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Rafael Arraíz Lucca: la mirada precavida

Enviado por irapavilo


Partes: 1, 2

    1. La familia: un refugio
    2. Un amor con iniciales
    3. Maravillas de la naturaleza
    4. Treinta mil pies de altura
    5. Los seres cotidianos
    6. Ante el espejo

    Más que esto qué puedo decirles,

    detrás de una puerta siempre hay algo

    que nos espera.

    Rafael Arráiz Lucca

    La familia: un refugio

    Fueron los años donde sentí de cerca

    la respiración de una familia sentada a

    la mesa, dadora del orden

    Para Rafael Arráiz Lucca su familia le permite ejercer un amor que se traduce en moralejas y reflexiones, en constataciones acerca de aquello que le otorga sentido a la vida y le da valor a la existencia.

    El poeta se alimenta de un amor familiar doble, de uno que proviene de aguas arriba y de otro que se origina aguas abajo. Sus ancestros son evocados por el escritor, incluso cuando se asoma a "la ventana del espejo", para preguntar y responderse a la vez: "¿Quién esplende en mi mirada? / Veo los ojos de mi madre en los míos: / sus cejas levemente protuberantes, / como unas discretas cordilleras, / cayendo sobre los párpados. Ahora vislumbro la sonrisa de mi padre en la mía: / su rictus para desenvainar el brote perspicaz de la ironía. / Creo ver en el mentón partido / la misma división que llevaba mi abuelo / desconocido y recatado en el desván de las fotografías". Sus hijos también se hacen presentes en la poesía de Arráiz para ayudarle a rescatar el pasado y para anticipar el irremediable futuro: "Esa es la luna / que vieron mis padres / y la que miran mis hijos. / Se ocultaba / cuando nací / quizás brille / cuando me vaya".

    Los hijos, Eugenia y Cristóbal, ocuparon y ocupan un lugar prominente en la emoción del poeta, quien ante la llegada de una inevitable descendencia, vuelca su alegría, su sorpresa, el desacomodo por la nueva condición asumida, en forma de consejos y admoniciones, de advertencias que Eugenia, la primogénita, recibe primero antes de que Arráiz confirme, al momento del nacimiento de Cristóbal, una incertidumbre creciente y un desconcierto profundo que se traduce en una ausencia de palabras (agotadas todas quizás en ese inmenso esfuerzo de construirle un instrumental de viaje para la vida a Eugenia) que le llevan a pedirle, a su nuevo hijo, desde el miedo y la imposibilidad del poema, que por favor traiga consigo un "mapa para esta familia extraviada".

    Extravío familiar proveniente de un sesudo ejercicio llevado a cabo casi tres años atrás, cuando el amor con Guadalupe rindió su primer fruto en forma de una niña llamada sonoramente Eugenia, quien, al nacer, ya lo tenía aparentemente todo dispuesto, porque una tradición de familia la albergó en el mismo moisés que utilizó la abuela para acunar en su momento la alegría de los bisabuelos del poeta.

    Así llega Eugenia al mundo y al afecto de un padre que se vale de la poesía para construirle a su hija un manual útil y amoroso, contentivo de "algunas instrucciones" que le indiquen "las precauciones necesarias", luego de que deje de andar sola e irresponsable por el imperio de su mundo. Manual de instrucciones que Arráiz compila recurriendo a los preceptos y valores que, en su criterio, son necesarios para construir una existencia basada en: el reconocimiento de la pluralidad que al momento del nacimiento a la vida se traduce en "escarpines de muchos colores", la constatación de que "la impunidad no existe", la necesidad de contar con habilidades propias que le permitan a Eugenia comprender que "los "muchos aviones que pasan, pasan / si no te calificas para subir a sus escaleras".

    Compendio de instrucciones vitales del escritor que incluye también una advertencia contra el dogma, contra esa pretendida certeza universal que puede conducir a la hija a enfrentar el mundo con "la verticalidad de los imbéciles", traducida en la incapacidad para "entender los acontecimientos que se dan / por los cuatro puntos cardinales". Arráiz advierte igualmente a su hija que no hay nada peor que convertir la vida en usanza, en rutina, en cotidianidad, en una colección de arañas o de manchas en el techo.

    Valiéndose de la solidaria complicidad de Guadalupe, el padre le aconseja a la hija que observe, que ausculte el mundo, el entorno, los alrededores de la vida con cuidado, así podrá abrir "las ventanas de la sensualidad" y activar los diferentes sentidos que le brindan al existente un disfrute particular y diferente según éste provenga del tacto, la vista o el olfato. Esta observación predispone, según el poeta, al reconocimiento de la otredad, a que "nazcan los diálogos" con esos interlocutores que la dinámica de la vida va cambiando según los aquí y los ahora, las circunstancias, para constatar que "las claves pasionales del mundo" no tienen otro asidero que el que nace de recibir y entregar, ese anclaje que permite construir "la casa larga del afecto" que debe ser un lugar que Eugenia comparta desde su primera inocencia con la incomodidad y la belleza de las grandes montañas.

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