil cualquiera lanzado desde lo alto de una gran montaña y sujeto a la acción de una fuerza que lo jala hacia el centro de la Tierra (figura 35). Para todos es claro que entre mayor es la velocidad de lanzamiento, mayor será el arco descrito por el proyectil antes de volver a tierra (trayectorias VD, VE, VF y VG, respectivamente). Si no se considera la resistencia que el aire opone al movimiento, y si se imprime al proyectil la suficiente velocidad, éste dejará de caer a tierra, dará vueltas a lo largo de una curva cerrada y se convertirá entonces en un satélite, como la Luna. Éste es el principio utilizado en la actualidad para lanzar los satélites artificiales, pues mediante el empuje inicial generado por los cohetes transportadores se les proporciona la velocidad necesaria para que describan una órbita cerrada que les permita permanecer en el espacio.
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Figura 35. Newton representó así las diferentes trayectorias seguidas por un cuerpo lanzado horizontalmente desde lo alto de una montaña, bajo la acción de la atracción gravitacional terrestre.
Para deducir la ley de la gravitación, Newton procedió de la siguiente manera. Sabía que el periodo de traslación de la Luna en torno a la Tierra era de 27.3 días, y que el radio de la trayectoria que aquélla describe en torno a nuestro planeta era de 385 000 km, así que calculó la aceleración con la que ese cuerpo celeste se desplaza a lo largo de su órbita, encontrando que era de 0.00273 metros por segundo cuadrado. Por otra parte, determinó cuál sería la aceleración de cualquier cuerpo (como una manzana) que cayera en la cercanía de la superficie terrestre, y encontró que era de 9.8 metros por segundo cuadrado.
Tomando en cuenta que el radio de nuestro planeta es de 6 400 km, Newton determinó que el valor de la aceleración sufrida por la Luna al describir su órbita es 3 600 veces menor que la de una manzana al caer sobre la superficie terrestre. Esta proporción es igual al cuadrado del cociente del radio de la órbita lunar y del radio de la Tierra, razón por la que pudo relacionar la fuerza de atracción ejercida por nuestro planeta sobre esas dos masas tan diferentes, colocadas también a dos distancias muy diferentes. Para complementar lo discutido en este párrafo, véase el Apéndice E, donde se reproducen los cálculos que al respecto hizo Newton.
La fuerza que actúa sobre la Luna y la que actúa sobre la manzana dependen de sus masas, así como también de la masa de la Tierra. Por tanto, Newton asumió que la fuerza gravitacional está en función de las masas de los cuerpos que se atraen y del inverso del cuadrado de la distancia que los separa. En los Principia nos dice:
Yo deduje que las fuerzas que mantienen a los planetas en sus órbitas deberían ser recíprocas al cuadrado de sus distancias a los centros alrededor de los cuales giran, y por tanto comparé la fuerza necesaria para mantener a la Luna en su órbita con la fuerza de gravedad en la superficie de la Tierra, encontrando que ellas eran bellamente iguales.
Con su gran capacidad de síntesis Newton se dio cuenta de que esta fuerza es la que nos mantiene unidos a la superficie del planeta, pero que por sernos tan familiar ya no reparamos en su constante presencia. Comprendió claramente que la fuerza de atracción gravitacional resultaba de la interacción de la masa de la Tierra con cada uno de los objetos atrapados sobre ella. Su acción se manifestaba sin importar el tamaño, la estructura, la composición o la forma de los cuerpos. Bien podía tratarse de la más alta montaña terrestre o de una pequeña manzana, ambos objetos sufren la acción de la fuerza de gravedad, por lo que afirmó que la atracción existe entre todos los cuerpos materiales, ya sean manzanas, planetas, cometas o estrellas. Este último hecho es el que le confiere carácter de universalidad a su ley de la gravitación.
Utilizando hechos observacionales, como la similitud de la caída lunar con la de la manzana, y sus tres leyes sobre el movimiento, y con el antecedente importante de las leyes de Kepler, Newton fue capaz de establecer la ley de la gravitación, que puede expresarse así: la fuerza de atracción ejercida entre dos cuerpos cualesquiera, cuyas masas m y M se encuentren separados por una distancia r, está dirigida a lo largo de la línea que los une, siendo su magnitud directamente proporcional al producto de las masas m y M, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia r.
Además de establecer el hecho fundamental de que tanto los cuerpos cósmicos como los terrestres están sujetos a la acción de esta fuerza de atracción por la única razón de tener masa, demostró que la ley de la gravitación universal tiene múltiples consecuencias y aplicaciones. Newton mismo la utilizó para resolver diversos problemas. Tanto en los Principia como en una obra posterior menos técnica a la que llamó El sistema del mundo, trató ampliamente diversos aspectos astronómicos. Usando esa ley dedujo en forma natural las tres leyes del movimiento planetario encontradas empíricamente por Kepler, con lo cual les dio una fundamentación física clara. También determinó la masa del Sol, que es 330 000 veces mayor que la masa terrestre. Además, demostró que la masa de cualquier planeta que tuviera al menos un satélite orbitándolo podía ser calculada.
Aplicó su ley para determinar la densidad media de la Tierra, encontrando un valor muy próximo al que conocemos actualmente (5.5 g/cm³). Demostró que nuestro planeta no es una esfera perfecta, sino un esferoide achatado por los polos, y calculó el valor de ese achatamiento. También comprobó que esa deformación y la acción del tirón gravitacional ejercido por la masa del Sol sobre tal achatamiento es la causa del fenómeno de precesión de los equinoccios. Con toda esa información pudo calcular el periodo de cambio de dirección del eje terrestre, que encontró era de 26000 años, valor obtenido por Hiparco 2000 años antes a partir del análisis de observaciones realizadas desde la época de los caldeos, pero que antes de las investigaciones de Newton carecía de sustento teórico.
Explicó también el fenómeno de las mareas, atribuyéndolo correctamente a la acción combinada de las fuerzas ejercidas sobre nuestros mares por las masas de la Luna y del Sol. Estudió las modificaciones que sufre la órbita lunar por efecto de la fuerza gravitacional del Sol, y demostró que los cometas se mueven más allá de la trayectoria lunar y que se localizan en regiones propiamente planetarias, donde sus desplazamientos siguen órbitas elípticas o parabólicas. Para corroborar lo afirmado en este párrafo, en el Apéndice F se da un ejemplo sencillo de la aplicación de la ley de gravitación, calculando la masa de la Tierra.
Fue muy amplio el estudio que Newton realizó sobre las consecuencias que la fuerza de atracción solar tiene en el movimiento de la Luna. Sirvió mucho en su época ya que era de gran relevancia disponer de una teoría lunar lo más completa posible, pues sus aplicaciones prácticas en la navegación, y sobre todo en los viajes interoceánicos, eran económicamente muy importante.
En cuanto a las estrellas, Newton dedicó solamente un breve párrafo en el Sistema del mundo, al que subtituló "Sobre la distancia a las fijas". Argumentando acerca del hecho observacional bien establecido en su época de que éstas no presentaban paralaje alguno, infería, como otros hicieron antes que él, que estaban muy alejadas del último cuerpo del sistema planetario. Partiendo del valor angular mínimo que por ese entonces podía ser medido con precisión, estimó que la distancia mínima a la que podrían encontrarse sería 360 veces mayor que la que separaba al Sol de Saturno, valor que sin embargo consideró pequeño.
Por otra parte, comparando mediante ingeniosos cálculos el brillo de ese planeta con el del Sol, Newton determinó la distancia a la cual este astro se vería tan luminoso como una estrella de primera magnitud, y encontró que esa distancia era 64 800 veces mayor que la distancia que separa a Saturno del Sol. Como en esas fechas el sistema planetario tenía como cuerpo más alejado de su centro precisamente a ese planeta, Newton concluyó que el cosmos en su conjunto tendría alrededor de 65 000 veces el tamaño de todo el Sistema Solar, lo que sin lugar a dudas dio dimensiones nunca antes imaginadas al Universo.
La importancia que para la astronomía han tenido los trabajos de Newton es enorme, pues no sólo descubrió la ley de la gravitación universal y las tres leyes del movimiento, que permitieron entender en forma dinámica el comportamiento cósmico, sino que también inventó el telescopio reflector, instrumento que en la actualidad se ha convertido en los ojos con los que el astrónomo escudriña el cielo. Además, descubrió que la luz está compuesta por diversos colores, lo que, aplicado al estudio de los astros, ha permitido determinar importantes características físicas de éstos.
Sin exageración puede decirse que, gracias a los trabajos de Newton, el hombre dispuso de las herramientas necesarias para comenzar la más fecunda etapa de investigación astronómica. Esto le ha permitido ampliar a tal grado sus conocimientos sobre el cosmos, que desde la aparición de los Principia ha establecido modelos cada vez más completos sobre el Universo.
En el aspecto práctico la aplicación del trabajo de Newton ha permitido construir máquinas que han facilitado mucho nuestra vida, pero seguramente sus aplicaciones de mayor espectacularidad han ocurrido en el terreno astronómico, donde entre otras cosas se han descubierto planetas y se ha podido predecir el retorno de cometas. Edmond Halley (1656-1743), astrónomo inglés que estudió observaciones de cometas de siglos anteriores, se dio cuenta de que había varios casos en que, debido a su movimiento, parecían tratarse del mismo cometa. Aplicando la mecánica newtoniana calculó los elementos de las órbitas seguidas por cometas que habían sido observados en 1531, 1607 y 1682, y encontró que era uno solo. Demostró que ese cometa se movía en una órbita elíptica muy alargada que lo llevaba a recorrer gran parte del Sistema Solar, y que su periodo era de 76 años. Con esos elementos predijo que retornaría a las inmediaciones del Sol a fines de 1758 o principios de 1759. Cuando eso sucedió se confirmó el poder de la mecánica newtoniana. Como es bien sabido, ese cometa fue bautizado como "Halley", en honor de quien calculó por primera vez su órbita y encontró su periodo. Este cuerpo del sistema planetario volvió a nuestra vecindad en 1835, 1910 y por última vez en 1986-1987, y en todas esas ocasiones fue muy estudiado (figura 36).
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Figura 36. Fotografía del cometa Halley en su paso de 1910, tomada en el Observatorio Astronómico Nacional de México, entonces ubicado en Tacubaya, Distrito Federal.
En resumen, gran número de fenómenos naturales, entre los que se cuentan los complejos movimientos de los cuerpos del Sistema Solar, pudieron ser manejados y comprendidos gracias a la fuerza de atracción gravitacional encontrada por Newton, lo que posteriormente ha permitido entender la estructura y jerarquía de los fenómenos cósmicos no solamente en la Tierra, sino también en todo el universo observable, donde esta fuerza adquiere su verdadera magnitud, ya que es la que domina y mantiene la estructura misma del Universo.
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