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Maquiavelo

Enviado por latiniando


    El renacimiento es una etapa histórica que, cuando menos, merece el calificativo de sorprendente. Hay quienes opinan que su esplendor es solamente el de los temas de la Edad Media desarrollados en otro tono; otros piensan que es un simple regreso a lo antiguo, con un poco de pedantería y sin originalidad; algunos más creen que, en efecto, es una vuelta a nacer, una eclosión de la luz y una irrupción de oxígeno al interior de un ámbito cultural agotado. Ernest Bloch afirma que se trata:

    del nacimiento de algo que el hombre no había concebido hasta entonces, de la aparición de figuras que jamás se habían visto en la tierra. Ellas surgieron y realizaron su obra; era una primavera, un nuevo comienzo

    y cita, como traductora del sentimiento del tiempo, una frase del arquitecto Alberti:" El hombre fue creado para actuar, la utilidad es su destino". Añade otra expresión –de Hutten– para completar el cuadro: " La ciencia prospera, los espíritus chocan, vivir es un placer."

    Bloch nos dice que la consigna de la época es trabajar, porque el hombre nuevo ya no siente vergüenza de hacerlo:

    El veto que la nobleza emitió contra el trabajo –por considerarlo degradante y deshonroso– fue levantado; se asiste al nacimiento del homo faber, quien sin conciencia plena del cambio ocurrido, transforma al mundo con su actividad.

    A los ojos –marxistas y heterodoxos– de Bloch, el fenómeno "renacimiento" hunde sus raíces en la economía de la época. Sin caer en el determinismo económico, es preciso reconocer los nuevos hechos en este ámbito de la vida humana. Es el inicio del capitalismo:

    la burguesía citadina, aliada a la realeza, que se encamina hacia el absolutismo, pone fin al feudalismo caballeresco. Triunfan los esfuerzos que, en Italia, durante los siglos XIII y XIV, se tradujeron en revueltas de artesanos… los Médici crean en Florencia el primer banco. Las empresas manufactureras se imponen sobre las artesanales; se comienza a calcular costos, puesto que ya no sólo se trata de aprovisionar el mercado local, sino de expedir productos a puntos lejanos… el Renacimiento parte de Italia. Ella aporta dos hechos nuevos: la conciencia del individuo que se desarrolla a partir de la economía capitalista individual, frente al mercado cerrado de las corporaciones; la impresión de inmensidad que sustituye a la imagen del mundo artificial y cerrado de la sociedad feudal y teológica.

    Es el tiempo de Leonardo de Vinci, el de la multifacética musa; de Cristóbal Colón y Magallanes. Es la victoria de Copérnico y de su mirada sobre la naturaleza. Cimabue, Giotto, Dante, Petrarca, Rafael, Miguel Angel, Bruneleschi, Jan Van Eyck, Bramante, Giordano Bruno y Galileo, Telesio, Pomponazzi, Campanella, Paracelso, Jacob Boehme, Francis Bacon, Kepler, Newton, Grocio, Bodino y Hobbes.

    La conquista del mundo, de la naturaleza, realiza rápidos progresos, la vida presente apasiona a los hombres. ( Ortega y Gasset, al hablar de la reconquista española contra los moros y describir los templos almenados que edificaban los hombres de Fernando e Isabel, comenta: " querían ganar el cielo sin perder la Tierra"), el más allá palidece y esto ocasiona una inversión de valores. Bloch concluye:

    la filosofía del Renacimiento ha servido, con frecuencia, como simple introducción al capítulo principal ( de la filosofía burguesa) consagrado a Descartes, cuyo cogito ergo sum era presentado como la primera piedra de una filosofía nueva. Esta manera de ver las cosas es, empero, completamente falsa. Descartes tuvo predecesores que fueron mucha más que predecesores.

    Maquiavelo es un hombre de esta época. Si su vida, sus obras y los debates en torno a su obra no plantearan el problema del fin y los medios, es decir, el problema de las relaciones entre política y moral o ética, tal vez el estudio de este hombre no merecería un esfuerzo mayor al de una hora de lectura curiosa y poco o muy apasionada. Pero lo primero que hay que decir, y de lo que " hay que persuadir a lo no-italianos", es que se trata de problemas mucho más complicados de lo que siempre se ha pensado al plantearlos.

    Las frases célebres a las que la ignorancia disfrazada de erudición reduce el pensamiento de Maquiavelo no son las reglas de la política eterna. Es necesario percatarse de que no sería posible explicar a Maquiavelo si se abstrae o separa su vida de sus obras. Y la vida de este hombre es una de las más gravemente deterioradas por los biógrafos que suelen operar como si fuesen "cirujanos plásticos" y no historiadores. Casi resulta paradógico, pues se trata de un hombre que enseñaba a preferir "la verdad de hecho de las cosas".

    De su vida se han hecho condenas o defensas y se ha caído en el error de confundir los problemas de Maquiavelo con los que Maquiavelo plantea a quien lo lee.

    Además, en este caso como en otros análogos, es preciso referirse a lo que el mismo dijo, antes de juzgarlo. Haremos continuas citas. Lo cierto, para comenzar, es que, pese al juicio final que estimamos acerca de su obra, se trata de un personaje extraordinario,

    cuyo pensamiento es piedra de escándalo a cuatro siglos de distancia… un hombre honrado por Bacon y Spinoza; un hombre al que Voltaire hizo refutar por Federico II; un hombre al que Kámenev y Vichynsky citaron ante la barra de los procesos en Moscú …

    ¿ A qué se debe esa permanencia, ese punto de referencia constante, ese recurrir cíclico a Maquiavelo ? Tal vez el fenómeno tenga su origen en la actualidad perenne del problema del Estado, del poder, del vínculo entre gobernantes y gobernados, o de la enunciación totalitaria –de derecha o de izquierda– de la famosa "razón de Estado" que sirve para justificar los excesos de cualquier poder exacerbado contra las personas. ¿ Qué es esta razón de Estado?

    un concepto híbrido en el que se mezcla todo lo que Maquiavelo reveló acerca de la autonomía de la política y de los estímulos que actúan sobre el príncipe y sobre el Estado, más la herencia racionalista del despotismo ilustrado… La razón para Maquiavelo, no es más que instrumento, rigor en la acción, previsión, olfato político, intelección de situaciones, astucia y no luz… es la que afila a la fuerza; es instrumento no guía.

    Es Maquiavelo quien repite que, si los hombres fueran buenos, el príncipe sería recto también. Entonces es preciso plantearse una pregunta o, mejor dicho, dar cabida a una sospecha. No sabemos si Maquiavelo postula con pena la necesidad de la astucia y de la crueldad calculada, o si, por el contrario, goza en modo malsano al descubrir que la astucia y la violencia

    se vuelven necesidad y, por tanto, están permitidas y abren campo a ese combate perpetuo que Maquiavelo parece amar como el clima en que su propia virtú puede expresarse y mejorarse.

    En cualquier caso, como veremos, no es fácil comprender, y mucho menos juzgar, a Maquiavelo. Menos aún refutarlo –dice Georges Mounin–, aunque esta tarea es algo

    que todo el mundo ha soñado hacer, lo que todo el mundo desea y, sin lugar a dudas, lo que es necesario hacer.

    Maquiavelo, como todos nosotros, estaba hecho –si se nos permite emplear el término bíblico– de tierra. Pero, en realidad, como cada uno de nosotros, estaba hecho

    de su tierra, aquella en la que nació, en la que se han ido perdiendo a lo largo de los siglos los restos de los suyos.

    Nicolás Maquiavelo fue un florentino y, por tanto, un italiano y un europeo. Veamos más de cerca, pues, la tierra de que estaba hecho este hombre, nacido en Florencia el 3 de Mayo de 1469, hijo de Bernardo y Bartolomea, hermano menor de Primavera y Margarita.

    Para entonces, Erasmo tenia dos años y Leonardo de Vinci 17. Nicolás pasa su adolescencia como testigo de acontecimientos notables. Ejemplo: el complot de los Pazzi contra el nieto de Cosme de Médicis, el fracaso de la conjura; la detención de los culpables y su tortura; el cadáver de Jacobo Passi, arrastrado por Florencia atado a la cuerda de la que fue colgado por los pies, del balcón del Palacio Viejo, y luego arrojado al río Arno.

    Europa, entonces, tiene nombres sonoros: España, Francia, Inglaterra y Alemania. Los españoles están en la fase definitiva de su lucha contra os moros, que culmina en Granada en 1492. la inquisición nace en 1481. Los Ingleses celebran el fin de la guerra " de las dos Rosas" y el inicio de la dinastía Tudor, de la que formará parte Enrique VIII. Los franceses están unidos bajo Luis XI y se preparan para sus luego largas guerras en Italia contra los españoles, quienes los derrotan definitivamente en Pavía en 1525, fecha en que Carlos V ya es Emperador de Alemania y sus soldados instalan establos en los templos de Roma. Los alemanes –bajo el Sacro Imperio Romano Germánico– son como los italianos pero sin Papa, es decir, están divididos en pequeños Estados y los gobierna un emperador sin poder real. Lutero comienza su lucha en 1517, cuando Maquiavelo tiene 48 años.

    A las puertas de esta Europa, los otomanos, de quienes Maquiavelo sabrá poco. Sin embargo, en el conjunto político mundial ocupan lugar importante y se les teme, se comercia con ellos y no faltan voces que hasta pidan una cruzada. Tienen buen ejército y poderosa marina, bien implantados respectivamente en Belgrado (Yugoeslavia) y Rodhas (Grecia), son los dueños de Alejandría.

    En cuanto a Italia, hacia 1490 no es más que una constelación de pequeños Estados que se constituyen y se disuelven constantemente. Un recuerdo de la época lo constituyen hoy día la República de San Marino y el Principado de Mónaco. pero lo mismo, o algo semejante, eran entonces Boloña, Forli, Inola, Urbino, Mantua, Parma, Perugia, Siena, Génova, Nápoles y Milán. En términos generales, quedan cada vez menos comunas medievales, verdaderas repúblicas.

    Es la época de los condottieri, militares por vocación y emprendedores de guerras a destajo, quienes fácilmente mueven a sus tropas contra sus propios pagadores y financieros con el objeto de apoderarse de uno que otro Estado para su provecho personal, aunque fueran ya dueños de otro. Sicilia y Cerdeña pertenecían a España desde 1282. El ducado cuya capital era Turín jamás se sintió italiano. Maquiavelo escribe de este mundo atomizado:

    La Iglesia nunca fue lo bastante poderosa como para apoderarse de toda Italia, pero si lo suficiente como para impedir a otro ocuparla. Por eso este país no ha podido unificarse nunca bajo un jefe.

    Hay cinco estados mayores, astros de superior magnitud: Venecia, Nápoles, Milán, Roma y Florencia.

    Venecia es todavía una "gran potencia". Su "dogo" (dux) inamovible y su Gran Consejo le dan forma de aristocracia añeja. Mounin hace notar que a ese Consejo sólo tienen acceso los representantes de familias que ya eran ricas en 1297. Venecia es dueña de buena parte de los puertos del Adriático ubicados en la costa dálmata, pero comienza a sentir los contragolpes de la llegada de los turcos a Constantinopla y, más tarde, los de las nuevas rutas al Asia y al Nuevo Mundo. República marina agresiva, siempre ávida de puertos, Venecia es temida, "es decir, odiada, por todos en Italia".

    En cuanto a Milán, es propiedad de los Sforza, vencedores de los Visconti. Allí reina Ludovico el Moro, quien anima a los franceses contra los españoles. Es un Estado potente y combativo, más rico económicamente que Florencia.

    En cuanto a Roma, capital de los Estados Pontificios, debe recordarse que se encuentra bajo el Papa Alejandro VI (Borgia) y que sus territorios van desde el Po hasta Gaeta. Se trata de un Estado feudal de naturaleza confusa, dentro del cual de hecho, "los miembros de las familias nobles tienen tanto poder como son capaces de imponer por la fuerza. Es una de las épocas más tristes de la Iglesia católica pues, como los recursos materiales del papado se ven reducidos en toda Europa, y, al mismo tiempo, las ambiciones económicas no tienen freno,

    se venden cada vez más todas las dignidades pontificias, los cardenalatos –hasta en 100 mil ducados, y más– y luego las indulgencias. Alejandro VI llegará a hacer envenenar con cierta regularidad a uno u otro cardenal cada vez que necesita 100 mil ducados, lo que aprovecha también para confiscar, la noche misma del deceso, toda la herencia en dinero y bienes que encuentra en Roma.

    El negocio es próspero y permite mantener ejércitos que dan al Papa gran peso diplomático y autoridad para dirimir en su provecho, como árbitro, muchas querellas italianas.

    Nápoles, muerta ya la reina Juana, es un reino ocupado por españoles. Impera una dinastía de origen bastardo, encabezada por Fernando I ( Ferrante, hijo natural de Alfonso el Magnánimo),

    un monstruo de crueldad en un siglo en que la marca es difícil de batir.

    Administrador capaz, Fernando encarna al último Estado puramente feudal de Italia y al

    mayor peso militar en la balanza italiana, al menos en los que toca a asuntos no marítimos.

    Nos queda por ver Florencia, donde todas las antigua estructuras comunales son respetadas, pero donde la República –como en su tiempo decía Julio Cesar no era ya sino una palabra. Todas las viejas formas estaban amañadas y arregladas para asegurar la dominación de los Médicis, vieja familia que, gracias a su dinero, obtiene el poder con Cosme el Viejo, a quien suceden Pedro el Gotoso y Lorenzo el Magnífico. Este último fallece en 1492, después de esforzarse, a punta de florines, por mantener el equilibrio entre los estados Italianos. Todo se arruinará por obra y gracia de las tropas francesas.

    Florencia expulsa luego a Pedro II de Médicis, a quien considera culpable de haber defendido con demasiada suavidad los intereses de la ciudad ante el Rey Carlos VIII de Francia. Entonces se restablece la república,

    con una constitución reconocida por Jerónimo Savonarola: aquella sobrevivirá al patíbulo del monje y regirá a la ciudad hasta la caída de Maquiavelo en 1512.

    A partir del siglo XIII, en principio, Florencia es una república. En la práctica, todas sus instituciones funcionan en beneficio de los ricos, a pesar de las luchas de los pobres. Ya desde la Edad Media, Florencia conoce algo del "capitalismo". La ciudad-Estado

    juega un papel importante en la elaboración y la exportación de seda y de lana y, sobre todo, se vuelve un centro bancario. Apoyados por una red extraordinariamente densa de filiales, los bancos florentinos controlan una gran parte del comercio mundial y, por sus préstamos a diversos soberanos, tienen una importante fuerza política.

    ¿ Qué hacen los Médicis para poder controlar políticamente a una ciudad-Estado que se ha dado instituciones republicanas ? Algo simple: ubican en todos los puestos clave de la administración republicana a personas que, prácticamente, son empleados suyos. Luego ponen en marcha las instituciones, deterioradas por años de pugnas. Vale la pena mirar con mayor atención estas instituciones y su evolución, pues en el marco de ellas se desarrollarán la actividad y la reflexión de Maquiavelo. Interesan porque, aunque su funcionamiento parezca complicado, y lo sea, su objetivo es lograr la máxima garantía de que el poder no quede en manos de una sola persona.

    En primer lugar conviene aclarar que las llamadas "repúblicas" no son, de ningún modo, democráticas. En ellas quedan fuera del ámbito de la toma de decisiones todas las personas que hoy tenemos la costumbre de agrupar bajo el nombre de "pueblo", es decir, obreros, artesanos, pequeños comerciantes, campesinos y algunos profesionales. Lorenzo el Magnífico –el más brillante de los Médicis– decía de ese "pueblo" lo siguiente:

    No hay nada de genio en las gentes menudas que trabajan con sus manos, y que no disponen del tiempo libre necesario para cultivar su inteligencia.

    El poder lo tiene la burguesía, pero no cualquier tipo de burguesía, sino una curiosa mezcla que incluye familias de la nobleza antigua y familias surgidas del pueblo, casi en proporciones iguales. Los ciudadanos –los que tienen derecho a intervenir en los asuntos públicos–, no son todos burgueses. los burgueses no todos son ciudadanos. mandan los "maestros de oficios", a través de sus corporaciones ( arti maggiori y arti minori), que son estructuras profesionales y de castas privilegiadas, a las que se puede pertenecer por herencia o ejercicio. En la ciudad –60-80 mil habitantes– sólo hay unos mil ciudadanos. Hay activos y pasivos, es decir, los que pagan impuestos –y pueden ejercer derechos– y los que no los pagan y carecen de aquellos.

    El poder se organiza en forma muy complicada. En tiempo de Maquiavelo, por ejemplo, existe un Gran Consejo, del que prácticamente forman parte todos los que tienen derechos ciudadanos. Debajo de éste, se encuentra el Consejo de los 80, que, como es lógico suponer, resulta más cómodo y práctico para hacer frente a los asuntos corrientes que el Gran Consejo. El gobierno se llama Señoría. lo forman los representantes de las arti maggiori, que en número de 9, se reúnen con el Justicia, representante supremo del Estado. Los nueve van rotando con una periodicidad de dos meses. Para asegurar el sistema –cuyo objetivo muchas veces declarado es impedir que un ciudadano "se eleve por encima de los demás"– la ley establece que el jefe supremo de las fuerzas armadas no sea florentino, sino "extranjero, noble y procedente de un país distante al menos cuarenta leguas".

    El sistema está basado, hasta cierto punto, en la desconfianza y, por esa razón, se postula que hay que hacer pasar por los cargos públicos al mayor número posible de ciudadanos activos.

    para evitar alianzas hegemónicas, los sistemas de elección para los cargos son de lo más sofisticado y cambian al menor signo de descontento o sospecha. En todos se combina la suerte con la elección. Por ejemplo, para una función dada, todos los nombres de los aspirantes elegibles se introducen en una bolsa, luego se extrae de ella un número igual a dos o hasta cinco veces el necesario; de éstos, se sortea un número determinado previamente y, entre los que quedan, finalmente se elige. Además tanto el Gran Consejo como el Consejo de los 80, rigen reglamentos sumamente estrictos.

    Maquiavelo era hijo de un notario medianamente acomodado. la familia es gibelina, pero luego se hace güelfa. El autor, en sus Historias Florentinas, reflexiona sobre los cambios que las revueltas constantes introducen en la vida social. No deja de ser un tanto escéptico:

    . . . el efecto más común de las revoluciones que padecen los imperios es hacer pasar a éstos del orden al desorden, para inmediatamente después devolverlos al orden…

    Quizá le faltó aclarar que el primer orden es diverso al último y reflexionar sobre la diferencia entre ambos.

    Y Maquiavelo es testigo de no pocos cambios violentos. A partir del siglo XIII, la ciudad es, en principio una república. En la práctica, las instituciones sirven a los más acomodados ( il popolo grasso ). Los 80 del Consejo representan, en la vida común, los intereses de la banca, el comercio y la industria, y, en ocasiones, hasta de los del comercio en pequeño y los artesanos. El Gran Consejo elige a los magistrados que forman la Señoría, pero la dirección efectiva –el poder– está en manos de aquellos 80.

    ¿ Cómo se llegó a esa República ? Para saberlo, es preciso decir algo de los Médicis, vieja familia de agricultores toscanos que llegan a ser prósperos banqueros en el crepúsculo de la Edad Media, cuando las luchas entre partidos ya minaron las viejas estructuras comunales y abren el camino al sólito "hombre fuerte".

    En la Florencia de los primeros años del siglo XV, la fachada es republicana, pero el poder se ejerce en las casas de la nueva aristocracia. Cosme el Viejo, abriendo sus repletas arcas, se hace del mando hacia 1435. Comienzan así tres siglos que verán Médicis en todas las cortes de Europa y en el trono pontificio. Un día, Cosme autoriza un préstamo de cien ducados a un monje llamado Tommaso Parentucelli. El riesgo dio frutos: Parentucelli llegó a ser Papa ( Nicolás V ) y convirtió a los Médicis en banqueros de la Santa Sede. En 1464, cuando muere Cosme, la Señoría hace inscribir sobre su lápida: "Al Padre de la Patria".

    Lo sucede Pedro el Gotoso, su hijo, que no tiene la energía de su padre, pero si una gran habilidad política. Vence a sus opositores y ¡ no los condena a muerte! Fallece en 1469. heredan el poder sus hijos Lorenzo y Julián. Este tiene el título, aquel gobierna. En la sombra, la conjura amenaza. Son sus competidores –los banqueros Pazzi– quienes urden, con el apoyo del Papa Sixto IV ( quien había quitado a los Médicis las finanzas vaticanas), y del rey Ferrante de Nápoles. El 26 de abril de 1478, en la catedral de Florencia, los conjurados atacan. Muere Julián. Lorenzo se hace fuerte en la sacristía.

    El pueblo se entera y toma partido por los Médicis. Lorenzo vence y la represión es feroz. El joven banquero y amante de las artes retoma las riendas y, de "primer ciudadano", se transforma en "Señor". Diez espadachines selectos lo acompañan a todas partes. Subordina a sí a la Señoría y a los Consejos, a través de un consejo de 70 miembros, que sólo dependen de él. Se adueña del poder total en Toscana y emprende una obra diplomática notable. Entre finanzas privadas y administración pública –imprecisos los límites entre ambas– encuentra tiempo y dinero para el amor, las artes y el mecenazgo. Sus versos bastarían para asegurarle la fama. Vibra en ellos

    un apasionado anhelo de gozar el instante que huye; es el reflejo de la actitud pagana de la corte medicea, contra el que truena, desde el púlpito de San Marcos, Fray Jerónimo Savonarola.

    Como ejemplo, citemos el primer pie de uno de sus sonetos: Chi vuol esser lieto, sia, di doman non v'é certezza. . . ( "Quien quiera ser feliz, séalo; del mañana no hay certidumbre. . .").

    Para entonces, la oposición comienza a cambiar de aspecto. Los florentinos comienzan a dar oídas al fraile dominico que denuncia la "dolce vita" de la corte florentina, el paganismo, la asfixia de la libertad ciudadana. Los médicis intentan acercarse al predicador y tratar con él. Fray jerónimo es rígido; para él, los Médicis son la causa del mal y deben irse, porque el castigo de Dios está cerca:

    . . . y tú, Florencia, que piensas sólo en ambiciones y empujas a tus ciudadanos a exaltarse, sabe que el único remedio que te queda es la penitencia, porque el flagelo de Dios ya está próximo.

    En 1492 muere Lorenzo. En muchas ocasiones he leído que Fray Jerónimo fue llamado a la cabecera del moribundo y que se negó a darle la absolución. Más que dato histórico es voz popular pero muestra el tenor de la fama del fraile. En realidad, Lorenzo muere lamentando no haber tenido tiempo para completar la biblioteca que hoy lleva su nombre en Florencia.

    La precoz muerte de Lorenzo sume a la ciudad en el luto, a pesar de todo. En Italia, se rompe el equilibrio logrado por la paciente, sagaz y adinerada diplomacia del Magnífico. Los franceses entran en Italia con su rey al frente –Carlos VIII– y Pedro, primogénito y sucesor de Lorenzo, cede y lo deja ocupar cuatro bastiones toscanos. Los florentinos se enfurecen y expulsan a los Médicis de la ciudad el 9 de noviembre de 1494. Fray Jerónimo no ceja, y menos ahora cuando ve cumplidas sus predicciones apocalípticas en buena parte. El pueblo — que ha vuelto a organizarse en partidos– lo convierte en árbitro de la situación. Savonarola promueve la reforma radical de las leyes de la ciudad: instaura un Monte de Piedad, legisla contra la disolución moral, organiza las "quemas de vanidades". Un día, entre el entusiasmo de la multitud, proclama Rey de Florencia a Jesucristo. Evidentemente el primer ministro era el fraile.

    El triunfo de Savonarola fue efímero. Las facciones florentinas lo desbordaron y el Papa Alejandro VI ayudó a que así fuese. Fray Jerónimo va a la hoguera en la Plaza de la Señoría. No quiso enardecer a la multitud en su favor. El proceso — previa tortura– fue amañado. ( era axioma de la época que dove il motivo di procedere non c'é, bisogna fabricarlo, es decir, " donde no haya motivo para proceder, hay que fabricarlo".) acusación capital: haberse atribuido el don de profecía. Además: herejía, cisma, rebeldía… diecisiete cargos. Un eclesiástico le dice: " te separo de la Iglesia militante. . . y de la triunfante". El fraile responde: " Sólo de la militante; la otra no depende de ti". Reza el Te Deum … antes que él muere fray Silvestre y fray Domingo, sus hijos espirituales y seguidores. … Fray Jerónimo pide a la multitud que ore por él … reza el Credo … arde …

    La recién renacida república de Florencia vive un momento difícil y una situación precaria.

    Respecto de Fray Jerónimo, Maquiavelo escribió en 1497 una carta en la que refiere, con " amargo y desilusionado sarcasmo", algunas de las homilías de Savonarola. Maquiavelo acusa al dominico de haber querido hacer un partido político a partir de una idea moral, dividiendo a la humanidad en dos bandos: " uno que milita con Dios, el suyo; y otro con el Diablo, el de sus adversarios. . ." además, lo tacha de oportunista y le da, en El Príncipe, el título de "profeta desarmado", incapaz de construir algo durable, justamente porque no quiere afrontar la realidad. Maquiavelo es un teórico del triunfo, no del martirio. Savonarola dice a los hombres cómo deben ser. Maquiavelo tratará de mostrarles cómo son.

    Cuando Savonarola muere, en 1498, el esplendor de Florencia está opacado. La caída del fraile ocasionó cambios en los puestos de la administración citadina. Los "savonarolianos" pierden sus empleos. Maquiavelo, gracias a esto, puede ser electo secretario de la Segunda Cancillería, una especie de secretariado del Consejo de los Diez para la Libertad de la Paz. estos diez recibirían de la Señoría ciertos poderes y ciertas misiones vinculadas con lo que hoy lo estarían las secretarías de Relaciones Exteriores, de Gobernación y de la Defensa en México. Maquiavelo era algo así como el "oficial mayor" del Consejo.

    Rápidamente, Maquiavelo se ganó la confianza del Consejo de los Diez, por su capacidad y dedicación. Se le confían de inmediato misiones de importancia, difíciles de ejecutar.

    El mejor biógrafo de Maquiavelo –Pascale Villari–, describe al autor que estudiamos con las siguientes palabras:

    De estatura mediana, figura delgada, con los ojos brillantes, cabello oscuro, cabeza bien pequeña, nariz ligeramente aquilina, labios apretados; todo denunciaba en él al observador y al pensador muy agudo, pero no al hombre capaz de ejercer gran influencia sobre los demás. No podía evitar fácilmente la expresión sarcástica que de continuo le andaba por los labios y los ojos centelleantes y que le daba el aspecto de un calculador frío y sagaz. . . Entregóse a servir a la República con todo el entusiasmo de un viejo republicano de la antigüedad inspirado por los recuerdos de Roma, pagana y republicana. . .

    ¿ en qué consistió el trabajo del secretariado de los Diez ? Concretamente, le tocaba redactar numerosos textos, documentos y cartas: ir al "extranjero" para preparar el trabajo ulterior de los diplomáticos florentinos y, en ocasiones, con gran libertad de acción –gracias a su amistad con Pier Soderini, Justicia de Florencia– a fungir prácticamente como embajador de la República. Dado el deterioro de ésta –debido, según Maquiavelo mismo, a la lucha constante entre facciones, a la incapacidad de los italianos para unirse y al papel nefasto del papado– es poco lo que un negociador florentino puede entonces ofrecer a la contraparte.

    En esa época los diminutos Estados italianos son incapaces de hacer frente solos a los grandes estados extranjeros — como España y Francia–, con los que cada principado o ducado o república establece alianzas efímeras. Entre tanto, Alejandro VI trata de sacarle jugo a la situación para beneficiar a su hijo César. En el seno de esta complicada y mutante urdimbre política, Maquiavelo intentará salvaguardar los intereses de Florencia, consciente de que no es fuerte. Una idea yace en el fondo de su acción:

    la ruina de Italia no tiene otra causa que el hecho de haber descansado demasiados años en ejércitos mercenarios.

    El político florentino viajó cuatro veces a Francia a realizar diversas negociaciones, que van desde la petición de subsidios, hasta el intento de disuadir a los franceses de organizar un Concilio contra el Papa Julio II. Los viajes ilustran al secretario de los Diez, quien escribe:

    los príncipes deben hacer que otros ocupen los puestos que generan rencores, y guardar para sí los que generan agradecimiento.

    también viaja a Bolzano y a Mantua para negociar con el emperador alemán Maximiliano; a Trento y a Innsbruck, con el mismo objeto. Son misiones cuya finalidad es ganar tiempo y pagar el menor tributo que se pueda. Asimismo, ejecuta dos misiones ante César Borgia. La segunda de éstas fue tal vez la que dejó en Maquiavelo la huella más honda. Los estudiosos de Maquiavelo se preguntan y discuten hasta hoy si, en realidad, las misiones fueron tres, pero coinciden en afirmar que el hijo del Papa Alejandro VI inspiró al negociador florentino algunos de los capítulos de El Príncipe, particularmente el VII, en el que se encuentra todo lo que hoy podría calificarse de "maquiavélico":

    la justificación del crimen cuando se comete de modo inteligente . . . el método para deshacerse de una familia molesta, el arte de comprar a quienes no es posible matar ( el pueblo o los grandes) y, en fin, la ferocidad bien lograda . . .

    Maquiavelo desempeña otras misiones y da una batalla política en Florencia para convencer a Soderini y a la Señoría de la necesidad de constituir una milicia florentina no mercenaria, que se funda en 1509 y cuya instrucción queda a cargo del secretario. Al frente de ellas entra a Pisa, ciudad vencida por los de Florencia.

    En la historia de ese tiempo, escribe Mounin al esbozar un balance de la actuación política de Maquiavelo, se trata

    de un vencido, pero no de un fracasado. . . su experiencia política es real, y no es la de un subalterno ni la de un mediocre. Tiene valor pleno para su época y aporta una innegable base experimental . . . a sus teorías políticas ulteriores.

    Conviene, para cerrar el marco histórico de este autor, ver el modo en que perdió el trabajo y el poder. Los hechos se desarrollan en 1512. El Papa Julio II trastoca las ligas y constituye una Santa Alianza con los españoles contra los franceses, aliados tradicionales de Florencia y amigos políticos de la República preferidos por Maquiavelo. Venecia y Suiza colaboran con el Papa y la derrota de los galos se consuma en Ravena. Florencia trata, en vano, de permanecer neutral. Los "aliados" toman Prato, en Toscana, donde cometen toda clase de tropelías. Los confederados, para castigar la francofilia de la República, deciden el regreso de los Médicis y deponen a Pier Soderini, con la complicidad de las familias ricas. Con él cae su hombre de confianza, Maquiavelo, quien ve cómo los poderosos son capaces de cualquier trato con el extranjero, aun en contra de su propia República, con tal de salvar su situación de privilegio.

    Maquiavelo dirá luego que su ex protector –Soderini– fue demasiado honesto, bueno, paciente, legalista y humano. Cuando murió Soderini, en 1525, Maquiavelo escribió un epigrama en el que decía que, al ir Soderini a tocar a las puertas del infierno, Satán lo mandó, por "imbécil" al limbo, "con los niños nacidos muertos".

    También es cierto que Maquiavelo trató de congraciarse son los Médicis con el objeto de conservar su puesto, por medio de demostraciones de competencia profesional "como consejero político". No lo logró, pese a que dedicó El Príncipe al nuevo Lorenzo de medicis que gobierna Florencia, sin el talento del Magnífico, pero que será el padre de Catalina, futura reina de Francia. Primero lo dedica a Julián –que muere– y luego a Lorenzo, pero en realidad ninguno de los dos lo pudo leer. El Papa León X, tío de Lorenzo, recomienda a éste rodearse de consejeros que "no sean muy valientes ni muy inteligentes". El sobrino le hizo caso. El 7 de noviembre de 1512, la ruina política de Maquiavelo es definitiva.

    Para colmo, en 1513 es acusado de participar en una conjura. Lo detienen, lo maltratan un poco y, finalmente, lo someten a residencia fija en su propiedad de San Casiano, a unos diez kilómetros de Florencia. Allí, por medio de la escritura, pasará a la posteridad gracias, sobre todo, a dos de sus cuarenta obras: El Príncipe ( De Principatibus), un manual acerca de cómo obtener y conservar el poder, en el marco de una lucha sin escrúpulos, y Discurso sobre la primera década de Tito Livio, especie de tratado en torno a la manera de triunfar en el marco de una política con apoyo del pueblo.

    Además, escribe El arte de la guerra, Historias florentinas, La Mandrágora, El asno de oro, Cantos de carnaval, Vida de Castruccio Castracani, e innumerables cartas e informes.

    Los "Discursos" constituyen un análisis sobre las mejores condiciones de una reflexión acerca de los inicios de la historia romana. Maquiavelo subraya el papel esencial de los tribunos romanos, quienes supieron defender eficazmente al pueblo de las agresiones de los poderosos. Destaca también la importancia que tiene la posibilidad de acusar legalmente, con la que el pueblo cuenta y que los tribunos pueden ejercer a petición popular. El autor no duda en afirmar que la grandeza de Roma se debió a estas formas de democracia, que propiciaban la virtud pública y privada, y asegura que la decadencia romana se explica por el abandono y el deterioro de las antiguas prácticas de participación popular en la toma de decisiones. La elección de los magistrados garantizaba el equilibrio entre poderosos y débiles, que se limitaban y controlaban de manera recíproca:

    los magistrados, quienes no debían su autoridad a la herencia, ni a la intriga, ni a la violencia, sino al sufragio libre de sus conciudadanos, eran siempre hombres superiores . . .

    La frase está tomada del capítulo XX, libro I de los "Discursos", donde Maquiavelo afirma que, gracias a los comicios, una República puede asegurarse de que la gobernarán perpetuamente sus hombres más virtuosos. En el capítulo anterior, el autor había demostrado cómo

    un Estado que comienza de manera excelente puede sostenerse bajo un príncipe débil, pero su pérdida es inevitable cuando el sucesor de tal príncipe es tan débil como el primero.

    El tema se repite en el libro II de las Historias florentinas, de Maquiavelo, donde éste describe las instituciones comunales de la antigua Florencia republicana.

    En cuanto a El príncipe, se trata de otro tipo de reflexión, con base sobre todo en las experiencias vividas por Maquiavelo y no tanto en las del pasado remoto. La investigación pretende se lo más objetivo posible. El autor

    estudia los diversos tipos de principados, las maneras de adquirirlos, las ventajas y los inconvenientes que de esto se espera obtener.

    La obra contiene una larga serie de interrogantes cuyo objetivo es dividir el tema para irlo abordando paso a paso. ¿ Se trata de un principado hereditario o conquistado recientemente ? ¿ Se obtuvo por las armas o por el talento ? en el fondo,

    jamás se plantea el problema de la legitimidad del poder . . . y hay ( en el Príncipe y los Discursos), una unidad de inspiración y de investigación. En las dos obras, la ideología implícita . . . es constante: igual visión del juego de las pasiones, igual teoría de las vicisitudes de los Estados, igual gusto por la política positiva. Sólo difieren las estrategias: en El Príncipe, el instrumento del triunfo se concentra en las manos de un individuo que reúne virtú y fortuna . . . En los Discursos, el control popular –como se practicaba en Roma– engendra la virtud y, en consecuencia, la fuerza del Estado frente a sus enemigos. Sin embargo, en los dos casos, el objetivo de la política permanece constante: se trata de fortalecer al Estado desarrollando su poderío y organizando las modalidades del ejercicio del poder. Los dos esquemas no se excluyen, representan dos posibilidades a las que, según las situaciones, darán vida las circunstancias.

    En la Italia de aquellos tiempos, es lógico suponer que aparecía más viable la hipótesis de El Príncipe que la de los Discursos en la medida en que estaba más vinculada al presente. Maquiavelo es "pragmático" y carece de ilusiones. Por eso no teme jugar en todos los tableros. Se trata

    de un político, no de una conciencia moral . . . Cuando se describen, como él lo hace, los mecanismos del poder, se deja a otros la preocupación de ser puros.

    Cabe decir, sin embargo, que ninguna de estas dos obras se publicó en vida de su autor. Al final de sus días, éste volvió a servir a los Médicis (quienes le pagaron por las Historias florentinas), poco antes de que éstos cayeran de nuevo en 1527. Ese mismo año murió él.

    Es común afirmar que antes de Maquiavelo no hubo ciencia política y que la obra de éste representa una verdadera novedad histórica. Bloch afirma que su "extraña doctrina de la técnica del gobierno . . . es cínica", y que el autor del El Príncipe concibe la política como una ejecución "sobre el teclado de la fuerza bruta", que produce, a pesar de éste, "un bello fragmento". En una frase, para Bloch, Maquiavelo es el hombre para quien el fin justifica los medios y su teoría expresa un desprecio total del hombre.

    Implacable, Bloch juzga que en la obra de Maquiavelo hay una tendencia "que conduce directamente al facismo", en la medida en que el autor que analizamos aconseja al gobernante mostrar sólo la apariencia, y no el ser de lo que desea y en proporción directa a un Estado cuya finalidad "no es hacer feliz al pueblo sino evitar que haya problemas". Sin embargo, Bloch reconoce que Maquiavelo proporciona

    la receta de la interpretación del hecho político, y es en este sentido –y no poniendo en práctica su doctrina– que es necesario servirse de su teoría. Al llamar gato al gato, Maquiavelo actúa de manera muy poco maquiavélica, porque el maquiavelismo exige precisamente que se escondan las verdaderas motivaciones de la acción política. . .

    Maquiavelo es un analista y descriptor de la realidad política, a la que estudia en términos de relación de fuerzas al interior de un Estado. La perspectiva es absolutamente moderna. Para él, ha terminado el problema del derecho divino y la religión –a escala política– es un instrumento de gobierno en manos del príncipe.

    No le preocupan los fines últimos de la humanidad y la felicidad y la salvación son privadas. La política será pues, una

    actividad puramente terrestre, que se define pragmáticamente por el fracaso o el éxito de un proyecto, sin intervención de juicios de valor.

    Para la época, no es poco el "avance", sobre todo si recordamos que, hacia 1516, Tomás Moro escribió Utopía y Erasmo de Roterdam su Manual del príncipe cristiano, donde se proponen, sostienen y defienden visiones mucho más morales del mundo. Recordemos a Moro y a su isla sin lugar ( U-topia) sometida a un colectivismo virtuoso y eficaz. Y a Erasmo esforzándose por probar que los principios cristianos son mejores que la guerra, la injusticia, las rapiñas y la mentira.

    Maquiavelo es de otra especie. El reflexiona acerca de un mundo en el que los poderes de la banca y el comercio han hecho olvidar los sueños; en el que se habla de hechos y se realizan negociaciones de acuerdo con la balanza de fuerzas. Sus compatriotas están seguros de que el Papa es tan príncipe como cualquier otro, y le reprochan –empero– utilizar su dimensión espiritual – religiosa en beneficio de sus intereses privados. La política es una actividad necesaria para que el Estado propio y el hombre individual sobrevivan en este mundo de lobos; es la respuesta a una realidad innegable; el mundo está lleno de hombres malvados y ambiciosos. Sin embargo, es sobre todo

    contra Aristóteles que se quiere defender una especie de primado de Maquiavelo en materia de ciencia política; contra Aristóteles, autor de la Política. . . En efecto, en una carta del 26 de agosto de 1513 . . . Maquiavelo escribe: " Yo no sé lo que dice Aristóteles de las repúblicas fragmentadas; pero sé lo que de ellas puede ser, lo que es y lo que siempre ha sido. . .

    De todos modos Mounin opina que es difícil pensar que Maquiavelo no hubiese leído la Política del estagirita, dado que esta obra, introducida en Italia desde 1429, fue traducida en la propia Florencia en 1492 por Leonardo Bruni d'Arezzo, quien fue el predecesor inmediato de Marcello Virgilio como secretario de la primera cancillería de la República. Recordemos que, mientras Virgilio ocupaba tal puesto, Maquiavelo era secretario de la segunda cancillería. Villari insiste en la superioridad de su biografiado sobre Aristóteles, pero como indica Mounin, lo que habría que señalar es la diferencia con Platón.

    Mounin añade, por otra parte, que es, posible rastrear en Maquiavelo rasgos del "positivismo político" de Aristóteles, en una enorme serie de ideas, preceptos y fórmulas típicas del griego

    . . . la idea capital de que hay gobernantes y gobernados, predestinados a sus respectivos papeles por su propia naturaleza, la idea de que, ante todo, es preciso evitar ultrajar a los súbditos; la idea de que es necesario otorgar puestos de compensación a quienes se excluye del poder principal; la idea . . . de que es muy peligroso ampliar el derecho de ciudadanía; la idea de que el príncipe debe parecer dueño de ciertas cualidades . . . Todo el libro VIII de la Política (tradicionalmente considerado como libro V), con su examen de la revolución de los Estados, y sobre todo con su retrato del tirano, recuerda a cada instante a Maquiavelo . . . (quien) no es ni más ni menos aristotélico que su tiempo . . .

    Dante, Marsilio de Padua, Santo Tomás de Aquino y Egidio Colonna influyen también sobre Maquiavelo, con sus obras respectivas: De monarchia, Defensor pacis, Comentario a la Política de Aristóteles y De regimine principium ( de Santo Tomás, concluida por Colonna). Habría que citar asimismo algunas obras que aportan a la época ciertas "ideas flotantes" acerca de los Estados nacionales, adversas a la teoría de una monarquía universal del Papa o del Emperador. Y tampoco podría soslayarse la teoría de la recién llegada –la burguesía– cuya primacía pretende probarse de muy diversas maneras: se enfrentan, por ejemplo, los partidarios de los comerciantes –como grupo social con vocación– y sus adversarios. En consecuencia, hay intentos de probar la calidad del comerciante para gobernar. Debe añadirse aun a los humanistas que subrayan la importancia de la historia y los factores psicológicos, y que critican las fuentes: Y, para terminar, es preciso afirmar que las teorías de Maquiavelo deben mucho a la

    diplomacia permanente de los burgueses de Italia, creada por hombres prácticos, observadores y realistas, quienes, en sus largas misiones, ya entonces semi – permanentes, adquieren el hábito de anotar todo, analizar todo y juzgar de todo desde el punto de vista de los negocios (los primeros informes diplomáticos datan de 1394, las primeras instrucciones escritas a los embajadores, de 1409). No se trata de negar que Maquiavelo hubiese dado un paso adelante, quizá incluso un gran paso, en relación con todos. Es necesario solamente conocerlos, y no menospreciarlos demasiado, para medir bien la grandeza y la dirección de ese famoso paso.

    Maquiavelo mismo limita su campo de investigación al explicar que dejará a un lado "las cosas que se han imaginado acerca del príncipe" y que se ocupará sólo "de aquellas que son verdaderas", las cuales ha aprendido "gracias a la larga experiencia de las cosas modernas y la lectura continua de las antiguas".

    No sólo en El Príncipe aborda el autor las cosas de este modo. También lo hace en los Discursos, después de asegurar en la otra obra que su intención es que El Príncipe no obtenga "más alabanza ni honor que lo que le confiere la novedad y la gravedad" de la materia que trabaja.

    Recordemos la introducción de los Discursos, en cuya dedicatoria el autor insiste en que se trata del fruto

    de lo que ha podido aprender de las cosas del mundo, gracias a una larga práctica y a la lectura asidua.

    Maquiavelo afirma que la naturaleza envidiosa de los hombres transforma

    todo descubrimiento en algo tan peligroso como las aguas y las tierras desconocidas para el navegante.

    Pero ¿ cuál es el descubrimiento que pregona?, ¿cuál es la nueva ruta que lo llevará a realizar aquello "que puede redundar en beneficio común de todos"?.

    En uno y en otro caso, se habla de resultados de la experiencia y de las lecturas, y se aborda la realpolitik, es decir, el entrelazarse en la historia de hombres que luchan apasionadamente por sus intereses. O, lo que es lo mismo, Maquiavelo concibe a la historia como el terreno

    de experiencia a partir del cual se podrán extraer las reglas de la acción política

    y se dispone a aplicar a la política

    el método que tiene buen éxito en las otras ciencias, es decir, servirse de la experiencia de los antiguos para guiar a los contemporáneos.

    Maquiavelo mismo reprocha a los hombres de su tiempo el que paguen mucho para adornar sus casas con recuerdos artísticos del pasado, o con copias de obras antiguas bellas, y no se preocupen por imitar la virtú de quienes los precedieron. Cita el modo de proceder de juristas y médicos, quienes recurren al pasado para justificar sus sentencias y remedios y lamenta que,

    para fundar una República, sostener Estados, gobernar un reino, conducir una guerra, dispensar justicia, acrecentar un imperio, no se encuentra príncipe, capitán, República ni ciudadano que recurran a los ejemplos de la antigüedad.

    Y ya se sabe, los que olvidan el pasado se ven obligados a repetirlo. De tal ignorancia histórica proviene la anaciclosis, la reinterpretación de las series de hechos. Maquiavelo diagnostica la causa de tal negligencia:

    . . . se trata menos del estado de debilidad a que nos han reducido los vicios de nuestra educación actual, que de los males causados por esa pereza orgullosa que reina en la mayor parte de los estados cristianos, que de la falta de un verdadero conocimiento de la historia, de cuya lectura no se debe cosechar frutos, ni juzgar el sabor que contiene . . .

    Y se ofrece para aportar el remedio: escribir sobre la primera década de Tito Livio y ayudar al lector a extraer de esa narración los frutos necesarios para orientar, por el pasado, la vida presente. De esta manera los modernos podrán imitar a los antiguos. Esta invitación es, en primer término, un

    postulado típico del Renacimiento; la antigüedad se nos propone no sólo como modelo para la renovación de la arquitectura y de la pintura, sino también en materia política; es necesario volver a la virtú romana; no a la virtud cristiana, sino a una cualidad viril que concierne al hombre . . . Maquiavelo la emprende contra la virtud cristiana e incluso contra la Providencia, pues no ve huella de la Providencia en el mundo, regido por un destino ciego . . . (del cual) sólo puede salir gracias a la virtú. La Providencia queda degradada . . . el Príncipe es la Providencia. . .

    Pero tal imitación no se reduce a un retorno puro y simple al pasado. Se trata de una especie de "técnica", de "ciencia" apoyada sobre una "praxis" verificable, ya que se puede juzgar de sus resultados en la historia. Esa ciencia es la política, entendida como la medicina o la jurisprudencia, que aportará las normas de la acción eficaz. Claro que, para que se trate de una ciencia, hay que suponer un modus operandi constante que permita elaborar leyes. Lo cual, de algún modo, significaría también "que no hay un real devenir". Sólo así podrán aplicarse hoy las buenas recetas de ayer. El cambio real, basado en el conocimiento histórico que posea el príncipe, dependerá de la virtú y de la "fortuna" de éste, nueva especie de taumaturgo desfatalizador, que, por conocerlas, puede alterar los engranes del destino. De alguna manera, el príncipe coincide con el hombre excepcional de Hegel, que, en un momento dado, "encarna" el sentido de la historia y tiene derecho a obrar más allá de la razón, porque es el Espíritu en movimiento.

    Y ya que hablamos de Hegel, refirámonos a la "filosofía de la historia" de Maquiavelo. Comencemos analizando un párrafo de los "Discursos":

    Quienquiera que compara el presente con el pasado, ve que todas las ciudades y todos los pueblos han estado siempre, y todavía están, animados por los mismos deseos y las mismas pasiones. Así de fácil, por medio de un estudio exacto y bien reflexionado del pretérito, prever lo que debe suceder en una república. Entonces es preciso utilizar los medios puestos en obra por los antiguos, o, si no se encuentran, inventar nuevos según la semejanza de los acontecimientos.

    Como puede verse, existe para el autor la posibilidad de prever, siempre y cuando se conozca el pasado. Esto significa que hay una especie de permanencia, de constante, en la naturaleza humana y en la naturaleza a secas. Sólo que los hombres –sobre todo los gobernantes– lo ignoran, para desgracia suya y de sus semejantes. Se lee la historia poco y, quienes la leen,

    se derriten en el placer que les produce la variedad de sucesos que presenta; no se les ocurre imitar las bellas acciones: esta imitación les parece difícil, e incluso imposible; como si el cielo, el sol, los elementos y los hombres hubiesen cambiado de orden, de movimiento y de fuerza, y fuesen diferentes de lo que fueron.

    Maquiavelo lamenta entonces que los florentinos hubiesen olvidado la historia en 1494. De recordarla, habrían comparado las circunstancias con otras análogas de Roma, y no hubieran perdido el tiempo en reformas inútiles que los condujeron en seguida a una situación casi igual a la que pretendían superar. Les faltó "comparar", no conocían la "ciencia" de la política. Olvidaron que, si se reflexiona en torno "a la marcha de las cosas humanas", se descubre que

    el mundo permanece en el mismo estado en que se halla todo el tiempo; que hay siempre la misma suma de bien y la misma suma de mal: que ese bien y ese mal — empero– no hacen otra cosa que recorrer diversos lugares, diferentes regiones.

    Este punto de vista de Maquiavelo parece indicar, como lo hace ver de manera clara Hélene Védrine, que todas las transformaciones se realizan al interior de un círculo cuyo movimiento es tan inmutable como el de los astros y lo que se necesita, si se desea prever la aparición del acontecimiento, es "conocer el punto de recorrido donde nos encontramos".

    De aquí que Maquiavelo, conociendo la enfermedad de un país cuyas glorias terminaron al disolverse el Imperio Romano, proponga meditar sobre el pasado a sus contemporáneos, de manera que en éste encuentren el remedio positivo para recuperar lo perdido. Resulta difícil entender por qué un hombre del Renacimiento –época en la que la conciencia de asistir a una etapa histórica nueva es agudísima (se descubre América, por ejemplo)–, parece incapaz de recuperar la "vieja imagen de un universo eternamente igual a sí mismo más allá de las vicisitudes de los acontecimientos", y de la historia como ciencia rígida de predicción de las repeticiones, especie de "futorología" que parece olvidar que, a partir del pasado, sólo hay predicción precisa del futuro si se presupone la pasividad total de los hombres. Al respecto, Hanna Arendt escribe.

    Los acontecimientos, por definición, interrumpen los procesos. . . rutinarios. El sueño del futurólogo sólo podría realizarse en un mundo donde no pasara nunca nada. Las predicciones del futuro suelen ser nada más proyecciones de procedimientos y procesos actuales, es decir, de cosas que pasarán si los hombres no actúan y con tal que no suceda nada inesperado.

    ¿ Cómo es posible que un hombre del Renacimiento olvide la "fecundidad de lo inesperado", de que hablaba Proudhon y que impregnaba la vida, los hechos, de la época? ¿ Cómo, en un siglo de descubrimientos científicos, técnicos y geográficos, Maquiavelo –que conoció a Leonardo de Vinci– pudo suponer "ritmos" históricos determinables y sufrir la fascinación de una ciencia de la predicción? Hay algo de paradoja en el conjunto de consejos a un príncipe y el fatalismo. A menos que, como lo señala Bloch, el príncipe sea el destino, la providencia laica.

    Para comprender la dimensión de esta maquiavélica paradoja, es preciso captar las relaciones entre el hombre-Maquiavelo y su cultura. El autor escribe en el siglo en que, por toda Europa, campea la convicción de que el pasado tiene dimensiones significativas de ejemplaridad. Este retorno a la antigüedad no deja de tener algo de novedoso, prácticamente de revolucionario e incluso de ligeramente subversivo, con respecto a la actitud medieval.

    Se trata de "saltar" el hecho cristiano y recuperar a los antiguos en su más pura originalidad, es decir, de criticar, rechazar y superar la versión "cristianizada" de la antigüedad que se ofreció casi durante mil años a los hombres europeos, en aras de presentarles un cristianismo culturalmente integrado con aquella. El "bautizo" de los clásicos fue también una deformación de los mismos, independientemente de la intención y del acierto con que se realizó. Vale la pena hacer notar que la anaciclosis no es cristiana y que, vista más de cerca, equivale a la negación de una afirmación esencial al cristianismo: la de que la historia humana fue transformada radicalmente por el acontecimiento de Cristo.

    Además, en estricta lógica, sería preciso concluir la desaparición del cristianismo, análoga a la de otras religiones. Los averroístas de la escuela de Padua, como Pomponazzi, así pensaban. Aun más,

    si queda excluida la novedad absoluta, la política puede tratarse "naturalmente", es decir, sin referencia a otro orden.

    Y, en esta línea la política tendrá sus propias normas independientes y su propia moralidad, sus leyes autónomas para transformar a Italia en la maravillosa que fue. Maquiavelo recuerda de nuevo el esplendor de la vieja República de los tribunos y lo propone a sus conciudadanos:

    Es el bien general y no el interés particular el que hace el poder de un Estado. . . no se ha visto el bien público más que en las repúblicas. . . Por el contrario bajo el gobierno de un príncipe, lo más frecuente es que su interés particular se encuentre en oposición con el Estado.

    Ya lo señalábamos, a los ojos de Maquiavelo, todo es cíclico. La historia en un continuo ir de mal a bien a mejor, y de mejor a pésimo; es un eterno retorno que conduce siempre al deterioro, a la decadencia. Los gobiernos se corrompen casi por necesidad histórica, porque "ese es el círculo que los Estados están destinados a recorrer". Maquiavelo nos da una especie de descripción sintética de este proceso:

    El azar dio nacimiento a todas las especies de gobierno entre los hombres. Los primeros habitantes eran pocos y vivieron cierto tiempo dispersos, a la manera de los animales. La acrecentarse el género humano, se sintió la necesidad de reunirse y defenderse; para lograr tal objetivo de manera óptima, se escogió al más fuerte, al más valeroso; los demás lo pusieron a la cabeza y prometieron obedecerlo. . . Se comenzó a saber entonces lo que es bueno y honesto, y a distinguirlo de lo que es malo y vicioso. Se vio a un hombre perjudicar a su benefactor. Dos sentimientos se elevaron al instante en todos los corazones: el odio por el ingrato, el amor por el bueno. . . Para prevenir males semejantes, los hombres decidieron hacer leyes y ordenar castigos para quienes las contravinieron. Tal fue el origen de la justicia.

    En cuanto ésta fue conocida, influyó sobre la elección del jefe. Se prefirió, no al más fuerte ni al más valiente, sino al más sabio y al más justo. Luego, como la soberanía se volvió hereditaria y no por elección, los hijos degeneraron respecto de sus padres. Lejos de tratar de imitar sus virtudes, hicieron consistir el arte de ser príncipes en la distinción por el lujo, la molicie y el refinamiento en los placeres. De este modo, el príncipe se atrajo pronto el odio común. Objeto de abominación, sintió miedo, el temor le dictó las precauciones y la agresión; se vio surgir la tiranía: Tales fueron los inicios y las causas de los desordenes, de las conspiraciones y de las conjuras contra los príncipes. No fueron urdidas por almas débiles y tímidas, sino por aquellos ciudadanos que, superando a los demás en grandeza de alma, en riqueza y en valor, se sentían más vivamente heridos por los ultrajes y excesos del príncipe.

    Bajo conductores tan poderosos, la multitud se armó contra el tirano y, después de deshacerse de él, se sometió a sus libertadores. Estos, abominando hasta el nombre del príncipe, constituyeron un nuevo gobierno. Al principio, por tener sin cesar el recuerdo de la añeja tiranía, se les vió –fieles observadores de las leyes que habían establecido– preferir el bien público a su propio interés; administrar, proteger con el mayor cuidado a la república y a los particulares. Los hijos sucedieron a los padres. Como no conocían los cambios de la fortuna ni habían sufrido sus reveses; como con frecuencia se sentían molestos por la igualdad que debe reinar entre ciudadanos, se les vió dedicarse a la rapiña, a la ambición, al rapto de mujeres y, para satisfacer sus pasiones, emplear la violencia misma.

    Pronto hicieron degenerar al gobierno de los mejores en tiranía de los pocos. Estos nuevos tiranos sufrieron la suerte del primero. El pueblo disgustado de su gobierno, se puso a las órdenes de quien quisiera atacarlos: esta disposición produjo en seguida un vengador que encontró seguidores para destruir a los tiranos.

    El recuerdo del príncipe y de los males por él ocasionados estaba todavía muy fresco para pensar en restablecer el principado. Así, derrocada la oligarquía, no se quiso volver al gobierno de un solo golpe. Se decidió el gobierno popular y de este modo se impidió que la autoridad cayese en manos de un príncipe o de un número reducido de grandes. Todos los gobiernos, cuando empiezan, tienen algún freno; el Estado popular se mantuvo durante un tiempo que nunca fue demasiado largo y que, de ordinario, equivalió aproximadamente a la vida de la generación que lo estableció. Luego se llegó a una especie de licencia en la que se vulneraba igualmente el bien público que el interés de los particulares. Como cada individuo no oía más que a sus pasiones, se cometían a diario mil injusticias. Finalmente, presionado por la necesidad, o dirigido por los consejos de un hombre de bien, el pueblo buscó los medios para escapar de esta licencia. Creyó encontrarlos en el regreso al gobierno de uno solo. De aquí se volvió de nuevo a la licencia, pasando por todos los grados previamente probados, de la misma manera y por las mismas causas que indicamos.

    Este es el círculo que están destinados a recorrer todos los Estados. Rara vez, es cierto, se les ve volver a las mismas formas de gobierno. Pero esto se debe a que su duración no es lo suficientemente larga para sufrir todos los cambios. . . Los diversos males que los corroen, los fatigan, les quitan poco a poco fuerza y sabiduría, y pronto los someten a un Estado vecino, cuya constitución todavía es sana. Pero si pudieran salvarse de este peligro, se les vería girar al infinito en el mismo círculo de revoluciones.

    Como se ve con claridad aquí, el cambio no es más que un movimiento circular de la necesidad. Toda novedad resultaría una especie de ilusión ocasionada por nuestra manera –imperfecta– de ver la sociedad. No captamos aun la realidad total con suficiente claridad. Sin embargo, como puede probarse con el mismo texto que acabamos de citar, Maquiavelo se ve obligado a reconocer que la historia no permite nunca observar un ciclo completo de decadencia y resurgimiento, puesto que el deterioro de un país lo lanza a las fauces de su vecino más sano. Como se ve, si esto no sucediere veríamos la cadencia perpetua de la vida, muerte y resurrección de las sociedades. Pero, como el modelo ideal sufre algunas alteraciones, la percepción no es completa.

    ¿ Qué hacer entonces para liberarse de esta necesidad histórica ? ¿ Cómo romper el círculo ? Todo indica que, a los ojos del autor, la ruptura absoluta no es posible. Sólo puede aspirarse a tomar algunas medidas que impidan la decadencia total. El margen de libertad es bastante estrecho y sólo existe por obra y gracia de la ubicación diversa de las cantidades iguales de bien y de mal, que varían de lugar en lugar. El político deberá tomar esto en cuenta y obrar en consecuencia, pero de manera distinta según el país de que se trate y el momento en que éste se encuentre:

    dos consideraciones importantes: la primera es que, en una República corrompida, los medios de obtener la gloria no son los mismos que en una República que no está muerta polÍticamente; la segunda, que es casi lo mismo, estriba en que los hombres deben –en su conducta y sobre todo para sus acciones graves– observar su época y conformarse a ella. Todos aquellos que, por una opción errónea o por naturaleza, se apartan de esta norma, la mayor parte del tiempo llevan una existencia miserable y ven hundirse todos sus proyectos; por el contrario, aquellos que se pliegan a sus tiempos, contemplan el triunfo de sus diseños.

    Así que, de algún modo, la rigidez de la necesidad histórica puede flexibilizarse, si se toman en cuenta las condiciones en que se realiza la acción. Ahora bien, éstas implican una búsqueda no menos concreta de soluciones efectivas y no debe soslayarse que los hombres son malvados, crueles y envidiosos. Habrá que tratarlos de acuerdo con su naturaleza. Por eso el príncipe, al preguntarse qué es mejor, ser amado o ser temido, sólo se plantea un problema teórico. Debe, en consecuencia, interrogarse in situ, de modo que la respuesta sea una solución práctica:

    Cada quien entiende que es muy laudable que el príncipe mantenga su fe y viva de manera íntegra, ajeno a las argucias y a las triquiñuelas. No obstante, la experiencia de nuestro tiempo muestra que los príncipes que se hacen grandes no tuvieron en gran cuenta su fe y sí supieron ser astutos para apoderarse del espíritu de los hombres. Estos príncipes superaron a los que obraron con lealtad.

    Es preciso, por lo tanto, saber que hay dos modos de combatir. Uno, por medio de la ley; otro, por medio de la fuerza. El primero es propio de los hombres; el segundo, de las bestias. Pero como el primero frecuentemente no basta, es necesario recurrir al segundo. Por eso el prícipe necesita saber bien cómo ser humano y cómo ser bestial. Esta norma le fue enseñada a los príncipes con palabras veladas, por los autores antiguos. . . (el autor se refiere a Aquiles educado por un centauro). Esto no significa más que . . . lo uno sin lo otro no es durable. Para que un príncipe pueda actuar como bestia, debe escoger como modelos al zorro y al león, porque éste no puede contra las mallas ni aquel contra los lobos. Es preciso ser zorro para conocer de redes y león para atemorizar a los lobos. Quienes sólo son leones nada saben . . . Si los hombres fueren todos gente de bien, mi precepto sería vano. . . Y jamás le faltan a un príncipe excusas para maquilar su falta de fe. . . Pero le es preciso saber hacerlo, saber fingir y disfrazar. Y los hombres son tan simples y obedecen tanto a las necesidades presentes, que aquel que engañe encontrará siempre alguno que se deje engañar.

    Sin temor ni temblor, Maquiavelo indica en seguida al príncipe, hablar de modo que a todos les parezca oír y ver a un hombre misericordioso, fiel, íntegro, religioso, porque el súbdito juzga con los ojos y con las manos, pero poco siente, poco percibe el fondo de lo que oye; no sabe escuchar. Pero el problema del príncipe –vencer, mantener el Estado– es más complejo. La astucia y la fuerza, necesaras, requieren ser utilizadas por alguien que actúa "por medio de actos queridos y reflexionados", es decir, por alguien con virtú, a quien favorezca una especie de viento histórico al que Maquiavelo llama fortuna.

    Estas dos nociones toman su significado del fondo de la historia cíclica, tal como la concibe el autor. Representan,

    accidentes de la superficie del ser y, prácticamente, trazan al margen donde se sitúa la acción. Su juego crea el acontecimiento, el hecho único que no se repetirá y que no está predeterminado. La historia resulta de su conjunción.

    Veamos como Maquiavelo nos presenta estas dos nociones. En El Príncipe, señala:

    Sé que algunos opinaron y opinan que los asuntos de este mundo están gobernados por Dios y por la fortuna, de modo que los hombres, con toda su sabiduría, no pueden alterarles el rumbo ni encontrarles remedio; si así fuese, estimarían vano sudar para dominarlos en lugar de dejarse gobernar por la suerte. Esta opinión ha vuelto a obtener crédito en nuestro tiempo, a causa de las revoluciones que se vieron y se ven todos los días, las cuales rebasan toda conjetura humana, de modo que, pensándolo, he aceptado tal opinión. Sin embargo, para que nuestro libre arbitrio no se extinga, estimo que es posiblemente verdadero que la fortuna sea señora de la mitad de nuestras obras, pero que al mismo tiempo, nos deje gobernar más o menos la otra mitad. . . Ella demuestra su poderío donde no hay fuerza alguna erigida para resistirla. . . Si consideráis a Italia, sede de revoluciones. . . veréis un campo sin torres ni murallas; si hubiese estado protegida por la virtú conveniente. . . la crecida no hubiera producido tan grandes revoluciones o no se hubiera dado. . .

    Así que el hombre tiene con que hacer frente a la "fortuna", aunque sea en el ámbito reducido de esa mitad de sus acciones que no cae bajo el dominio de ella, donde despliega su existencia nuestro libre albedrío. Maquiavelo no piensa que todo sea cosa de fortuna. Critica a quienes, como Plutarco, piensan que el imperio Romano fue obra de ésta, más que de la virtú:

    Una República revive por la virtú de un hombre o de una institución, afirma, y añade:

    las instituciones que devolvieron la vida a Roma fueron: la ley que creó a los tribunos del pueblo; la que nombró censores y todas aquellas que se votaron en contra de la ambición y la insolencia. para insuflar la vida de estas instituciones, se requiere un hombre de corazón que sepa imponer respeto a quien pretende violarlas.

    Y, con más claridad:

    Muchos escritores, entre ellos Plutarco. . . pensaron que la fortuna contribuyó más que la virtú al crecimiento del imperio Romano. Una de las razones más fuertes que aducen es la confesión misma del pueblo de Roma, que, al erigir más templos a la fortuna que a cualquier otro dios, reconocía de este modo deberle todas sus victorias. Parece que Tito Livio comparte esta opinión: rara vez hace hablar a un romano de la virtú sin unirla a la fortuna.

    No sólo no es éste mi punto de vista, sino que lo encuentro insostenible. En efecto, si bien no hay república que hubiere obtenido tantas conquistas como Roma, se reconoce que jamás se constituyó Estado alguno con el objeto de realizar tanto como ella. Es al valor de sus ejércitos que debió sus conquistas; pero las conservó –como lo probaremos más adelante– por su sabiduría de conducta, por el carácter particular que le imprimió su primer legislador. . .

    Así es que Maquiavelo cree que esa mitad de cosas que podemos decidir dependen de la virtú, y no sólo eso, sino que piensa que esa virtú hace aparecer y permite aprovechar las ocasiones favorables. Así lo demuestra citando las victorias romanas sobre los pueblos vecinos, que no osaban atacar a Roma solos, ni provocarla con alianzas. La fortuna sonrió a los virtuosos romanos y dejo al margen a los latinos, a los samnitas y a los toscanos. Roma no combatió jamás en dos frentes y logró siempre las más convenientes alianzas:

    . . . Considerad el orden de estas guerras y la conducta de los romanos: en todas, encontraréis su fortuna acompañada de tanta sabiduría como virtú; así descubriréis la razón secreta de la fortuna. . .

    Maquiavelo repasa diversos avatares de las distintas guerras de Roma con sus vecinos, con los galos, africanos, sardos e iberos, y concluye:

    Creo, pues, que la fortuna que secunda aquí a los romanos habría secundado a cualquier príncipe que se hubiese conducido como ellos y desplegado igual virtú.

    El autor completa su argumentación recordando con qué decisión defendieron los vencidos su libertad, en un vano intento de oponer resistencia a la virtú/fortuna de los romanos, hecha de virtudes guerreras y de buenas instituciones: No puede negarse que, en sus análisis y conclusiones sobre la virtú, Maquiavelo nos ofrece un ejemplo de claro voluntarismo. pero no hay que olvidar que la voluntad se mueve en el terreno de la mitad de las cosas. La otra mitad está gobernada por la "fortuna".

    Esta, a ojos de Maquiavelo, reviste –como la virtú— diversas formas. En El Príncipe, se nos habla de ella así:

    . . . como es cambiante y los hombres permanecen constantes, éstos son felices mientras coinciden con ella e infelices si sucede lo contrario. . . Soy de la opinión que es mejor ser audaz que prudente, pues la fortuna es mujer, y es necesario, para tenerla sumisa, pegarle y golpearla. Y se ve que, comúnmente, ella se deja más bien vencer por quienes proceden así. . . Por eso es siempre amiga de los jóvenes, pues, ellos le tienen menos respeto, son más feroces y la mandan con mayor audacia.

    Por supuesto que, si las maneras violentas no rinden resultados, puede intentarse otro camino:

    Repito, como verdad incontestable cuyas pruebas se encuentran en toda la historia, que los hombres pueden seguir a la fortuna y no oponérsele, urdir los hilos de su trama, pero no romperlos. No por esto creo que deban ceder y abandonarse. Ellos ignoran cuál es el objetivo de ella. Y como ella sólo actúa por vías oscuras y tortuosas, les queda esperanza. Dentro de tal esperanza, deben encontrar la fuerza de no abandonar, en cualesquiera infortunio o miseria que se encuentren.

    Como se ve, Maquiavelo "pacta" con esta imprevisible dama, con el fin de sugerir todos los caminos de una "praxis": pegarle, esperar, utilizarla. El autor no discute el ser de la fortuna, sino los comportamientos posibles respecto a ella. Todo el secreto consistirá en no perder el ánimo.

    En cuanto a la virtú, el autor procede con actitud análoga. La virtú es sabiduría, consistencia, valor y talento bélico, obediencia. Arquetipo del dueño de tal cúmulo es el romano –ciudadano, campesino y soldado–, educado jerárquicamente y que, a la larga deviene héroe, hombre de cualidades fuera de lo común que "hace" el acontecimiento, que funda o reforma Estados. Ahora bien, ¿qué puede el talento si falta la fortuna? Nada, si ésta no da a aquel

    la ocasión que les dio la materia donde pudieran introducir la forma que les gustara; sin tal ocasión, los talentos de sus espíritus se hubiesen perdido y, sin su talento, la ocasión se hubiese presentado en vano.

    Y ¿qué es el talento? Al parecer, éste se define sobre todo por

    la capacidad de conservar el poder: los profetas desarmados como Savonarola siempre mueren. En el límite –y sobre todo en El Príncipe– la virtú se asemeja más a la astucia para imponerse que a los valores morales. . . se despoja de todo su carácter ético tradicional para reducirse a la sola búsqueda de la eficacia.

    Todo indica que Maquiavelo, en su búsqueda de una "praxis" de la obtención y la conservación del poder, encuentra dos caminos posibles. Uno, el de la genuina virtud, que sólo puede ser válido en la genuina República; se trata de la inteligencia y el valor capaces de crear instituciones que tengan como fundamento a un pueblo de alta calidad moral, a un ejército disciplinado, popular y bien organizado, y a instituciones populares que garanticen la vida colectiva contra cualquier intento opresivo interno o proveniente del exterior. El otro camino, el "moderno" — que es el efímero frente al romano, durable– es el del éxito del príncipe basado en la fuerza y la astucia, que cuenta con la corrupción popular, los ejércitos mercenarios y las instituciones decadentes como raíz.

    Ya habíamos topado con "ser" y "parecer", par de categorías típicamente "maquiavélicas". Es fácil encontrarlas en los escritos de nuestro autor. recordemos brevemente el capítulo VIII de El Príncipe, donde Maquiavelo reconoce lo laudable que es el hecho de que el gobernante se mantenga firme en su fe y la viva de manera íntegra, alejado de trampas y astucias. Allí mismo, el autor recuerda que, a pesar de lo válido de este principio, la experiencia muestra que el triunfo político va siempre unido a la traición, a la deslealtad y a la triquiñuela. Es el capítulo que hace referencia al centauro, al zorro, al león, a la ley de la fuerza, que incluye aquella frase:

    si todos los hombres fueran gente de bien, mi precepto sería nulo . . .

    Es el capítulo donde se aconseja saber fingir y disfrazar; donde se cita el ejemplo de Alejandro VI, quien juraba y traicionaba juramentos con la mayor facilidad. Los últimos párrafos son reveladores:

    No es pues necesario que el príncipe tenga todas las cualidades . . . pero sí que parezca tenerlas. Incluso me atrevería a decir que, si las tiene y las practica, esto le resulta dañino; en cambio, aparentar que las posee le es provechoso; parecer misericordioso, fiel, humano, íntegro, religioso y serlo, pero recordando que, si es preciso no serlo, es preciso tener la capacidad para poder ser lo contrario. Es necesario asimismo notar que un príncipe –sobre todo si es nuevo– no puede observar todo lo que permite ser estimado como hombre de bien, porque se ve frecuentemente constreñido –para conservar sus Estados–, a obrar contra su palabras, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso debe tener el entendimiento listo para girar según los vientos de la fortuna y la variación de las cosas. . . y, como ya lo he dicho, no alejarse del bien –si puede– pero saber entrar en el mal si hay necesidad. . . El Príncipe debe cuidarse de que jamás salga de su boca frase que no esté llena de las cinco cualidades citadas y de parecer, a quien lo oiga y lo vea, todo misericordia, todo fidelidad, integridad y religión. Y no hay nada más necesario que aparentar poseer esta última cualidad. . .

    Así que el carácter ambiguo y cambiante de los acontecimientos que son penetrados por la virtú y la fortuna, obligan a la astucia, como táctica, a quien desee obtener o conservar el poder. Hay "navaja libre" en política. Se espera, se embosca, se soslaya, se disfraza, se miente. Así, el adversario no puede prever. La mala fe quebranta la capacidad de anticiparse del otro. Toda táctica es buena si se inscribe dentro del sentido de la intención final:

    Como un ratón en el laberinto, el político actúa la mayor parte del tiempo por ensayos y errores. Pero, más sutil que el animal, transforma la situación en función de su propia estrategia.

    Habrá disponible todo tipo de caretas: la de zorro, la de león, la de padre, la de verdugo. . . más teatro que valores morales. La vida es áspera y lo que cuenta es la "bella figura". ¿Por qué ? Porque todo el mundo ve lo que aparece y no lo que es. Además los pocos que perciben el ser de las cosas resultan anulados por los demás, mayoría a la que no se atreven a contradecir. Maquiavelo ve con claridad que los que se quedan en la epidermis maquillada de los príncipes "tienen de su parte a la majestad del Estado, que los sostiene" y que, en torno a las acciones de aquellos únicamente se juzga según el buen éxito. Si la meta es vencer, mantener, conservar el poder.

    los medios serán siempre estimados y dignos de alabanza, porque el vulgo no juzga más de lo que ve. . . y en este mundo no hay más que vulgo; la minoría no cuenta cuando la mayoría tiene en quien apoyarse.

    Maquiavelo dice a renglón seguido que un príncipe de su tiempo –se refiere a Fernando el Católico–

    no habla más que de paz y de fe, aunque es gran enemigo de la una y de la otra; si las hubiese respetado, habría sido despojado tanto de su prestigio como de sus Estados.

    La conclusión se impone: aparecer y ser son dos categorías sin peso propio. Ser es vencer. Gobierno, luego existo. (Puede recordarse quem para Lenin, "el pueblo es imbécil" y que los trabajadores no superarían la mentalidad sumisa y la reivindicación salarial si los "intelectuales burgueses" — estudiantes incluidos– no los concientizan. las relaciones entre la ciudad celeste y la ciudad terrestre son tema de meditación para ingenuos, desocupados, frailes o inútiles. El que quiere ser príncipe debe conocer muy bien el mecanismo de las pasiones y los intereses que determinan la vida política real de este mundo.

    Esto no significa que las cosas vayan a ser fáciles para el príncipe. Su "actuación" exige una ruda disciplina y capacidad para someterse a reglas rigurosas. Hélene Védrine cita a Merleau-Ponty, quien asegura que Maquiavelo es un pensador que toma en serio al otro. No para respetarlo, educarlo o fascinarlo, "sino para seducirlo según las más modernas reglas de la publicidad", para lo cual se requiere aprender a "inventar la actitud del sentido común". Ya no tendrá la menor importancia lo que yo pienso del otro, "sino cómo me ve y me juzga". No importa, pues, ser perfecto, sino lograr ser percibido como tal, es decir, dominar "la técnica del ser visto". No cuenta en absoluto que el otro sea persona, sino que me vea como bueno. Dominar es hacer pasar una imagen, organizar, organizar sistemáticamente la seducción para presentarse como poseedor de aquello que el pueblo –"malvado, inconstante, malo, cobarde, ingrato. . . "– quiere ver en su jefe. En una palabra, actuar.

    Pero no hay que confundirse. Maquiavelo sabe que no basta que el príncipe parezca ser bueno, parezca tener cualidades y no las tenga en absoluto. De ninguna manera, esto sería a sus ojos vulgaridad, medianía e incluso ridiculez. El verdadero "hombre grande" tiene las virtudes, pero, a voluntad, puede no practicarlas si éstas ponen escollos al buen éxito. Ser virtuoso es tener ese dominio frío sobre sí mismo y sobre las cualidades propias, al grado de utilizarlas.

    El príncipe está obligado a actuar porque el pueblo es tonto y está lleno de prejuicios y debe mentir porque los hombres son malos. Resignación. Así es para Maquiavelo la política, que sólo puede ser juzgada conforme al criterio del triunfo. El vencedor es siempre quien tenía la razón. El triunfador es la razón en la historia y debe evitar, al precio que sea, el odio y el menosprecio del pueblo. Para lograr esto, recordará que no deben vulnerarse los sentimientos populares más arraigados. A los ojos de Maquiavelo, el gobernante jamás debe practicar el pillaje contra los bienes o contra las mujeres de los súbditos, porque

    cuando no se priva a los hombres de sus bienes ni de su honor, viven contentos, y no hay más quehacer que el de combatir la ambición de unos pocos, cosa que fácilmente y de variadas maneras puede suprimirse.

    Además, el príncipe debe esforzarse para que sus acciones reflejen grandeza, magnanimidad, gravedad, fuerza y

    respecto de las intrigas privadas de sus súbditos, hacer irrevocables sus sentencias; debe hacer reinar acerca de si mismo opinión tal, que nadie piense en engañarlo ni contrariarlo.

    La clave es lograr el amor del pueblo sin dejar de contar con su temor. Contra conspiraciones, golpe a la cabeza. Pero no necesariamente sobre la de los conspiradores, sino incluso contra la de los propios colaboradores, comúnmente odiados por el pueblo. Debe preferirse la amistad de los soldados que la de la población. Y no cambiar de línea: el pueblo cede ante la crueldad sabiamente empleada, sobre todo si es rápida y eficaz. La lentitud no ayuda al príncipe. Sus armas son la debilidad de los hombres y la capacidad de usar astucia y fuerza para mantenerlos débiles. Así, leemos en los "Discursos":

    Ya mostramos cuánta ventaja sacan los hombres de la necesidad y cuántas acciones gloriosas se originan en ella. Como lo han escrito algunos filósofos que han abordado la moral, las manos y la lengua de los hombres –esos dos nobles artífices de su grandeza– no lo habrían llevado nunca a la perfección que vemos sin el aguijón de la necesidad.

    Maquiavelo aconseja a los jefes la técnica de la victoria: convencer al soldado o al ciudadano de la necesidad de su esfuerzo, y nunca ayudar a que el adversario sienta la necesidad de pelear. No hay "dignidad natural" en el hombre. El valor, la audacia, la virtud nacen de las circunstancias y, en consecuencia, pueden "producirse" si se monta el escenario preciso con la coreografía adecuada. Los combatientes deben encontrarse en condición tal que no "vean" más camino que el heroísmo y, por lo tanto, un buen general los pondrá en tal condición. En cuanto a la moral:

    los hombres sólo hacen el bien a la fuerza; desde que tienen la poción y la libertad de hacer el mal impunemente, no dejan de llevar a todas partes la turbulencia y el desorden. Por eso se dice que la pobreza y la carencia hacen a los industriosos y las leyes a los buenos.

    Como se ve, no se trata de una visión optimista. El hombre es débil y tiende al mal, a la pereza, a la cobardía. Sacarlo de tal estado sólo es posible por dos rutas: la de las instituciones que constriñan o la de las condiciones –reales o ficticias– que obliguen. La virtud

    se conquista directamente en el enfrentamiento mortal con los acontecimientos… es imposible confiar en la bondad humana.

    Así pues, todo surge de la necesidad y, si ésta no aparece, hay que hacerla aparecer, La capacidad de hacer esto es también virtú del jefe, cualidad que lo distingue y le permite descollar. Y esto no es problema de violencia:

    para elevarse de una condición mediocre a la grandeza la astucia es más útil que la fuerza.

    Ser astuto es el secreto. Y la astucia es el instrumento que hace del débil un fuerte, es la "utilización racional de la fuerza". Astucia y fuerza reunidas, bien dosificadas, armonizadas, crean el puente entre lo ideal y lo real que, en aras del objetivo final –que es el triunfo–, pueden cualquier cosa, pero deben parecer lo que convenga que parezcan. Un error de destreza es el fracaso, es decir, el mal.

    por eso, el príncipe pobre es un pobre príncipe y no debe hacer caso si le llaman ladrón, pues éste es uno de los vicios que hacen reinar,

    aunque deba tener cuidado con los gastos para no arruinarse y verse obligado al pillaje, que es dañino , como lo anotamos antes. El pillaje, por cierto, sólo es válido –y prácticamente obligatorio– contra el enemigo en guerra. Los marxistas reprochan a Maquiavelo, en éste ámbito, ocuparse poco de los mecanismos económicos.

    De cualquier forma, la actitud de Maquiavelo es de menosprecio hacia quienes logran favores por obra y gracia de su dinero, aunque, con espíritu típico de funcionario, no se pregunte nada acerca de la base económica del sistema en que vive. Basta el parecer. Tan es así que, en otros dominios, sus consejos se mueven sobre el mismo pentagrama.

    El príncipe debe mostrar que ama la virtud y conceder honores a quienes destacan en las artes. Recompensar el talento viste. Premiar al capitán, al ministro, deja al pueblo contento, pero hay que cuidarse. El receptor del premio debe darse cuenta de que recibe una dádiva y de que su sitio no es el de quien se la otorga. Como es lógico, la actividad del príncipe generará envidia, por su labor poco común. El poderoso derrotará al envidioso si sabe usar dos armas: el miedo o el asesinato. Maquiavelo no duda en utilizar la Biblia ( ! ) en favor de su opinión y cita, en el capítulo XXX del libro III de los "Discursos", a Moisés, quien se vio constreñido a hacer morir a infinidad de gente que se oponía, por envidia, a sus proyectos, con el objeto de asegurar la observación de la Ley contenida en las tablas.

    Para Maquiavelo, "envidioso" –y, por lo tanto, "inmoral"– es todo aquel que se opone a los designios del príncipe y éste debe recordar que es mucho más seguro hacerse temer que hacerse amar, pues el éxito de la mentira es limitado. En fin, de la personalidad del príncipe que traza Maquiavelo, se desprenden los rasgos de una persona capaz de

    jugar constantemente en dos tableros: el del parecer, conforme a la idea tradicional del príncipe bueno, y el del ser sin escrúpulos en el momento adecuado.

    Lo importante es no llegar a ser odiado, y estar sólo ante sí, libre de presiones que desvíen el ideal: fundar una República o reformarla de manera total, pero con uno mismo al frente.

    Maquiavelo no es un simple apologista de la fuerza bruta. Sería tonto en cierto sentido, no es tan "maquiavélico", pues escribió El Príncipe. Pero sí esboza una jerarquización de los medios, aunque no da una receta universalmente válida. Todo dependerá de las circunstancias. Por principio de cuentas, todo aquello que pueda volverse contra el príncipe debe evitarse. Representaría riesgos muy altos y, en consecuencia, amenazaría el logro del objetivo. El gobernante debe evitar el cinismo brutal, las torturas inútiles el ultraje de las esposas ajenas. Toda crueldad ostentosa e indiscriminada puede resultar dañina, pero no toda crueldad es por sí misma condenable.

    Sí hay un buen uso de la violencia, una violencia legítima: la que desarrolla el poderoso, la que ejerce el Estado o que se ejerce en nombre del Estado. Rómulo hizo bien en matar a Remo, porque así fortaleció su poder y creó las condiciones para el futuro estado romano. Maquiavelo no plantea la ilegitimidad de empresa semejante, desde el punto de vista moral. Por el contrario afirma únicamente la trascendencia del Estado, como puede verse en El Príncipe, después de aquella apología del parecer:

    Que el príncipe se proponga el triunfo como objetivo, el mantenimiento del Estado como fin: los medios serán estimados como honorables y alabados por todos; porque el vulgo sólo juzga lo que ve y de lo que sucede; y en este mundo sólo hay vulgo; el pequeño número no cuenta si la mayoría tiene en que apoyarse.

    En general, dice Maquiavelo, se prefiere a los amos bondadosos, o al menos aparentemente buenos, que a los tiranos sanguinarios. La violencia revierte contra quien la usa y, como medio a emplear, debe ser objeto previo de reflexión y de análisis circunstanciales.

    Decidida la acción bélica, es preciso efectuarla incluso en condiciones desventajosas porque vale más tentar a la fortuna –que, después de todo, puede ser favorable– que lograr por falta de decisión una ruina cierta.

    Y sobre todo, es preciso saber, prever, e intoxicar, espiar y "desinformar" para que el enemigo,

    creyendo conocer vuestro pensamiento, se mueva de modo que lo evitéis fácilmente y que os permita aplastarlo.

    Y hay que saber callar y guardar secretos, para que nadie conozca los proyectos del príncipe.

    Realizado por:

    ANGEL RICARDO GUEVARA H.

    ABRIL DE 1994.