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Resumen del libro La cometa, de Alan Comet


    A don Juan Fernández Mateu, apasionado por la ciencia-ficción, con la esperanza de que encuentre en las líneas que siguen el mensaje de una pobre máquina que cumplió de manera ejemplar su destino.

    ALAN COMET. Este relato es el relleno del libro MEMORIAS DE UN ROBOT, del mismo autor, a partir de la pagina 65.

    "LA COMETA"

    I

    Ni siquiera era necesario vigilar las pantallas radar. Hacía meses que se había conectado a todas ellas los precisos e infalibles lectores electrónicos Y detrás de ellos en el sótano 16 de aquel m do subterráneo que formaba el "D. I. C." (Centro Detección e Interceptación) 7 el colosal ordenador capaz, por sí solo, de provocar la reacción de defensa y desencadenar, al mismo tiempo, el poder mecanismo de las represalias.

    Harold Lemon se desperezó glotonamente, cerrando los ojos y dejando de leer, durante un instantes, la novela policíaca que tenía en manos.

    Se incorporó un poco, dejando el libro sobre mesita vecina; luego extrajo un cigarrillo del paquete, haciendo un gesto hacia su derecha.

    -¿Un pitillo, Peter?

    – Cumming denegó con la cabeza, pero ni siquiera levantó la mirada del crucigrama que estaba intentando resolver.

    Oyó, sin prestar la menor atención, el chasqui del encendedor de su compañero y, como si supiera que tal cosa iba a ocurrir, dilató las ventanas de la nariz para recibir, instantes después, un poco del dulzón humo que se escapaba del cigarrillo de Ha­rold.

    – Lemon…

    -¿Sí?

    -¿Conoces una palabra que significa, aproxima­damente, imprevisible, y que tenga doce letras?

    – No.

    -¡Haz un esfuerzo! Es la única importante que me queda.

    Harold entornó los ojos, reconcentrándose; lue­go meneó la cabeza.

    – No, no se… al menos…

    -¿Al menos qué…?

    -¡Ya la tengo!

    -¡ Suéltala!

    -"Imponderable.

    -¡Eso es! ¡Gracias, amigo!

    Se apresuró a escribir la palabra, colocando las letras en sus correspondientes casillas.

    Pero casi en seguida frunció el ceño.

    -¡Qué idiotez! – dijo con voz despectiva.

    -¿No era ésa la que buscabas?

    – Sí.

    -¿Entonces?

    – Esta palabra. Es absurda. No pertenece a nues­tro tiempo. Deberían haberla borrado del diccio­nario.

    -¡No sé por qué!

    -¿No te das cuenta? "Imprevisible", "Imponde­rable". ¡Que estupidez! A finales del siglo veinte, esos términos carecen de valor. Y aquí, en este centro, menos que en ninguna parte.

    – No estoy de acuerdo.

    – Porque no razonas como debes. No hay nada imponderable en nuestro mundo: todo está previs­to, calculado por adelantado. Incluso las reaccio­nes de nuestros presuntos enemigos.

    – No todo. Por ejemplo, yo podría abalanzarme sobre ti, por sorpresa, y estrangularte. ¡No se pueden prever las reacciones del ser humano!

    -¡No digas bobadas! Tú no me atacarás. El siquíatra que nos ha examinado, antes de que se nos confiasen estos puestos, sabe perfectamente que no se producirá nada de eso.

    – Podría enamorarme sin que nadie pudiera predecirlo.

    -¡Mentira! Si te sometieses a un psicoanáli­sis, podrían señalar incluso el minuto, el segundo en que te sentirías atraído por una muchacha. Y, además, sabrían si lo tuyo era amor o una simple oleada de deseo.

    Hizo a pausa.

    – Nuestro mundo es un asco, Harold. Todo está previsto. Las máquinas y las nuevas técnicas han arrancado de la vida la maravillosa incertidumbre que conocieron nuestros padres.

    "Sólo hace veinte años, había hombres aquí en Alaska, como lo estamos ahora nosotros. Vigi­laban, como lo hacemos nosotros, la posibilidad de que Rusia nos atacase por sorpresa.

    "Pero todo dependía de los hombres.

    "Eran hombres los que se pasaban la vida con la cara pegada a las pantallas de radar; hombres los que, a uno y otro lado del mundo, debían apretar el botón" para desencadenar la guerra de proyectiles teledirigidos.

    "Hombres también los que debían tomar las decisiones.

    – Es cierto.

    – Ahora, todo ha cambiado…

    Hizo un gesto hacia los colosales aparatos que se veían desde la plataforma en que se encon­traban.

    – Son esas máquinas las que resolverán todo.

    – Pero si nos atacan, un hombre, al otro lado, lo decidirá.

    Peter se encogió de hombros.

    -¿Quién sabe? Quizá sea un ordenador quien, después de cálculos complicados, resuelva que el mundo ha vivido demasiado tiempo en paz y que ya es hora que desaparezca.

    "Ellos, los rusos, están como nosotros, Lemon: sometidos al influjo ciego y determinado de unas poderosas máquinas.

    – ¡Y este idiota de la revista se atreve a poner la palabra "imponderable" en un crucigrama!

    Tiró el periódico, poniéndose en pie.

    Anda – dijo acercándose al otro -: dame el cigarrillo que me habías ofrecido antes.

    Lo encendió, tumbándose luego en la butaca. Entornó los ojos e intentó pensar en algo absur­do, imprevisible; en algo que se escapara a los pre­cisos cálculos de los ordenadores.

    No lo consiguió, pero se quedó dormido.

    II

    Aloom, nada más salir del iglú, levantó la mirada hacia el cielo al tiempo que una sonrisa de franca alegría ponía al descubierto su magnífica dentadura.

    El viento soplaba con una fuerza extraordinaria.

    Ya era tiempo. Desde que, en compañía de los otros muchachos de la aldea, había construido aque­lla gigantesca cometa, Aloom y sus amigos ha­bían esperado inútilmente la llegada del aire.

    Diez, veinte, treinta veces intentaron que el armatoste de caña y papel se levantase; pero el tamaño del juguete era muy grande, y la floja brisa que había soplado los días precedentes no fue ni siquiera capaz de alzarlo del suelo.

    Habían corrido como locos.

    Tirando del hilo, intentando que la masa pin­tada de rojo se elevase, ante las risas de las mu­jeres que, deteniendo unos instante su rudo tra­bajo, miraban, divertidas, los ineficaces y baldíos esfuerzos de los chicos.

    Los hombres habían salido de caza, seis días antes. No quedaban en el pequeño poblado esqui­mal más que los viejos, las mujeres y aquella docena de arrapiezos, que, sobre todo, deseaban divertirse.

    Aloom, sin dejar de sonreír, corrió como un loco hacia los otros iglúes, asomándose a las puer­tas para gritar un nombre, corriendo luego a avi­sar a otro y otro de sus amigotes.

    Fueron saliendo los demás, uniéndose a él, asombrándose de la fuerza del viento, haciendo con­jeturas, cálculos, gritando como una bandada de jóvenes gorriones.

    Después de un interminable conciliábulo, los muchachos corrieron hacia el lugar donde, en un iglú abandonado y que se había convertido en el cuartel general de la pandilla, tenían oculta la Co­meta.

    Se acercaron a ella, contemplándola con arrobo.

    – Es bonita, ¿eh? – inquirió Tuska, la única chica a la que se había autorizado a formar parte de la pandilla.

    En realidad, fue durante la construcción de la cometa que los muchachos habían pensado en Tuska, ya que se vieron incapaces de coser convenien­temente las amplias hojas de papel y tela que for­maban el colosal rombo.

    -¡Hoy sí que volará! – dijo uno de 108 mu­chachos.

    – Desde luego – repuso Abon, que era el jefe del grupo -. Tenemos suficiente hilo para que vuele muy alta. Pero hemos de repasarlo…

    Se sentaron alrededor de la cometa.

    El "hilo", de procedencia varia, estaba formado casi enteramente por trozos de nylon que los chicos habían robado a sus padres ausentes. Ahora, desenrollando el enorme carrete, fueron examina­dos los nudos y probándolos con fuertes traccio­nes.

    – Si se nos perdiese… – dijo Aloom.

    Todos se estremecieron.

    Jamás habían tenido un juguete como aquél.

    Y se miraron los unos a los otros, con una muda expresión de espanto pintada en sus rostros.

    -A lo mejor hacemos mal en echarla hoy… – pensó la chica en voz alta.

    Todos la miraron.

    Y Aloom lo hizo con furia, con rabia, fulminándola con el brillo agresivo de sus ojos.

    -¡No digas tonterías, Tuska! – gruño. A partir de aquel momento, como si las pala­bras del jefe hubieran esfumado todos los temores, los chicos no volvieron a hablar; se dedicaron al trabajo y una hora después el hilo había sido vuelto a enrollar en el descomunal carrete.

    Soplaba el viento con furia cuando salieron, lle­vando la cometa junto al suelo, cogida por los bor­des, de manera a evitar que el viento la elevase an­tes de tiempo.

    Aloom iba delante, sujetando la punta superior del artefacto; los otros chicos, seis en total, se di­vidían en dos grupos de a tres, uno a la derecha y otro a la izquierda.

    Tuska, con una sonrisa de orgullo en sus labios, cerraba la marcha, sujetando con ambas manos el carrete de hilo que el jefe de la pandilla le había confiado.

    Se dirigieron hacia la única elevación de terreno que había en aquel lugar; un promontorio helado, como el resto del paisaje, a unos sesenta metros del nivel del suelo.

    El viento soplaba ahora un poco más alto y ha­bía dejado de levantar torbellinos de nieve, allí don­de la blanca capa no se había helado aún. Tal hecho favoreció la ascensión de los chicos hasta la plataforma helada de la pequeña colina.

    Una vez allí, y a un gesto de Aloom, los otros posaron la cometa en el suelo, sentándose cuidado­samente en los bordes, para que el viento, caso de bajar como antes, no la elevase.

    Aloom miró hacia el cielo.

    – Hoy subirá muy alto – dijo, mientras los chicos miraban también hacia arriba.

    -¿Crees que la verán nuestros padres? – in­quirió uno de ellos.

    -¡Claro que sí! – repuso el jefe -. Están ca­zando a menos de ocho kilómetros de aquí. La verán ellos y la verán desde todas las aldeas de los alrededores.

    -¿Incluso desde Turbinken? – volvió a pre­guntar el mismo de antes, con un tono de franca duda en la voz.

    – Sí. Y hasta más lejos quizás…

    Todos se dieron cuenta, al ver que Aloom se incorporaba, que había llegado el momento solem­ne del lanzamiento. Pero ninguno se movió hasta que el jefe no les invitó a hacerlo con un gesto.

    Rodeando la descomunal cometa, Aloom fue a coger, de manos de Tuska, el ovillo de hilo.

    Sólo él podía aspirar al honor de lanzar el apa­rato hacia el aire. Mientras los otros seguían suje­tando la cometa, Aloom se alejó, al tiempo que iba soltando unos metros d hilo. No muchos. Justo los necesarios para que, en un bache de aire, no le ca­yese la cometa encima.

    Se volvió, mirando a "sus muchachos".

    -¿Preparados? – inquirió con una voz que dejaba transparentar la emoción que experimentaba. Todos ellos hicieron el mismo gesto afirmativo.

    -¡Soltad! – gritó el muchacho.

    Y echó a correr, levantando el brazo derecho cuanto pudo.

    La cometa describió una curiosa parábola antes de iniciar un descenso casi fulminante.

    Tuska gritó a Aloom para advertirle.

    Sin volver la cabeza, el muchacho comprendió lo que la chica quería decirle. Levantó aún más el brazo y aumentó la velocidad de la carrera.

    La cometa, después de una maniobra de vuelo rasante, se elevó un poco, aleteó como un monstruo­so vampiro y, finalmente, empezó a elevarse ante el júbilo general.

    Aloom se detuvo.

    Volviéndose, miró hacia arriba y empezó a "sol­tar" hilo. Sus amigos corrieron hacia él, en gozoso tropel, deseosos de asistir de cerca a las cuidadosas maniobras que el jefe deberla realizar para que todo marchase a la perfección.

    La cometa aleteaba ahora sin cesar, subiendo y bajando a merced del viento, retenida casi siempre por el hilo, que el muchacho no soltaba con sufi­ciente velocidad.

    El artefacto fue subiendo.

    Su tamaño (tenía casi cinco metros de altura) fue disminuyendo a los ojos de los chicos. Mante­nida siempre por aquella especie de cordón um­bilical que la tenía unida a la tierra, la cometa fue ganando capas cada vez más altas, acercándose al rugiente huracán que soplaba a trescientos metros de altura.

    Los meteorólogos hablan anunciado ya, desde que el tifón "Elisabeth" habla asolado las costas de Florida, la formación, en las altas capas de la at­mósfera, de una corriente de aire que se alejaría hacia el polo norte.

    El chorro de viento bordeó primero las costas orientales de los Estados Unidos, antes de penetrar en Canadá y dirigirse, ~n un brusco cambio de di­rección, hacia Alaska.

    Había perdido bastante fuerza, pero seguía moviéndose, a cerca de 800 kilómetros por hora, ba­rriendo el espacio sobre una anchura de cerca de dos mil.

    Al encontrar capas de aire frío, se estrechó, continuando su marcha, cada vez más debilitado, hacia el norte.

    Sus bordes, como los de un río poderoso, se he­laron, pero el centro de su corriente se mantuvo a una temperatura muy superior a las de las capas de aire que perforaba ahora.

    Fue él, marchando entonces a sólo doscientos kilómetros por hora, quien tropezó con la cometa de los pequeños esquimales.

    Apoderándose de aquel extraño objeto, lo em­pujó, con una fuerza que ningún hilo – incluso los pedazos de nylon robados a los padres por los mu­chachos – podía resistir.

    Lo segó como una afilada navaja, llevándose la corneta en un vuelo precipitado, siempre hacia el norte.

    Abajo, sobre la helada superficie de la tierra, los chicos vieron caer mansamente la larga y ~a serpiente del hilo. Una gran pena se apoderó de ellos.

    Y después de enrollar el hilo, en silencio, volvie­ron hacia el iglú donde se reunían, cariaconteci­dos, pero pensando ya en volver a construir otra cometa.

    Tirando del freno, Sergio Sergiovicht Dorenko detuvo el poderoso tractor.

    Parando después el motor, encendió un cigarrillo y miró, desde lo alto de su sillín metálico, la in­mensa llanura que le rodeaba.

    -¡Maldito Ivanovicht! – gruñó en voz baja.

    Continuando su inspección ocular, vio los campos desiertos. Y allá abajo, detrás del tractor, los edificios bajos y los barracones de los empleados del "kolhose".

    Claro que no había nadie allí dentro. Todos, absolutamente todos, habían ido a la ciu­dad, para celebrar la fiesta que todos los años cons­tituía un acontecimiento gozoso; gozoso para todos, menos para él.

    Su mano izquierda se posó mecánicamente so­bre el zurrón que colgaba de uno de los ganchos del tractor. Sus dedos acariciaron, a través de la recia tela, la forma inequívoca de la botella.

    Sonrió.

    Irma Alexandrovna había elegido el momento preciso para darle, sin que nadie la viera, aquella botella que era, actualmente, su única y querida compañera.

    Si le gustaba la bebida, ¿era acaso culpa suya?

    Antes de venir a esta maldita tierra de Siberia, cuando vivía en Crimea, su cuerpo no necesitaba del alcohol. Allí, a orillas del mar, el sol daba al organismo las calorías necesarias y un gozo indes­criptible de la vida.

    Aquí…

    Torció el gesto.

    Pequeños copos de nieve, como mariposas blan­cas, revoloteaban alrededor del tractor.

    "Siempre lo mismo – pensó tristemente -. Frío en todas las épocas. Un verano cortísimo, apenas perceptible. Y luego, el invierno, largo como una condena…"

    ¡Al diablo con Ivanovicht!

    Si le había encontrado borracho, castigándole á quedarse en el "koihose" mientras los otros se di­vertían en la ciudad, era porque Ivanovicht, jefe de la unidad de tractoristas, era un cerdo, un mise­rable bastardo.

    El alcohol era l~ única cosa que impedía a Ser­gio considerar la vida como algo despreciable. Cuando bebía y aquel agradable calorcillo le penetraba en el cuerpo, se sentía otro hombre, dis­puesto a hacer lo que los otros, sin miedo a aquel horrible frío.

    Maldijo el momento desafortunado en el que había firmado el contrato para trabajar en aquel "kolhose» durante dos años.

    ¡Dos años!

    Y apenas llevaba uno. Se estremeció al pensar en lo que le faltaba. Y dispuesto a alejar de las negras ideas que penetraban ladinamente en su espíritu, sacó la botella de vodka del morral.

    Un prolongado trago y el optimismo puso lucecitas danzantes en sus pupilas.

    Dio un reverencioso beso al recipiente antes de volverlo a poner, con todo cuidado, en el zurrón.

    Y tornó a poner el tractor en marcha.

    En la zona ártica, espacio helado entre dos mun­dos antagónicos, la cometa seguía viajando hacia el norte.

    Reaccionando cada vez con mayor fuerza, ante aquella especie de profundo pasillo de aire calien­te, que iba perdiendo energías por momentos, un chorro de aire helado ~c preparaba a precipitarse hacia el sudeste.

    Ninguna ocasión como aquélla para abrirse paso por el canal que la corriente de aire habla abierto en el gélido ambiente de la zona polar.

    Fue como un torrente precipitándose por el valle de altos muros rocosos. Con un ímpetu tre­mendo, el aire frío se huracanó, alcanzando en po­cos minutos una velocidad escalofriante.

    La cometa, detenida unos segundos en el equi­librio de dos fuerzas opuestas, no tardó en rendirse ante la nueva corriente que, impetuosa, la arrastró hacia el sudeste.

    La velocidad de la corriente de aire fue aumen­tando: quinientos, seiscientos, setecientos kilómetros por hora…

    Cuando, describiendo una amplia curva, bordeó el paso del estrecho de Behring, había alcanzado la velocidad de casi mil kilómetros por hora.

    A quince mil metros de altura, Ja cometa avan­zaba, como un extraño objeto volante, hacia las tie­rras heladas de Alaska.

    El Impacto" fue captado por un centenar de antenas de radar, al mismo tiempo.

    Como enormes ojos las pantallas reflejaron, mientras su aguja barría incansablemente la circunferencia verdosa, el "top" que avanzaba por uno de sus cuadrantes.

    En otros tiempos, cuando el hombre confiaba aún en sí mismo, aquel reflejo hubiera sido anali­zado por mentes humanas, estudiado por cerebros humanos, sopesado por espíritus críticos en cuyo fondo podría descubrirse un temor tan lógico como saludable.

    Pero las máquinas no tienen miedo.

    Las máquinas no razonan, ni piensan, ni siente

    Las máquinas no hacen otra cosa que calcular.

    Enviadas las señales a los centros neurálgicos de los ordenadores electrónicos, los datos fueron analizados con una frialdad puramente matemá­tica.

    El radar era incapaz de adivinar la naturaleza del objeto; podía percibir, de manera incierta, su tamaño, ya que la impresión recibida dependía exclusivamente de la superficie en la que rebotaban las ondas.

    Por eso, los cálculos de los ordenadores fueron, desde un principio, erróneos.

    Multiplicando la superficie por una serie de va­lores probables, los ordenadores llegaron a la con­clusión de que el objeto que se acercaba poseía cer­ca de veinte metros de longitud.

    Medidas que coincidían, de manera implacable, con las de un cohete teledirigido de ámbito inter­continental.

    Todo el cálculo se hizo en contadísimos segundos.

    Luego, mientras una señal era enviada a los silos de primera línea, los de intercepción, una segunda señal volaba por el espacio hacia los grandes depó­sitos de cohetes que componían la llamada "fuerza de represalia".

    Se abrieron las compuertas de los silos.

    Impulsadas por un mecanismo silencioso, se en­derezaron las rampas de lanzamiento.

    Señales electrónicas lo ordenaron todo.

    Y después, pocos segundos más tarde, mientras los hombres, despertados por los timbres de alarma, se miraban estupefactos, los cohetes salieron lanzados, a velocidades increíbles, mensajeros de muerte y de destrucción.

    – ¿Los hombres?

    Idiotizados, incapaces, miraban el chisporroteo de las máquinas. Eran ellas las que contaban. Los humanos – y hacía mucho tiempo de eso – habían pasado a segundo plano.

    Al otro lado de la barrera de los hielos, los ru­sos poseían mecanismos parecidos o iguales a los de sus adversarios.

    Radar, ordenadores…

    Se captaron las imágenes de los cohetes que avanzaban hacia la URSS. Y de la misma manera que la cometa había provocado una reacción per­fectamente prevista, los misiles estadounidenses desencadenaron un contragolpe que pobló el espa­cio de mensajes de muerte.

    Harry Simmons, piloto de un colosal multirreactor, volaba, en la cabina del aparato, junto a los catorce hombres que componían la tripulación, a 22 kilómetros de altura.

    Ciento ochenta horas de servicio continuo.

    Los grandes aviones, portadores de cohetes y bombas nucleares, sobrevolaban constantemente las 'zonas de fricción".

    En pleno vuelo, aparatos especiales, "nodrizas", les repostaban del precioso carburante que consu­mían a velocidad tremenda. Harry, desde hacía meses, desde que había sido enviado a aquella clase de misiones, se había acostumbrado a aburrirse.

    En dos días, su copiloto y él habían hablado de todo lo que puede interesar a dos hombres.

    Luego, mientras uno llevaba el mando del avión, el otro, sentado en el cómodo sillón, lela o dormía

    Aquella clase de vida enseñó a Harri a pensar.

    Nunca lo había hecho de manera tan intensa. Pensaba en todo, en mil cosas que hasta entonces hablan carecido de valor para él. Y hasta se permi­tió filosofar un poco.

    Así, uno de aquellos días, había dicho a Richard, su copiloto:

    – Si viviésemos en tiempos de los griegos, se nos consideraría como dioses que vigilamos a los humanos.

    -¡Curioso!

    – En aquel tiempo, los dioses estaban muy cer­ca de la tierra, en un monte llamado Olimpo. In­cluso estaban más bajos que nosotros. Y vigilaban a los pobres seres, metiéndose en sus vidas, ena­morando incluso a sus mujeres o a sus hombres.

    – Como nosotros.

    – Así es. De vez en cuando, bajamos y nos mezclamos con los que habitan el suelo.

    Richard suspiró.

    – Me gustaría pasar más tiempo en ese dichoso suelo, Harry.

    -A mí también.

    Conversaciones como aquélla era todo lo que ya podían decirse.

    Hasta que…

    No, ninguno de los dos; ninguno de los pilotos de aquellos monstruosos aviones pensó jamás en que una cosa así ocurriría.

    Por eso, al recibir la señal de ataque – cada uno tenía un blanco determinado -, se miraron los unos a los otros, estremeciéndose de pavor.

    Porque nadie como ellos comprendía la espantosa significación de la señal que acababan de recibir. Harry condujo su aparato hacia las lejanas tie­rras de Siberia.

    Su objetivo era una instalación de cohetes in­tercontinentales. Pero sabía que, rodeando aquel lu­gar, se levantarían muy pronto la rabiosa jauría de los cohetes de intercepción; los terribles "tierra-aire".

    Dotados de mecanismos de detección, aquellas bestias brillantes volarían en busca del avión, como una bandada de gavilanes en pos de una paloma.

    Harry ordenó que se pusieran en marcha los mecanismos antirradar; los dispositivos de "brouillage", destinados a engañar a los "buscadores elec­trónicos de los cohetes de intercepción.

    Y el colosal multirreactor siguió avanzando.

    En una época en que las máquinas y las técni­cas son las solas que tienen la palabra, la actitud de los hombres no cuenta apenas para nada.

    Harry evitó tres barreras de cohetes, gracias a su habilidad y a la perfección de sus medios de defensa.

    Pero no pudo evitar el cuarto obstáculo.

    Un proyectil rozó el timón de cola del aparato. Fue suficiente.

    La explosión desgarró al multirreactor como si fuera de hojalata.

    La carlinga se abrió como una nuez madura.

    Consciente, en el último segundo, Harry consi­guió oprimir el botón que ponía en marcha al eyec­tor de su asiento. Salió lanzado por la abertura de la cabina.

    Y perdió el conocimiento.

    ¿Por qué temblaba la tierra?

    Sonriente, Sergio se dijo que el vodka que le había proporcionado la muchacha debía ser mu­cho más fuerte que de costumbre.

    El tractor brincaba, no sobre la tierra, que era llana como la palma de la mano, sino por efecto de los profundos estremecimientos que recorrían el suelo.

    Claro que Sergio no se había percatado de ello.

    Si la tierra temblaba, si el tractor saltaba, de vez en cuando, como cuando brinca sobre una piedra, no era sino el efecto de aquel líquido maravilloso que había ahuyentado sus negras y pesimis­tas ideas.

    Vio también cómo el cielo, en el horizonte, to­maba colores variados. Y se echó a reír.

    – Es como si estuviera anocheciendo – se dijo.

    Miró el reloj cíe pulsera, viendo que no eran más que las once de la mañana.

    Decididamente, el vodka era demasiado fuerte.

    Pero le importaba un bledo.

    Si aquel maravilloso contenido de la botella era capaz de modificar incluso la longitud de los días y las noches, ¿no era algo verdaderamente maravi­lloso?

    Y siguió conduciendo el tractor.

    Al recobrar el conocimiento, Harry se percató en seguida de que su paracaídas se había abierto en el momento preciso.

    Continuaba sentado en su asiento, que formaba parte del mecanismo lanzado por el eyector.

    Miró hacia abajo.

    Por doquier, hacia los cuatro puntos cardina­les, se levantaban sobre el suelo los terribles "hon­gos" de las explosiones, atómicas y nucleares.

    -¡Dios mío! – exclamó.

    Entonces, era cierto. No lo había soñado. Había estallado la Tercera Guerra Mundial.

    La última.

    Y él se había salvado. ¿Para qué? Sus conoci­mientos, aunque no demasiado grandes, le hacían prever lo que ocurriría después. Aquellos hongos producirían nubes radiactivas que iban a borrar la vida de la superficie del desdichado planeta.

    Su paracaídas fue descendiendo lentamente.

    Miró hacia el punto donde la tierra parecía acercarse a él.

    ¿Dónde se encontraba?

    Seguro que en una región de Siberia, un lugar poco importante, ya que ninguna bomba habla estallado por allí.

    Se encogió mentalmente de hombros.

    Levantando la cabeza, Sergio vio a aquel curio­so tipo que bajaba, en el extremo de un paracaídas, sentado cómodamente.

    Soltó una carcajada.

    ¡Lo que le faltaba!

    Ahora, al final de la botella> se daba cuenta de que el vodka era tan diabólicamente fuerte como para producir alucinaciones.

    Porque, un tipo sentado y balanceándose en el aire, ¿no era algo que no podía existir en realidad?

    Siguió mirando al tipo, hasta que éste se posó en el suelo. Luego le vio desatarse del asiento al que estaba sujeto.

    Y el hombre avanzó hacia él.

    "Si me habla – pensó Sergio con pánico -, no volveré a probar ni una gota de alcohol…

    El hombre se detuvo junto al tractor.

    -¿Who are you? – inquirió.

    Sergio no oyó más que el "you", sin compren­der ni una sola palabra. Sólo sabía que el tipo ha­bla hablado.

    ¡Maldito vodka!

    Un pánico terrible se apoderó de él. Apretando el acelerador y pasando una marcha, lanzó el trac­tor contra el hombre, que se hizo a un lado en momento justo.

    El ruso, haciendo girar el vehículo, lo lanzó ve­lozmente hacia las casas del "kolhose>'.

    Pasado el susto> Harry se echó a reír, aunque no habla gozo alguno en aquella expresión de hila­ridad.

    -¡Por poco me atropella ese animal!

    Estaba claro que el ruso habla ido a llamar a alguna patrulla.

    La sonrisa se borró de los labios del americano.

    Había hecho mal en no sacar la pistola ametra­lladora. Lo hizo, comprobó que había quitado el se­guro y echó a andar.

    Pensaba entregarse.

    Después de todo, lo que ocurriera le importaba muy poco. Las nubes radiactivas no tardarían en llevar la muerte por todas partes. Pero, y aquella sensación le llenó de congoja, no quería morir solo.

    Deseaba estar junto a cualquier ser humano, es­perando el momento fatal.

    Cuando llegó a las construcciones del "kolhose", se percató de que no había absolutamente nadie. Pero al ver el tractor, cuyo motor había dejado el ruso en marcha, la sonrisa volvió a su boca, que una mueca de pesar contraía hasta entonces.

    Era gracioso.

    "Posiblemente – pensó -, ese tipo y yo somos los últimos habitantes de este desdichado planeta."

    -¡Eh! – gritó, echando a andar.

    Necesitaba estar junto al ruso, explicarle que no había nada que hacer, que estaban condenados, como el resto de la humanidad.

    Pero que sería mejor que pasaran juntos los úl­timos instantes. Ya no era necesario que se odiasen. Nada significaban sus convicciones políticas, aquella colección de estupideces que les había enfren­tado como dos enemigos irreconciliables.

    -¡Eh, ruso!

    Nadie le Contestó.

    Debía estar asustado. Un pobre campesino que, sin duda alguna, jamás había salido de aquel hela­do país.

    -¡No quiero hacerte daño!

    Recorrió las calles desiertas de aquel pueblo ficticio.

    -¡Dios mío! – pensó en voz alta -. Ahora el mundo ha dejado de existir. Todo se ha acabado. Las ciudades han desaparecido y los muertos deben contarse por miles de millones.

    -¡Ruso!

    Deseaba estar junto al otro.

    ¡El muy estúpido! ¿De qué podía tener miedo? Y entonces se le ocurrió que una palabra, la única que sabía de ruso, podría solucionarlo todo.

    -¡Tovarich! – gritó.

    Llamándole "camarada", era posible que el otro confiase. No era una palabra que gustase a Harry; pero…

    ¿Qué importancia tenían ya las palabras?

    Había conseguido encontrar la escopeta de dos cañones que Ivanovicht, el "enchufado", utilizaba para cazar.

    Apretando el arma con fuerza en sus callosas manos, el ruso se atrevió a salir de la casa, por la puerta trasera.

    ¡Veremos si es de verdad!

    No podía serlo. Era el maldito vodka el que ha­bía hecho posible la alucinación.

    En cuanto apretase el gatillo, todo desaparecería. Y podría volver a trabajar, ya que Ivanovicht se enfadaría si no terminaba el pedazo que le habla ordenado que labrase.

    Salió a la calle.

    El tipo estaba de espaldas. ¡Y acababa de lla­marle camarada! Casi se echó a reír.

    Luego levantó el arma.

    Disparó a media altura, seguro de que la aluci­nación iba a desaparecer. Pero el tipo lanzó un gri­to, al tiempo que se volvía, y que apretaba el ga­tillo de su pistola, antes de caer de rodillas.

    Las balas atravesaron la cabeza de Sergio. Harry, antes de caer de bruces, vomitó una bo­canada de sangre. Y al tiempo que moría, dijo, con una sonrisa cruel en sus labios ya lívidos:

    – Mejor lo que ha pasado; somos tan cerdos, que no podemos vivir juntos.

    La cometa cayó en un desierto. ¿Arizona? ¿Nue­vo Méjico? No. Aquel desierto estaba junto al mar. Un desierto extraño, con una capa de polvo que flotaba sobre el suelo torturado.

    Allí, horas antes, había habido una ciudad llamada Nueva York.

    FIN

    "RESUMEN DEL LIBRO LA COMETA"

    Autor: ALAN COMET

    Título original:

    THE ROBOT'S MEMORY