- Antecedentes históricos del apego
- Tipos de apego
- Desarrollo del apego
- Estrés y apego
- Estilos de apego y relaciones interpersonales futuras
- Trastornos psiquiátricos y apego
- Conclusiones
- Bibliografía
En el curso de la evolución, sentimos atracción hacia determinados elementos del ambiente animado o inanimado, en especial gentes y lugares con las que nos hallamos familiarizados. Por otra parte, experimentamos rechazo por situaciones ambientales que nos proporcionan indicios naturales de peligro potencial tales como suelen ser: la soledad y lo desconocido.
Seres humanos y animales de otras especies, tienden a permanecer en un sitio familiar específico, en compañía de personas también familiares. Los individuos de una especie determinada, lejos de deambular al azar a todo lo ancho de la región a la que pueden adaptarse desde el punto de vista ecológico, por lo común, pasan su vida dentro de un sector sumamente restringido de aquella ( denominada área de acción).
En un sujeto, los sistemas de activación que determinan la conducta de temor tienden a apartar al individuo de situaciones potencialmente peligrosas. De igual forma, los sistemas que determinan la conducta de apego, suelen empujarlo hacia situaciones en que potencialmente se hallará a salvo, y mantenerlo en esas condiciones.
En el hombre adulto la conducta de temor puede ser provocada por indicios que derivan por lo menos de tres fuentes: 1) Indicios naturales y sus derivados (desarrolladas en la infancia) 2) Indicios culturales aprendidos por medio de la observación (desarrolladas gracias a la sociedad) y 3) Indicios aprendidos y utilizados con un mayor grado de perfeccionamiento, a los efectos de evaluar el peligro y evitarlo.
La respuesta de temor suscitada ante la inaccesibilidad de la madre, puede considerarse una respuesta adaptativa básica, una respuesta que, en el curso de la evolución se ha convertido en parte intrínseca del repertorio de conductas del hombre en virtud de su contribución a la supervivencia de la especie. (Bowlby, 1985; 1998).
Según Yela (2000), el amor cumple funciones psicológicas básicas: compartir, afiliación (punto de partida para las relaciones interpersonales íntimas), protección, estabilidad y seguridad, intimidad, apoyo emocional, entrega, compañía, visión optimista del mundo, refuerzos básicos (atención y placer sexual), prestigio y reconocimiento social, autoestima y la reducción de ciertas inquietudes psicológicas (soledad, ansiedad, temor a estar solo en la madurez y en la vejez), no sentirse diferente a la mayoría y la transición de un estatus psicosocial a otro; socioculturales (transmisión de normas) e incluso evolutiva (fortalecimiento del vínculo entre los progenitores en la especie cuyas crías son más indefensas y necesitan protección). La ausencia de amor maternal durante la infancia se asocia a problemas psicopatológicos en la etapa adulta (histeria, autismo, inseguridad, temor al rechazo e intensa necesidad de aprobación); déficit psicológicos traducidos en una actitud de hostilidad ante el mundo y ante los demás (Yela, 2000). Sin embargo, el amor de madre depende en mucho del estilo de apego que haya desarrollado a través de su existencia, lo cuál repercutirá de igual manera en la seguridad que le transmita a su hijo al momento de nacer y durante los años posteriores, haciendo especial énfasis en los primeros meses de vida que son cruciales para el establecimiento del apego. Por lo tanto, se puede definir al apego como un "proceso de maduración a través del cual el cuidador principal de la infancia adquiere la calidad de un objeto de amor" (England, 1981; citado por Aizpuru, 1994), o como la "conducta que reduce la distancia de las personas u objetos que suministrarían protección" (Bowly, 1985; 1998)
Evolutivamente, la función que tiene las conductas de apego radica en proteger al individuo de los animales de presa; esto ocurriría tanto entre los seres humanos como en otras especies de mamíferos y aves. Para los primates de gran tamaño que moran sobre la superficie terrestre, la seguridad reside en integrarse a la manada (Bowlby, 1985; 1998). Freud (1926) (Citado por Bowlby, 1985; 1998) postula que el temor a la ausencia materna nace cuando el bebé aprende que, al hallarse ausente la progenitora, sus necesidades fisiológicas no pueden satisfacerse, lo cual redunda en la acumulación de peligrosas "cantidades de estimulación" que, a menos de descargarse, provocan una "situación traumática". El bebé descubre que al quedarse solo es incapaz de descargar esos elementos acumulados, la situación de peligro que intrínsecame le provoca temor es "una situación de desamparo reconocida, recordada y esperada".
Desde una perspectiva psicoanalítica, el vínculo infantil tiene su fundamento biológico en la conducta de apego. Distinguiéndose uno del otro puesto que el apego se refiere a una conducta correspondiente a anagramas hereditarios al servicio de la sobrevivencia, mientras que el vínculo es un concepto referido a la ligadura específicamente humana con el objeto y con elementos simbólicos. Dicha relación vincular tiene lugar a partir del momento en el que la madre percibe al inicio de los movimientos fetales; situación en la que establece una relación con un objeto externo aunque dentro del cuerpo (Lartigue y Vives, 1992).
A partir de los primeros meses de vida y durante toda la existencia del ser humano, la presencia o ausencia (física) de una figura de afecto es una variable clave que determina el que una persona se sienta o no alarmada por una situación potencialmente alarmante. A partir de esa misma edad y durante toda su vida, una segunda variable de importancia es la confianza o falta de confianza que experimenta la persona con respecto a la disponibilidad de la figura de apego (este o no presente físicamente) de responder a sus requerimientos cuando por alguna razón lo desee (Bowlby, 1985; 1998).
En el modelo del mundo que toda persona constituye, una característica clave es su criterio para establecer quienes son sus figuras de apego, donde pueden encontrárseles y de que manera previsible pueden responder. En el modelo de sí misma que construye una persona una característica clave es su criterio sobre la aceptabilidad o inaceptabilidad de su propio ser a ojos de las figuras de afecto. Sobre la estructura de esos modelos complementarios se basan los pronósticos de esa persona sobre el grado de accesibilidad de las figuras de apego y su capacidad de respuesta en momentos en que requiera su apoyo. Aunado al tipo de pronóstico que elabora una persona con respecto a la disponibilidad probable de sus figuras de apego se halla, su propensión a responder con muestras de temor siempre que deba enfrentar una situación potencialmente alarmante en el curso normal de los acontecimientos ( Bowlby, 1985; 1998).
La familia tiene una función eminentemente protectora y socializadora. Dentro de ésta, el niño establecerá nexos con el mundo exterior, haciéndose patente a través de la seguridad que se vaya solidificando según las relaciones entre los miembros de la familia. Se producen alianzas y coaliciones que en parte definen su estructura funcional. La ruptura de una alianza o coalición implica la necesaria reestructuración de la dinámica familiar (Ortigosa, 1999). Las relaciones afectivas familiares tempranas proporcionan la preparación para la comprensión y participación de los niños en relaciones familiares y extrafamiliares posteriores. Ayudan a desarrollar confianza en si mismo, sensación de autoeficacia y valía (Trianes, 2000). Dentro de esta, la riqueza de las interacciones madre-hijo o cuidador-hijo es el predictor mas consistente de la habilidad, el conocimiento y la motivación en los niños (Pino y Herruzo, 2000).
La personalidad adulta se visualiza como producto de la interacción del individuo con figuras claves durante sus años inmaduros y, en particular, con las figuras de apego. Individuos que han crecido en un hogar adecuado, con padres afectuosos en la medida normal, y han tenido ante sí a personas que pueden brindarle apoyo, aliento y protección, y saben donde buscar todo ello suelen tener expectativas firmes y satisfechas; por lo que, como adulto, le resulta difícil imaginar un mundo distinto. Ello le hace sentirse seguro, de que toda vez que se vea en dificultades siempre tendrá acceso a figuras dignas de confianza que vendrán en su ayuda. Enfrentará al mundo con seguridad y, cuando se vea ante una situación alarmante, podrá encararla con eficacia, o buscar ayuda para hacerlo. La experiencia familiar de los niños que se convierten en seres relativamente estables y dotados de confianza en sí mismos, no solo se caracteriza por el apoyo que les brindan los padres cuando ello es necesario, sino también por el aliento que les brindan, de modo paulatino pero oportuno, para que vayan adquiriendo una autonomía cada vez mayor. Los adultos que desconocen la posibilidad de contar con figuras que le brinden apoyo y protección de manera constante, puede llegar a no confiar en la posibilidad de que siempre puedan tener acceso a una figura de afecto que les merezca plena confianza. Ven al mundo como algo impredecible y hostil, respondiendo en consonancia: apartándose de él o riñéndole (Bowlby, 1985; 1998). Entre ambos extremos se encuentran las personas que pueden haber aprendido que una figura de apego sólo responde de manera positiva cuando se le hace objeto de mimos y halagos. Otros pueden haber aprendido durante la infancia que la respuesta deseada solo puede obtenerse si se cumplen determinadas reglas del juego. Siempre que esas reglas hayan sido modeladas y las sanciones tibias y previsibles, el sujeto podrá seguir creyendo en la posibilidad de obtener apoyo cuando lo necesite. Pero cuando las reglas son estrictas y difíciles de cumplir, y en especial cuando incluyen amenazas de quitar todo el apoyo, la confianza suele desvanecerse (Bowlby, 1985; 1998).
ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL CONCEPTO DE APEGO
El concepto de apego evolucionó del Psicoanálisis, en particular de la teoría de las relaciones objetales. El primero en desarrollar una teoría del apego a partir de los conceptos que aportara la psicología del desarrollo, con el objeto de describir y explicar por qué los niños se convierten en personas emocionalmente apegadas a sus primeros cuidadores, así como los efectos emocionales que resultan de la separación, fue John Bowlby, quien intenta mezclar los conceptos provenientes de la etología, el psicoanálisis y la teoría de sistemas para explicar el lazo emocional del hijo con la madre (Yarrow, 1972; citado por Aizpuru, 1994). De esta forma, Bowlby (1985; 1998) define al apego como "la conducta que reduce la distancia de las personas u objetos que suministrarían protección" Desde esta perspectiva, la conducta de apego parece ser un componente más de entre las heterogéneas formas de conducta comúnmente clasificadas dentro de la categoría de conducta dictada por el temor.
Ainsworth (1983), lo define como aquellas conductas que favorecen ante todo la cercanía con una persona determinada. Entre estos comportamientos figuran: señales (llanto, sonrisa, vocalizaciones), orientación (mirada), movimientos relacionados con otra persona (seguir, aproximarse) e intentos activos de contacto físico (subir, abrazar, aferrarse). Es mutuo y recíproco.
Sroufe y Waters (1977) describen el apego como "un lazo afectivo entre el niño y quienes le cuidan y un sistema conductual que opera flexiblemente en términos de conjunto de objetivos, mediatizado por sentimientos y en interacción con otros sistemas de conducta". Ortiz Barón y Yarnoz Yaben (1993) señalan que "el apego es el lazo afectivo que se establece entre el niño y una figura específica, que une a ambos en el espacio, perdura en el tiempo, se expresa en la tendencia estable a mantener la proximidad y cuya vertiente subjetiva es la sensación de seguridad" ( citados por Ortiz y Gutierrez, 2001).
Yela (2000) dice que la importancia del establecimiento de un vínculo amoroso fuerte y confortable entre el niño y una figura de apego de cara a un desarrollo óptimo de la persona ha sido subrayada tanto por etólogos (quienes consideran muchas conductas como básicamente innatas y específicas de la especie o de origen instintivo) como por psicodinámicos y otros psicólogos de distintas corrientes.
Clasificación de Ainsworth
Ainsworth y cols. (1978) elaboraron un instrumento denominado "situación extraña" , con el objetivo de evaluar la manera en que los niños utilizaban a los adultos como fuente de seguridad, desde la cual podían explorar su ambiente; también la forma en que reaccionaban ante la presencia de extraños, y en los momentos de separación y reunión con la madre. La prueba consta de ocho episodios de tres minutos de duración cada uno. Previamente a su aplicación, se brinda la información adecuada y precisa sobre la misma, tanto a la madre como a la "persona extraña". La secuencia completa de la interacción es videograbada a través de una cámara de Gessell. (Lartigue y Vives, 1992). Ainsworth distinguió a raíz de ésta prueba tres tipos de apego según la respuesta del niño:
- Niños ansiosos-evitantes:
- Niños con apego seguro
- Niños con apego ansioso-ambivalente:
Tomando como base la clasificación de Ainsworth, se procede a describir las características de cada uno de estos tipos de apego.
Apego seguro
Un patrón óptimo de apego se debe a la sensibilidad materna, la percepción adecuada, interpretación correcta y una respuesta contingente y apropiada a las señales del niño, fortalecen interacciones sincrónicas (Aizpuru, 1994).
Las personas con estilos de apego seguro, son capaces de usar a sus cuidadores como una base de seguridad cuando están angustiados. Ellos tienen cuidadores que son sensibles a sus necesidades, por eso, tienen confianza que sus figuras de apego estarán disponibles, que responderán y les ayudarán en la adversidad. En el dominio interpersonal, tienden a ser más cálidas, estables y con relaciones íntimas satisfactorias, y en el dominio intrapersonal, tienden a ser más positivas, integradas y con perspectivas coherentes de sí mismo. De igual forma, muestran tener una alta accesibilidad a esquemas y recuerdos positivos, lo que las lleva a tener expectativas positivas acerca de las relaciones con los otros, a confiar más y a intimar más con ellos (Feeney, B. & Kirkpatrick, L. 1996, citados por Gayó, 1999).
Apego ansioso – evitante
Para la conducta que tiende a aumentar la distancia de personas y objetos supuestamente amenazadores resultan convenientes los términos "retracción" "huida" y "evitación". Para otro componente importante y adecuadamente organizado, el término utilizado es "inmovilización" (Bowlby, 1985; 1998).
La conducta de retracción y la de apego se suelen dar con frecuencia ya que ambas cumplen una misma función: protección. Resulta fácil combinar en una acción única el acto de alejarse de una zona y acercarse a otra. No obstante, existen poderosas razones para trazar un distingo entre ambas. En primer lugar, aunque en buena medida las condiciones que las provocan son las mismas, no siempre ocurre así. La conducta de apego, por ejemplo, puede ser activada por la fatiga o la enfermedad, tanto como una situación que provoca miedo. Por otra parte, cuando ambas formas de conducta son activadas al mismo tiempo no siempre son compatibles, aunque si lo sean en la mayoría de los casos. Por ejemplo, puede producirse una situación conflictiva cuando el estímulo que provoca tanto la huida como la conducta de acercamiento de un individuo se halla ubicado entre éste último y la figura en quien se centra su afecto. Reviste primacía una u otra forma de conducta cuando el individuo atemorizado marcha de manera más o menos directa hacia la figura del apego, a pesar de que para ello tiene que pasar cerca del objeto amenazador, o cuando huye de este último aún cuando al hacerlo pone una distancia cada vez mayor entre si mismo y la figura de apego (Bowlby, 1985; 1998).
Una conducta de apego insegura-evitante o la presencia de fallas en el establecimiento del vínculo materno-infantil, también se ha asociado con madres que maltratan a sus hijos, ya sea de manera física, verbal, a través de la indiferencia o por una inhabilidad psicológica (Egeland y Ericsson, 1987; mencionado por Lartigue y Vives, 1992). Este tipo de apego no seguro, se ha asociado con la presencia del "síndrome no orgánico de detención del desarrollo" que se caracteriza por carencias nutricionales y/o emocionales que derivan en una pérdida de peso y un retardo en el desarrollo físico, emocional y social. Muestran tener una menor accesibilidad a los recuerdos positivos y mayor accesibilidad a esquemas negativos, lo que las lleva, en el caso de las personas evasivas, a mantenerse recelosos a la cercanía con los otros y a las personas (Leventhal et al, 1988; mencionado por Lartigue y Vives, 1992).
Las madres de niños evitantes pueden ser sobreestimulantes e intrusitas (Aizpuru, 1994)
Las personas con este tipo de apego, tienen despliegues mínimos de afecto o angustia hacia el cuidador, o evasión de esta figura ante situaciones que exigen la proximidad y rechazan la información que pudiese crear confusión, cerrando sus esquemas a ésta, teniendo estructuras cognitivas rígidas tienen más propensión al enojo, caracterizándose por metas destructivas, frecuentes episodios de enojo y otras emociones negativas (Gayó, 1999). 9Algunos niños sujetos a un régimen imprevisible parecen llegar a un punto de desesperación en el que, en vez de desarrollar una conducta afectiva caracterizada por la ansiedad, muestran un relativo desapego, aparentemente sin confiar en los demás ni preocuparse por ellos. A menudo esta conducta se caracteriza por la agresividad y la desobediencia, y esos niños son siempre propensos a tomar represalias. Este tipo de desarrollo es mucho más frecuente en los varones que en las niñas, en tanto que ocurre a la inversa en el caso de una conducta de fuerte aferramiento y ansiedad (Bowlby, 1985; 1998).
Apego ansioso ambivalente
Los sujetos ambivalentes son aquellos que buscan la proximidad de la figura primaria y al mismo tiempo se resisten a ser tranquilizados por ella, mostrando agresión hacia la madre. Responden a la separación con angustia intensa y mezclan comportamientos de apego con expresiones de protesta, enojo y resistencia. Debido a la inconsistencia en las habilidades emocionales de sus cuidadores, estos niños no tienen expectativas de confianza respecto al acceso y respuesta de los primeros. Estas personas están definidas por un fuerte deseo de intimidad, junto con una inseguridad respecto a los otros, pues desean tener la interacción e intimidad y tienen intenso temor de que ésta se pierda. De igual forma, desean acceder a nueva información, pero sus intensos conflictos las lleva a alejarse de ella (Gayó, 1999)
Una situación especial en la que se produce conflicto entre la conducta afectiva y la conducta de alejamiento, es la que se produce cuando la figura de apego es también la que provoca temor, al recurrir, quizás, a amenazas o actos de violencia. En esas condiciones, las criaturas más pequeñas no suelen huir de la figura hostil, sino aferrarse a ella (Bowlby, 1985; 1998).
Todo apego regido por la ansiedad se desarrolla no sólo porque el niño ha sido excesivamente gratificado, sino porque sus experiencias lo han llevado a elaborar un modelo de figura afectiva que suele mostrarse inaccesible o no responder a sus necesidades cuando aquél lo desea. Cuanto más estable y previsible sea el régimen en el que se cría, más firmes son los vínculos de afecto del pequeño; cuanto más imprevisibles y sujetos a interrupciones sea ese régimen, más caracterizado por la ansiedad será ese vínculo (Bowlby, 1985; 1998).
Otras clasificaciones del apego
Por su parte, Main y Cassidy (1988) concuerdan al hablar de tres tipos básicos de niños, el tipo A (evitante), el tipo B (seguro) y C (ambivalente).
Vargas y Díaz Loving (2001) realizaron un estudio de campo en niños de primaria, encontrando siete estilos de apego: evitante-ansioso agresivo, seguro externo, seguro interno, evitante independiente, preocupado amistoso, ansioso manipulador e interdependiente cercano expresivo (Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., 2000).
Bartholomew (1993) (citado por Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., 2000) propone un modelo de apego que se compone de cuatro estilos: seguro, temeroso, alejado y preocupado, derivado de la imagen que se tiene de uno mismo y de la persona de apego. Byng Hall (1999) plantea cuatro estilos: Evitante (A), Seguro (B), Ambivalente o resistente (C) y desorganizado/desorientado (D, o A+C).
La primera tipología reportada del apego adulto en México menciona cuatro estilos: seguro-autónomo, dependiente-preocupado, evasivo-rechazante y desorganizado (Martínez-Stack, 1994; citado por Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., 2000).
Mientras que en los estilos de apego en la pareja, Ojeda (1998) (citado por Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., 2000 identifica siete: miedo-ansiedad, inseguro-celoso, seguro-confiado, realista-racional, independiente-distante, distante-afectivo, dependiente-ansioso
Klauss y Kenell (1976) (citados por Craig, 1999), llegaron a la conclusión de que el contacto de la madre durante las primeras horas del nacimiento, daban lugar a un mayor apego; sin embargo, investigaciones recientes no le prestan tanta importancia a dichos resultados, aunque tampoco se niega la contribución de dicho contacto sobre todo para el vínculo entre las madres primerizas con sus hijos.
Stroufe y Rutter (1984) (citados por Trianes, 2000), mencionan que entre las tareas del desarrollo para niños de 0-1 año se encuentra la regulación biológica: interacción con la madre o padre armonioso, formulación de una buena relación de apego. Y con niños de 1-2 ½ años: exploración, experimentación y dominio del mundo del objeto (el cuidador como una base segura); individuación y autonomía, responder al control externo de los impulsos.
Las tareas evolutivas características de cada etapa comienzan en los primeros meses, donde tienen que ver con el establecimiento de un buen lazo afectivo con los padres y de respuestas a las exigencias paternas y sociales sobre el control de esfínteres, los cambios en la alimentación, y otras (Trianes, 2000).
Antes de las dieciséis semanas las respuestas diferencialmente dirigidas hacia una figura en particular son muy pocas y sólo se advierten cuando se aplican métodos de observación muy sensibles; entre las dieciséis y las veintiséis semanas las respuestas diferencialmente dirigidas son más numerosas y perceptibles; y en la mayoría de los bebés de seis meses o más criados en el seno de una familia todos pueden percibirlas (Bowlby, 1985; 1998). Piaget (1937) menciona que durante la segunda mitad del primer año, hay pruebas de que el pequeño comienza a concebir el objeto como algo que existe independientemente de sí mismo, en un concepto de relaciones espaciales y causales, incluso cuando no lo percibe directamente, por lo cuál puede emprender su búsqueda. Aunque los resultados obtenidos indican que la mayoría de los bebés desarrollan anteriormente esa capacidad en relación con las personas que en relación con las cosas, sólo hacia el noveno mes aquella se desarrolla de manera razonable y, en una minoría, recién varias semanas después.
El hecho de poder confiar en una figura de afecto, amén de mostrarse accesible y que pueda ser capaz de responder a los requerimientos del sujeto, dependería de: a) el que se estime que la figura de apego es o no el tipo de persona que por lo general pueda responder a los requerimientos de apoyo y protección; b) el que uno mismo, de acuerdo con las estimaciones, sea o no el tipo de persona hacia quien un tercero pueda responder con muestras de apoyo. Como resultado, el modelo de la figura de afecto y el modelo de si mismo suelen desarrollarse de manera tal que se complementan y reafirman mutuamente (Bowlby, 1985; 1998).
El desarrollo emocional durante el primer año establece la base de la salud mental en el individuo humano (Winnicott, 1995), pero desde el momento del parto y las semanas posteriores, el apego de la persona se va consolidando. De esta forma, se ha constatado que las madres cansadas o deprimidas en las semanas siguientes al parto incrementan la posibilidad de que sus hijos mayores se vuelvan retraídos, se reduce el apego por la falta de atención habitualmente dispensada por la madre (Ortigosa, 1999).
Desde los siete meses de edad, los niños son muy sensibles a las separaciones y vulnerables a percibir separaciones inesperadas como amenazas a la relación de afecto con su madre o padre. Antes de esta edad no son tan sensibles porque los lazos afectivos se están formando, y después de los 4 años tampoco lo son, puesto que han adquirido las habilidades cognitivas que mantienen la relación con sus figuras de apego cuando están ausentes. En este proceso muchos niños utilizan muñecos u otros objetos que les inspiran confianza y les ayudan a controlar la ansiedad de separación (Trianes, 2000). El tipo de apego desarrollado al año de edad, predice el tipo de apego a los 18 meses, la frustabilidad, persistencia, cooperatividad y entusiasmo en la tarea a los 24 meses, la competencia social en los preescolares y la autoestima, empatía y la conducta en el salón de clases (Stern, 1985 mencionados por Lartigue y Vives, 1992) A medida que crecen, los pequeños pueden recurrir a la visión y a la comunicación oral como medio de mantener el contacto con la madre.
En presencia de una figura materna sensible a sus requerimientos, por lo común el bebe se muestra contento; y una vez que adquiere cierta movilidad suele explorar el mundo circundante lleno de confianza y valor. En ausencia de aquella figura, más tarde o más temprano el bebe experimenta un sentimiento de zozobra y responde con una viva sensación de alarma a toda suerte de situaciones imprevistas, por levemente extrañas que le resulten. Ante la inminente partida de la figura materna o cuando ésta no puede ser hallada, el pequeño suele emprender una acción dirigida a detenerla o buscarla, y no logra superar su ansiedad hasta tanto no lograr cumplir sus objetivos. (Bowlby, 1985; 1998).
En la adolescencia, el vínculo de apego que une al hijo con sus padres cambia, ya que otros adultos comienzan a tener igual o mayor importancia que los padres acompañando la atracción sexual que empieza a sentir por compañeros de su misma edad. En esta etapa, las variaciones individuales en el apego se vuelven mayores. En un extremo se encuentran los adolescentes que se apartan por completo de sus padres; y en el otro, los que siguen apegados a ellos y no pueden o quieren dirigir su conducta de apego hacia otras personas. En medio se encuentran los que siguen teniendo un apego fuerte hacia los padres, pero sus vínculos con los demás también son importantes. El vínculo con los padres se mantiene durante la vida adulta y afecta a la conducta de diferentes maneras. En la vejez cuando la conducta de apego ya no puede orientarse hacia miembros de la generación anterior, tal conducta se puede dirigir hacia los miembros de la generación más joven Durante la adolescencia y la vida adulta, parte de la conducta de apego no sólo se suele dirigir hacia personas de fuera de la familia, sino también hacia grupos e instituciones fuera de esta. Para muchos la escuela, trabajo, grupo religioso, etc., pueden convertirse en figuras de apego subsidiarias. En tales casos, es probable que, al menos inicialmente, el vínculo con el grupo se establezca por el apego hacia un miembro que ocupe una posición destacada en él. Ante una enfermedad o catástrofe, los adultos se vuelven con frecuencia más exigentes respecto de los demás. Ante un desastre o peligro, es casi seguro que el sujeto buscará la proximidad de algún conocido en quien confía (Bowlby, 1969; 1998).
En cuanto al miedo a los extraños, la secuencia se encuentra marcada por los siguientes hitos:
- Los primeros días de vida, el bebe no discrimina entre personas familiares y no familiares. Reacciona de forma similar ante unos y otros
- Audaz: la presentación de objetos novedosos desencadenan respuestas de interés sin temor
- 3 y 6 meses: reacción positiva ante personas desconocidas, pero comienza la diferenciación en la interacción con las personas conocidas y no conocidas.
- 6 y 8 meses: cauto e inhibido ante la persona extraña
- 8-9 meses: miedo a los extraños
- 9-12: aumento en la intensidad conductual del miedo a los desconocidos
- 24 meses: máximo de intensidad del miedo. A partir de los dos años suele perder intensidad debido a procesos autorregulatorios (Fernández et. al, 2002).
Figuras de apego
Osofsky y Ebehart (1988) (mencionados por Lartigue y Vives, 1992), identificaron tres patrones de riesgo en los que tenía lugar un intercambio de afectos negativos. El primer patrón fue de blandura o aburrimiento en la interacción, en el cual casi no existe comunicación; el segundo patrón caracterizado por el enojo y rabia de la madre hacia el bebé; el tercer patrón como un intercambio negativo mixto donde el infante y su madre aparecen fuera de sincronía el uno con el otro; y por último, cuarto patrón de interacción recíproca positiva caracterizado por la disponibilidad emocional, sintonía afectiva y sensación de bienestar
El mero hecho de estar cerca de una madre y poder verla parece suficiente como para brindar a un pequeño de dos años una sensación de seguridad, en tanto que un pequeño de un año suele insistir en sus deseos de entablar contacto físico. Los niños de dos años se quejan menos que los de un año durante periodos breves en que las madres los dejan solos. Lee llega a la conclusión de que, por comparación con los niños de un año, los de dos años poseen estrategias cognitivas más perfeccionadas para mantener el contacto con la madre. Recurren en medida mucho mayor a la comunicación ocular y verbal, y con probabilidad también elaboran imágenes mentales (Bowlby, 1985; 1998). .
En su estudio longitudinal de pequeños de dos a tres años, Maccoby y Feldman (1972) advierten la habilidad mucho mayor de estos últimos para comunicarse con la madre a distancia, así como su capacidad para comprender que la madre habrá de retornar muy pronto cuando sale de la habitación. Cuando se compara la reacción de los niños de tres años ante la breve ausencia de la madre con la de os de dos años, se advierte que disminuyen notoriamente conductas tales como el llanto y los movimientos en dirección a la puerta cerrada. Los pequeños de tres años que han sido dejados solos recuperan su ecuanimidad incluso cuando se reencuentran con una persona desconocida, en tanto que los de dos años permanecen tan perturbados ante el regreso de la desconocida como cuando estaban completamente solos (Bowlby, 1985; 1998). .
De algunos estudios de experiencias en separación, se concluye que:
En una situación benigna, aunque ligeramente extraña, los pequeños de once a treinta y seis meses, criados en el seno de su familia, advierten de inmediato la ausencia de la madre y por lo común demuestran cierta inquietud, cuyas pautas varían considerablemente, pero que con frecuencia llega a revestir la forma muy obvia, y a veces intensa, de ansiedad y zozobra. La actividad del juego se reduce abruptamente y puede cesar por completo. Son comunes los esfuerzos dirigidos a alcanzar a la madre ( Bowlby, 1985; 1998).
Lartigue y Vives (1992), mencionan que la investigación realizada por Fonagy, Steele y Sttele (1991) en 100 mujeres en su primera gestación, a través de la entrevista del apego adulto y su posterior seguimiento al año de edad en los infantes, demostró que las representaciones del tipo de apego de la madre (autónomo, rechazante o preocupado) tenían la capacidad predictiva en un 75% del patrón subsiguiente de apego del infante.
Por su parte, Sears (1989, (citado por Aizpuru, 1994), menciona que el apego a la madre o cuidador primario es sólo uno, el primero de tres apegos verdaderos que ocurren en la vida. El segundo sería en la adolescencia tardía, la búsqueda del segundo objeto, la pareja. El tercero sería hacia el hijo o hijos. En cuanto a la frecuencia con que la conducta de apego se dirige hacia figuras diferentes de la madre, Schaffer y Emerson descubrieron que, durante el mes siguiente al momento en que los niños mostraron por primera vez esa conducta, la cuarta parte de éstos la dirigía también hacia otros miembros de la familia. Al cumplir dieciocho meses, la gran mayoría de los niños se sentían apegados, al menos, a una figura más, y con frecuencia a varias. Entre esas otras figuras, el padre era quien más frecuentemente daba lugar a la conducta de apego. También se halló que durante los primeros meses de manifestada esa conducta, cuanto mayor era el número de figuras hacia quienes el pequeño estaba apegado, más intenso solía ser este apego hacia su madre como principal figura (Bowlby, 1969; 1998). La fase más sensible a la ausencia paterna se halla entre los cero y los dos años, ya que parece ser la etapa más debilitante para la personalidad en términos generadores de vergüenza, culpa, inferioridad y desconfianza Santrock (1970) (mencionado por Navarro y Steva, 1986).
Por otra parte, los padres que participan en el nacimiento de su hijo sienten una atracción casi inmediata por él, acompañada de sentimientos de alegría, orgullo y autoestima Algunos estudios indican que tienen un vínculo y apego más fuertes con el hijo que los que no intervienen en el nacimiento ni en los cuidados iniciales; pero dichos padres pueden distinguirse en muchos otros aspectos (que pudieran favorecer tal vínculo) de los que no optan por tener tal contacto (Craig, 1999).
Instituciones de cuidado y trabajo de la madre
Conforme la mujer se integra a la vida productiva y se ve obligada a contribuir cada vez en forma más activa a la economía familiar, crece su necesidad de recurrir a instituciones que se encarguen de la crianza infantil. Así, a lo largo de un día de trabajo, el infante permanece más tiempo de vigilia en la institución que al lado de su madre. DE la crianza a la que se exponga el infante en estas instituciones dependerá en gran medida, su desarrollo intelectual (Guzmán, A; Barranco, R y González, S; 1989). Guzmán et. Al, (1989) realizaron un estudio con el fin de determinar si se dan factores de riesgo que pongan el peligro el desarrollo intelectual y mental de los niños que pasan la mayor parte de sus horas de vigilia en instituciones de cuidado infantil. El procedimiento consistió en registrar el comportamiento de 10 educadoras de 10 CENDIS del D.F. que atendían a lactantes (46 días a 1 año y 6 meses de edad), así como el valorarlas de manera personal. Se encontró que de las cinco categorías de conducta existentes, las educadoras dedicaron un 51% de tiempo a todas aquellas actividades que no significaran un contacto con los niños, un 20% a las interacciones negativas, un 22% al cuidado realizado en forma impersonal y tan solo un 5 % en demostrar afecto al infante, finalizando con un 2% dedicado a conducta de estimulación. Él estudio demostró también que dichas personas presentaban insatisfacción con su trabajo, problemas familiares y personales y que esto repercutía en sus trabajo con los niños.
Guzmán, Padilla y Trujado (1990), realizaron un estudio con el fin de identificar las variables implícitas en la crianza que podrían ayudar a predecir la utilización, por parte del niño, de recursos para afrontar situaciones estresantes tales como el momento de la separación de la madre. Seleccionaron una situación de separación natural: el ingreso al jardín de niños, y tras aplicar cuestionarios a 142 madres de niños entre 4 y 5 años, se llegó a la conclusión de que las demostraciones de ansiedad de la madre parecen relacionarse directamente con las demostraciones de ansiedad en el niño; si la madre llegan a un acuerdo de planes antes de una separación el niño tiende a presentar menos ansiedad y si la madre durante la crianza aprende a mostrar menos ansiedad ante ciertas situaciones estresantes y comunes, promoviendo la seguridad, el niño las afrontará también con más recursos y capacidades para adaptarse a los cambios.
Rutter (1972) (citado por Lara y cols., 1994) menciona que en ninguno de los estudios en los que se ha observado a niños de madres trabajadoras se ha reportado una ruptura en la relación de apego con ella o dificultades en la formación de lazos de apego con otros cuidadores. Los resultados son inconsistentes.
Se han identificado una serie de variables mediadoras entre el trabajo materno y el tipo de apego. Entre estas se encuentra la calidad del cuidado alternativo: cuando este es de calidad (prontitud de respuesta de la madre, su accesibilidad ante las necesidades del niño, calidez, aceptación y libertad de expresión emocional) (Clarke-Stewart, 1988, citado por Lara y colsn., 1994) no se presentan diferencias entre los niños de madres empleadas y los que son cuidados exclusivamente por sus madres. Por lo que se refiere a la edad de separación existe controversia; mientras que algunos piensan que los efectos son más adversos antes del primer año, otros observan mayor incidencia de apego inseguro cuando se da después de esta edad. En cuanto al sexo se reporta de manera consistente, mayor vulnerabilidad a las separaciones de la madre en varones ( Lara y cols., 1994). Barglow, Vaughn y Monitor (1987) reportan mayor prevalencia de apego inseguro en los primogénitos (Lara y Cols., 1994)
Lara y Cols., (1994) realizaron un estudio en España con el objeto de evaluar los efectos del trabajo materno sobre la salud emocional de los niños, a partir de entender algunas de las variables asociadas al estatus laboral de las madres. El grupo de madres trabajadoras (MT) estuvo representada por enfermeras. Las madres no trabajadoras (MNT) son mujeres ni empleadas en el momento del estudio. Se encontraron efectos muy leves del estatus laboral de la madre sobre la conducta de apego de los pequeños manifestados en un mayor porcentaje de niños con apego desorganizado entre los de MNT. Se observó un efecto significativo en el desarrollo intelectual a favor de los niños de madres trabajadoras (hasta los cinco años). Tanto en patrón de apego como en nivel de desarrollo, a los seis años los varones mostraron desventajas en relación con las niñas. Se observó solo efecto negativo en los niños de las tensiones con la pareja en MT. La relación entre la mayor frecuencia de apego ambivalente y la presencia de otros adultos en casa y mayor apego evitativo y la ausencia de otros adultos en los niños de las MT, habla de las dificultades que se generan cuando hay otros cuidadores.
En cuanto a la conducta en presencia y ausencia de la madre, varios psicólogos registraron la conducta de los niños pequeños cuando ingresan por primera vez a una guardería o asisten a un centro de experimentación para ser examinados. Los especialistas recogieron datos que prueban que el ingreso a la guardería mucho antes de los tres años constituye una experiencia indeseable para la mayoría de los niños, debido a las tensiones que les provoca. En el primer estudio realizado por Shirley y Poyntz (1941), se observó a 199 pequeños (101 varones y 98 mujeres) de dos a ocho años en el curso de una visita de un día de duración a un centro de investigación, durante la cual fueron sometidos a una serie de exámenes médicos y psicológicos, intercalados con periodos dedicados al juego, la comida y el descanso. Los niños permanecieron todo el tiempo sin las madres. En los resultados, relación que los niños de tres años solían demostrar mayor inquietud que los de los grupos de mayor y menor edad: "los pequeños de dos años o dos años y medio tenían poca conciencia de lo que les reportaría el día; experimentaban escaso temores por anticipado". A los tres años, tomaban mayor conciencia de las exigencias de la jornada y se mostraban más reacios a dejar sus hogares". Ello ocurría en el caso de aquellos que habían efectuado una o dos visitas previas al centro. Lejos de acostumbrarse a los exámenes bianuales en ausencia de la madre, los pequeños se mostraban cada vez más aprensivos al respecto. Y solían demostrar mayor inquietud al comienzo del día (shirley, 1942). Mayor perturbación en los niños mayores al prever más fácilmente lo que habría de suceder. (Citado por Bowlby, 1985; 1998)
Diferencias de género
Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., (2000), realizaron un estudio que pretendía identificar si existían diferencias en el uso de un estilo particular de apego en niños y niñas de cuatro grupos de edad que abarcan la gama de infancia y pubertad. Se aplicó el instrumento de estilos de apego. Los niños puntuaron más alto en el estilo seguro-interno (desenvoltura e independencia), lo que le lleva a explorar prácticamente con cualquier persona. Esta tendencia es congruente con la forma en la que el proceso de socialización se desenvuelve en la cultura mexicana pues a los niños se les refuerza ser independientes, dinámicos y autónomos. También mostraron el estilo evitante Ansioso- Agresivo más que las niñas. En contraste, los estilos predominantes en las niñas fueron: seguro externo (accesibilidad y apertura al trato con las personas) y preocupado amistoso (necesidad de compañía reflejada en conductas afiliativas), manifestando de esta manera los roles esperados por la cultura mexicana que con anterioridad mencionara Díaz Guerrero (1994). También, se observó que hay una tendencia creciente en el estilo evitante independiente conforme los niños son mayores y un decremento en el estilo seguro externo conforme la edad aumenta. Esto puede explicarse en función de una menor dependencia de los padres para volverse más autónomos e independientes (Craig, 1996; citado por Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., 2000)
En algunos estudios y a determinada edad no se observa diferencias en la conducta de niñas y varones. En la medida en que se observan diferencias, se advierte que los varoncitos tienden a explorar más en presencia de la madre, y se muestran más vigorosos en sus intentos por alcanzarla cuando aquella se marcha; las niñas por su parte, suelen mantener una mayor proximidad con la madre y entablar amistad más rápidamente con la desconocida (Bowlby, 1985; 1998). Sin embargo, los varones son los que suelen sufrir más la separación de la madre.
En la infancia existen cantidad de situaciones y acontecimientos que pueden ser considerados como estresores, porque implican daño o pérdida; son amenazas reales o potenciales para el bienestar, retos ante los cuales irremediablemente hay que responder. Migram (1996) (citado por Trianes, 2000), propone una clasificación de dichos acontecimientos: 1) tareas rutinarias,. 2) actividades o transiciones normales del desarrollo 3) acontecimientos convencionales, 4) acontecimientos negativos, 5) alteraciones familiares graves, 6) desgracias familiares, 7) desgracias personales y 8) desgracias catastróficas.
Toda separación ejerce un efecto particularmente adverso sobre los niños cuyos padres suelen mostrarse hostiles o amenazarlos con la separación como medida disciplinaria, o cuya vida familiar es inestable. De esta forma, se observa que las amenazas de abandono o suicidio por parte de los padres, suelen desarrollar más la elaboración de un apego ansioso. La amenaza de abandono puede expresarse de distintas maneras: afirmar que al pequeño se le puede llevar a un lugar para niños malos, a la policía. Otro tipo de amenaza es la que dice el padre cuando menciona que se marchará de la casa, dejándolo solo. Una tercera, radica en señalar que si el niño no se porta bien, la madre o el padre se enfermarán e incluso morirán. Una cuarta, es la realizada en momentos de enojo y cediendo a la impulsividad, que hace uno de los padres en el sentido de abandonar a la familia, e incluso de cometer suicidio. También ha de tomar en cuenta la ansiedad que se despierta cuando el niño oye discutir a sus padres, y por lo tanto, teme que uno de ellos llegue a abandonar el hogar (Bowlby, 1985; 1998).
Méndez (1999), menciona que los factores que explican el origen y la persistencia de los miedos infantiles son: 1) preparatoriedad, 2) vulnerabilidad biológica, 3) vulnerabilidad psicológica, 4) historia personal y 5) experiencias negativas.
Los elementos que componen la experiencia del estrés en los niños son: 1) variables antecedentes (estímulos estresantes), 2) variables que median la experiencia del estrés: modeladoras (género, edad, temperamento) y amortiguadoras o protectoras (familia, interacción), 3) factores de riesgo (condiciones personales y ambientales que predisponen a padecer estrés) y 4) factores de afrontamiento (condiciones personales y ambientales que ayudan a manejar y superar el estrés) (Trianes, 2000).
Según Ortiz (1994) (citado por Fernández et. al, 2002), la activación del sistema del miedo depende de la evaluación que el niño realice de la situación. Incluyendo factores tanto individuales (seguridad de apego, experiencia social previa, temperamento y capacidades cognitivas) como contextuales (novedad de la situación, forma de aproximarse e interactuar de la persona extraña, edad de la persona extraña y presencia de las figuras de apego).
Por otra parte, el miedo a extraños se manifiesta en la siguiente secuencia: 1) tendencia a retirarse y/o evitar a la persona extraña, 2) reducción de conductas de interacción social positiva, 3) orientación de la mirada, atención y manipulación hacia otros elementos, 4) manifestación de temblores, 5) expresión de llanto y/o quejas intensas, 6) manifestación de desagrado o malestar, 7) activación de conductas de apego 8 (Fernández et. al, 2002).
Separaciones
Según Bowlby (1985; 1998), en las separaciones prolongadas los niños atraviesan tres fases:
1) Protesta y trata de recuperar a la madre por todos los medios posibles
2) Desespera la posibilidad de recuperarla pero, sigue preocupado y vigila su
retorno
3) Desapego emocional
Siempre que el periodo de separación no sea demasiado prolongado, ese desapego no se prolonga indefinidamente. Mas tarde, el reencuentro con la madre, causa el resurgimiento del apego. De ahí en adelante, durante días o semanas, el pequeño insiste en permanecer con ella. Siempre da muestras de ansiedad cuando intuye su posible partida (Bowlby, 1985; 1998).
La respuesta infantil es diferente dependiendo de quien inicia la separación. El niño no muestra signos de miedo cuando se aleja porque alguna cosa atrae su curiosidad o para jugar. Si la separación se realiza contra su voluntad manifiesta señales de intenso temor, aunque el adulto cuidador permanezca en su campo de visión, y busca ansiosamente el contacto con él. Así, durante la infancia, se producen las separaciones forzadas por diversas circunstancias (Méndez, 1999):
- Escolarización
- Hospitalización
- Divorcio
- Muerte
Escolarización
Investigadores sostienen que los niños deben percibir su ambiente como seguro para tener éxito y cubrir las demandas académicas de la escuela (Hoover y Hazker, 1991, citado por Juvonen, 1999).
La escuela se presenta, como el más importante contexto social y de aprendizaje de conocimientos, dando lugar a nuevos y desconocidos retos con la ambigüedad de contribuir al crecimiento personal o convertirse en acontecimientos que amenazan a dicho crecimiento (Trianes, 2000). Los factores interpersonales desempeñan un papel fundamental para promover el aprendizaje en la escuela y que éste puede optimizarse en contextos interpersonales caracterizados por el apoyo, autonomía y el sentido de relación con los demás (Ryan y Powelson, 1991, citados por Juvonen, 1999). Por consiguiente, la amistad que es definida como "una relación voluntaria y recíproca entre dos niños" (Bukowski y Hoza, 1989; citado por Juvonen, 1999) actúa como apoyo para los niños pequeños en su ambiente escolar y, por tanto, los ayuda a aclimatarse a la escuela. También, se observa que un apego seguro es la base para que los niños en edades preescolares muestren competencia en las relaciones con los iguales, sean aceptados por compañeros y tengan amigos (Trianes, 2000). El rechazo de sus compañeros puede desarrollar actitudes negativas e inhibirlos en la exploración (Juvonen, 1999) de tal manera que llanto, quejas, tristeza, apatía por ir a la escuela, excesivo apego al adulto y otros síntomas pueden ser debidos a una percepción de soledad asociada al hecho de no tener compañeros con quien jugar (Trianes, 2000).
Entre los chicos, las amistades dentro del aula que se caracterizan por altos niveles de conflicto se asocian con múltiples formas de mala adaptación a la escuela, incluidos niveles elevados de soledad y evasión de la escuela y niveles muy bajos de agrado y compromiso con ella. Los niños que cuentan con un amigo mutuo en el salón de clases pueden estar dispuestos a utilizarlo como fuente de apoyo emocional o instrumental o tal vez como una base segura a partir de la cual exploran el ambiente escolar (Howes, 1988, citado por Juvonen, 1999). La mera participación en la amistad con un compañero de clase puede actuar como un factor de protección para los niños, que de otra manera correrían el riesgo de sufrir experiencias negativas en la escuela (como sentimientos de soledad) (Juvonen. 2000).
En cuanto a la relación con los profesores, Howes y Hamilton (1992) notaron que uno de los muchos papeles de los maestros de niños pequeños es el de proveer cuidado y ser responsables por el bienestar físico y emocional del chico en ausencia de sus padres. Al proporcionar una base segura a partir de la cual el niño puede explorar sus alrededores, los maestros facilitarán la adaptación de éste al ambiente escolar. Tres características de relaciones entre maestros y niños, significativas para los pequeños a medida que se enfrentan a transición en diferentes años escolares son: cercanía (relaciones de apoyo), dependencia y conflicto. Los teóricos del apego han distinguido entre apego (que tiene connotaciones positivas) y la dependencia (connotaciones del desarrollo negativas); se considera adaptable el hecho de que la cercanía incremente con el tiempo y que la dependencia disminuya. Los niños que son excesivamente dependientes podrían sentirse indecisos para explorar su ambiente escolar. Los sentimientos de soledad y ansiedad, así como los sentimientos negativos acerca de las actitudes hacia la escuela y los compañeros de clase, también son más comunes en niños que muestren niveles más elevados de dependencia hacia el maestro. Birch y Ladd (1994) (mencionados por Juvonen, 1999) comprobaron que los niños con relativamente poco conflicto, poca dependencia o mayor cercanía con sus maestros eran mejor aceptados por sus compañeros de clase que los chicos que experimentaban más conflicto, dependencia o menos cercanía.
Hospitalización
Según Priego y Valencia (1988), la hospitalización puede causar reacciones inmediatas en el mismo momento de la separación (gritos, llantos, negación a quedarse) o bien después de la experiencia en conductas tales como regresión, actitudes de rechazo a los padres, alteraciones del sueño o alimenticias, etc. Tales comportamientos dependen de una serie de factores como el conocimiento previo de lo que es un hospital, la personalidad del niño, el tipo de relaciones que establece con sus padres y la propia experiencia. Al respecto, se han realizado una serie de estudios.
En 1915, durante la primera guerra mundial, el médico alemán Ibrahim describe una enfermedad del hospital, donde a pesar de los cuidados y el equipo moderno con el que contaban, los niños iban muriendo psíquicamente por una "falta de amor". Ese mismo año, Pflaunder en Europa y H.D. Chapin en E.U.A. dan el nombre de "hospitalismo" al síndrome de deterioro físico y mental progresivo que aparece en los niños internos desde sus primeros días y que no podía atribuirse a deficiencias higiénicas en el manejo de los niños o a otras enfermedades, sino al trato impersonal y carente de estímulos afectivos y sociales que recibe un niño normal de su madre.
En 1918, Morquio hablaba de que en los hospitales de niños no se muere de la enfermedad que se trae, sino de la que se adquiere, planteando la necesidad de que sea evitada en lo posible la hospitalización de niños menores de dos años y refiriendo que ésta sería más tolerable cuanto más cerca pudiera estar la madre del hijo. Hace especial énfasis en la falta de atención que existe en el psiquismo del niño, en un medio que, a pesar de la buena voluntad y preparación de las personas que lo rodean, no logra sensibilizarlo y hacerle sentir aquello que tiene en el ámbito del hogar y con su familia
En 1940, Lowrey reporta que a través de una larga estancia de 28 niños entre las dos semanas y los once meses de edad en una institución 2 o 3 años, muchos de estos niños presentaron un cuadro clínico similar al de los niños rechazados por sus familiares.
En 1945, spitz define al hospitalismo como el efecto nocivo, sobre todo desde el punto de vista psiquiátrico, de la atención que se da en los hospitales a infantes puestos a su cuidado a temprana edad. También lo describe como "el comportamiento peculiar de los niños que se manifiesta por una primera fase de llanto y protestas, pasando a un estado de apatía, silencio, inercia, actitud sombría, dejando de seguir la mirada, sin responder a la sonrisa y a la voz. Su estado físico se deteriora perdiendo peso y aumentando su sensibilidad en forma exagerada a las infecciones, su desarrollo psicomotor presenta retrasos importantes. Spiz, realizó un estudio que realizó a 69 niños residentes de una casa cuna de una institución que refugiaba a madres delincuentes, en donde cada una de ellas tenía la oportunidad de atender a su hijo, con 61 pequeños de un hogar de crianza que provenían de un núcleo social y materno adecuado, pero cuyo impedimento era que sus madres no podían hacerse cargo de ellos. Posteriormente, ejecutó un seguimiento con 21 niños del hogar de crianza que por su deprivación de cuidado, estimulación y amor maternos sufren un daño irreparable, tendiendo este incluso a ser progresivo. Además del desarrollo físico y psicológico inadecuado, todos estos niños mostraban un serio decremento en su resistencia a la muerte y por lo tanto, un alto índice de mortalidad.
En 1958 Bloom presenta un estudio realizado con 143 niños entre los 2 y 4 años expuestos a una situación de estrés dada la significancia emocional de una operación de amígdalas y de su posterior hospitalización. El grupo de menor edad fue el que presentó mayor ansiedad ante la hospitalización, básicamente debida a la separación materna que sufrían.
Se ha llegado a la conclusión que en aquellos niños sobre los siete meses se presenta una forma de conducta que representa la postura de la separación: protesta durante el período inicial de hospitalización; negativismo personal, intervalos de conductas de sumisión y retiro, y un periodo de reajuste al regresar al hogar durante el cual se mostró un gran monto de inseguridad centrada alrededor de la presencia de la madre. En aquellos niños por debajo de los siete meses, por otro lado, la separación de la madre no produce protestas significativas (Priego y Valencia, 1988)
Divorcio
En un estudio realizado por Henry y Holmes (1998) (citado por Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., 2000) se evidencia la importancia del apego en las etapas iniciales de la vida, pues parece que cuando niñas de padres divorciados vs. No divorciados son evaluadas en términos de su apego, éstas se identifican más con un estilo preocupado, miedoso, menos seguro y rechazante (en orden decreciente); mientras que los niños se identificaron más con un estilo miedoso, preocupado, menos seguro y rechazante, respectivamente. De igual forma, se ha evidenciado que en los niños más pequeños, las circunstancias más dramáticas de los primeros momentos pueden ser vividas con menos consciencia de drama y más normalidad si se mantienen las rutinas de vida y la calidad de apego.(Trianes, 2000).
Arnold y Carnahan (1990) (citado por Trianes, 2000) señala tres grupos de estresores más comunes asociados al divorcio del padre: perdida del acceso a los padres o a uno de ellos; cambios en el entorno y condiciones de vida; hostilidades entre los padres e intrusión del sistema legal en la familia. La perdida de acceso en los niños pequeños puede ser vivida con ansiedad de separación, mostrada con protestas, lloros, búsquedas, enfados, llamando a mamá y otras respuestas de activación fisiológica.
Muerte
Browlby (1980; 1997) destaca que las reacciones de duelo que se observa a menudo en la niñez muestran muchos de los rasgos que constituyen el sello característico del duelo patológico adulto. Las cuatro variantes descritas por el autor son:
- anhelo de la persona perdida
- reproche contra la persona perdida, combinado con autorreproches
- cuidado compulsivo de otras personas
- incredulidad de que la pérdida sea permanente.
Consecuencias de la separación
Hay razones para creer que después de una separación muy prolongada o que se repite durante los tres primeros años de vida el desapego experimentado puede prolongarse de manera indefinida. Tras las separaciones más breves desaparece esa conducta de desapego, por lo común tras un periodo de horas o días. Por lo general sucede una fase durante la cual el niño muestra una notoria ambivalencia hacia sus padres. Exige su presencia y llora amargamente si lo dejan solo; por otra parte puede dar señales de rechazo hacia ellos o mostrarse hostil o desafiante. Entre los factores determinantes de la duración de esa ambivalencia, uno de los más importantes suele ser el modo en que responde la madre (Bowlby, 1985; 1998).
Cuando el hijo regresa al hogar tras un periodo de separación, su conducta plantea grandes problemas a sus padres, y en especial a la madre. El modo en que esta responde depende de muchos factores ( tipo de relación que haya tenido con el pequeño antes de la separación, y el hecho de considerar que conviene más tratar a un niño exigente y perturbado dándole muestras de seguridad y procurando calmarlo o recurriendo a medidas disciplinarias). Westheimer (1970) centra su atención en el modo en el que los sentimientos de la madre hacia el hijo pueden modificarse en el curso de una prolongada separación durante la cual no lo ve. Los sentimientos anteriormente cálidos tienden a enfriarse y la vida en familia se organiza de acuerdo con esquemas tales que no dan lugar a que el niño pueda adaptarse a ella a su retorno (Bowlby, 1985; 1998).
Hay pruebas de que cuando el hijo ha permanecido lejos de su hogar en un lugar extraño y al cuidado de personas desconocidas, siempre sigue albergando temor de que lo alejen nuevamente del ambiente familiar. En un estudio realizado pro Robertson, descubrió que los pequeños que habían estado internados en un hospital tendían a experimentar pánico ante la visión de cualquier persona con chaqueta blanca o delantal de enfermera y dieron claras muestras de temer un posible reingreso al hospital. Los niños que no parecen mostrar perturbación, son aquellos que nunca contaron con una figura específica en la cual centrar su afecto, o que han experimentado separaciones repetidas y prolongadas, por lo cual desarrollaron un desapego más o menos permanente (Bowlby, 1985; 1998).
En un estudio realizado por Hernicke y Westheimer en 1966, se observó a un grupo de niños bastante bien integrados, al que se estudió durante las primeras semanas de su asistencia a una guardería diurna; en el segundo grupo a otro integrado por pequeños a quienes se observó en el transcurso de su existencia cotidiana en el seno de sus propios hogares. En cuanto a las muestras de desapego, se confirmó que el desapego es característico del modo en que el pequeño separado de sus progenitores se comporta al reunirse nuevamente con la madre, aunque mucho menos evidente en circunstancias de reencontrarse con el padre. El segundo es que la duración de esa conducta de desapego infantil para con la madre se da en correlación elevada significativa con la duración de la separación entre ambos (Bowlby, 1985; 1998). .
Estudios de James y Joyce Robertson (1971). Combinaron sus roles de observadores y padres sustitutos, llevaron a la casa a cuatro pequeños necesitados de cuidados, ya que sus madres se encontraban internadas en un hospital; las edades variaban desde dos años cinco meses, dos años cuatro meses, un año nueve meses y un año cinco meses. Procuraban descubrir de que manera pequeños con una experiencia previa satisfactoria responden a una separación, dadas las condiciones atenuantes conocidas y posibles de combinar al presente (los cuidados maternos de una madre sustituta con la cual el pequeño se encuentra familiarizado, la cuál procuró brindar todo su tiempo y cuidado a cada uno de los niños, y, adoptar a la vez, los métodos de la crianza de la madre, por lo que semanas antes, habían periodos de convivencia entre la madre, la investigadora y el niño para que éste se acostumbrara a la presencia de la madre sustituta y para que ésta averiguara como debía de actuar para tal niño). Todos los niños estudiados mostraron menos inquietud que la que es común en los niños pequeños cuando se separan de la madre en condiciones menos favorables; los cuatro, sin embargo, dieron muestras de incomodidad, y de tanto, revelaron tener conciencia de la figura de la madre ausente. La secuencia de protesta, desesperación y desapego, si bien restringida y notablemente reducida en su intensidad. Gracias a las preocupaciones adoptadas pudo reducirse la desesperación del niño y su consecuente desapego. Las diferencias de respuesta entre los niños criados en un hogar de padres sustitutos y los criados en el marco de una institución pueden interpretarse como diferencias de intensidad (Bowlby, 1985; 1998). .
La secuencia de protesta intensa, seguida de muestras de desesperación y desapego, se debe a la combinación de una serie de factores, de los cuales el central es la conjunción de personas desconocidas, hechos extraños, y la ausencia de cariño maternal, brindado sea por la madre verdadera, sea por una sustituta eficaz ( Bowlby, 1985; 1998). .
Como la separación de la figura materna, incluso en ausencia de otros factores, sigue provocando tristeza, cólera y la subsiguiente sensación de ansiedad en los niños más pequeños, dicha separación es en sí una variable clave para determinar el estado emocional y conducta del niño (Bowlby, 1985; 1998).
Boy, García y Torreblanca (1985), realizaron un estudio en la ciudad de México diseñado para analizar los efectos de la privación materna en el sentimiento de seguridad en niños de 3 a 6 años ( 8 varones y 8 mujeres), residentes en una casa hogar o institución similar. Tomaron como grupo control a individuos que vivían con su madre en forma permanente y continua. Tras realizar observaciones estructuradas durante cuatro días, encontraron que el grupo control presentaba mayor autonomía, participación activa, autoestima y confianza, corroborando de esta forma que la privación materna influye en el sentimiento de seguridad, autoestima y confianza en sí mismo.
Cuando en la serie de episodios diseñados por Ainsworth, se somete a prueba a un niño por segunda vez pocas semanas después de la prueba, aquél suele mostrarse más inquieto y ansioso que en la primera oportunidad. Si la madre se halla presente, se mantiene junto a ella y se le aferra con mayor fuerza. Cuando aquella se halla ausente, aumenta el llanto del pequeño. Estos descubrimientos surgen de un estudio test-retest con veinticuatro bebes examinados por primera vez a las cincuenta semanas de vida y por segunda vez dos semanas después. Esto puede indicar que al año de una separación de escasos minutos de duración, suele tornar al niño más sensible de lo que era ante una repetición de la experiencia. (Bowlby, 1985; 1998).
Apego y Maltrato
Los padres de un niño maltratado son menos afectuosos, interfieren en las actividades y conductas de su hijo, existe poca interacción con él y su contacto ocular es pobre (Aizpuru, 1994).
Lyns-Ruth, et al., (1987) (citados por Aizpuru, 1994), refiere que en diversos estudios se ha encontrado que en niños maltratados hay una mayor incidencia de apego ansioso; puesto que ellos muestran un mayor índice de frustración, de agresión. Al haber menor respuesta de la madre, acompañada por una falta de seguridad el niño teme acercarse a los adultos amistosos, impidiendo así, la interacción.
Pino y Herruzo (2000) mencionan que los niños que sufren maltrato, a los 18 y 24 meses sufren un apego ansioso y presentan más rabia, frustración y conductas agresivas ante las dificultades que los no maltratados. Entre los 3 y los 6 años tiene mayores problemas expresando y reconociendo afectos. También expresan más emociones negativas y no saben animarse unos a otros, a vencer las dificultades que se presentan en una tarea y presentan patrones distorsionados de interacción tanto con sus cuidadores como con sus compañeros.
En un estudio realizado por England et al (1983) (citado por Pino y Herruzo, 2000), se menciona que los niños maltratados tanto física como verbalmente y los abandonados emocional y físicamente, presentaban apego ansioso desde la edad de un año hasta los 42 meses. Los que además de padecer maltrato físico padecían abandono emocional, mostraron menos angustia y frustración que los que padecían sólo abandono emocional, corroborando que en condiciones extremas de privación, cualquier conducta de atención, aunque sea aversiva, puede funcionar como reforzadora.
George y Main (1979) (citados por Pino y Herruzo, 2000) encontraron que los niños maltratados de 12 a 36 meses evitaban mas a los adultos amistosos que se les acercaba que a los niños que iniciaban la interacción, situación corroborada por Howes y Espinosa (1979), quienes también hallaron que el déficit en la interacción desaparecía cuando se interactuaba con niños a los cuales ya se conocía.
Los infantes maltratados desarrollan con mayor probabilidad relaciones de apego inseguras como respuestas a experiencias repetidas de maltrato y/o desconcertantes. Además esas experiencias y expectativas conducen al desarrollo de una estrategia defensiva a través de la cual estos infantes dirigen su atención lejos de sus madres con el propósito de mantener su organización frente al conflicto surgido por la incompatibilidad de sus deseos (Aizpuru, 1994).
Reducción del estrés
¿Por qué algunos individuos se recuperan en gran medida o completamente de las experiencias de separación y pérdida, en tanto que otros, les resulta imposible lograrlo? En cuanto a las condiciones que desempeñan cierto papel en la respuesta diferencial, se encuentran:
- la intrínsecas a la separación en sí, o estrechamente relacionadas con ella, en particular las condiciones en que se cuida al niño en ausencia de la madre.
- Las presentes en la vida del pequeño durante un periodo más prolongado; en particular, sus relaciones con los padres durante los meses o años anteriores y posteriores al hecho (Bowlby, 1985; 1998).
Con niños pequeños, la implicación de la familia en amplificar o amortiguar el impacto del estrés es más intensa, ya que el apoyo de los iguales tiene un papel menos relevante que en edades posteriores donde El efecto amortiguador más fuerte del estrés se ha encontrado en el apoyo social presentado por los compañeros y amigos (Trianes, 2000).
Entre las condiciones que mitigan la intensidad de las respuestas de los pequeños separados de la madre, las más eficaces parecen ser:
- La presencia de un acompañante familiar y/o posesiones familiares
- Los cuidados maternos proporcionados por una madre sustituta (Bowlby, 1985; 1998).
Heinicke y Westheimer advirtieron que cuando un pequeño se halla en una guardería con un hermano, disminuyen sus muestras de inquietud, en particular los primeros días; y Robertson observó que la presencia de un hermano siempre sirve de consuelo, incluso si es más pequeño que el otro. La presencia de un acompañante familiar, incluso si no suministra casi ningún cuidado como sustituto materno, constituye un factor de alivio de bastante importancia. También proporciona algún consuelo los objetos inanimados, como juguetes favoritos o ropas personales (Bowlby, 1985; 1998).
Una segunda opción que mitiga el dolor provocado por la separación, son los cuidados maternos que brinda una madre sustituta. Inicialmente el pequeño teme a la extraña y rechaza sus intentos de brindarles afecto y cuidados maternos. De allí en adelante, incurre en una conducta intensamente conflictiva: por un lado busca su consuelo, por otro la rechaza, por serle desconocida. Sólo al cabo de algunos días o semanas puede acostumbrarse a la nueva relación. Mientras tanto continúa anhelando la presencia de la madre ausente y, ocasionalmente, ventila la ira que produce su ausencia (Bowlby, 1985; 1998).
Otras condiciones que, se sabe reducen los efectos de la separación entre madre e hijo, son las posesiones familiares de éste, la compañía de otro niño conocido y, los cuidados y el afecto materno de una madre sustituta capacitada y con quien el pequeño se halle familiarizado. Las personas extrañas, los sitios desconocidos y las situaciones insólitas son siempre motivos de alarma, en especial cuando debe hacerles frente el niño solo (Bowlby, 1985; 1998).
Según un un estudio efectuado por Moore (1971), los niños a partir de los tres años obtienen beneficios del juego con sus pares en un ambiente ordenado con tal fin, en especial cuando la alternativa es su reclusión en un espacio limitado dentro de un ambiente urbano.
En 1920 Watson y Rayner informaron que no era posible provocar las respuestas a una rata blanca, en el caso de un bebé de once meses, Alberto, mientras éste tuviera el pulgar en la boca. El condicionamiento de este niño tuvo lugar sobre un colchón en una pequeña mesa, y sin que se hallara presente ninguna figura familiar hacia quien pudiera volverse. Algunas de sus respuestas, no obstante, eran similares a las del niño que se vuelve hacia una figura materna: extender los brazos para ser levantado y, posteriormente, hundir la cabeza en el colchón. Al experimentar zozobra por lo común, tendía a chuparse el pulgar; una vez hecho esto, Albert se volvió "impermeable" a los estímulos destinados a provocarle temor; debieron de sacarle el dedo de la boca antes de `poder obtener la respuesta condicionada. Ante tal circunstancia, los experimentadores llegaron a una conclusión: "el organismo, en apariencia desde el nacimiento se ve bloqueado a cualquier otro estímulo cuando actúan sobre él los estímulos afectivos". En 1929 English describió a una pequeña de catorce meses que no demostraba ningún temor ante los objetos extraños mientras se hallara en su sillita alta y familiar, aunque si experimentaba temor cuando se la depositaba en el suelo. Valentine (1930) puntualiza que la presencia de un acompañante, tiende a "desterrar los temores" (Citado por Bowlby, 1985; 1998).
ESTILOS DE APEGO Y RELACIONES INTERPERSONALES FUTURAS
Sears 1989, (citado por Aizpuru, 1994), menciona que el apego a la madre o cuidador primario es sólo uno, el primero de tres apegos verdaderos que ocurren en la vida. El segundo sería en la adolescencia tardía, la búsqueda del segundo objeto: la pareja. El tercero sería hacia el hijo o hijos.
Ojeda, A., y Díaz, R. (2000) mencionan que se pueden apreciar dos enfoques de estudio hacia los estilos de apego y su influencia en las relaciones interpersonales; por un lado, hay investigadores que se han abocado a explorar si la historia de un individuo podría influir en su estilo de apego hacia parejas románticas durante la edad adulta, tal como el realizado por Ochoa y Vázquez (1991) (citados por Yela, 2000), que mencionan que la adquisición de respeto y de confianza (en uno mismo y en los demás) serán buenos predictores de la satisfacción amorosa adulta . Mientras que por otro lado, se han interesado en el proceso de cómo la gente con determinado estilo de apego mantiene sus vínculos afectivos en sus relaciones cercanas, moldeando la forma y el contenido de las mismas. Los estudios se han enfocado a analizar los modelos de trabajo internos que se forman a partir del proceso de socialización y del acumulo de experiencias agradables vs. Desagradables que se viven con la figura de apego. Tales modelos de trabajo tienen la función de guiar las expectativas individuales de acercamiento-alejamiento hacia la figura de apego.
Relaciones románticas
Hazan y Shaver han propuesto la "Teoría del apego sobre relaciones amorosas" en la que, establecen un paralelismo entre el tipo de relación amorosa adulta y el tipo de apego a la madre en la infancia. Ese vínculo niño-madre tenderá a reproducirse en la relación amorosa adulta futura. Aunque deja abierta la posibilidad del cambio en la socialización Según Wilson y Nias (1976), muchas formas de intimidad en las relaciones amorosas adultas (lenguaje, cogerse de la mano, abrazarse, etc.) son reminiscencias del contacto con los padres. Los amantes adultos se turnan en la interpretación de los roles de niño-a y padre-madre.
Feeney y Nooler (1991) (citados por Yela, 2000) constataron diferencias en la idealización de la pareja, en función de los estilos de apego. Los más idealizadores fueron los "amantes ansioso"; los amantes "evitadores" fueron los que menos idealizaban a su pareja, mientras que los amantes "seguros" mostraban un nivel intermedio de idealización. Yela (2000), por su parte encontró que los "amantes posesivos" eran más idealizadores que los "amantes compañeros", siendo los más idealizadores los "amantes lúdicos". Se ha constatado que la fidelidad sexual presenta una elevada correlación con el estilo amoroso "maniaco" o "posesivo". Respecto a la satisfacción, los "pasionales" tienden a resultar los de mayor satisfacción amorosa, mientras que los "posesivos" aparecen como los de menor satisfacción tanto amorosa como sexual.
Varios estudios han determinado que algunas características que se presentan en las relaciones íntimas que establecen las personas tienen mucho que ver con sus estilos de apego individuales. Las personas con estilo seguro tienden a desarrollar modelos mentales de sí mismos como amistosos, afables y capaces, y de los otros como bien intencionados y confiables, ellos encuentran relativamente fácil intimar con otros, se sienten cómodos dependiendo de otros y que otros dependan de ellos, y no se preocupan acerca de ser abandonados o de que otros se encuentren muy próximos emocionalmente. Las personas con estilos ansiosos tienden a desarrollar modelos de sí mismos como poco inteligentes, inseguros, y de los otros como desconfiables y reacios a comprometerse en relaciones íntimas, frecuentemente se preocupan de que sus parejas no los quieran y sienten temor al abandono. Los con estilo evasivo, desarrollan modelos de sí mismos como suspicaces, escépticos y retraídos, y de los otros como desconfiables o demasiado ansiosos para comprometerse en relaciones íntimas, se sienten incómodos intimando con otros y encuentran difícil confiar y depender de ellos (Simpson, J. 1990; citado por Gayó, 1999)
Siegel (1986) ha subrayado el importante papel del amor como estimulador del sistema inmunológico (citado por Yela, 2000).
Celos fraternos y apego infantil
En cuanto a la influencia de los estilos de apego en los celos fraternos, se ha encontrado que para que los celos aparezcan debe establecerse el apego hacia la figura materna. Se debe poseer el cuidado, atención, protección y cariño de la madre (Ortigosa, 1999).
El apego que conlleva a los celos fraternos transcurre por los siguientes estadios: 1) preferencia por los miembros 2) interacción privilegiada con las figuras de apego sin rechazar a los desconocidos 3) interacción de forma privilegiada con las figuras de apego y rechazo de los desconocidos 4) vinculación, conflicto e independencia 5) paso de la tríada a la tétrada familiar; ante esta situación a) la madre disminuye las interacciones positivas y aumenta las prohibiciones y fricciones, b) el niño aumenta sus conductas de apego hacia la madre, incrementa sus reacciones negativas, regresivas y otros síntomas. Los celos aquí experimentados son inevitables en la fase de independencia de la figura de apego (López, 1984, citado por Ortigosa, 1999)
Para Dunn (1986) (citado por Ortigosa, 1999), existe una mayor vulnerabilidad cuando la llegada del hermano se produce antes de los cinco años, debido a que la dependencia respecto de la madre todavía es tan elevada que la ruptura del vínculo establecido afectará con mayor intensidad a un niño pequeño.
Los niños con un temperamento negativo tienden más a incrementar la introversión, problemas de sueño y la dependencia tras el nacimiento de un hermano. Cuando se trata de niños a los que se ha atendido sus necesidades y peticiones con prontitud, pueden tolerar de mala gana las inevitables demoras que se producen al tener que atender al bebe. Se acentúa la baja tolerancia a la frustración (Ortigosa, 1999)
TRASTORNOS PSIQUIÁTRICOS Y EL APEGO
La naturaleza de muchos tipos de trastornos psiquiátricos, los estados de ansiedad y depresión producidos en la vida adulta pueden relacionarse de manera sistemática con los estados de ansiedad, desesperación y desapego descriptos por Burlingham, Freud y otros. Estos estados se provocan fácilmente, siempre que se separa a un niño pequeño de la figura materna durante un periodo prolongado, cuando aquél prevé la separación, o cuando la separación es definitiva (Bowlby, 1985; 1998).
También se han realizado investigaciones con el fin de demostrar que los distintos estilos de apego están asociados a ciertas características personales sobre todo con los trastornos de ansiedad, depresión y el trastorno limítrofe de personalidad (Meyer, Pilkonis, Proietti, Heape, & Egan, 2001; Bifulco, Moran, Ball. & Bernazzani, 2002; Gerlsma, & Luteijn, 2000). Por ejemplo, Buchheim, Strauss, y Kächele (2002) observaron que existía una asociación entre el estilo de apego ansioso, las experiencias traumáticas sin resolver, y el trastorno de ansiedad y la personalidad limítrofe. Rosenstein, y Horowitz (1996) por otro lado, demostraron que los adolescentes con una organización de apego evitativo eran más susceptibles a desarrollar problemas de conducta, abuso de sustancias, trastorno de personalidad narcisista o antisocial, y rasgos paranoicos de la personalidad. Mientras que aquellos con una organización de apego ansioso eran más susceptibles de desarrollar trastornos afectivos o un trastorno de personalidad obsesivo-compulsivo, histriónico, limítrofe o esquizoide (citados por Valdez, 2002)
En conclusión, se observa la importancia del desarrollo de un apego seguro para el buen desenvolvimiento durante la vida de cada una de las personas. El papel de las figuras de apego, la consciencia del cuidado y responsabilidad que recae sobre cada una de ellas nos recalca la trascendencia de la información acerca de que la atención al infante desde el nivel prenatal influye en la evolución diaria de la persona. Se comprueba que más que cantidad de interacción con la madre, lo que importa es la calidad de ella, tal y como lo demuestran las investigaciones realizadas alrededor del trabajo de la figura de apego y sus repercusiones posteriores. De igual forma, la escuela como agente socializador, fomenta experiencias ambivalentes en los pequeños desde muy temprana edad. La reacción que se tenga hacia ella dependerá de la interacción que se tenga en la familia, del temperamento del niño y en muy buena medida de la aceptación e integración que se encuentre tanto de los compañeros de clase (que pueden actuar como el mayor apoyo social en etapas claves del desarrollo) como de los maestros que en muchas ocasiones son las principales figuras de apego durante el proceso de "independencia" de los padres. Cada etapa del desarrollo humano tiene funciones propias que provocan un equilibrio o desequilibrio en la persona según sea o no resuelta satisfactoriamente, y para que el niño enfrente de la manera más saludable y positiva dada una de dichas etapas, es fundamental el desarrollo de la seguridad realista acerca de las posibilidades de un enfrentamiento positivo con el ambiente. También, se destaca la relación estrecha que se tiene de los estilos de apego con las relaciones interpersonales a desarrollar a lo largo de la vida, tanto desde la elección de amigos como de la pareja amorosa en cuestión, subrayando igual que cada individuo puede variar a través de la experiencia en su reacción característica hacia la vida aunque los primeros años marquen de manera trascendental nuestra confianza hacia el mundo externo e interno.
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Categoría: psicología, relaciones humanas.
Razi Marysol Machay Chi
Facultad de Psicología
Universidad Autónoma de Yucatán